23.50, jueves, Manhattan
—No está mal —dijo Tony. Él y Angelo salían de una pizzería abierta toda la noche en la Calle Cuarenta y dos, cerca de Times Square—. Ha sido una sorpresa. El sitio era como una pocilga.
Angelo no dijo nada. Estaba concentrado ya en el trabajo que venía a continuación.
Cuando llegaron al aparcamiento, Angelo señaló su sedán con la cabeza. El propietario del garaje, Lenny Helman, pagaba un dinero a Cerino. Angelo aparcaba el coche gratis porque solía ser el encargado de cobrar.
—Será mejor que no hayas rayado el coche —dijo Angelo después que el ayudante hubo llevado el sedán hasta la acera.
Una vez satisfecho de que no hubiera señal alguna en la pulidísima superficie de la chapa, Angelo subió, seguido de Tony, y arrancaron camino de la Calle 42.
—¿Qué toca ahora? —preguntó Tony, sentándose de lado para poder mirar a Angelo a la cara.
La luz de las relucientes marquesinas de neón de los cines del vecindario jugueteaba con las enjutas facciones de Angelo, dándole un aspecto de momia de museo recién destapada.
—Cogeremos la lista de «demandas», para variar —le dijo Angelo.
—Estupendo —dijo Tony con entusiasmo—. Me estoy cansando de la otra. ¿Adónde?
—Calle Ochenta y seis —dijo Angelo—. Cerca del Metropolitan Museum.
—Buen barrio —dijo Tony—. Apuesto a que habrá souvenirs que llevarse.
—No me da buena espina —dijo Angelo—. Barrio rico quiere decir alarmas sofisticadas.
—Tú con esas cosas te apañas de maravilla.
—Todo ha ido demasiado bien, creo yo —dijo Angelo—. Empiezo a estar preocupado.
—A todo le buscas problemas —dijo Tony riendo—. La razón de que nos haya ido bien es que sabemos hacer las cosas. Y cada vez lo hacemos mejor. Pasa igual con todo.
—A veces se mete la pata —dijo Angelo—. Aunque te hayas preparado a fondo. Debemos ser precavidos. Y estar al quite cuando suceda.
—Lo que pasa es que eres un pesimista —dijo Tony. Enfrascados en tomarse el pelo, ni Tony ni Angelo repararon en un Cadillac negro que iba dos coches más atrás. Al volante, Franco Ponti disfrutaba relajado de una cinta de Aida. Gracias al soplo de un contacto en Times Square, Franco había estado siguiendo a Angelo y Tony desde que estaban en la pizzería.
—¿A cuál le toca? —preguntó Tony.
—A la mujer —dijo Angelo.
—¿Es tu turno o el mío? —preguntó Tony.
Sabía perfectamente que le tocaba a Angelo, pero esperaba que este se hubiera olvidado.
—Me importa una mierda —dijo Angelo—. Hazlo tú, si quieres. Yo vigilaré al tío.
Angelo pasó varias veces frente a la casa antes de aparcar. Era una residencia de cinco pisos con una puerta de doble hoja en lo alto de un corto tramo de escalera de granito. Había otra puerta debajo de la galería de la planta baja.
—Creo que lo mejor será entrar por la puerta de servicio —dijo Angelo—. La galería nos protegerá un poco. He visto que hay una alarma, pero si es de las que yo creo, no será problema.
—Tú eres el jefe —dijo Tony, sacando su arma y ajustando el silenciador.
Aparcaron el coche casi una manzana más allá de la casa y regresaron andando. Angelo llevaba una pequeña bolsa de vuelo llena de herramientas. Al llegar a la casa, Angelo le dijo a Tony que esperase en la acera y que le avisara si venía alguien. Angelo bajó los pocos escalones que llevaban a la entrada de servicio.
Tony estaba ojo avizor, aunque todo parecía tranquilo. No se veía a nadie. Pero la vista de Tony omitió a Franco Ponti, que estaba aparcado unas puertas más abajo, obstruyendo un camino particular.
—Ya está —susurró Angelo desde las sombras de la entrada de servicio—. Vamos.
Entraron a un largo corredor y fueron rápidamente hacia la escalera. Había ascensor pero eran lo bastante listos para no usarlo. Subiendo las escaleras de dos en dos, llegaron al primer piso y escucharon. A excepción del pesado tictac de un enorme reloj antiguo que resonaba en la penumbra, la casa estaba en silencio.
—¿Te imaginas vivir en un lugar así? Parece un palacio.
—Cierra el pico —dijo Angelo.
Continuaron subiendo por una doble escalera curvilínea que rodeaba una araña que debía medir, a juicio de Tony, un metro ochenta de punta a punta. En el segundo piso pudieron ver una serie de salones, una biblioteca y un estudio. En el tercer piso dieron con el filón que andaban buscando; el dormitorio de los dueños. Angelo se situó a un lado de la puerta doble que sin duda se abría al dormitorio del matrimonio. Tony ocupó el otro lado. Los dos habían sacado sus pistolas. Tenían puesto el silenciador.
Angelo giró lentamente el picaporte y empujó la puerta hacia dentro. La habitación era más grande que cualquiera de los dormitorios que ninguno de los dos había visto nunca. En la pared del fondo —que a Angelo le pareció muy lejana— había una imponente cama con pabellón.
Angelo se metió en la habitación, indicando a Tony que le siguiera, y se situó del lado derecho, donde estaba durmiendo el hombre. Tony fue al otro lado. Angelo asintió con la cabeza. Tony alargó el brazo apuntando con el arma mientras Angelo hacía otro tanto.
La mujer se echó hacia atrás al dispararse el arma de Tony con su familiar ruido sibilante. El hombre debía de tener el sueño más ligero; tan pronto el disparo sonó ahogado, se irguió en la cama con los ojos como platos. Angelo le disparó antes de que tuviera ocasión de abrir la boca, y el hombre se derrumbó sobre su esposa.
—¡Oh, no! —dijo Angelo en voz alta.
—¿Qué pasa? —preguntó Tony.
Empleando la punta del silenciador, Angelo alargó el brazo y separó los dedos del moribundo. En la mano tenía un pequeño artilugio de plástico con un botón.
—Tenía una maldita alarma —dijo Angelo.
—¿Y qué?
—Pues que tenemos que largarnos de aquí —dijo Angelo—. Vamos.
Yendo lo más rápido que les permitía la semioscuridad, bajaron las escaleras y al doblar la esquina hacia el primer piso, chocaron de narices con un ama de llaves que subía en aquel momento.
El ama de llaves gritó, dio la vuelta y salió huyendo por donde había venido. Tony disparó su Bantam, pero a distancias superiores a los ciento ochenta centímetros, su pistola no era muy precisa. La bala, en vez de dar al ama de llaves, hizo añicos un gran espejo con marco dorado.
—A por ella —dijo Angelo, sabiendo que la mujer les había visto con claridad.
Angelo se lanzó escaleras abajo con la bolsa de vuelo rebotándole en la espalda, sujeta por los tirantes. Una vez abajo, resbaló sobre el mármol salpicado de fragmentos de cristal. Recuperado el equilibrio, Angelo atravesó volando el pasillo del primer piso en dirección a la parte posterior de la casa. Delante suyo vio a la mujer tratando de abrir una puerta-ventana que daba al patio trasero.
La mujer había salido ya por la puerta, cerrándola a sus espaldas, antes de que Angelo la alcanzase pocos segundos después. Tony llegó al momento. Salieron corriendo detrás de ella pero solo consiguieron dar de bruces contra un par de sillas de jardín que no habían visto en la oscuridad.
Angelo trató de distinguir dónde estaban. El patio trasero tenía todo el aspecto de un parque público. En mitad del mismo había una piscina rectangular. A la derecha, perdido en las sombras, había un balcón cubierto de hiedra. De una rama ancha de un grueso roble colgaba un columpio. Angelo no veía a la mujer por ninguna parte.
—¿Dónde se ha metido? —susurró Tony.
—Si lo supiera no estaría aquí mirando —dijo Angelo—. Tú ve por allí y yo por aquí —añadió señalando a uno y otro lado de la piscina.
Anduvieron los dos a tientas por el jardín, esforzándose por mirar entre los helechos y los arbustos.
—¡Allí está! —exclamó Tony, señalando hacia la casa. Angelo hizo dos disparos. La primera bala destrozó la vidriera de la puerta-ventana. Tras el segundo, vio que la mujer trastabillaba y se desplomaba.
—¡Le has dado! —exclamó Tony.
—Salgamos de aquí —dijo Angelo.
Se oían sirenas a lo lejos. Era difícil afirmarlo, pero parecía que se acercaban.
Para no arriesgarse saliendo por la puerta principal, Angelo giró hacia la pared posterior del jardín. Al fondo del estanque vio una puerta y le chilló a Tony:
—¡Venga!
Angelo llegó el primero a la puerta, descorrió el pestillo que la aseguraba y se precipitó por una callejuela llena de desperdicios. Se abrieron paso por el oscuro camino, probando a su paso todas las puertas de los jardines. Por fin, Tony encontró una que estaba casi oxidada y se metió rápidamente.
El jardín en que se hallaban parecía tan descuidado como la puerta.
—¿Y ahora qué? —dijo Tony.
—Por ahí —dijo Angelo, indicando un negro pasadizo que conducía a la parte delantera.
Al fondo del pasadizo se toparon con una puerta con el cerrojo puesto, pero cerrada desde dentro. Al otro lado de la puerta, se encontraron en la Calle 85.
Angelo se sacudió el traje. Tony hizo lo mismo.
—Bueno —dijo Angelo—. Ahora como si nada, tú tranquilo.
Angelo y Tony fueron calle abajo dando la vuelta a la esquina como si conocieran el barrio de toda la vida. Despacio, siguieron andando hasta el coche de Angelo. Las sirenas, efectivamente, se dirigían a la casa de donde habían salido. Delante suyo había tres coches patrulla con las luces de emergencia encendidas, bloqueando la calle enfrente de la casa donde habían dado el golpe.
Angelo abrió las puertas del coche por control remoto y los dos hombres se subieron a él.
—¡Ha sido de miedo! —dijo Tony, nervioso, cuando estaban a unas seis manzanas de la casa—. Es lo más cojonudo que he visto en mi vida.
Angelo le miró ceñudo.
—Ha sido un desastre —dijo.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Tony—. Hemos escapado. Tranquilo. Además, te has cargado al ama de llaves. Le has dado en plena escapada.
—Pero no hemos ido a mirar si le había dado de lleno o si solo estaba herida ligeramente —dijo Angelo—. Teníamos que haberlo comprobado. Esa mujer nos ha visto perfectamente.
—Ha caído deprisa —dijo Tony—. Yo creo que le has dado de lleno.
—¿Ves lo que te decía? A veces se tuercen las cosas y metes la pata. ¿Cómo podíamos adivinar que el tipo dormiría agarrado al botón de una alarma?
Angelo se alegraba de poder sujetarse al volante; le temblaban las manos.
—Vale. Hemos cumplido con el golpe de «mala suerte» —dijo Tony—. Ya no podrás decir que las cosas van demasiado bien. ¿Qué más?
—Pues no sé —dijo Angelo—. ¿Y si lo dejamos por esta noche?
—¿Cómo que dejarlo? —preguntó Tony—. La noche es joven. ¡Venga! Hagamos uno más. No vamos a dejar pasar la oportunidad de ganar una pasta…
Angelo reflexionó un momento. La intuición le decía que lo mejor era dejarlo, pero Tony tenía razón. A nadie le amarga un dulce. Y además, un golpe era como montar a caballo: te caes y vuelves a subir, o de lo contrario nunca volverás a montar.
—De acuerdo —dijo por último—. Haremos uno más.
—Así me gusta —dijo Tony—. ¿Adónde vamos?
—Al Village. Es otra casa particular.
Angelo tomó la Calle 97 para cruzar Central Park y enfiló el Henry Hudson Parkway.
Estuvieron callados un buen rato, recuperándose cada cual de los extremos opuestos del espectro emocional: Angelo del miedo y la ansiedad, y Tony del puro regocijo. Ninguno de los dos se fijó en el Cadillac que les venía siguiendo.
—Debe ser aquí a la izquierda —dijo Angelo cuando giraron por Bleecker Street.
Señaló una casa particular de tres pisos en cuya puerta delantera había una aldaba en forma de cabeza de león. Tony asintió al pasar por delante.
Angelo sintió que el pulso se le aceleraba.
—Esta vez le toca al hombre —dijo—. El mismo plan que antes. Tú te lo cargas, yo vigilo a la esposa.
—Comprendido —dijo Tony, entusiasmado de que le tocara una vez más.
Angelo aparcó bastante más lejos de lo habitual. Caminaron en silencio, sin contar algún que otro entrechocar de herramientas en la bolsa de Angelo. Se cruzaron con varios transeúntes. La calle no estaba desierta como en la parte alta de la ciudad; el Village siempre estaba más animado que el Upper East Side.
La alarma que había en la casa-objetivo fue cosa de niños para Angelo. En cuestión de minutos él y Tony subían de puntillas las crujientes escaleras.
La primera puerta que Angelo abrió resultó ser un cuarto de invitados vacío. Puesto que solamente había otra puerta en el piso, supuso que tenía que dar a la habitación principal.
Una vez más, los dos hombres tomaron posiciones a cada lado de la puerta con las respectivas armas a la altura de la cabeza. Angelo hizo girar el picaporte y abrió la puerta con decisión.
Cuando ya había logrado meter un pie en el dormitorio, Angelo vio en la penumbra que se le echaba encima un perro gruñendo. Las patas de la fiera le golpearon el pecho haciéndole chocar con la espalda en la pared opuesta del pasillo tras haber cruzado la puerta. El perro se abalanzó sobre él, mordiéndole la americana, la camisa e incluso la piel. Angelo no estaba muy seguro, pero le pareció que era un doberman. Aunque era demasiado largo y flaco para ser un gallo de pelea, lo cierto es que tenía el mismo carácter. Fuera lo que fuese, tenía a Angelo inmovilizado y aterrorizado.
Tony se movió con rapidez. Poniéndose a un lado, disparó al pecho del perro a bocajarro. Estaba seguro de haber hecho blanco, pero el perro no reculó. Sin parar de gruñir, arrancó otro jirón de la americana de Angelo y lo escupió antes de lanzarse de nuevo a morder.
Tony esperó a que el tiro fuese seguro antes de apretar el gatillo por segunda vez. Ahora alcanzó al perro en la cabeza y el animal se quedó repentinamente flojo, cayendo al suelo con un golpe sordo y compacto.
Un grito de mujer le causó a Angelo nuevos escalofríos. La mujer de la casa se había despertado a tiempo de ver cómo masacraban a su perro. Estaba de pie a escasos metros de los pies de su cama con la cara retorcida de dolor. Tony levantó el arma y volvió a sonar un ruido sordo y sibilante. La mujer dejó de gritar en seco y se llevó la mano al pecho. Luego, retirando la mano, se miró la sangre. La expresión de su rostro era, de perplejidad, como si no pudiera creer que le habían disparado.
Tony cruzó la puerta y entró en el dormitorio. Apuntando a la mujer en mitad de la frente, le disparó a quemarropa. La mujer quedó hecha un guiñapo en el suelo, igual que el perro.
Angelo iba a hablar, pero antes de que pudiese articular palabra, se oyó un aullido aterrador en el primer piso. El marido cargaba escaleras arriba con una escopeta de cañón doble del calibre 12. Sostenía el arma con ambas manos a la altura de la cintura.
Presintiendo lo que iba a suceder, Angelo se arrojó al suelo en el momento que la escopeta se disparaba con una tremenda sacudida. En aquel espacio tan pequeño el disparo sonó como un estruendo y a Angelo le zumbaron los oídos. La posta compacta hizo un agujero de treinta centímetros de diámetro en la pared donde Angelo había estado momentos antes.
Incluso Tony tuvo que utilizar sus reflejos, echándose a un lado para evitar el hueco de la puerta abierta. La segunda ráfaga de escopeta atravesó todo el dormitorio y reventó una de las ventanas traseras.
Desde su posición en el suelo, Angelo disparó dos veces su Walther en rápida sucesión, tocando al esposo en el pecho y la barbilla. La fuerza de las balas contrarrestó el impulso del hombre hacia delante. Luego, como a cámara lenta, se inclinó hacia atrás y cayó escaleras abajo con un tremendo alboroto para terminar al pie de las mismas.
Tony llegó del dormitorio y corrió escaleras abajo para añadir una bala más a la cabeza del hombre que yacía en el suelo. Angelo consiguió levantarse y coger su bolsa de vuelo. Estaba temblando. Nunca había estado tan cerca de la muerte. Mientras se apresuraban por la escalera con las piernas temblorosas, le dijo a Tony que tenían que salir rápidamente de allí.
Al llegar a la puerta principal, Angelo se puso de puntillas para mirar al exterior. Lo que vio no le gustó nada. Enfrente del edificio había un pequeño grupo de personas mirando hacia la fachada. Sin duda habrían oído la rotura de cristales cuando la ventana del dormitorio había reventado. Quizá habían oído las dos descargas de escopeta.
—¡Por atrás! —dijo Angelo.
Sabía que enfrentarse a aquella gente era muy arriesgado. Treparon fácilmente a la cerca de cadenas del patio trasero. Ni siquiera había una alambrada en lo alto de que preocuparse. Una vez al otro lado, atravesaron un patio contiguo y llegaron a otra calle. Angelo se alegró de haber aparcado tan lejos esta vez. Llegaron al coche sin problemas. Cuando arrancaban pudieron oír las sirenas a lo lejos.
—¿Qué clase de chucho era ese? —preguntó Tony cuando iban por la Sexta Avenida.
—Me parece que un doberman —dijo el otro—. Me ha dado un susto de muerte.
—A ti y a mí —concedió Tony—. Y la escopeta… de poco nos ha ido.
—De muy poco. Teníamos que haberlo dado por terminado después del primer trabajo. —Angelo movió la cabeza disgustado—. Puede que me esté haciendo viejo.
—Ni hablar, hombre —dijo Tony—. Eres el mejor.
—Eso pensaba yo —dijo Angelo.
Se miró la maltrecha americana Brioni con desesperación. La fuerza de la costumbre le hizo echar un vistazo al retrovisor, pero no le preocupó nada de lo que se veía. Buscaba coches de policía, naturalmente, y no el sedán de Franco Ponti, que venía siguiéndoles a una discreta distancia.