Capítulo 14

Leah se despertó al oír una voz y el ladrido de Butch.

—Ya sabes que no te gusta el zumo de naranja, lo sabes muy bien. Era Jackie. Leah sonrió al recordar la cabaña. Se oía el canto de los pájaros y el sol se filtraba por las cortinas. Parecía un día hermoso. Fue al cuarto de baño y después a la cocina envuelta en su albornoz. Observó a Jackie durante un momento: la luz del sol le cubría los hombros, el pelo parecía vidrio de obsidiana. Llevaba una camiseta de Leah del Centro Nacional de Derechos de las Lesbianas y nada más.

Jackie le sonrió.

—Te has puesto colorada —le dijo.

—No, no es verdad —contestó Leah débilmente—. Tengo calor. Jackie se rio y, para alivio de Leah, no insistió.

—¿Sabes que no tienes nada para comer? Butch está muy disgustada con la situación alimenticia general.

Butch golpeó enérgicamente el suelo con la cola, sin hacer caso de la mirada iracunda de Leah.

—Me muero de hambre —dijo Jackie, metiendo la cabeza en la nevera—. ¡Ah! Bueno, algo es algo. —Sacó un paquete de zanahorias peladas.

Comieron felices en silencio, compartiendo el zumo de naranja, hasta que Leah se dio cuenta de que se estaban sonriendo la una a la otra como un par de idiotas.

—En cuanto a anoche… —dijo Leah, y se calló.

—¿Qué pasa?

Leah se dio cuenta de que volvía a sonrojarse.

—No sé qué decir.

Jackie frunció los labios con una sonrisita.

—Pues yo sí. Para empezar fue fantástico.

—Sí, bueno, supongo que se podría definir así.

Leah se quedó mirando la zanahoria fijamente.

—Lee, mírame.

Leah obedeció y vio el pelo azabache, la piel traslúcida e intentó ver a la mujer que había debajo.

—Volvamos a la cama —dijo Jackie en voz baja—. Tengo muchas ganas.

—Tengo que darle de comer a Butch —contestó Leah.

—Pues hazlo —dijo Jackie riéndose.

Leah se movió por la cocina, observada por dos pares de ojos, ambos igual de hambrientos. Butch se concentró en el plato en cuanto éste tocó el suelo; pero la mirada de Jackie siguió fija en ella. Se lavó las manos, pasó un trapo por el fregadero, se secó las manos, limpió la encimera y al final se puso a retorcer el trapo hasta hacer un nudo. Sabía lo que quería.

Lo deseaba tanto que era incapaz de expresarlo. Los labios de Jackie le rozaron la nuca. La respuesta de su cuerpo fue inmediata e inquietante. Sintió un sudor frío y le temblaron las rodillas, Las manos de Jackie la cogieron con suavidad por la cintura y la punta de su lengua le cosquilleó una oreja. A Leah se le cortó la respiración y Jackie le abrió el albornoz y le acarició los pechos con ternura.

—Te apetece, ¿verdad? —La voz de Jackie era una súplica, a pesar de que Leah, cuando sintió ese dolor en los pechos, pensó que la respuesta era obvia—. Di que sí. —A Jackie le temblaba la voz—. Por favor, di que sí.

Como respuesta, Leah se volvió para besarla. Cerró los ojos y se sintió como si se estuviera deslizando por un gran tobogán acuático hacia un volcán.

Las manos de Jackie al fin soltaron a Leah el tiempo suficiente para que tomara aliento. Agotada, se desperezó en la cama.

—Para ser una principiante —dijo—, sabes muy bien por dónde vas. Jackie respondió con una sonrisa de satisfacción.

—¿Cómo lo sabes?

Jackie enarcó las cejas y se volvió.

—¿Cómo sé qué?

—Lo que quiero. Si ni yo lo sé.

La expresión de Jackie se había vuelto claramente petulante.

—Me lo dice tu cuerpo. —Volvió a sonreír de oreja a oreja. Leah intentaba recordar por qué había querido darle libertad a Jackie y ninguna de las razones tenía sentido. No quería que Jackie encontrara a otra persona; quería estar siempre con ella.

Leah la miró. «El amor… —pensó—. Estoy enamorada… de esta mujer, y si ella no quiere estar conmigo, ya no tendré otra oportunidad». No sabía qué decir ni qué hacer. Estaba un poco aturdida. Tampoco quería espantar a Jackie.

—Tengo que estar en el centro a las dos —le explicó Leah—. El fotógrafo.

—En ese caso todavía nos sobra tiempo —contestó Jackie. Sin abrir los ojos pasó las yemas de los dedos por las costillas de Leah.

—Ah, ni se te ocurra —protestó Leah, apartando la mano—. No podría, otra vez no.

Jackie sonrió.

—Eso lo que dijiste la última vez.

—Esta vez estoy segura —insistió Leah—. Además, me muero de hambre. Vamos a comer.

Jackie se echó a un lado y se apoyó en un codo. Es una Venus, pensó Leah. Una Venus por la que iría hasta Milos. Era realmente impresionante.

—¿De qué te ríes? —Jackie arqueó una ceja.

Leah sacudió la cabeza.

—Podemos duchamos juntas si me prometes que no harás trampa. Tenía que poner un poco de distancia. La cabeza le daba vueltas y no confiaba en sus instintos.

Jackie se lo prometió con falsa sinceridad mientras cruzaba los dedos, pero al cabo de media hora las dos estaban vestidas y salían por la puerta. Jackie siguió a Leah a un restaurante de San Leandro especializado en desayunos ingleses. Comieron con apetito y hablaron de todo menos de cuándo volverían a verse.

«¿Por qué no me pide que la acompañe a la galería? —se preguntó Jackie—. ¿Por qué no me pregunta cuándo volveremos a vernos?».

Llegó la cuenta y Leah la cogió.

—Tú pagaste la cena, ¿recuerdas? Enseguida vuelvo.

Jackie observó a Leah caminar hasta la caja. Parecía tan segura de sí misma. No sabía si había conseguido hacer mella en su vida. ¿Leah la echaría de menos aquella noche? A lo mejor no sabía que Jackie quería seguir con ella. ¿Qué más podía haber hecho?

Podía haberle dicho «te quiero». El mayor riesgo. «Dilo», se dijo. Pero no podía porque sabía la respuesta: Sharla. ¿Para qué pedir?, ¿para qué esperar algo imposible?

Se había dicho a sí misma que se contentaría con ser la segunda y se preguntó cuántas veces se había mentido.

Leah regresó y dejó la propina en la mesa.

—¿Lista?

Jackie la siguió hasta el aparcamiento y se apoyó en la camioneta.

—¿Cuándo saldrá el dominical?

—La semana que viene, para que coincida con la inauguración. Parece que el texto ya está listo. La imprenta está esperando las fotos ahora mismo, mientras hablamos.

—Bueno, no te retendré —dijo Jackie. Se tragó el nudo que tenía en la garganta, su orgullo, seguramente, y añadió— ¿Cuándo volveré a verte?

—¿Cuándo quieres que nos veamos? —contestó Leah tras una pausa.

«Esta noche —pensó Jackie—. Mañana por la mañana. Todas las noches».

—No sé cómo se hacen estas cosas entre lesbianas —respondió procurando aparentar indiferencia.

—Eres libre de hacer lo que te apetezca —dijo Leah. Tenía la mirada baja, ocultando la expresión.

Jackie suspiró. Era evidente que Leah no quería verla, que no deseaba a Jackie en su vida.

—Me parece bien —repuso con un ataque de rabia—. Necesito mucho espacio. Tantas mujeres y tan poco tiempo…

—Comprendo —asintió Leah.

—Bueno —dijo Jackie parpadeando—, te espera el fotógrafo. Tengo muchas ganas de ver la exposición.

—Entonces a lo mejor te veo allí.

Jackie no se atrevió a hablar. Hizo ver que se marchaba rápidamente como si también tuviera algo importante que hacer. Se pasó el resto del día dando portazos a los armarios y preguntándose que tenía en lugar de un cerebro.

Leah observó a Jackie marcharse en el coche y dijo al espejo retrovisor:

—En fin, las cosas no han salido como esperaba.

Ahora, por supuesto, no tenía ningún problema con las cuerdas vocales, pero unos minutos antes no le funcionaban, y el cerebro tampoco. Aquel instante junto a la camioneta había sido como si hubiera estado al borde de un precipicio sabiendo que la mejor parte de su vida estaba en el fondo. Lo único que tenía que hacer era dejarse caer. ¿Por qué no le dijo que podía pasar por su casa cuando terminara con el fotógrafo? ¿Por qué no le dijo que estaba enamorada de ella?

A Sharla le había resultado muy fácil decirle que la quería… con ella nunca había tenido problemas con las palabras. Cuando se hicieron novias, la amistad ya había allanado el terreno para facilitar la comunicación. Con Jackie había tenido varias oportunidades de hacerlo, pero al final siempre lo jodía. Se sentía incapaz de pronunciar esas palabras porque no sabía si Jackie deseaba oírlas o creerlas.

Volvió a casa lo más rápido que pudo y fue directamente al estudio. Metió con cuidado los cuatro lienzos de la serie Sí en la camioneta. Una vez en la autopista se justificó a sí misma. No quería empezar de nuevo a labrarse una reputación como artista. Pero esos cuadros eran los mejores que había hecho. No le gustaba levantar polémicas, pero la buena pintura abría la mente de la gente.

No quería exponer los cuadros sin que Jackie los viera antes, pero al mismo tiempo creía que la única manera de demostrarle lo que sentía era diciéndoselo al mundo. Se preguntó cómo reaccionaría Jackie. Era más que evidente que le gustaba acostarse con ella, pero ¿y si no quería nada más?

Todo era muy complicado. Sensiblero, incoherente, gris. Llegó a la galería temprano. Constance todavía no había llegado. Cuando terminó de entrar el último lienzo, oyó los rápidos pasos de Constance detrás de ella. Leah se volvió para mirarla; estaba asustada y desafiante como una adolescente a la que pillan volviendo a casa más tarde de lo permitido.

—Estás loca —exclamó Constance.

—Sí, creo tienes razón. Pero debo hacerlo.

—¿Por qué? ¿Por qué ahora? —Constance se acercó bajando la voz.

—Porque sí… Porque quiero volver a empezar. Porque ya no soy la que era, ni siquiera la que era cuando hice Luna pintada. He cambiado de la noche a la mañana. Me he vuelto a enamorar.

—Querida, no lo entiendo.

—Creo que… tenías razón cuando dijiste que en mi obra no había un contenido lésbico. Estaba fuera del armario, pero no del todo. —Se mordió el labio inferior—. Estoy enamorada. No creo que ella me corresponda, pero no sé de qué otra manera se lo puedo demostrar. Y necesito demostrármelo a mí misma. Tengo miedo…, tengo miedo de que si escondo esta obra me olvide de que puedo amar a alguien de nuevo. Y vuelva a la montaña y me esconda… —Se ahogó y Constance le pasó el brazo por los hombros.

—Estás chiflada, pero por eso te quiero.

—No puedo seguir escondiéndome, quiero volver a salir a la luz. Donde Jackie pueda verme, donde Sharla querría verme. Así que…

—Estás cogiendo al toro por los cuernos y pidiéndole a gritos al mundo que te vea bien, completamente, entera. ¡En mi galería! —Le dio un apretón y la soltó—. Vaya.

Jackie se detuvo en el umbral de la puerta y su mirada se cruzó con la de su madre. La saludó con la mano y Jellica le guiñó el ojo. Hablaba con un hombre de voz chillona y tos de fumador que no parecía tener muchas ganas de dejarla. Jackie decidió esperar unos minutos antes de rescatar a su madre si ella no lograba zafarse de él. Jellica debía de estar cansa había llegado esa misma tarde y había ido directamente museo.

Jackie aprovechó los minutos libres para volver a mirar obra de su madre. La había visto por última vez en Londres donde se había reunido con sus padres para la inauguración. Se quedó en el fondo de la sala y observó a la gente que si arremolinaba alrededor de la escultura, frotándose las manos como si estuviera junto a un fuego. En efecto, Las tejedoras era una obra cálida, atractiva, reconfortante. Las tres figuras habrían podido ser la abuela de cualquier persona. De la yema de sus dedos caían hebras multicolores. Jackie admiró la exactitud con la que su madre había medido la caída del hilo esculpirlo.

El hombre seguía hablando, así que Jackie cruzó la sala dijo en tono preocupado:

—¿No llegaremos tarde?

—Ah, ¿vais a la inauguración de la Reardon? Nunca me las pierdo. —preguntó el hombre.

—No creo —contestó Jellica.

—Es una de las galerías de arte más importantes del país. Esta noche se inaugura una exposición. Estoy seguro de que no tendréis ningún problema para entrar.

—A lo mejor vamos —intervino Jackie—, pero ahora mismo llegamos tarde a una cena.

El hombre de voz chillona por fin se alejó y Jellica le dio a su hija un abrazo prolongado.

—Me alegro tanto de verte. Toma, este abrazo es de parte de tu padre. Me ha exigido un informe completo sobre el estado de tu felicidad. Te sienta bien el color turquesa. —Se separó de Jackie y le observó la cara—. Y lo que exijo yo es cenar. ¿Adónde vamos?

Jackie se rio.

—A Nob Hill. Es un lugar tranquilo y podremos charlar todo el tiempo que queramos.

—Empezaremos por tu vida amorosa. Estás preocupada.

Jackie frunció la nariz.

—No es justo que siempre me adivines el pensamiento.

—Es el privilegio de ser madre.

Se marcharon de la galería cogidas del brazo, después de ser interceptadas por galeristas, estudiantes de arte, el comisario de la exposición y un ayudante del alcalde. Este les dio entradas para la inauguración de la Reardon y dijo que quería una artista de talla internacional como Jellica Frakes supiera que San Francisco era caldo de cultivo de nuevos valores.

—Parece que va ir todo el mundo —comentó Jellica cuando se metieron en el taxi.

Jackie dio la vuelta a las entradas y leyó el nombre de la galería. No puede ser, pensó, el mundo no es tan pequeño. Pero Leah le había dicho que su exposición se inauguraba esa misma noche, en la galería «de Constance». Y la gran inauguración iba a celebrarse en la galería Constance Reardon.

—Quizá deberíamos ir —sugirió Jackie—. Pero antes te pondré al corriente de mi vida amorosa. Tiene algo que ver.

Mason era un restaurante elegante y tranquilo, y servía un suflé de chocolate de morirse recomendado por Angela. Durante el aperitivo y mientras comían la especialidad de la casa, solomillo de ternera, Jackie contó a su madre toda la historia. Le costó explicarle el final; las razones por las que de pronto se apartó de Leah y después volvió a seducirla le parecieron poco sólidas y las pruebas de que Leah no se había recuperado de Sharla, poco convincentes.

—Tengo la impresión de que huyes de la verdad.

—No huyo de nada. —Jackie se quedó mirando la punta del tenedor.

—Pero tú crees que mereces que te amen, ¿verdad?

—Claro que sí, ¿por qué no lo voy a merecer?

—He estado leyendo alguna cosa. —Su madre bebió agua sin mirar a Jackie—. Los investigadores sugieren que algunos… homosexuales sabotean sus relaciones inconscientemente. Creen que no merecen ser felices porque viven en pecado.

—Qué absurdo —exclamó Jackie—. Yo no… es ridículo.

—Tenía que preguntártelo. No te has comportando de una manera muy lógica.

—Pero mamá —objetó Jackie—, estoy segura de que sé lo que quiere Leah. Ella no me ha dicho absolutamente nada. E intenté darle la oportunidad de decirme si quería volver a yerme. —Soltó el tenedor y miró acongojada a su madre—. Y, bueno, ahora ya no puedo decirle lo que siento porque es inútil. Sólo conseguiría que se sintiera culpable y dejaría de verme por mi bien. Bueno, para el caso ahora tampoco nos vemos, pero ya me entiendes.

Su madre entornó los ojos y se comió el último bocado de solomillo.

—Si tú lo dices, cariño. Pero acabarás diciéndoselo, te conozco.

—Es posible, pero para entonces a lo mejor ella me quiere aunque sólo sea un poco. A lo mejor quiere que nos veamos de vez en cuando. Ladeó la cabeza. «No, pensó, no puedo vivir así. No puedo fundar la familia que quiero en esos términos».

Petite chérie —dijo su madre en tono de admonición.

Jackie asintió y dobló la servilleta.

—Retiro lo dicho. No podía vivir de las sobras. —Suspiró, miró un momento el techo, y, cuando volvió a mirar a su madre, sonrió con amargura—. No te olvides de decirle a papá que estoy enamorada y que soy inmensamente feliz —añadió.

La camarera se acercó para llevarse los platos y preguntar si querían algo de postre.

—Mi hija y yo queremos un suflé de chocolate con doble ración de nata.

Jackie se rio.

—El chocolate lo cura todo, ¿verdad?

—Y te dará la energía necesaria para entrar en esa galería. Para saludar y decir que todo es muy bonito y hacer ver que no estás enamorada… para eso necesitarás una buena dosis de chocolate. —Su madre inclinó la cabeza en actitud filosófica—. Bon appetit.

—Que alguien coja un hacha y me parta por la mitad —le murmuró Leah a Constance, que le lanzó una mirada del estilo «ya te lo dije» mientras Leah seguía caminando. Se había pasado casi toda la noche yendo de un lado a otro por las dos salas. Acababa de hablar con un crítico sobre Luna pintada, cuando varios VIPs le pidieron hablar con ella sobre Sí

Para gran satisfacción de Constance, ya se habían vendido tres lienzos de Luna pintada y uno de la serie “Sí”. Al responder al crítico de Los Angeles Times, dijo que no, que no creía que “Sí” fuera un indicio de su futuro trabajo, como tampoco lo era Luna pintada. Le repitió lo mismo al periodista de The Advocate. Una breve mirada a su historial revelaría que raramente se basaba en una serie anterior para hacer la siguiente.

Maureen y Valentina habían estado fantásticas; la besaron, la abrazaron y alabaron con sinceridad y sencillez. Se habían mezclado entre la gente cuando Associated Press le pidió su opinión, como artista lesbiana, sobre la censura.

Las preguntas parecían no acabar nunca. Sí, estaba contenta con las dos series. Sí, era lesbiana. Sí, se había basado en una modelo real. No, no iba a decir quién era. No, no se consideraba una militante gay. Sí, creía en los derechos civiles de los gays y las lesbianas. Sí, se consideraba feminista. Sí, suponía que si Luna pintada era un canto al invierno —lo que tampoco sabía si era cierto—, “Sí” era un canto a las mujeres.

Varias veces quiso decir: «Qué pregunta tan estúpida», y «¿Por qué antes nunca me preguntaban por mi sexualidad?» y «¿Cuándo me va por preguntar por mi trabajo, y no por mi lesbianismo?».

Constance tenía razón. Tenía toda la razón del mundo.

—Querida, acaba de llegar Jellica Frakes. —El susurro de Constance estaba cargado de excitación—. Está mirando Pinos de luna. Se nota que le gusta, que le gusta mucho. Leah se sintió como si Constance le acabara de tirar un jarro de agua fría.

—¿Ha venido sola?

Constance frunció el ceño.

—Está con Jackie.

—¿Y le gusta? ¿Estás segura?

—Compruébalo tú misma —contestó Constance—. Vamos, mujer, demuestra que tienes temple.

Leah asomó la cabeza por la puerta que separaba la sala de Luna pintada de la de “Sí”. El rostro de Jackie, de un delicado color rosa, reflejaba entusiasmo mientras señalaba los lienzos. Una mujer de pelo cano la escuchaba a su lado. «Ésa debe de ser Jellica», pensó.

Un crítico de arte las abordó, pero al cabo de un minuto Jellica cogió a Jackie del brazo y se acercaron al último lienzo. Iban a ver “Sí” en cualquier momento.

—Lo recuerdo todo tan claramente —dijo Jackie—. Te habría encantado el polvo de nieve. Y la tranquilidad.

El hombre que estaba a su lado se aclaró la garganta.

—¿Dirían ustedes que esto es una metáfora del invierno?

Jackie lo miró con el ceño fruncido. Era un pesado; iba con un atuendo grunge beatnik que quedaba ridículo en un hombre de más de cincuenta años.

—Es difícil que sea una metáfora cuando el tema es tan obvio —respondió su madre secamente.

—A lo mejor es una metáfora meteorológica —dijo Jackie abriendo los ojos con expresión inocente.

Su madre se sacudió aguantándose la risa.

—Ah, comprendo lo que dice —comentó el hombre—. Me interesa mucho conocer su opinión sobre la otra serie.

Jackie se lo quedó mirando sin entender.

—En la sala de al lado. Es muy diferente. Cuesta creer que la haya hecho la misma artista. Cuando uno ve esta serie, jamás sospecharía… bueno, como ya he dicho, me interesa su reacción.

Jackie buscó subrepticiamente a Leah mientras seguía a su madre a la otra sala. En ésta los cuadros estaban dispuestos de tal modo que debían contemplarse individualmente.

Jellica se paró en seco delante del primero. Jackie cerró un momento los ojos y volvió a mirarlo. Como dijo su madre, era sorprendente. El ángulo de la rodilla junto a la turgencia del muslo, la línea curva de la cadera. Era sensual. Al principio no entendió por qué, hasta que al final lo vio. Era el ángulo; hasta hacía poco Jackie no se habría dado cuenta. El cuadro captaba lo que vería una persona si estuviera mirando el cuerpo de una mujer desde abajo, con la mejilla a pocos centímetros del estómago. Había visto a Leah desde ese ángulo. Sus dedos habían provocado a Leah. Las caderas de Leah se habían movido…

Las mejillas se le encendieron con el recuerdo y el corazón le empezó a palpitar con fuerza. Leah había captado un momento de intimidad absoluta sin mostrar ninguna parte del cuerpo de un modo explícito, y. sin embargo, la mujer irradiaba sexo. Era evidente que la obra había sido creada con pasión.

Al contemplar el cuadro, Jackie entendió mejor por qué Leah seguía pensando en Sharla. Hasta entonces, Sharla tan sólo había sido una imagen vaga en su mente.

—Me muero de ganas de ver el resto —dijo su madre.

Jackie tenía miedo de ver el siguiente cuadro; el corazón se iba rompiendo lentamente.

Al llegar al tercer lienzo, Jackie soltó un grito ahogado y retrocedió unos pasos, atónita al ver la trenza tejida en la tela. Su madre miró el cuadro, después el pelo de Jackie y otra vez el cuadro.

Jackie saltó de un estado emocional a otro; estaba tan estupefacta que no sabía cómo reaccionar. Ese movimiento sensual del hombro y de las costillas y ese codo tan delicado; ¡no podía ser que Leah la viera de ese modo! Ella no era así. Por lo tanto…

El hombre, que había estado pisándoles los talones, dijo:

—Usted no será por casualidad la modelo, ¿verdad?

Leah oyó la pregunta y gruñó para sus adentros. ¡Cómo no lo había pensado! Todo el mundo iba a ver la trenza de Jackie y saber que era la modelo. Jackie estaba colorada y Jellica parecía a punto de matar a alguien. Se encontró con Constance y le dijo:

—Yo me marcho.

—No puedes —dijo Constance entre dientes.

—Si me quedo se armará un escándalo y me parece que no es eso lo que quieres.

Sin esperar la respuesta de Connie, Leah se marchó de la sala. Creyó que iba a demostrarle a Jackie lo mucho que la quería, y, en cambio, le había dado sobrados motivos para que la odiara.

Jackie tragó ruidosamente y decidió hacer caso omiso de la pregunta. Avanzó para ver el último cuadro. La gente le hacía sitio y la observaba. Todo el mundo sabía que era ella. Todos sabían —o tenían motivos para sospechar— que había tenido una aventura con Leah Beck.

Todos sabían que era lesbiana. De pronto, recordó la lápida de Sharla, la palabra pecadora, y se sintió desnuda. Observó el último lienzo: la trenza deshecha, el pecho, el hombro.

Cerró los puños y la vergüenza estalló hasta convertirse en rabia. Buscaría a Leah Beck y… cuando acabara no quedaría nada. Jackie se dio media vuelta y abandonó la sala.

Petite chérie —gritó su madre. Jackie se detuvo y esperó a su madre—. ¿Qué significa esto?

—No lo sé —contestó Jackie—. No puedo… necesito tiempo. —Estaba tan enfadada que creyó que iba a romper a llorar.

—Puedo volver sola al hotel —dijo su madre, con una mirada comprensiva en los ojos—. ¿Me llamarás mañana por la mañana?

Jackie asintió. Se refugió en la noche y caminó como Montada por Market Street, sin darse cuenta siquiera de que tenía que andar ocho manzanas. Bajó como una autómata a la estación Muni y estuvo veinte minutos esperando el metro. Recorrió las tres manzanas desde la parada como en una nebulosa y cuando por fin se sentó en su apartamento oscuro, ni recordaba haber subido la escalera.