15.00, jueves, Manhattan
Después de pasar por la oficina de Identificación a coger un café que, a aquellas horas, más que café parecía agua sucia, Laurie se dio prisa en llegar a la conferencia del jueves por la tarde en la sala de conferencias que se comunicaba con el despacho de Bingham. Era la única ocasión que tenían todos los inspectores médicos de la ciudad de encontrarse para intercambiar casos y hablar de problemas de diagnóstico. Aunque en el centro forense donde trabajaba Laurie se trataban las muertes ocurridas en el Bronx así como en Manhattan, los distritos de Queens, Brooklyn y Staten Island tenían sus propios servicios de inspección médica. El jueves era el día en que se reunían todos. Ir a la conferencia no era optativo. Por lo que hacía a Bingham, era de obligado cumplimiento.
Como de costumbre, Laurie ocupó un asiento cercano a la puerta. Si empezaban a hablar de cosas exclusivamente administrativas o políticas, para su gusto, prefería irse.
Lo más interesante de estas conferencias semanales ocurría normalmente antes de que se abriera la sesión. Estas fortuitas conversaciones previas le servían a Laurie para recoger algún que otro chisme o detalles significativos sobre casos especialmente horripilantes y desconcertantes. En ese sentido, el encuentro de este jueves no iba a ser distinto.
—Creía que ya lo había visto todo —les decía Dick Katzenburg a Paul Plodgett y Kevin Southgate.
Dick era inspector médico destinado en Queens. Laurie acercó el oído.
—Fue el homicidio más extraño que he visto nunca —continuó Dick—. Y mira que los he visto de raros.
—¿Nos lo cuentas o hay que pedírtelo de rodillas? —preguntó Kevin con evidentes ganas de oír la historia.
A los inspectores médicos les encantaba intercambiar «batallitas» que fueran intelectualmente estimulantes o bien grotescamente raras.
—El tipo era muy joven —dijo Dick—. Se lo cargaron en una funeraria con el aspirador que utilizan para embalsamar.
—¿Lo apalearon hasta que se murió? —pregunto Kevin, que, hasta el momento, no se había inmutado.
—¡No! —dijo Dick—. Con el trocar. El aspirador estaba en marcha. Fue como si lo embalsamaran vivo, pobre chico.
—Uf —exclamó Paul, evidentemente impresionado—. Eso sí que es extraño. Me recuerda el caso de…
—Doctora Montgomery —dijo una voz.
Laurie se dio la vuelta. Delante suyo estaba el doctor Bingham.
—Me temo que usted y yo tenemos que hablar de otra cosita… —dijo él.
Laurie se puso nerviosa.
—Ha venido a verme el doctor DeVries —dijo Bingham—. Se queja de que ha ido usted varias veces al laboratorio a molestarle con los resultados de unos análisis. Ya sé que está ansiosa por obtener esos resultados, pero no es usted la única que espera. El doctor DeVries está desbordado. Creo que no hace falta que se lo recuerde. Y no espere un trato especial. Va a tener que esperar como todos los demás. Le agradeceré que no siga presionando al doctor DeVries. ¿Está claro?
Laurie estuvo tentada de decir algo como que DeVries tenía un sistema muy pintoresco de pedir más fondos, pero Bingham se alejó. Antes de que tuviera tiempo de pensar en esta su tercera reprimenda del día, Bingham abrió la sesión.
Como de costumbre, Bingham empezó la conferencia haciendo un resumen estadístico de la semana anterior Luego leyó un breve informe sobre el estado del caso de Central Park ya que los medios informativos se habían ocupado masivamente de ello. Volvió a refutar las acusaciones de mala administración del caso por parte del servicio de inspección médica. Concluyó con el consejo a todos de que no dieran opiniones personales.
Laurie estaba segura de que esto último iba por ella ¿Quién, si no, había expresado su opinión entre las filas de la inspección médica?
A continuación de Bingham, Calvin habló de aspecto, administrativos, concretamente de las consecuencias que el recorte de fondos municipales estaba teniendo sobre las operaciones. No pasaba una semana sin que hubiera que reducir o eliminar algún servicio o suministro.
A continuación de Calvin, los inspectores médicos delegados de los otros distritos leyeron sus propios resúmenes de la semana. Algunos de los presentes bostezaban, otros daban cabezadas.
Cuando los jefes de distrito hubieron terminado, se abrió el turno de intervenciones. Dick Katzenburg explicó varios casos, incluido el espeluznante asesinato de la funeraria.
Cuando hubo terminado, Laurie se aclaró la garganta y se dirigió a los congregados. Presentó lo más sucintamente posible sus seis casos de sobredosis, cuidando de delinear las diferencias demográficas que los separaban de las sobredosis normales. Laurie describió a los fallecidos como yuppies solteros cuyo consumo de droga había cogido desprevenidas a las amistades y la familia. Aclaró también que la cocaína había sido inyectada, aunque no mezclada con heroína.
—Lo que me preocupa —dijo Laurie, evitando mirar a Bingham— es que estemos asistiendo a una serie de muertes poco usuales por sobredosis. Tengo la sospecha de que el culpable es algún contaminante contenido en la droga, pero de momento no se ha encontrado nada. Me gustaría pedirles que si alguien ve algún caso parecido a los que acabo de describir, haga el favor de enviármelo.
—Yo he visto cuatro en las últimas semanas —dijo Dick cuando Laurie hubo terminado—. Como son tantos los casos de toxicidad, no presté demasiada atención a la demografía. Pero ahora que lo ha mencionado, los cuatro parecían personas a las que todo les iba muy bien. De hecho, dos eran profesionales, y de los cuatro, tres tomaron la cocaína por vía intravenosa. El cuarto, oralmente.
—¿Oralmente? —repitió alguien sorprendido—. ¿Sobredosis oral de cocaína? Eso sí que es raro. Generalmente solo se dan casos entre los camellos que pasan droga de contrabando desde Sudamérica cuando se les rompe el condón.
—De los drogadictos no me sorprende nada —dijo Dick—. Uno de los casos que he tenido fue encontrado dentro del frigorífico. Al parecer, tenía tanto calor que se subió a la heladera buscando alivio.
—Uno de los míos también se subió a la nevera —dijo Laurie.
—Yo también he tenido uno así —dijo Jim Bennett, que era el jefe del distrito de Brooklyn—. Y ahora que lo pienso, tuve otro que salió corriendo a la calle casi desnudo antes de que le diera un ataque. Había consumido droga oralmente pero solo después de intentarlo por vía intravenosa.
—¿Eran estos casos tan insólitos dentro de lo normal en una sobredosis de droga? —le preguntó Laurie a Jim.
—Desde luego que sí —dijo Jim—. El que se lanzó a la calle era un próspero abogado. Y en ambos casos las familias juraron y perjuraron que el muerto no consumía drogas.
Laurie miró a Margaret Hauptman, que dirigía el centro forense de Staten Island.
—¿Ha visto usted casos similares? —preguntó Laurie. Margaret negó con la cabeza.
Laurie les preguntó a Dick y a Jim si tenían inconveniente en mandarle un fax con los informes de los casos citados. Los dos dijeron que lo harían de inmediato.
—He de mencionar —dijo Dick— que en tres de los cuatro he tenido fuertes presiones de los familiares implicados para que firmara el caso como muerte natural.
—Quiero hacer hincapié en eso —dijo Bingham, que intervenía por primera vez desde el inicio del coloquio—. Estos casos de sobredosis de clase alta, las familias quieren siempre que el asunto no salga a relucir. Y creo que debemos cooperar, políticamente no podemos permitirnos enemistarnos con este grupo de votantes.
—Yo no sé a qué atenerme respecto a lo del frigorífico —dijo Laurie—. De todos modos, me hace pensar otra vez en un contaminante. Puede que haya una sustancia química que tenga efectos sinérgicos con la cocaína como para causar hiperpirexia. En todo caso, me preocupa que estas muertes provengan de la misma fuente de droga. Ahora que disponemos de tantos casos deberíamos poder demostrarlo comparando los porcentajes de sus hidrolizados naturales. Naturalmente necesitaremos la colaboración del laboratorio. Laurie miró nerviosamente a Bingham para ver si cambiaba de expresión con su referencia al laboratorio pero no.
—Yo no daría por seguro lo del contaminante —dijo Dick—. La cocaína es muy capaz de causar estas muertes por sí sola. Unos de los cuatro casos que atendí tenía un nivel alto de suero. Muy alto. Esta gente tomaba dosis realmente grandes. Puede que la cocaína no estuviera cortada quizá era pura al cien por cien. Todos hemos visto muertes parecidas con heroína.
—Sigo creyendo que ha de haber un contaminante —dijo Laurie—. Dada la inteligencia común a este grupo de víctimas, me es difícil creer que fueran tantos los que se hicieron un lío, en caso de tratarse de dosis puras.
—Quizá tenga razón —dijo Dick encogiéndose de hombros—. Solo quería decir que no nos apresuremos a sacar conclusiones.
Cuando salía de la sala, Laurie sintió una extraña e inquietante mezcla de excitación combinada con frustración y ansiedad renovadas. En un par de horas su «serie» se había doblado: de seis casos a doce. Era siniestro. Su intuición sobre el número de casos estaba ya cumpliéndose, y a un ritmo alarmante.
Ahora más que antes, Laurie pensaba que había que advertir al público y especialmente al grupo de los yuppies. El problema era cómo. La verdad es que no tenía valor de acudir a Bingham. Pero tenía que hacer algo.
De pronto se acordó de Lou. La policía tenía una división entera para luchar contra la droga y el vicio. A lo mejor tenían algún modo de hacer correr la voz de que había una partida de droga particularmente peligrosa. Con gran determinación, Laurie fue a su despacho y marcó enseguida el número de Lou. Respiró aliviada al oír su voz.
—Me alegro mucho de que aún esté ahí —dijo ella con un suspiro.
—¿De veras? —preguntó Lou.
—Necesito hablar con usted enseguida —dijo Laurie.
—¿Ah, sí?
—¿Me espera? —dijo Laurie.
—Claro. —Lou estaba perplejo—. Venga cuando guste.
Laurie colgó el teléfono, cogió su maletín, lo abrió, metió unos informes por terminar, cerró el maletín de golpe, agarró el abrigo y corrió literalmente hasta el ascensor.
Llovía ligeramente cuando salió a la Primera Avenida. Le parecía imposible conseguir un taxi, pero como por arte de magia, aparcó uno junto a la acera y el pasajero se bajó justo delante de ella. Laurie subió al taxi sin darle tiempo a cerrar la puerta.
Como no había estado nunca en la oficina central de la policía de Nueva York, Laurie se sorprendió al ver que se trataba de una estructura de ladrillo relativamente moderna. En la entrada principal le hicieron firmar en un registro mientras un oficial de seguridad avisaba a Lou para asegurarse de que este esperaba a alguien.
Estaba exasperado, pero sabía que la preocupación de la doctora era sincera.
—¿Por qué no acude a los medios informativos?
—No puedo —dijo Laurie—. Si voy a escondidas de Birgham, me quedo sin empleo. Seguro. Ya hemos tenido una pelea por eso. ¿Y usted?
—¿Yo? —preguntó Lou con cara de asombro—. ¡Un teniente de Homicidios metido de pronto en un asunto de sobredosis! Querrían los nombres y de dónde los saqué, tendría que decir que fue usted quien me los proporcionó. Además, mis jefes se extrañarían de que me ocupara de drogatas y no de resolver el problema de las ejecuciones mafiosas. No, yo tampoco puedo. Si acudiera a los medios informativos seguramente tendría que buscarme un empleo.
—¿Por qué no intenta hablar con la división de narcóticos? —preguntó Laurie.
—Tengo una idea —dijo Lou—. Qué me dice de su novio el doctor. Es normal que un médico se interese por estas cosas. Además, con la limusina y ese consultorio de lujo, disfruta de una sobresaliente posición pública.
Jordan no es mi novio —dijo Laurie—. Es solo un conocido. ¿Y qué sabe usted de su consultorio?
—Fui a verle esta tarde —dijo Lou.
—¿Para qué?
—¿Quiere la verdad o lo que me dije a mí mismo? —preguntó Lou.
—Pongamos las dos cosas —dijo Laurie.
—Quería preguntarle por su paciente Paul Cerino —dijo Lou—. Y también por su secretaria, ya que ha sido víctima un asesinato. Pero es verdad que también tenía curiosidad por conocerle. Si quiere mi opinión, ese tipo es una rata.
—No quiero saber su opinión —soltó Laurie.
—Lo que no entiendo —insistió Lou— es por qué le interesa un tío tan falso, tan petulante y tan pomposo. Nunca había visto un doctor con un despacho igual. Y encima la limusina… ¡por favor! Seguro que se aprovecha de que sus pacientes no ven ni torta para robarles. Y perdón por el chiste. ¿Qué es lo que le atrae de él? ¿Su dinero?
—¡No! —dijo Laurie con indignación—. Y puesto que quiere hablar de dinero, he telefoneado a Asuntos Internos y…
—Eso me han dicho —interrumpió Lou—. Espero que duerma mejor ahora que ha metido en un aprieto a un pobre patrullero que solo intenta mandar a sus niños a la escuela. Bravo por su moralidad estricta. Ahora, si me disculpa, tengo que ir a Forest Hill para tratar de resolver un auténtico crimen.
Lou aplastó el cigarrillo y se levantó.
—Entonces, ¿no piensa hablar con la brigada antidroga? —preguntó Laurie intentándolo una vez más.
Lou se inclinó sobre la mesa.
—No, me parece que no —dijo—. Creo que dejaré que los ricos se las apañen solitos.
Después de haber contenido su cólera durante los últimos minutos, Laurie le dio ahora rienda suelta.
—Gracias por nada, teniente —dijo con arrogancia.
Se levantó de la silla, se puso el abrigo, cogió el maletín y salió taconeando del despacho de Lou. Una vez abajo, arrojó su pase de visita sobre la mesa de Seguridad y salió de la jefatura.
Era fácil conseguir taxi porque venían todos del puente de Brooklyn. Llegó a su casa en un dos por tres porque el trayecto era prácticamente recto y no hubo apenas interrupciones. Al salir del ascensor en su planta le lanzó una mirada feroz a Debra Engler y cerró de un portazo al entrar en su piso.
—Y llegaste a pensar que era encantador —dijo Laurie en voz alta, poniéndose a sí misma en ridículo mientras se desvestía para meterse en la ducha.
Le parecía increíble haber estado tanto rato en el despacho de Lou Soldano tragando todos esos insultos con la vana esperanza de que él se dignaría ayudarla. Había sido degradante.
Envuelta en una bata blanca de toalla, Laurie fue hasta el contestador automático y escuchó los mensajes grabados mientras un Tom hambriento se le frotaba ronroneando en las piernas. Uno era de su madre y el otro de Jordan. Ambos decían que les llamase al llegar a casa. Jordan había dejado un número distinto del de su casa con una extensión.
Cuando Laurie llamó a Jordan a ese número, le dijeron que estaba en el quirófano pero que esperara un momento.
—Perdone —dijo Jordan cuando cogió el teléfono unos minutos después—. Todavía estoy operando. Pero he insistido en que me avisaran si llamaba usted.
—¿Está en plena operación ahora mismo? —Laurie no se lo podía creer.
—No tiene importancia —dijo Jordan—. Cuando entre volveré a lavarme las manos. Quería pedirle si podemos cenar un poquito más tarde. No quiero hacerla esperar otra vez, pero es que tengo otro caso pendiente.
—También podríamos dejarlo para otro día.
—¡No, por favor! —dijo Jordan—. He tenido un día fatal y me hacía ilusión verla. Habíamos quedado para hoy…
—¿No estará cansado? Sobre todo si todavía le queda un caso…
La misma Laurie estaba agotada. La idea de meterse directamente en la cama le parecía maravillosa.
—Procuraré recobrar el aliento —dijo Jordan—. Podemos quedar a primera hora de la noche.
—¿A qué hora cree que podemos vernos para cenar?
—A las nueve. Le enviaré a Thomas a recogerla.
Laurie accedió a regañadientes. Después de colgar, llamó a casa de Calvin Washington.
—¿Qué hay, Montgomery? —inquirió Calvin cuando su esposa le llamó al teléfono. Parecía malhumorado.
—Siento molestarle —dijo Laurie—. Pero ahora que ya son doce los casos de mi serie, quería pedirle que me asigne todos los que lleguen mañana.
—Mañana no le toca autopsia. Es su turno de papeleo.
—Lo sé. Por eso le llamo. Este fin de semana no estoy de retén, o sea que tendré tiempo para ponerme al día con los papeles.
—Mire, Montgomery, yo creo que debería tomárselo con calma. Está usted perdiendo el control. Su compromiso con el caso es demasiado emocional; le falta objetividad. Lo siento, pero mañana le toca papeleo y me da igual si entra o no uno de esos casos.
Laurie colgó el teléfono. Estaba deprimida. Al mismo tiempo se daba cuenta que había parte de verdad en lo que Calvin acababa de decir. Su compromiso con el tema era emocional.
Sentada junto al teléfono, Laurie consideró devolverle la llamada a su madre. Lo último que deseaba ahora era sufrir un interrogatorio sobre su floreciente relación con Jordan Scheffield. Aparte de que aún no había decidido qué es lo que pensaba de él. Finalmente optó por postergar la llamada a su madre.
* * *
Mientras Lou conducía por Midtown Tunnel para tomar el Long Island Expressway, iba diciéndose por qué insistía en darse de cabeza contra la misma pared una y otra vez. Una mujer como Laurie Montgomery nunca miraría a alguien como él de otra forma que como a un funcionario público. ¿Por qué seguía alimentando delirios de grandeza en los que Laurie decía: «Oh, Lou, siempre he querido conocer a un teniente detective que haya ido a una escuela municipal»?
Lou golpeó el volante con ira. Cuando Laurie, de repente, había llamado insistiendo en venir a verle a su despacho, había creído que quería visitarle por motivos personales y no por esa estúpida idea de utilizarle para dar publicidad a una epidemia de yuppies cocainómanos.
Lou salió del Long Island Expressway y se metió por Woodhaven Boulevard en dirección a Forest Hill. Sintiendo la necesidad de hacer algo más que quedarse jugando en su mesa con los clips, había decidido ir a fisgar un poco por su cuenta visitando a los cónyuges supervivientes. También era mejor que volver a su miserable apartamento de Prince Street, en el Soho, y ver la tele.
Cuando avanzaba por la larga y curvilínea calzada de los Vivonetto, Lou no pudo por menos que sentir temor y admiración. La casa era una mansión con columnas blancas. Lou sintió como si se le fuera la luz en la cabeza. Esa clase de opulencia sugería dinero a montones. Y a Lou no le cabía en la sesera que un simple restaurador pudiera ganar tanta pasta a no ser que tuviera conexiones con el crimen organizado.
Lou aparcó el coche junto a la puerta principal. Había llamado con antelación, así que la señora Vivonetto le esperaba. Cuando él llamó al timbre, acudió a la puerta una mujer con una tonelada de maquillaje encima. Vestía un traje de lana blanco con los hombros descubiertos. Su aspecto no sugería luto ni aflicción.
—Usted debe de ser el teniente Soldano —dijo—. Pase. Me llamo Gloria Vivonetto. ¿Puedo ofrecerle una copa?
Lou dijo que un poco de agua sería suficiente.
—Estoy de servicio, ya sabe —murmuró a modo de explicación.
Gloria le sirvió un vaso de agua en el bar del salón. Ella se preparó un gimlet de vodka.
—Siento lo de su marido —dijo Lou.
En ocasiones como esta, utilizaba siempre la misma introducción.
—Fue típico de él —dijo Gloria—, le dije una y otra vez que no se quedara levantado viendo la televisión. Y ahora va y le matan. Yo no tengo ni idea de llevar un negocio. Seguro que todos me tomarán el pelo.
—¿Conocía usted a alguien que pudiera desear la muerte de su esposo? —preguntó Lou.
Era la primera pregunta del protocolo clásico.
—Ya he pasado por esto con los otros policías. ¿Es que vamos a empezar otra vez?
—Quizá no —dijo Lou—. Le voy a ser sincero, señora Vivonetto. El modo en que mataron a su marido sugiere que podía estar mezclado con organizaciones criminales. ¿Sabe de lo que le hablo?
—¿La Mafia, quiere decir?
—Bueno, en el crimen organizado hay más cosas que la Mafia —dijo Lou—. Pero sí, para entendernos. ¿Se le ocurre algún motivo por el que gente como la de la Mafia habría querido matar a su esposo?
—¡Ja! —rió Gloria—. Mi marido no se mezcló nunca con cosas tan pintorescas como la Mafia.
—¿Qué me dice de su negocio? —insistió Lou—. ¿Pasta Pronto no tenía vínculos con el crimen organizado?
—No —dijo Gloria.
—¿Está segura?
—Bien, supongo que segura del todo, no —respondió Gloria—. Yo era totalmente ajena al negocio. Pero no puedo imaginar que él tuviera jamás relación con la Mafia. Y de todos modos, mi marido no estaba sano. No habría durado mucho tiempo. Si es que alguien quería quitarle de en medio, podía haber esperado a que estirara la pata por sí solo.
—¿De qué estaba enfermo su marido? —preguntó Lou.
—¿Y de qué no estaba enfermo? —escupió Gloria—. Se estaba cayendo a pedazos. Tenía problemas de corazón y le habían sometido a dos bypass. Los riñones no tiraban bien. Se suponía que iban a extirparle la vesícula pero siempre lo aplazaban, diciendo que el corazón no lo resistiría. Iban a operarle de un ojo. Y su próstata era un desastre. No sé de qué le venía esto, pero toda su mitad inferior había dejado de funcionar desde hace años.
—Lo lamento —dijo Lou, sin saber qué más decir—. Supongo que sufría mucho.
Gloria se encogió de hombros.
—Nunca se cuidó. Estaba gordo, bebía como un cosaco y más que fumar parecía una chimenea. Los médicos me dijeron que no duraría ni un año a menos que cambiara de hábitos, cosa que él no estaba dispuesto a hacer.
Lou decidió que no iba a sacar mucha cosa más de aquella viuda tan poco afligida.
—Bien —dijo, poniéndose de pie—, gracias por su tiempo, señora Vivonetto. Si recuerda alguna cosa que crea puede ser importante, llámeme, por favor.
Lou le entregó una de sus tarjetas de profesional.
A continuación, Lou se dirigió a la residencia de los Singleton. El sitio era una sencilla casa de dos plantas con terraza, y un césped en cuyo centro había dos flamencos rosa. La calle le recordó el barrio de su infancia, en Rego Parte, a solo media docena de manzanas. Sintió una punzada de nostalgia al recordar las noches pasadas en el callejón jugando a béisbol con otros niños.
Chester Singleton abrió la puerta. Era un hombre corpulento de mediana edad y casi completamente calvo. Su potente quijada le daba un aspecto de perro podenco. Tenía los ojos jaspeados y enrojecidos. En cuanto le vio, Lou supo que estaba en presencia del genuino pesar.
—¿Detective Soldano?
Lou asintió y fue invitado inmediatamente a pasar.
El mobiliario era sencillo pero sólido. Una colcha de ganchillo cubría el respaldo de un gastado sofá de cuadros escoceses. En las paredes se alineaban docenas de fotos enmarcadas, la mayoría en blanco y negro.
—Siento mucho lo de su esposa —dijo Lou.
Chester asintió con la cabeza, respiró hondo y se mordió el labio inferior.
—Sé que han venido otras personas —continuó Lou, decidido a ir al grano—. Solo quería preguntarle por qué iba a venir a su casa un pistolero profesional para matar a su esposa.
—No lo sé —dijo Chester.
La voz se le quebraba de emoción.
—Su negocio abastecía a ciertos restaurantes relacionados con el crimen organizado. ¿Alguno de esos restaurantes tuvo quejas de su servicio?
—No. Nunca —dijo Chester—. Y no sé nada de organizaciones criminales. Había oído rumores, claro está. Pero nunca he conocido ni visto a nadie que pudiera llamar gánster.
—¿Qué me dice de Pasta Pronto? —preguntó Lou—. Tengo entendido que últimamente tenía negocios con ellos.
—Hace poco me hice cargo de una parte del negocio, es verdad. Pero solo de un poco. Creo que me estaban poniendo a prueba. Esperaba aumentar mis tratos con ellos en breve.
—¿Conocía a Steven Vivonetto? —preguntó Lou.
—Sí, pero no mucho. Era muy rico.
—¿Sabía que también le mataron anoche? —dijo Lou.
—Sí. Lo he leído en el periódico.
—¿Le habían amenazado últimamente? —le preguntó Lou—. ¿Algún intento de extorsión? ¿Vino alguien a su casa ofreciéndole protección?
Chester negó con la cabeza.
—¿Se le ocurre algún motivo para que su mujer y Steven Vivonetto fueran asesinados la misma noche y posiblemente por la misma persona?
—No —dijo Chester—. No se me ocurre qué motivos podía tener alguien para matar a Janice. Todos la querían. Era la persona más buena y cariñosa del mundo. Y además, estaba enferma.
—¿Qué le pasaba? —preguntó Lou.
—Tenía cáncer. Por desgracia se le había extendido antes de que lo descubrieran. No le gustaba ir al médico. Si hubiera ido a tiempo, habrían podido hacer algo más. Por así decir, solo le practicaron quimioterapia. Janice pasó una buena temporada, pero de repente le salió en la cara un sarpullido horrible. Lo llaman herpes zóster. Le afectó incluso a un ojo del cual quedó ciega hasta el punto de necesitar una operación.
—¿Le daban los médicos muchas esperanzas de vida? —preguntó.
—Yo diría que no —dijo Chester—. Me explicaron que no podían asegurar nada, pero que tal vez solo duraría un año más o menos, a no ser que el cáncer evolucionara más deprisa.
—No sabía nada. Lo lamento —dijo Lou.
—Bien, puede que haya sido mejor así. Tal vez se ha ahorrado muchos sufrimientos. Pero la echo mucho de menos. Llevábamos casados treinta y un años.
Tras ofrecerle sus condolencias y su tarjeta, Lou se despidió del señor Singleton. Mientras conducía de vuelta a Manhattan, revisó lo poco que había sacado de sus entrevistas. La conexión del crimen organizado con ambos casos era, como mucho, débil. Le había sorprendido enterarse de que las dos víctimas fueran enfermos terminales. Se preguntó si los asesinos lo sabían.
Obedeciendo a un acto reflejo, Lou buscó en el bolsillo de su americana y extrajo un cigarrillo. Apretó el encendedor del coche. Luego pensó en Laurie. Inmediatamente bajó la ventanilla y arrojó a la calle el cigarrillo sin encender en el momento que el encendedor salía despedido. Suspiró preguntándose adónde la habría llevado a cenar ese presumido de Jordan Scheffield.
* * *
Vinnie Dominick entró en el vestíbulo del St. Mary y se sentó pesadamente en la banqueta. Sudaba copiosamente. Sangraba ligeramente de un pequeño rasguño en la mejilla.
—Está sangrando, jefe —dijo Freddie Capuso.
—Apártate de mi vista —le soltó Vinnie—. Ya sé que estoy sangrando. Pero ¿sabes lo que me fastidia? Ese inútil de Jeff Young dice que no me ha rozado en ningún momento y se ha pasado diez minutos gimoteando cuando yo he gritado al personal.
Vinnie venía de jugar «veintiunos» de baloncesto por espacio de una hora. Su equipo había perdido y él estaba de un humor de perros. La cosa empeoró cuando su lugarteniente de más confianza entró con la cara larga.
—No me digas que es verdad —dijo Vinnie.
Franco se acercó a la banqueta, puso un pie encima y se inclinó sobre la rodilla. Desde la escuela le llamaban El Halcón, sobre todo por su cara. Parecía un ave de presa con su estrecha nariz ganchuda, sus labios finos y los ojos pequeños.
—Lo es —dijo Franco. Hablaba con una voz sin expresión—. Anoche liquidaron a Jimmy Lanso en la funeraria de su primo.
Vinnie saltó de la banqueta y aporreó una de las taquillas metálicas. El ruido resonó por todo el pequeño vestuario como el estampido de un trueno. Todo el mundo dio un respingo excepto Franco.
—¡Dios! —exclamó Vinnie, poniéndose a andar de lado al otro.
Freddie Capuso se quitó de en medio.
—¿Qué voy a decirle a mi mujer? —gritó Vinnie—. ¡Qué voy a decirle a mi mujer! —repitió, subiendo el tono de voz—. Le prometí que me ocuparía de eso.
Volvió a golpear una taquilla. El sudor le chorreaba por la cara.
—Dile que fue un error confiar en Cerino —sugirió Franco. Vinnie dejó de andar súbitamente.
—Es verdad —refunfuñó—. Creí que Cerino era civilizado. Pero ahora ya sé que no es así.
—Y hay otra cosa —añadió Franco—. Los hombres de Cerino no han dado abasto liquidando a todo tipo de gente, aparte de Jimmy Lanso. Anoche mataron a dos en Kew Gardens y a otros dos en Forest Hill.
—Lo he visto en los informativos. —Dijo consternado—. ¿Fueron los de Cerino?
—Ajá —dijo Franco.
—¿Por qué? —preguntó Vinnie.
—Nadie lo sabe —dijo Franco encogiéndose de hombros.
—Tiene que haber algún motivo.
—Eso seguro —dijo Franco—. Pero no sé cuál.
—¡Pues averígualo! —ordenó Vinnie—. Una cosa es aguantar a Cerino y sus inútiles como rivales en el negocio, y otra muy distinta quedarse sentado viendo cómo lo estropean todo.
—Queens está lleno de polis —concedió Franco.
—Precisamente lo que no queremos… —dijo Vinnie—. Si se alzan en armas, tendremos que suspender buena parte de nuestras operaciones. Tienes que averiguar qué se trae Cerino entre manos. Cuento contigo, Franco.
Franco asintió.
—Veré qué puedo hacer.
* * *
—No está comiendo mucho —dijo Jordan.
Laurie levantó los ojos del plato. Estaban cenando en un restaurante llamado Palio. Aunque la comida era italiana, la decoración era una relajante fusión de oriental y moderno. Laurie tenía delante un exquisito risotto de marisco. Su copa estaba llena de un Pinot Grigio seco. Pero Jordan estaba en lo cierto; no estaba comiendo mucho. Aunque ese día no había comido gran cosa, Laurie no tenía apetito. Simplemente.
—¿No le gusta la comida? —preguntó Jordan—. Creí que había dicho que le gusta lo italiano.
Vestía tan elegante e informal como siempre; se había puesto un blazer de pana negro y una camisa de seda con el cuello abierto. No llevaba corbata.
Esta noche la logística había funcionado mucho mejor. Como había prometido, Jordan la telefoneó poco antes de las nueve desde el quirófano para decir que Thomas iba de camino a recogerla mientras él pasaba por su apartamento para cambiarse. Para cuando Thomas y Laurie volvieron a la Trump Tower, Jordan les esperaba en la acera. Tras un corto paseo en coche se habían plantado en la Calle 52 Oeste.
—La comida me encanta —dijo Laurie—. Me parece que no tengo mucho apetito. Ha sido un día muy largo.
—He evitado hablar de cómo me ha ido el día —admitió Jordan—. Pensaba que era mejor echarse un poco de vino en el cuerpo. Como le dije por teléfono, he tenido un día atroz. No se me ocurre otra palabra, empezando por su llamada para decirme lo de Marsha Schulman. Cada vez que pienso en ella, me pongo enfermo. Hasta me siento culpable de haberme enfadado de esa manera por no haberse presentado al trabajo, y resulta que flotaba decapitada en el East River. ¡Dios mío!
Jordan no podía continuar. Se tapó la cara con las manos y movió lentamente la cabeza. Laurie alargó el brazo para tocar el de Jordan con su mano. Lo sentía por él, pero también la aliviaba ver este despliegue de sentimientos. Hasta ahora Laurie le había creído incapaz de semejante efusividad, y le veía poco afectado por el asesinato de su secretaria. De pronto parecía mucho más humano.
Jordan consiguió dominarse.
—Y hay más —prosiguió con tristeza—. Hoy he perdido un paciente. Escogí oftalmología en parte porque sabía que iba a tener problemas para enfrentarme a la muerte, pero aun así quise hacer cirugía. La oftalmología me pareció un compromiso ideal, hasta hoy mismo. Se me ha muerto una paciente en el preoperatorio. Se llamaba Mary O’Connor.
—Lo lamento —dijo Laurie—. Comprendo cómo se siente. Tratar con pacientes moribundos también fue duro para mí. Supongo que por eso escogí patología y concretamente la forense. Así todos mis pacientes están ya muertos.
Jordan esbozó una sonrisa.
—Mary era una mujer maravillosa y una paciente agradecida —dijo—. La había operado de un ojo y esta misma tarde iba a operarla del otro. Era una señora saludable y no se le conocían problemas de corazón, y, sin embargo, la encontraron muerta en la cama. Había muerto viendo la televisión.
—Habrá sido una experiencia terrible para usted —dijo Laurie, compasiva—. Pero recuerde que en tales casos siempre se encuentran problemas médicos escondidos. Supongo que mañana atenderemos a la señora O’Connor. Le aseguro que le avisaré de lo que salga. A veces resulta más fácil vérselas con la muerte sabiendo la patología.
—Se lo agradezco —dijo Jordan.
—Supongo que yo no tuve un día tan malo como el suyo —dijo Laurie—. Pero ya comprendo cómo se sentía Casandra cuando Apolo se aseguró de que nadie le hiciera caso.
Laurie le contó a Jordan todo lo referente a su serie de sobredosis y le dijo que estaba convencida de que habría más casos si no se tomaban medidas. Le comentó lo irritante que había sido no ser capaz de convencer al jefe de inspección médica para que hiciera público el hecho. Luego le explicó que había ido a la policía y que hasta ellos se habían negado a colaborar.
—Qué frustración —dijo Jordan—. Una cosa buena sí ha habido —dijo, cambiando de tema—. He hecho muchas operaciones y eso es bueno tanto para mí como para mi cuenta corriente. En las últimas dos semanas he realizado el doble de casos que en una semana normal.
—Me alegro —dijo Laurie.
Era difícil no darse cuenta de la propensión de Jordan a llevar el agua a su molino.
—Solo espero que siga la racha —dijo él—. La cosa suele fluctuar, eso lo acepto, pero a este ritmo voy a acabar mal.
Terminada la comida y retirado el servicio, el camarero les trajo a la mesa un tentador carrito de postres. Jordan escogió pastel de chocolate. Laurie optó por unas fresas. Jordan tomó un café solo, Laurie un descafeinado. Mientras removía el café, Laurie miró discretamente su reloj.
—La he visto —dijo Jordan—. Sé que se está haciendo tarde. También sé que le toca estudiar. La llevaré a casa en media hora si hacemos el mismo trato que ayer. ¿Por qué no quedamos a cenar mañana por la noche?
—¿Otra vez? —preguntó Laurie—. Seguro que se va a cansar de mí.
—Bobadas —dijo Jordan—. Lo paso divinamente. Ojalá no tuviéramos que ir con tantas prisas. Mañana es viernes, fin de semana. Tal vez tenga noticias sobre Mary O’Connor. Vamos, Laurie, por favor.
Laurie no podía creer que la invitasen a cenar por tercera noche consecutiva. Realmente, era halagador.
—De acuerdo —dijo al fin—. Tiene usted una cita.
—Estupendo. ¿Me sugiere algún restaurante?
—Creo que usted tiene mucha más experiencia —dijo Laurie—. Escoja.
—Muy bien, así lo haré. ¿Le parece a las nueve otra vez?
Laurie asintió mientras sorbía su descafeinado. Mirando los ojos claros de Jordan se acordó de la negativa descripción que de él había hecho Lou. Por un momento, Laurie estuvo tentada de preguntarle cómo le había ido la entrevista con el teniente, pero decidió no hacerlo. Había cosas que era mejor callarlas.