La cocaína entró como una bala en la vena cubital de Duncan Andrews en un bolo concentrado tras haber sido impelida por el émbolo de una jeringa. Al momento, sonaron las alarmas químicas. Varias células de la sangre y enzimas del plasma identificaron las moléculas de cocaína como parte de una familia de compuestos llamados alcaloides, fabricados por plantas, entre los cuales se incluyen sustancias fisiológicamente tan activas como la cafeína, la morfina, la estricnina y la nicotina.
En un desesperado pero vano intento de proteger al cuerpo de esta súbita invasión, unas enzimas llamadas colesterasas atacaron a la cocaína rompiendo en fragmentos fisiológicamente inertes algunas de esas moléculas extrañas. Pero la dosis de cocaína era aplastante. En cuestión de segundos la cocaína había alcanzado la parte derecha del corazón, se extendía por los pulmones y empezaba a desperdigarse por todo el cuerpo de Duncan.
Los efectos farmacológicos de la droga comenzaron casi de inmediato. Varias moléculas de cocaína fueron a parar a las arterias coronarias y empezaron a constreñirlas, provocando una reducción del flujo sanguíneo hacia el corazón. Al mismo tiempo la cocaína empezó a diseminarse desde los vasos coronarios hasta el líquido extracelular, bañando así las fibras musculares del corazón, que funcionaban a toda máquina. El extraño compuesto empezó allí a interrumpir el paso de iones de sodio a través de las membranas celulares del corazón, una parte crucial de la función contráctil del músculo cardíaco. El resultado fue una rápida y progresiva disminución de la conductividad y contractibilidad cardíacas.
Simultáneamente, las moléculas de cocaína se ramificaron por todo el cerebro habiéndose introducido en el cráneo a través de las arterias carótidas. Como el cuchillo hincándose en la mantequilla, la cocaína se hundió en la barrera de sangre cerebral. Una vez dentro del cerebro la cocaína empapó las indefensas neuronas, encharcando los espacios denominados sinapsis a través de los cuales se comunicaban las células nerviosas.
Dentro de las sinapsis la cocaína empezó a ejercer sus efectos más contumaces: se convirtió en transformista. Por un irónico giro del destino químico, una porción externa de la molécula de cocaína fue erróneamente identificada por las neuronas como neurotransmisor, adrenalina, noradrenalina o dopamina. Como llaves maestras, las moléculas de cocaína se infiltraron en las bombas moleculares encargadas de absorber dichos neurotransmisores, bloqueándolos e interrumpiendo súbitamente el funcionamiento de dichas bombas.
El resultado era fácil de prever. Bloqueada la resorción de los neurotransmisores, su efecto estimulador se mantuvo intacto y la estimulación provocó la liberación de otros neurotransmisores en una espiral ascendente de excitación que se alimentaba de sí misma. Unas células nerviosas que en otro momento habrían vuelto a la quietud y la serenidad empezaron a irritarse frenéticamente.
El cerebro rebosaba de actividad, sobre todo en los centros del placer profundamente engastados en la corteza cerebral, donde la dopamina era el principal neurotransmisor. Con depravada predilección, la cocaína bloqueó las bombas de dopamina y de este modo la concentración de dopamina aumentó desmesuradamente. Circuitos de células nerviosas conectadas excelentemente entre sí para asegurar la supervivencia de la especie hicieron sonar las campanas de la agitación y llenaron de mensajes extáticos los senderos aferentes que subían hacia la corteza. Pero los centros del placer no fueron las únicas zonas afectadas del cerebro de Duncan, sino solo las primeras.
Muy pronto, el lado oscuro de la invasión de cocaína empezó a hacer sentir sus efectos. Otros centros cerebrales más caudales y filogenéticamente más antiguos, implicados en funciones como la coordinación muscular o la regulación de la respiración, empezaron a verse afectados. La acción estimuladora llegó hasta el área de termorregulación así como a la parte del cerebro responsable del vómito.
Así pues, no todo iba bien. En medio del arrebato de impulsos placenteros se preparaba algo siniestro. Un nubarrón que auguraba una horrible tempestad neurológica estaba formándose en el horizonte. La cocaína estaba a punto de revelar su auténtica y falaz naturaleza: la de esbirro de la muerte enmascarado tras un aura de persuasivo placer.
La mente de Duncan Andrews iba acelerada como un tren sin frenos. Solo un momento antes se encontraba en un estado de vacilante estupor narcótico. Segundos después el aturdimiento y la apatía se habían evaporado como agua goteando sobre una sartén muy caliente.
Un acceso de vigor y alborozo le consumía, haciéndole sentir repentinamente poderoso. Se veía capaz de cualquier cosa. A la luz de una nueva claridad, comprendió que era infinitamente más fuerte y más listo de lo que jamás había pensado. Pero no bien empezaba a saborear esta cascada de pensamientos eufóricos y esta visión iluminada de sus facultades, cuando empezó a sentirse abrumado por intensas oleadas de placer que solamente podía calificar de puro éxtasis. Habría gritado de gozo si su boca hubiera podido dar forma a las palabras adecuadas. Pero no le era posible hablar. Sentimientos e ideas reverberaban en su cabeza a tal velocidad que le resultaba imposible vocalizarlas. Todos los recelos que había sentido tan solo minutos antes se fundieron en el deleite de este nuevo rapto.
Pero el placer, al igual que su entumecimiento, tuvo una corta vida. La sonrisa de arrobamiento que se había formado en el rostro de Duncan se volvió mueca de terror y pánico. Una voz exclamó que aquellos a quienes él temía estaban volviendo. Sus ojos registraron rápidamente la habitación. No vio a nadie, pero la voz repetía el mensaje. Se volvió para mirar hacia la cocina. Nadie. Giró de nuevo la cabeza para mirar por el pasillo en dirección al dormitorio. Allí no había nadie, pero la voz seguía hablando. Ahora susurraba una horrenda predicción: Duncan iba a morir.
—¿Quién eres? —gritó Duncan. Se llevó las manos a los oídos como para cerrarle el paso a la voz—. ¿Dónde estás? ¿Cómo te has metido aquí?
Sus ojos escrutaron nuevamente la habitación.
La voz no respondió. Duncan no estaba seguro de si procedía del interior de su cabeza.
Duncan consiguió ponerse de pie. Se sorprendió al comprobar que estaba tumbado en el suelo de su sala de estar. Al levantarse chocó con el hombro contra la mesa de centro. La jeringa que hacía un momento estaba en su brazo rebotó contra el suelo. Duncan se la quedó mirando con odio y pesar y luego la aplastó entre sus dedos.
De pronto, la mano de Duncan se quedó inmóvil con la jeringa en la palma. Sus ojos se abrieron como platos con una mezcla de confusión y temor renovado. Enseguida pudo notar la inconfundible comezón de centenares de insectos que se le arrastraban por los brazos. Olvidándose de la jeringa, Duncan extendió las manos con las palmas hacia arriba. Notaba el hormigueo de los bichos en los antebrazos, pero por más que buscaba no veía rastro de insectos. Tenía la piel aparentemente limpia. Y entonces empezó a notar comezón en las piernas.
—¡Ahhhhh! —chilló Duncan.
Trató de frotarse los brazos suponiendo que los insectos debían de ser demasiado pequeños, pero el picor no hizo sino empeorar. Con un estremecimiento de profundo temor cayó en la cuenta de que esos organismos tenían que estar debajo de su piel. Era como si hubiesen invadido su cuerpo. Quizás estaban metidos en la jeringuilla.
Valiéndose de las uñas, Duncan empezó a rascarse los brazos frenéticamente en un intento de hacer huir a los insectos. Se rascó cada vez más fuerte, a la desesperada, clavando las uñas en la piel hasta que le salió sangre. El dolor fue intenso, pero la comezón era peor aún.
A pesar de la tortura, Duncan dejó de rascarse cuando se percató de un nuevo síntoma. Al levantar la mano ensangrentada, se fijó en que estaba temblando. Bajando la vista comprobó que todo su cuerpo se estremecía y que los temblores empeoraban por momentos. Le pasó por la mente la idea de pedir socorro al 911, pero mientras pensaba en ello se fijó en otra cosa. Estaba caliente. ¡No! ¡Estaba ardiendo!
—¡Dios mío! —acertó a exclamar cuando notó que el sudor le caía a goterones por la cara.
Se llevó una mano temblorosa a la frente: ¡estaba quemando! Trató de desabrocharse la camisa, pero el temblor de sus manos se lo impedía. Impaciente y desesperado, se rasgó la camisa; los botones salieron disparados en todas direcciones. Se quitó el pantalón de la misma forma y lo arrojó al suelo. Pero era en vano; vestido únicamente con la ropa interior, seguía sintiendo un calor asfixiante. Luego, sin previo aviso, tosió, se atragantó y vomitó un chorro impresionante que salpicó la pared bajo la litografía firmada de Dalí.
Duncan fue al cuarto de baño dando traspiés. Mediante pura fuerza de voluntad logró meter su cuerpo en la ducha y abrir a tope el grifo del agua fría. Boqueando como un condenado, Duncan permaneció bajo la cascada de agua helada.
Su alivio duró poco. Un grito lastimero salió sin querer de sus labios y su respiración se volvió penosa a medida que un dolor candente le atravesaba la parte izquierda del pecho y le desgarraba el interior del brazo izquierdo. Supo intuitivamente que estaba sufriendo un ataque al corazón. Duncan se agarró el pecho con la mano derecha; la sangre de sus brazos escoriados se mezcló con el agua de la ducha y se escurrió desagüe abajo. Haciendo eses, cayéndose casi, Duncan salió del baño a trompicones camino de la puerta del apartamento. No importaba que estuviera medio desnudo, necesitaba aire. Su tórrido cerebro estaba a punto de estallar. Haciendo uso de sus reservas finales de energía, asió el tirador y abrió la puerta de un violento tirón.
—¡Duncan! —gritó Sara Wetherbee. Nada podía haberla asustado tanto. Tenía la mano a unos centímetros de la puerta. Estaba a punto de llamar cuando Duncan abrió de un tirón y se encaró a ella. No llevaba más que un pantalón corto empapado—. ¡Dios mío! —exclamó Sara—. ¿Qué te ha pasado?
Duncan no reconoció a su novia de dos años y medio. Lo que necesitaba era aire. El penetrante dolor de su pecho se había extendido por los pulmones. Le parecía estar siendo apuñalado una y otra vez. Se precipitó a ciegas hacia delante alargando los brazos para apartar a Sara.
—¡Duncan! —volvió a gritar Sara reparando en su casi desnudez, en los arañazos sanguinolentos de sus brazos, sus ojos dilatados, fieros, y la mueca de dolor de su cara. Resistiéndose a ser apartada, Sara le agarró de los hombros y le retuvo—: ¿Qué ocurre? ¿Adónde vas?
Duncan dudó. Durante una fracción de segundo la voz de Sara había penetrado en su demencia. La boca se le abrió como para decir algo, pero no le salían las palabras. En su lugar, lanzó un lastimero gemido que terminó en un jadeo cuando sus temblores pasaron a ser espasmódicas sacudidas y sus ojos le desaparecían en el interior de la cabeza. Misericordiosamente inconsciente, Duncan se desplomó en brazos de Sara.
Al principio, Sara pugnó en vano por mantener a Duncan de pie. Pero no tenía fuerza para aguantarle, sobre todo porque los espasmos de Duncan eran cada vez más violentos. Con toda la suavidad de que fue capaz, Sara dejó ese cuerpo convulso a los pies del umbral de la puerta, medio metido en el vestíbulo. Casi en el momento que rozaba el suelo, la espalda de Duncan se arqueó hacia arriba y sus espasmos adquirieron rápidamente los rítmicos dolores agónicos de un ataque de epilepsia.
—¡Socorro! —gritó Sara mirando a un lado y a otro del recibidor.
Como habría sido de esperar, no salió nadie. Aparte del ruido que el propio Duncan producía, Sara no pudo oír otra cosa que el machacar de un tocadiscos cercano.
Desesperada, Sara pasó por encima del convulso e incontinente cuerpo de Duncan. Una ojeada a su ensangrentada boca espumajeante la consternó llenándola de terror. Necesitaba ayuda con urgencia, pero no sabía qué hacer salvo llamar a una ambulancia. Temblando, marcó el 911 en el teléfono de la sala de estar. Mientras esperaba con impaciencia la comunicación, oyó el ruido sordo de la cabeza de Duncan al dar repetidamente contra el suelo de madera dura. Lo único que podía hacer era dar un respingo cada vez que oía aquel sonido espantoso y rezar para que viniesen cuanto antes a ayudarla.
Sara apartó las manos de la cara y miró su reloj. Eran casi las tres de la madrugada. Hacía más de tres horas que estaba en el mismo asiento de vinilo en la sala de espera del Manhattan General Hospital.
Escrutó por enésima vez la atestada sala que olía a humo de cigarrillo, a sudor, a alcohol y a lana mojada. Enfrente de ella había un rótulo que decía: PROHIBIDO FUMAR, pero el aviso era rotundamente ignorado.
Los heridos se mezclaban con sus acompañantes. Había criaturas y niños sollozando, había borrachos, había gente aplicándose una toalla a un dedo o una barbilla cortados. La mayoría, expertos en esperas interminables, miraban fijamente hacia delante. Algunos estaban visiblemente enfermos, otros padecían dolores. Un hombre bien vestido rodeaba con su brazo a su también elegante compañera. Hacía solo unos minutos había discutido acaloradamente con una enfermera gorda y bastante temible, la cual no se había amilanado ante sus amenazas de llamar a su abogado si su compañera no era visitada de inmediato. Resignado, el hombre se había quedado mirando también al vacío de la media distancia.
Al cerrar de nuevo los ojos, Sara pudo sentir que el pulso seguía martilleándole las sienes. La vívida imagen de Duncan convulsionándose a la entrada del apartamento la acosaba. Pasara lo que pasase esta noche, ella sabía que nunca podría borrar esa visión de su mente.
Después de llamar a la ambulancia y haber dado la dirección de Duncan, Sara había vuelto al lado de su novio. De repente le vino a la memoria que, cuando se tienen espasmos, hay que ponerle al enfermo algo en la boca para que no se muerda la lengua. Pero por más que lo intentó, no fue capaz de separar los dientes fuertemente apretados de Duncan.
Unos momentos antes de que llegara el transporte médico de urgencias, Duncan dejó por fin de tener espasmos. Sara se había sentido aliviada al principio, pero muy pronto comprobó con renovada alarma que Duncan no respiraba. Sara le enjugó un poco de espuma y restos de sangre que tenía en la boca para tratar de reanimarle con la respiración artificial, pero no pudo vencer las náuseas. Para entonces habían hecho acto de presencia varios vecinos. Sara suspiró aliviada cuando uno de ellos dijo haber estado en la marina y, con la ayuda de un compañero, tuvo la amabilidad de hacerse cargo de la reanimación cardiopulmonar hasta que llegó la ambulancia del servicio médico de urgencias.
Sara no se imaginaba qué podía haberle sucedido a Duncan. Una hora antes, él la había llamado pidiéndole que fuera a verle. A Sara le había parecido que su voz sonaba tensa y extraña, pero aun así le cogió desprevenida el estado en que lo encontró después. Se estremeció una vez más al verle delante suyo con las manos ensangrentadas, los ojos dilatados y fieros. Era como si se hubiera vuelto loco.
Sara vio a Duncan por última vez cuando llegaron al Manhattan General. Le habían permitido subir a la ambulancia. Durante todo el trayecto —una espeluznante carrera— los sanitarios del transporte médico de urgencias habían remontado el paro. La última visión que Sara tuvo de Duncan fue cuando este entró sobre camilla de ruedas por una puerta blanca de doble batiente para desaparecer en lo más recóndito de la unidad de urgencias. Sara vio cómo uno de los sanitarios de la ambulancia iba arrodillado encima de la camilla continuando la compresión rítmica del pecho hasta que la puerta se cerró tras ellos.
—¿Sara Wetherbee? —preguntó una voz, sacando a Sara de su ensueño.
—¿Sí? —dijo Sara levantando los ojos.
Delante de ella se había materializado un joven médico que lucía una barba de medio día y una bata blanca ligeramente manchada de sangre.
—Soy el doctor Murray —dijo—. Acompáñeme, por favor. Me gustaría hablar un momento con usted.
—Desde luego —dijo Sara, muy nerviosa.
A continuación se levantó y se echó el bolso al hombro. Tuvo que apresurarse para seguir al doctor Murray, pues este había girado sobre sus talones sin darle tiempo a responder. La misma puerta blanca que tres horas antes había engullido a Duncan se cerraba ahora a sus espaldas. El doctor Murray, que se había parado nada más entrar, se volvió a mirarla. Ella le miró a los ojos con inquietud. El hombre estaba exhausto. Sara deseaba ver algún rayo de esperanza en sus ojos, pero no lo había.
—Me parece que es usted novia del señor Andrews —dijo el doctor.
Hasta su voz sonaba cansada. Sara asintió con la cabeza.
—Normalmente hablamos primero con la familia —dijo el doctor Murray—. Pero sé que ha venido usted con el enfermo y que ha estado esperando. Lamento que la espera haya sido tan larga, pero inmediatamente detrás del señor Andrews nos han llegado varios heridos de bala.
—Comprendo —dijo Sara—. ¿Cómo está Duncan? Tenía que preguntarlo, aunque no estaba segura de querer saber nada.
—Temo no poder decirle nada bueno —empezó el doctor Murray—, es difícil saber si el transporte de urgencias hizo todo lo posible, pero me temo que Duncan habría muerto de todos modos. Por desgracia, ingresó cadáver.
Sara miró al doctor a los ojos. Quería ver un destello del pesar que estaba brotando en sus entrañas, pero lo único que vio fue agotamiento. Esa aparente falta de sentimientos la ayudó a mantener la compostura.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó ella en un susurro.
—Hay un noventa por ciento de probabilidades de que la causa inmediata haya sido un infarto masivo de miocardio o un ataque al corazón. Pero la causa próxima parece deberse a que es una toxicidad por consumo de droga o sobredosis. Aún no sabemos cuál era el nivel de droga en sangre. Eso lleva un poco más de tiempo.
—¿Droga, dice usted? —preguntó Sara—. ¿Qué clase de droga?
—Cocaína —dijo el doctor Murray—. Tenemos incluso la aguja que empleó.
—Es la primera noticia que tengo de que Duncan tomase cocaína —dijo Sara—. Me había dicho que no tomaba drogas.
—Sobre sexo y sobre drogas la gente siempre miente —dijo el doctor Murray—. Con la cocaína basta una vez. No se dan cuenta de su carácter letal. La popularidad de la cocaína ha hecho creer a la gente que proporciona seguridad; lo cual es falso. En fin, lo que sí hemos de hacer es ponernos en contacto con la familia. ¿Sabe usted el número de teléfono?
Aturdida por la muerte de Duncan, y por el descubrimiento de su supuesta adicción a la cocaína, Sara recitó monótonamente el número de teléfono de los Andrews. El hecho de pensar en drogas hizo que no pensase en la muerte. Se preguntaba cuánto tiempo llevaba Duncan consumiendo cocaína. No acertaba a comprenderlo. Ella pensaba que le conocía bien.