—¿Cuál es el color que más te gusta? —Leah tiró suavemente del lóbulo de la oreja de Jackie y memorizó el tono rosa pálido. Jackie se desperezó bajo la luz del sol matinal y se volvió para mirar a Leah.
—El lavanda de las violetas africanas. Y el rojo del lirio.
—Sonrió con picardía. —¿Y a ti cuál es el libro que más te gusta?
—Naturaleza, de Emerson. ¿Cuál es tu plato favorito?
—Natillas con moras. ¿Y cuál es la música que más te gusta?
—El jazz, en directo.
—¿Ah, sí? —Jackie ahuecó la almohada y sonrió—. A mí también.
Intercambiaron opiniones sobre sus respectivos gustos mientras Leah pensaba en la mezcla de colores con la que pintaría el tono de los ojos de Jackie. No bastaría sólo con el azul, también habría que añadir un poco de negro y una buena dosis de amarillo.
Después de charlar y reír durante una hora, Leah se sintió más a gusto con Jackie que en la cabaña.
El ruido de un portazo en el piso de abajo rompió la cómoda burbuja en la que estaban. Leah no quería admitir que el tiempo pasaba, pero era inevitable. Se enderezó y le crujió el estómago.
—Me temo que ha sido una indirecta —dijo Jackie—. Si quieres, puedo hacer café y tostadas. —Se envolvió con una sábana y se dirigió a la cocina—. Y encenderé la calefacción.
—Me encantaría.
Leah contempló la gruesa trenza que se balanceaba sobre la sábana blanca mientras Jackie se alejaba. Observó el pequeño apartamento con placer y tristeza. Las sábanas y el edredón estaban revueltos, en contraste con el orden de las estanterías, la mesa baja, sobre la que había una escultura que tenía que ser de Jellica Frakes y las líneas brillantes y claras de un grabado de Jasper Johns. La ropa de las dos estaba desparramada por el suelo desde la puerta hasta la cama. Vio su camisa con los botones rotos y un cosquilleo de deseo la estremeció. No le costaría demasiado volver a estar lista para las caricias y los besos de Jackie.
Cerró los ojos y vio, inesperadamente, la cara fantasmagórica de Sharla encendida de pasión, susurrándole que ella era su diosa, que nunca habría nadie más. Se habían jurado confianza y fidelidad para siempre. Volvió a temblar, esta vez con un escalofrío en la boca del estómago. Se envolvió con una manta y fue al cuarto de baño. En la ducha puso el agua lo más caliente que pudo y se frotó con fuerza, intentando ahogar el recuerdo de Sharla.
Nunca habían hablado de qué querían que hiciera la sobreviviente si una de las dos moría. Sabía que Sharla no habría querido que se quedara sola. Era —había sido— generosa. Así que, ¿por qué se sentía desleal ahora si con Constance no le había pasado?
—No quiero menos a Sharla. Y nunca lo haré —le dijo a la botella de champú. Sintió una punzada en el estómago. ¿Era posible querer a alguien tanto como ella había querido a Sharla y encontrar un lugar en su corazón para Jackie de un modo tan profundo y con un sentimiento tan fuerte?
¿Realmente se merecía un amor como ése dos veces en la vida? Lo más probable era que echara de menos la vida en pareja. Lo que había tenido con Sharla había sido duradero y auténtico, y no deseaba dar ni recibir menos que eso. Así era ella.
Se preguntó si podía ofrecerle a Jackie un corazón intacto. Sí, probablemente. Pero no estaba enamorada. Enamorarse de Jackie sería egoísta de su parte. Jackie tenía unos nueve años menos que ella, y como lesbiana, era aún más joven. A fin de cuentas, se trataba de una chica atractiva, divertida, inteligente y cariñosa y podía elegir a quien quisiera, mientras que ella ya había tenido el amor de su vida con Sharla.
Resultaba evidente que Jackie necesitaba sexo, pero eso sólo había sido el final de lo que habían empezado aquel fin de semana de Acción de Gracias. Jackie, sin duda, estaba preparada para tantear el terreno y ver lo que San Francisco ofrecía a las lesbianas. No iba a interponerse en su camino. Se peinó y se repitió su decisión. No exigiría nada. No estaba enamorada.
Cuando vio a Jackie sentada en la cama, desenredándose el pelo, con la sábana que descubría la delicada curva de su espalda, sintió una punzada de deseo.
Jackie alzó la mirada, sonrió y se sujetó la sábana con recato mientras entraba en el cuarto de baño.
Leah se sirvió café y escuchó el repiqueteo de la ducha y el ruido del secador de pelo. Cuando Jackie abrió la puerta del baño llevaba una bata blanca y se secaba el pelo con un secador.
—Tardaré unos diez minutos —explicó—. A veces me entran ganas de cortármelo.
—No lo hagas —le dijo Leah—. Es demasiado hermoso.
—Es pesado y difícil de cuidar —objetó Jackie, subiéndoselo para secarse el cuero cabelludo—. Tengo que hacerme una trenza para que no se me enrede. Además, tardo muchísimo en hacérmela.
—Aun así, es hermoso —insistió Leah sonriéndole. Jackie le devolvió la sonrisa y Leah se dirigió a la cama mientras se preguntaba si vestirse o no. Debía hacerlo. No podría dejar las cosas claras con Jackie si se pasaba todo el día con ella y… otra noche. Los pechos se le endurecieron con un dolor repentino.
Sorbió el café y se tranquilizó, o al menos intentó calmarse. Se concentró en lo prosaico y cogió su camisa rota. Detrás de ella, el secador de pelo se detuvo.
—Lo siento —se disculpó Jackie—. Era una tela buena.
Leah le sonrió.
—No lo sientas.
—No se desabrochaban los botones y no podía esperar —dijo Jackie con timidez. Se sentó en la cama—. Sabía que no llevabas sostén… estoy… Nunca había tenido tanta prisa.
—En realidad no necesito sostén. No como tú.
La garganta de Jackie había adquirido un suave color rosado.
—Eres… Para mí es bastante para disfrutar.
Deslizó las manos lentamente bajo la manta y acarició los pechos de Leah, que la oyó contener el aliento, quizá sorprendida de encontrarla tan excitada.
—Me encanta tu cuerpo —dijo Jackie. El color de su rostro se volvió más intenso—. Y me encanta lo que le hacé sentir al mío.
Leah se estremeció y el café caliente se derramó sobre la cama. Maldijo en voz baja y se levantó, secando la mancha con la manta.
—No te preocupes, se ha manchado muy poco —la tranquilizó Jackie—. Deja la taza.
Leah la miró; sabía que si soltaba la taza toda su determinación se iría al traste.
—Déjala —repitió Jackie, con voz más imperativa—. Vuelve a la cama.
Se arrodilló y se desató la bata, dejando que se deslizara por su cuerpo. Los pechos, de un color rosa vivo, asomaban por debajo de los gruesos rizos de su pelo suelto. Agitó el cabello con impaciencia y Leah vaciló al recordar el sabor de los senos de Jackie cuando se excitaban, como la noche anterior.
El deseo apremiante anulaba su sentido común. Se dijo a sí misma que Jackie necesitaba libertad porque si no era libre siempre iba a preguntarse cómo sería lo que no había explorado. Jackie ya se había quitado el gusanillo y estaba preparada para conocer otras mujeres que pudieran ofrecerle frescura y un corazón intacto. Y Sharla, ¿que?, se preguntó. Necesitaba pensar en ello. Sabía que era capaz de prescindir de sus acuciantes necesidades; Dios…, ¿alguna vez había deseado tanto a Sharla? Sí, pero en aquel momento parecía imposible. Se sonrojó y vaciló con una mezcla de culpabilidad y pasión.
—¿Te pasa algo? —Jackie se volvió a poner la bata y se bajó de la cama.
Abrazó a Leah por la cintura —¿En qué piensas?
—En Sharla. —Se calló. Podía haberse mordido la lengua.
Jackie palideció y permaneció un momento inmóvil, después se arrebujó en la bata.
—Lo siento. Lo había olvidado.
Se fue a la cocina y se sirvió café con gestos enérgicos. Leah se sintió fatal. «Idiota —se maldijo—. Eres una maldita idiota».
—Me temo que tendré que pedirte una camiseta —dijo Leah antes de que se le atenazara la garganta.
¿Por qué había mencionado a Sharla? ¿Cómo había sido tan cruel? ¿Qué esperaba que hiciera Jackie? Todo se había vuelto de un color gris desagradable y anodino. Los contrastes habían desaparecido. Nada de luz, nada de sombras. Cerró un momento los ojos y no vio nada. Cuando los abrió, Jackie era la viva imagen de la compostura. Había encontrado una camiseta para Leah y cuando se la dio, un mechón de pelo suave y rizado le rozó la muñeca. Era pesado, como la seda para coser.
Leah quería sentir esa cabellera sobre su cuerpo, deleitarse con el placer sensual de tocarla. Se imaginó de espaldas, con el pelo de Jackie como una cascada sobre sus muslos y la boca de Jackie sobre ella.
Jackie no dijo nada; lo mejor que podía hacer. Leah tampoco hubiese podido, salvo para rogarle a Jackie que se la llevara a la cama. Pero ya era tarde para rogar y Leah era demasiado orgullosa. Le había suplicado a Dios que le devolviera a Sharla y Dios no le había respondido. Sharla seguía muerta. Sharla…
Cogió su ropa y se vistió temblorosa en el cuarto de baño. Jackie le dijo que había llamado un taxi. Leah se tomó la despedida con calma; ella misma se lo había buscado. Prometió llamarla.
Más tarde, se asombró de que las piernas la hubieran sostenido cuando bajó los tres pisos.
Si se arrodillaba sobre el tocador, Jackie podía ver la calle. Esperó a que el taxi llegara y se fuera, y entonces se desplomó sobre el ovillo de sábanas y dejó que las lágrimas brotaran de sus ojos cerrados con fuerza. Lloró como nunca había llorado. Intentó calmarse, recordándose que su vida no se había acabado, que había montones de mujeres que no estaban recuperándose de la muerte de su único amor. Quería odiar a Sharla por haber impedido que Leah pudiera entregarse a otra persona, pero Sharla no era la que le había hecho daño, sino Leah.
Quizá sólo había sido una de esas cosas… una simple llamarada de pasión que se había apagado para las dos. Pero era mentira, al menos para ella. Había deseado desesperadamente acostarse con Leah, se había entregado y la habían rechazado. ¿Había sido demasiado atrevida? Jamás había dado el primer paso; siempre era Parker el que empezaba, igual que su primer novio. Pero quería que Leah supiera cómo se sentía, que supiera que deseaba pasar el día con ella, hablar, salir, iniciar una nueva vida juntas. Durante una breve hora se había sentido invencible, segura de la fuerza de su amor por las mujeres, por esa mujer.
Estaba acalorada de llorar y de recordar su osadía de la noche anterior cuando le dijo a Leah lo que quería hacer. Había creído adivinar lo que Leah deseaba. Se sonrojó al recordar cómo la provocaba y la hacía esperar, pero Leah había respondido. Era imposible que Jackie hubiera malinterpretado las señales. Había tenido tan pocos amantes que… ¿la había encontrado inexperta? O peor aún, ¿había sido sólo una novedad? ¿Una manera de olvidar a Sharla? Pensar algo así de Leah no era justo… ¿pero qué sabía? ¿Y quién era esa mujer de la galería? ¿Otra a la que utilizaba para superar lo de Sharla?
Bueno, sí, le había dicho a Leah que seguía deseándola, y ella la había rechazado. Muy bien. Se incorporó y se secó la cara. Lo soportaría. Había montones de mujeres en San Francisco. Sabía lo que era la vida; no había nacido ayer. Necesitaba algo más que una Leah Beck para hundirse.
Se lavó la cara, cambió las sábanas de la cama, puso una lavadora, fue a la tienda de ultramarinos, compró bollos, queso y helado de chocolate negro. Se dijo a sí misma durante todo el día que lo estaba haciendo muy bien y que se las arreglaría sin Leah. Su maquinaria de animación trabajó horas extra.
Una vez en casa, miró el programa de actividades. Había un baile organizado por el grupo de mujeres profesionales dentro de dos sábados.
En el trabajo tenía que entregar varias cosas y terminar unos proyectos bastante difíciles, de modo que la perspectiva de un baile le daría energía. Y a lo mejor conocía a alguna mujer que la hacía olvidar a Leah Beck, y quizá se la llevara a casa.
Leah recogió su coche delante de la casa de Constance; sabía que debía entrar a disculparse por haberla dejado sola la noche anterior, pero se sentía incapaz de hablar. Casi no podía ni conducir.
Al llegar a casa sintió esa clase de dolor que había experimentado tantas veces. Butch gimió pidiendo comida, y se la sirvió automáticamente.
Después entró en el dormitorio, cogió la colcha, la arrastró hasta el ropero, apagó la luz y cerró la puerta. Se acurrucó en un rincón, se envolvió en la manta y apartó la cara de la pequeña rendija de luz que entraba por la puerta del ropero.
Cerró los ojos hasta que no vio ningún color. Sólo una oscuridad que la hundió en la desdicha. Ya no podía ni llorar: Sharla, inconsciente, hundiéndose en el agua. El color naranja irrumpió en su imaginación cuando el chaleco salvavidas reapareció, vacío. Gritó y oyó que su voz desaparecía entre la ropa colgada sobre su cabeza.
Volvía a perder a Sharla. Oleadas de culpa le atravesaron los pulmones y la sumieron en una tierra baldía verde y salobre. Estaba enamorada de Jackie. Lo sabía. Amaba a Sharla, la había amado. ¿De veras podía decirlo en el pasado? ¿Era eso lo que le provocaba tanta angustia? Había amado a Sharla. Su mente le planteaba preguntas imposibles de responder. Si hubiese conocido a Jackie cuando Sharla vivía, ¿se habría enamorado? Si Sharla resucitaba, ¿a quién escogería? «No tienes que escoger —se dijo a sí misma—. Puedes seguir queriendo a Sharla siempre». Todos los recuerdos, la pasión, la risa. Empezar cada día con tanta alegría. Pero ahora le parecía que tenía que perder un poco a Sharla para querer a Jackie sin reservas.
El azul y el plateado bailaron en su imaginación y los músculos doloridos de los hombros se relajaron. Se concentró en la respiración durante unos minutos.
Sonrió más tranquila en medio de la oscuridad y trazó la imagen mental de Jackie esa mañana, con la sábana cubriéndole la espalda. Tensó la nuca mientras el rostro de Jackie se oscurecía. Apartaba esa cara de curiosidad con que le había hecho la pregunta y se echaba atrás ante la mención de Sharla. La había herido en lo más hondo. Aunque Jackie no correspondiera a su amor con la misma intensidad, habían compartido una noche increíble. Quería retirar lo dicho, pero se había acabado. Estaba segura de que Jackie había acabado con ella para siempre.
Leah le había enseñado cómo se lo hacían las mujeres y ahora Jackie era libre para explorar el mundo con su espíritu aventurero y su alegre receptividad a la vida. No esperaba nada de su encuentro con Jackie y eso era exactamente lo que había sucedido. ¿Por qué estaba tan triste entonces? Unas vetas azules y plateadas se mezclaron con las lágrimas que al fin brotaron.
Jackie pagó la entrada y se abrió paso junto a la barra para poder estar más cerca de la pista. Habían puesto My Giri y se atenuaron las luces mientras las parejas bailaban un lento. Cuando se acabó la canción y se volvieron a encender las luces, pusieron Rockin’ Robín y Jackie miró a su alrededor buscando alguna cara conocida.
—Vaya, estaba segura de que vendrías —le dijo alguien al oído. Jackie se volvió y le sonrió a Stella, una de sus parejas de baile favoritas, que la cogió de la mano y la llevó a la pista. Stella era alta, gruesa y sabía llevar muy bien a su pareja de baile, sobre todo temas de swing. Jackie se entregó a la música y al baile olvidándose de Leah.
—Adelante, chica —gritó StelIa mientras hacía dar dos vueltas a Jackie.
Cuando acabó la pieza se abrazaron y aplaudieron. La discjockey puso ABC y Stella la hizo girar y hacer otro paso de swing. Al cabo de varias canciones, Stella la sacó de la pista y la llevó al rincón más tranquilo del bar. Su novia, Bonnie, hablaba con una mujer que Jackie había visto alguna vez anteriormente. Stella besó a Bonnie en la frente y preguntó:
—¿Hay sitio para mí?
Bonnie sentó a Stella en el brazo de su silla de ruedas y saludó a Jackie con una sonrisa.
—Eres una buena influencia para ella: nunca hace tanto ejercicio.
—Y viceversa. —Jackie se abanicó y saludó a Ina con la cabeza. Ina le devolvió el saludo con una sonrisa traviesa.
—¿Te apetece una cerveza? ¿O prefieres bailar? —preguntó señalando la pista de baile con la cabeza rubia cortada al cepillo.
——-Las dos cosas —respondió Jackie de inmediato. Stella le había dicho, en un tono muy maternal, que Ina trabajaba con rapidez. A lo mejor eso era lo que necesitaba—. ¿Bailamos primero?
Ina la siguió hasta la pista de baile donde la disc-jockey había puesto Surfin’ USA. Jackie le enseñó a Ina a hacer el gesto de nadar, incluso en estilo espalda; Ina le acarició la oreja con la nariz cuando bailaron un lento, Dock of the Bay. Jackie reprimió la vergüenza y de pronto no supo qué hacer. Quizá la manera de olvidar a Leah no fuera con otra mujer; al menos, no tan pronto.
Para gran alivio de Jackie, la disc-jockey anunció un baile colectivo de música country y la pista se despejó para dejar espacio.
—¿Dónde lo has aprendido? —preguntó Ina mientras observaba los pasos que hacía Jackie.
—En España. Cuando era pequeña estaban todos locos por el soul.
Puedes hacerlo, es fácil. Ina aprendió rápido, y cuando se acabó la canción salieron de la pista cogidas por la cintura.
La cerveza estaba fría y Jackie se sintió un poco más atrevida. Mientras Ina coqueteaba con ella, comía palomitas de maíz. Después volvieron a la pista para bailar un lento muy largo, Me and Mrs Jones. Ina volvió a acariciarle la oreja con la nariz y Jackie se obligó a sí misma a relajarse. El beso no estuvo tan mal —incluso fue agradable— y Jackie intentó una vez más convencerse de que estaba haciendo lo correcto.
«Maldita seas, Leah Beck», pensó.
Volvieron a sentarse y Jackie se pasó casi todo el rato hablando con Bonnie, una mina de información sobre todo lo relativo a las lesbianas de San Francisco. Conocía todos los libros, las obras de teatro, las exposiciones, los cotilleos. ma intervino un par de veces, pero dijo que la política y la militancia no eran su fuerte, ni tampoco los libros y el teatro.
Le gustaba bailar. Su mirada, al recorrer el cuerpo de Jackie, dijo que también le gustaban otras cosas.
«No tendré nada de qué hablar con ella», pensó Jackie. Leah y ella no habían dispuesto de mucho tiempo para charlar, pero no había surgido ningún tema que no les hubiera interesado a las dos. «Sin embargo, esta noche sólo se trata de sexo», se dijo. Para quitarse a Leah de la cabeza.
Era evidente que Ina no esperaba nada más. Incluso mientras hablaba con Bonnie, Jackie no paraba de preguntarse qué debía hacer. Sólo porque su sexualidad hubiera sufrido una conmoción, ¿también tenían que cambiar sus costumbres sexuales?
Cuando iba con hombres, nunca le habían interesado los ligues ocasionales, ¿por qué le iban a interesar ahora? Probablemente era más seguro y ya no tenía que preocuparse del tema de la anticoncepción. Pero que fuera algo más seguro no significaba que fuera satisfactorio. Y lo más importante: el concepto que tenía de sí misma. Estaba enfadada con Leah Beck, e Ina no tenía nada que ver con el asunto.
Suspiró. La imagen que se había forjado de sí misma ya había sufrido demasiados cambios. Así que aunque su cuerpo estuviera interesado en acostarse con Ina —lo que no parecía el caso— a su mente no le pasaba lo mismo. Al contrario que con Leah, con Ina podía elegir.
Al pensar en Leah, sintió un cosquilleo en el cuerpo y se mareó. Estaba preparada para las caricias de Leah, pero para las de nadie más. Además, la herida también seguía allí.
—¿Estás bien? —Bonnie le sacudió el brazo con suavidad.
Jackie dio un respingo, y después miró a Ina. Una excusa tan buena como cualquier otra, pensó.
—No, no muy bien. De pronto me ha entrado como una flojera.
—¿Quieres que te lleve a casa? —se ofreció Ina.
Jackie se levantó temblorosa, maldiciéndose. Sólo la idea de acostarse con Leah la dejaba exhausta. No era justo.
—No, no te preocupes. He tenido una semana muy larga en el trabajo y he dormido poco. Supongo que ahora me ha venido todo el cansancio de golpe. —Sonrió para aplacar la evidente preocupación de Bonnie—. Es mejor que me vaya.
Ina pareció resignarse y se puso a estudiar la pista en busca de otra pareja. Jackie se despidió y se fue al coche. El fuerte viento le despejé la mente, y, mientras ponía el coche en marcha, se comió los puños de rabia.
¡Menuda seductora y menuda seducida!
«Maldita seas, Leah Beck, y maldita la tormenta de nieve en la que apareciste».