Capítulo 10

Jackie alquiló un coche en recepción, donde también le dieron unos mapas. Con unas mallas blancas, unas zapatillas Reeboks y un jersey grueso y abrigado, estaba lista para salir a explorar.

Recogió el coche y se alegró al ver que era un deportivo pequeño. En el mapa, las autopistas de Dallas parecían rectas y llanas. No conducía rápido de verdad desde la última vez que había estado en Alemania. El empleado de la agencia de alquiler de coches le dijo que la policía de tráfico de Tejas no se preocupaba por velocidades inferiores a ciento veinte en autopista, al contrario que en California, donde la paranoia empezaba a ciento diez.

Podría sacudirse las telarañas y pasear por el campo. ¿Adónde iba? ¿Hacia Lubbock por el oeste? Empezó a recordar canciones country. ¿Hacia Oklahoma City por el norte? Un pueblo llamado Norman le llamó la atención. Norman, Oklahoma. ¿Dónde había oído ese nombre? Se concentró un momento y recordó la voz de Leah. «Sharlotte Kinsey, de Norman, Oklahoma. ¿Te imaginas ser de un lugar tan apartado que lo único que se ve en kilómetros a la redonda son yacimientos petrolíferos?».

Sin querer ponerle nombre a lo que la impulsaba, Jackie partió hacia Norman, Oklahoma, con su máquina de fotos y un mapa. Tardaría casi todo el día en ir y volver, pero le encantaba explorar en coche; ver las flores silvestres, cómo la gente construía sus casas en diferentes terrenos. Sería un buen descanso. La tierra era llana y estaba anegada por la lluvia. No había cultivos que interrumpieran la vasta extensión de arcilla ocre oscura. Las nubes grises que flotaban en lo alto, sobre el tenue horizonte de carbón, hacían que Jackie se sintiera muy pequeña y se preguntara por los pueblos nativos que habían errado bajo el amplio cielo. Qué fácil hubiera sido imaginar que eso era el mundo entero.

Entró a formar parte de una caravana de coches y camiones que iban a ciento treinta por hora. En comparación con Alemania, no circulaban muy rápido, pero era emocionante. En la radio ponían sobre todo música country, pero no le importaba. Cantaba cuando conocía las letras mientras asimilaba el paisaje rojo y gris. Imaginó que allí construiría casas bajas con líneas suaves y redondeadas para que se mezclaran con el duro horizonte.

Al cabo de unas tres horas se detuvo en un bar en la calle principal de Norman. El pueblo no era tan pequeño como había imaginado, pero quizá había crecido desde que Sharla vivía allí. Se sorprendió preguntándole a la camarera por los cementerios. Se enteró de que había dos y volvió a marcharse. El primer cementerio, lleno de maleza, parecía abandonado, no había signos de que lo utilizaran. Se paseó durante un rato y vio que las muertes más recientes databan de los años treinta. Un viento helado traspasaba su jersey y se alegró de volver al coche.

Evidentemente el otro cementerio era el que utilizaban. Su tamaño la intimidó. En aquel momento había un entierro en el cuartel de la derecha, así que aparcó a cierta distancia y echó a andar con la esperanza de que fuera la zona que se utilizaba últimamente. Algún paisajista había diseñado pequeñas elevaciones en el terreno. Varios robles de mediana edad resguardaban el cementerio del viento. Se paseó un rato y encontró tumbas de los años ochenta, pero ninguna reciente. El entierro había terminado y la gente empezaba a marcharse. Esperó hasta que sólo quedaron los empleados de la funeraria y les pidió ayuda.

Los hombres, con sus tiesos trajes negros, la miraron de arriba abajo. Jackie supuso que tenía un aspecto un poco extraño para un cementerio. Bueno, probablemente también fuera un poco extraño para Oklahoma en general. Se inventó que buscaba a una amiga de las colonias de verano de la parroquia, y los hombres le indicaron una zona en la que quizá encontrara la sepultura.

Las tumbas que le habían indicado junto al sendero correspondían a la fecha que buscaba.

De pronto se dio cuenta de que se hallaba ante el nombre que buscaba. Sharlotte Jean Kinsey. Una cruz sencilla y grande en relieve. En el extremo inferior:

Miró la lápida unos minutos cerrando y abriendo los puños. Estaba acalorada de rabia, una rabia profunda y vehemente que nunca había sentido.

Descansar para siempre bajo semejantes palabras… Jackie no sabía qué pensar. La impresionó ver esa condena labrada en la piedra. Durante toda su vida sus padres no habían hecho más que quererla. No tenía enemigos. Volvió a impresionarse cuando se dio cuenta de que esa gente pensaría lo mismo de ella, y ni siquiera la conocían. Tenía un nudo en la garganta.

Nunca nadie la había odiado. Recordó lo que le había dicho su madre acerca de hacer elecciones. Bueno, al elegir el amor también elegía que la odiaran.

Regresó a la entrada del cementerio y se dirigió a la florista de la esquina que se ganaba la vida con los deudos. No podía sacarle una foto ala lápida sin algo que mostrara que Sharla había sido amada, profunda y sinceramente amada.

¿Rosas? No. ¿Claveles? No, Gladiolos, mejor. Gladiolos rojas y unos cuantos lirios violetas. Mucho, mucho mejor, pensó. Compró un ramo enorme con las flores más coloridas y un jarrón alto. Rechazó la cruz complementaria para colgarla del ramo y regresó al cementerio.

Los colores brillantes ocultaban casi toda la inscripción y la cruz. Ojalá pudiera borrar las palabras crueles y añadir «Amada esposa de Leah» en la piedra. Como había dicho ésta: ¿Dónde estaba la caridad de esos cristianos? ¿Cómo podía tener algo de malo el amor? Sobre todo un amor tan auténtico como el de Sharla y Leah.

Sacó varias fotos y se quedó un momento preguntándose si no quería decir algo. De pronto se sintió tonta. No creía que Sharla siguiera allí. Todavía no sabía si creía en la vida después de la muerte, pero su padre le había enseñado a adoptar una actitud abierta frente a todas las culturas e ideas. Suspiró, contempló el cielo y pensó que fuera cual fuese el lugar donde estuviera Sharla, tenía que estar más cerca de Leah que de ese cementerio.

Sacudió la cabeza, sacó una última foto, arrancó un pétalo de cada flor para metérselos en los bolsillos y regresó al coche. Durante el camino de vuelta, imaginó una y otra vez la nota que iba a enviar a Leah junto con las fotos. Decidió incluir los pétalos para que ésta pudiera ver los colores. No había hecho ese viaje como una excusa para ponerse en contacto con ella, pero esperaba que Leah la llamara y volver a verla.

Cuando llegó al hotel, sorprendió a su madre con un largo y sincero abrazo y entradas para un club de jazz que tenía muy buena fama.

—¿Qué querías enseñarnos, Lee? —Valentina probó otro bocado de su pastel de queso con amaretto e hizo delicados chasquidos como si estuviera catando vino—. ¿Crees que habría que echarle menos amaretto?

—Querida, está perfecto —repuso Maureen—. No me parece que una cucharadilla más o menos de lo que sea pueda cambiar nada.

Valentina miró a su compañera con desdén.

—No tienes paladar para apreciarlo.

—Pues a mí me gusta el sabor que tienes tú —dijo Maureen.

—¡Chicas! —Leah miró a sus amigas—. No hablemos de sexo.

Valentina señaló a Leah con el tenedor,

—El celibato es un rollo. Créeme, lo conocí a fondo hasta que apareció ésta. —Agitó el tenedor en dirección a Maureen.

Leah se rio.

—No está tan mal, a menos que tus amigas presuman delante de ti.

—Lo siento —dijo Maureen—. Tendré más cuidado.

—Abrió sus grandes ojos castaños con expresión inocente. —Bueno, ¿qué pasa con esas fotos que dijiste que teníamos que ver?

—Un poco menos de amaretto —protestó Leah a Valentina.

La amonestada asintió.

—¿Crees que se podría servir esto con amaretto o es muy empalagoso? —preguntó apartándose los rizos de pelo negro de la cara.

—Leah… —La voz de Maureen tenía un ligero tono quejumbroso

—No, es demasiado dulce. No sé con qué puedes servirlo, quizá con algo seco y fuerte.

—¡Lee! —Maureen se inclinó hacia delante y estiró la mano con un gesto imperioso—. Enséñame las fotos.

Leah sonrió a Maureen con indulgencia y le dio el paquete de fotos que Jackie le había enviado junto con una nota. Valentina se levantó para mirar por encima del hombro de Maureen.

Las dos mujeres contuvieron el aliento y suspiraron. Valentina se santiguó y miró a Leah, con los ojos negros llenos de lágrimas.

—¿Al final tuviste el valor de ir a buscarla? ¿O la familia cedió y te dijo dónde estaba?

—No, me las mandó una amiga.

¿Una amiga? ¿Podía decir que Jackie era sólo una amiga? El detalle de tomar esas fotos la convertía en algo más que eso.

—En realidad, es una conocida —añadió.

Les contó por encima la estancia de Jackie durante el fin de semana de Acción de Gracias, omitiendo los momentos electrizantes del último día en la cocina. No pudo evitar pensar en el instante en que sus dedos se deslizaron por la humedad de Jackie. Se le hizo un nudo en el estómago.

—¡Qué detalle! —Maureen contempló las fotos—. Y las flores… a Sharla le habrían encantado.

Leah puso suavemente los pétalos sobre la mesa. Se habían marchitado, pero aún conservaban algo del vibrante color que permitía imaginar cómo era el ramo original.

—Ay, Lee —dijo Valentina en voz baja—. Jackie debe ser una persona maravillosa.

Leah asintió y cerró un momento los ojos. Se le volvió a hacer un nudo en la garganta. La composición de las fotos era hermosa. Jackie le había indicado dónde estaba la tumba de Sharla; quizá fuera algún día… pero no era necesario. Ya no.

—Esos cabrones —dijo Maureen con enfado tras leer la nota de Jackie—. ¿Cómo han podido poner eso en la lápida?

—Es la misma historia de siempre —comentó Valentina—. No la ven en quince años y de pronto la ley les da derecho a disponer de su cuerpo, de su dinero y de su coche. Por suerte, pusiste las dos casas a tu nombre, Lee. También se las habrían quedado. ¿Cómo pueden considerarse cristianos…? —Alzó la mirada hacia el cielo un momento y rápidamente se volvió a santiguar—. Hasta dan ganas de desearles lo peor, de veras.

Leah se encogió de hombros.

—No tenía que haberles dicho que se había muerto. Lo hice porque era lo que correspondía a una «cristiana». Y ya ves a dónde me ha llevado.

—Qué ironía, ¿verdad? —Valentina volvió a su silla y tomó otro bocado de tarta de queso.

—Tendríais que haber hecho testamento —intervino Maureen—. Y un buen poder notarial. Val y yo los hicimos después de que te arrebataran a Sharla.

—Los testamentos siempre se puede recurrir —replicó Leah—. La familia de Raymond Burr paralizó indefinidamente la sucesión, y seguro que Raymond estaba bien asesorado.

—Es mejor que nada —replicó Maureen.

Leah cogió su foto preferida. Tomada desde abajo, las flores encuadraban en primer plano el nombre de Sharla. Por encima de la lápida, unas ramas verdes y borrosas se confundían con la luz gris. Jackie había heredado el ojo de su madre para el equilibrio.

—Tienes razón —dijo Leah aclarándose la garganta—. ¿Queréis alguna foto?

—Sí, si no te importa —repuso Maureen—. Sharla era una buena amiga.

—¿Qué te parece si sirvo Oporto con la tarta? —preguntó Valentina mientras se comía otro bocado. Maureen le tiró la servilleta.

Leah volvió a meter con cuidado los pétalos en el sobre y juntó las fotos.

—Tendría que probarlo —contestó.

—Qué buena idea. —A Valentina se le iluminaron los ojos y desapareció en la cocina.

—Una cosa más —dijo Angela—. Tengo dos entradas para una inauguración en una galería de arte a beneficio del Centro de Recursos de Mujeres con Cáncer. Es este viernes y no puedo ir. ¿Alguien las quiere?

Jackie abrió la boca para decir que sí, pero pensó que debía dejar que los demás se pronunciaran antes.

—Yo quiero una —dijo Diane—. Mark no querrá ir, así que alguien puede quedarse con la otra.

—A mí me encantaría ir —dijo Jackie tras ver que los demás no decían nada—. Muchas gracias.

Le pasaron la entrada por la mesa de conferencias y se la guardó en la agenda.

—No sabía que te gustaba el arte —dijo Diane cuando se marchaban de la sala de reuniones.

—Me chifla, aunque no puedo darme el lujo de comprar nada.

No mencionó que tenía una pequeña escultura original de Jellica Frakes en su apartamento. Su madre se la había regalado al acabar la universidad diciéndole, con su más práctico estilo maternal, que podía sacarla de un apuro si algún día necesitaba dinero.

—Ya somos dos. ¿Por qué no coges el dossier de Dearborn y repasamos las especificaciones de los planos que nos acaban de enviar y buscamos algún lugar para comer antes de ir a la galería?

Jackie fue a buscar el dossier a su diminuto despacho, más o menos del mismo tamaño que su cubículo de L&B, pero al menos con paredes y una puerta, y se dirigió a la oficina de Diane.

—Estaba pensando —dijo Diane—, que a lo mejor querías llevar a alguien a la galería. Puedes quedarte con mi entrada, no me importa.

—No, por favor —protestó Jackie—. En estos momentos estoy soltera y sin compromiso.

Pensó en Leah y reprimió el dolor que le causaba no haber sabido nada de ella después de enviarle las fotos. Esperaba que no se hubieran perdido en el correo.

—¿De veras? —Diane la observó con la cabeza inclinada—. Pues conozco a una persona que trabaja en un banco en la ciudad. Creo que os llevaríais muy bien. A lo mejor debería darle mi entrada…

—No es necesario —repuso Jackie. Se dio cuenta de que se sonrojaba—. Soy… Quiero decir que me gustaría conocer a gente nueva, pero… —Se miró los pies. Diane era agradable y seguro que conocía gente interesante—. Esa persona… ¿Es hombre o mujer?

—Una mujer —contestó Diane—. Ay, Dios mío, ¿me he equivocado? —Bajó la voz—. También conozco a hombres muy agradables. Por ejemplo, al hermano de Mark, que es encantador. Incluso es más simpático que Mark, pero no tan divertido.

Jackie se rio aliviada.

—No, no te has equivocado. Ignoraba que lo supieses. En realidad, tampoco hace tanto tiempo que lo sé. Frunció el ceño. —Pero ¿cómo te enteraste?

Diane se encogió de hombros.

—No lo… Ah, sí, ahora me acuerdo. Una amiga me dijo que había conocido en un baile a alguien cuyo nombre no recordaba, y ese alguien trabajaba aquí desde hacía poco. Por su descripción, supuse que eras tú. Y como ella es lesbiana, pensé que tú también lo eras. Dice que bailas muy bien.

Esta vez fue Jackie la que parpadeó.

—Ah, ahora lo entiendo. Fui a un par de bailes de mujeres, pero no es fácil oír los nombres con la música tan alta, y menos aún recordarlos.

—En fin —dijo Diane—, puedo darle mi entrada a mi amiga y decirle que no puedo ir y que irá una persona de mi trabajo. Podéis hablar de arte, y, si no os gustáis, no pasa nada, de todos modos no es una cita. ¿Qué me dices? —Alzó las cejas como animándola.

—Me va bien ir contigo —contestó Jackie. Diane siguió haciendo muecas para animarla hasta que al final Jackie se rio—. Pero si de verdad tu amiga es tan simpática, supongo que podré soportar que vaya en tu lugar.

Lo que desde luego no iba a hacer era pasarse las noches en casa esperando la mítica llamada de Leah que nunca iba a llegar.

—Esta mañana la llamaré para decírselo —dijo Diane con una sonrisa—. Ahora volvamos al trabajo. Los Dearborn han revisado de nuevo toda la concepción del comedor. Esto tiene pinta de convertirse en la renovación de una posada más larga de la historia. Así que adivina lo que quiero que hagas.

Jackie tendió la mano para coger la hoja de especificaciones.

—Planos y alzados de todo el proyecto. Dalo por hecho.

—Sólo tenemos que quedarnos unos minutos y después nos podemos ir a bailar —dijo Constance.

—A lo mejor esta inauguración no es tan aburrida como la última —dijo Leah—. A veces son divertidas. Estuve en un par que lo fueron. Bueno, al menos en una.

—La inauguración de Luna Pintada causará sensación, querida. Estoy intentando publicar un artículo a doble página en el dominical.

—Puedo montarla cuando quieras.

Leah le abrió la puerta a Constance, que pasó junto a ella con un repiqueteo de tacones y dejando una estela de Chanel 19. Llevaba lo que siempre se ponía para las inauguraciones: un vestido tubo ceñido que hacía juego con el color de su piel, con lentejuelas bordadas en los lugares estratégicos, una estola de piel falsa muy elegante sobre el hombro, y unos pendientes color ámbar.

Leah la siguió con unos pantalones negros más discretos y una chaqueta violeta oscura: su traje oficial de vestir. Cuando se acercaron a la propietaria de la galería para el obligado apretón de manos y expresar los mejores deseos, murmuró al oído de Constance:

—No podemos ir a bailar con ese vestido que llevas. Se te romperá una costura.

Constance frunció la nariz.

—Creo que tienes razón. Siempre podemos pasar por mi casa y me puedo cambiar. O a lo mejor no… —Le lanzó una sonrisa malévola por encima del hombro.

—Connie —empezó a decir Leah en tono cansado, pero se calló para sonreír y desearle suerte a la galerista.

A pesar de que habían acordado ser sólo amigas, Constance seguía coqueteando y a Leah le molestaban los mensajes contradictorios. Pasaron junto al grupo de recepción y entraron en la sala principal en la que había sobre todo esculturas. Algunas obras enseguida le llamaron la atención. Constance ya estaba en medio de la sala y se dirigía directamente hacia una fotógrafa a la que Lee recordaba vagamente de una exposición de hacía varios años.

Constance debió de ver algo que le gustó; Leah reconoció las señales. Algún día, en su galería también se expondrían fotos.

Leah se acercó a las piezas que le interesaban. La galería se estaba llenando de gente… Definitivamente era todo un éxito. Constance empezó a alternar con la concurrencia, algo que se le daba muy bien. Leah, entre pieza y pieza, la observaba.

Encontró una escultura de Jellica Frakes que no conocía. Era tan hermosa que sintió un hormigueo en los dedos. Una obra de hierro forjado pintado de blanco, con una base de unos diez centímetros de diámetro, unos quince de altura y unos siete de ancho. En la parte superior, el hierro se curvaba hacia arriba para volver a caer. La pendiente hacia abajo parecía una réplica de una pieza de encaje fino. De hecho, se parecía a la larga cola de un vestido de novia al revés. El encaje tenía un aspecto muy delicado, pero la pieza en sí, pensó Leah, tenía que ver con la fuerza que ocultaba.

Retrocedió para admirarla mejor y le pisó el pie a alguien, que lanzó un chillido. Leah se volvió para disculparse.

—Lo siento mucho…

Se encontró cara a cara con Jackie.

La expresión de enfado de Jackie se convirtió en sorpresa. Las dos se quedaron mirándose. Leah no había olvidado el azul de los ojos de Jackie. No había olvidado la forma de sus labios, ni como se separaban cuando se quedaba sin aliento. Jackie se había quedado sin aliento. Leah se dio cuenta de que a ella le había ocurrido lo mismo. Le bastó una mirada para volver a la cocina de la cabaña y que su cuerpo experimentase idénticas sensaciones a las de entonces: el tacto de la piel de Jackie, el sabor de sus labios.

—Veo que ya os conocéis —dijo una voz.

Leah parpadeó. Jackie respiró hondo igual que una nadadora cuando emerge para respirar. Apartó la mirada y vio a una mujer pequeña, con traje de chaqueta.

—Eh… Leah, ésta es Laurel, una amiga de una amiga. Laurel, te presento a Lee Beck, la artista.

—Encantada —murmuró Laurel. Una sonrisa se dibujó en su rostro—. Ah, ahí veo una obra que me gustaría estudiar, así que ya nos veremos, Jackie. Si no nos encontramos, saluda a Diane de mi parte, ¿de acuerdo?

Jackie abrió la boca como si quisiera pedirle a Laurel que se quedara, pero sólo atinó a asentir. Laurel se perdió entre la gente, no sin antes volverse para mirarlas arqueando las cejas con una sonrisa cómplice.

—Recibí las fotos —dijo Leah—. No sé cómo darte las gracias. Todos los días cogía el teléfono pero… no sabía qué decir.

—No fue nada.

—Fue mucho.

—Quiero decir que fue un placer poder hacerlo. Y de nada.

Jackie miraba el suelo, y Leah no lo pudo soportar.

—Mírame.

Jackie alzó la vista y sus ojos se volvieron a encontrar. Tenía los labios ligeramente abiertos y temblaban. Leah contempló la blusa de seda turquesa y la falda corta negra. Ésta era la Jackie habitual, no la mujer que se había quedado bloqueada en su cabaña vestida con la ropa de Sharla.

La Jackie de todos los días la hacía estremecer aún más que la Jackie atrapada por la nieve. Leah no creía que algo así fuera posible.

La intensidad de su mirada quedó interrumpida cuando alguien empujó a Leah contra Jackie. Leah sintió sobre su cuerpo la tibieza de los pechos cubiertos de seda de Jackie y todos sus nervios se inflamaron.

—Aquí hay demasiada gente —dijo en voz baja—. A lo mejor encontramos algún sitio para hablar.

—Hablar —repitió Jackie.

Leah la cogió del brazo y la llevó hacia la parte de atrás de la galería. Tenía que haber algún lugar donde pudieran charlar con un mínimo de intimidad. Encontró una puerta abierta al final de una sala lateral y metió a Jackie en un cuarto. Los cajones y el material de embalaje dejaban poco espacio, así que se quedaron justo detrás de la puerta cerrada.

Leah se volvió hacia Jackie para mirarla a la cara y perdió toda la determinación. Quería estar a solas con Jackie y ahora lo estaba. La visión de la cara de Jackie mirándola… esos labios temblorosos… parecía tan vulnerable que le daba miedo tocarla. Si lo hacía, no sabía si podría detenerse.

Fue Jackie la que lentamente levantó una mano. Deslizó un dedo bajo la solapa de la chaqueta de Leah.

—Qué chaqueta tan bonita —dijo con voz débil, como si quisiera entablar una conversación normal pero le faltara la compostura. Los dedos se deslizaron hacia abajo y soltaron la chaqueta de Leah. Ésta le cogió la mano, y, en el anhelado momento en que los brazos se enroscaron y los cuerpos se arquearon, desapareció la distancia que las separaba. La seda que cubría la espalda de Jackie era cálida y realzaba la suavidad de su piel. La trenza pesaba en las manos de Leah. Sería tan fácil apartar la blusa y deleitarse con el calor de los hombros de Jackie. Le besó la curva expuesta de la garganta. La respiración de Jackie se había convertido en un silbido contenido seguido de un temblor en el cuerpo, cuando ésta empujó la cabeza de Leah hacia abajo.

Leah se aferró a ella con desesperación, decidida a acabar lo que habían empezado en la cocina. Retrocedieron medio paso y los hombros de Jackie se apoyaron contra la puerta. Jackie gimió con los labios cerrados, acercando los pechos redondos a Leah, dejó caer los brazos hasta su cintura y comenzó a deslizarlos por el interior de la chaqueta.

Las manos de Leah estaban debajo de la falda de Jackie, acariciando la suavidad de las caderas a través las medias. La besó; su lengua exploró la boca acogedora de Jackie mientras invitaba a ser explorada. Las rodillas de Jackie se doblaron y sólo la presión de Leah junto a ella evitó que cayera al suelo. Leah deslizó la pierna entre las de Jackie, cuando de pronto se dio cuenta de que estaba llegando a un punto sin retorno en un lugar semipúblico.

Interrumpió el beso y dejó a Jackie jadeante.

—Quiero estar contigo —le susurró al oído—. De veras. Pero aquí no.

Jackie volvió la cabeza.

—Lo sé. Yo también. —Apenas se le oía—. No quiero que pares, pero tengo la sensación de que me voy a desmayar. Quiero que me hagas el amor.

Apoyó la frente en el hombro de Leah. Leah la sostuvo hasta que Jackie pudo mantenerse de pie sola y levantar la cabeza.

—Es increíble —susurró—. No me importa nada.

—Lo sé —dijo Leah mientras le sonreía y le pasaba el pulgar por la comisura de los labios.

—No lo sabes —dijo Jackie con repentina vehemencia—. Todavía sigues de pie. Estás… intacta.

Leah la besó sobre una ceja.

—No me siento intacta.

—Pero lo estás —dijo Jackie—. Yo estoy desmoronada.

—Respiró hondo. —No soy… no soy una persona débil. Soy una persona independiente.

—Lo sé —dijo Leah con otra sonrisa.

Jackie sacudió ligeramente la cabeza.

—Ahora mismo haría lo que me pidieras. Nunca me he sentido así. —

Bajó la voz de modo que Leah tuvo que esforzarse por escucharla.

—Nunca me he dejado llevar de este modo. Si me dijeras que me tengo que quedar aquí mientras tú… mientras tú me haces el amor, encontraría la manera de hacerlo. Haría cualquier cosa que me pidieras. Es como si ya no pudiera elegir.

Leah se estremeció. De pronto la asustó el poder que Jackie le estaba cediendo.

—No te pediré nada que no me puedas dar.

Una lágrima se escapó y recorrió lentamente la curva de la mejilla de Jackie.

—No quiero estar así, depender y aferrarme a ti. Pero no lo puedo evitar. Yo tampoco quiero hacerlo aquí, pero no te puedo soltar. —Se agarró a Leah con más fuerza y le tembló la voz—. No puedo soltarte. Si lo hago me muero.

—Yo te sostengo —repuso Leah—. No te dejaré escapar.

Siguieron un rato abrazadas, hasta que Jackie al fin respiró hondo y volvió en sí.

—Ya se me ha pasado el mareo.

—¿Quieres que nos vayamos? Jackie asintió.

Nadie las vio salir de la habitación, probablemente porque la galería estaba más abarrotada de gente que antes. Leah cogió a Jackie del brazo, consciente de que Jackie se pegaba a ella. Se sentía como un salmón nadando río arriba. Cuando entraron en la sala principal de la galería, de pronto pareció como si todo el mundo conociera a Leah y quisiera hablar con ella.

Jackie apenas dijo nada y Leah se dio cuenta de palabra que pronunciaba le suponía un esfuerzo Habían recorrido dos tercios del camino cuando Constance.

—¿Lee? —Apoyó la mano en el brazo de Lee y miró a Jackie—. ¿Qué pasa, cariño?

Leah advirtió el retraimiento de Jackie y, tras apretarle el brazo, le dijo a Constance:

—Tengo que irme, ¿vale?

Constance volvió a mirar a Jackie, escudriñándola con atención.

—Creía que teníamos una cita.

—Lo sé. Lo siento. No quiero dejarte colgada, pero…

—Pero lo harás igual. Muchas gracias, cariño —dijo Constance. Su sonrisa no iba más allá de su boca. Se inclinó sobre Leah—. ¿Quieres presentarme a la mujer por la que me abandonas?

Jackie resucitó y dijo en voz baja:

—Soy Jackie Frakes. Conocí a Leah el fin de semana de Acción de Gracias.

—Jackie —repitió Constance. Miró a Leah y ésta advirtió el enfado que

empezaba a asomar en los ojos de Constance.

—Fui sincera contigo, Connie.

—¿Crees que eso importa ahora? Hablando de sinceridad, creí que era hetero.

Leah no supo qué decir; se había olvidado de Parker.

La voz de Jackie rompió el silencio.

—Ya no. Soy lesbiana.

Constance retrocedió, tan sorprendida como Leah, y la sonrió con amargura.

—Te felicito por haberla convertido a la fe, querida.

—Bajó la voz. —Lo siento, no pretendo ser mala, Lee, pero creo que no necesitas una novata que te complique la vida. Acabas de salir del agujero.

—Sé lo que quiero —repuso Leah. Constance la miró fijamente.

—Siempre lo has sabido, ¿verdad?

Leah se dio la vuelta y se marchó.