7.45, jueves, Manhattan
Aunque no había dormido mucho debido al aviso que había recibido por la noche, Laurie se esmeró en llegar un poco antes al trabajo para compensar el haber llegado tarde el día anterior. Eran solo las ocho menos cuarto cuando subió la escalinata del centro de inspección médica.
Laurie fue directamente a la oficina de Identificación y pudo detectar cierta electricidad en el ambiente. Varios de los inspectores médicos adjuntos que no solían venir hasta las ocho y media aproximadamente estaban ya trabajando Kevin Southgate y Arnold Besserman, dos de los inspectores más antiguos, estaban junto a la cafetera en acalorada discusión. Kevin, que era liberal, y Arnold, un ultraconservador, nunca se ponían de acuerdo en nada.
—Es lo que yo digo —comentaba Arnold cuando Laurie se abrió paso para servirse un poco de café—; si hubiera más policías en la calle, esto no volvería a pasar.
—No estoy de acuerdo —dijo Kevin—. Tragedias como esta…
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Laurie mientras removía el café.
—Una serie de homicidios en Queens —dijo Arnold Disparos a la cabeza desde corta distancia.
—¿Con balas de pequeño calibre? —preguntó Laurie. Arnold miró a Kevin:
—Eso todavía no lo sé.
—Aún no se han hecho las autopsias —explicó Kevin.
—¿Los han sacado del río?
—No —dijo Arnold—. Estaban durmiendo en sus casas. Claro que si hubiera más policías patrullando…
—¡Vamos, Arnold! —dijo Kevin.
Laurie los dejó a los dos con sus cuitas y fue a mirar el programa de autopsias. Sorbiendo su café, verificó con quién le tocaba hacer autopsias y qué casos le habían asignado. Detrás de su nombre y apellido había tres casos, incluido el de Stuart Morgan. Calvin estaba cumpliendo su promesa. Laurie hojeó rápidamente los informes de investigación al comprobar que los otros dos casos eran también de sobredosis. Enseguida se desanimó al ver que los perfiles de los fallecidos eran similares a los de los casos anteriores que habían levantando sospechas. Randall Thatcher, de treinta años, era abogado; Valerle Abrams, de treinta y tres, era agente de Bolsa.
El día anterior Laurie había temido que no hubiera más casos, aunque esperaba que sus temores se confirmaran. No iba a ser así. Ya había tres casos más. De la noche a la mañana su modesta serie de tres había aumentado un cien por cien.
Laurie pasó por Comunicaciones camino del departamento de Investigación Médica Forense. Al ver el despacho del policía adjunto, se preguntó qué iba a hacer con respecto al supuesto robo en casa de Stuart Morgan. De momento decidió dejarlo correr. Si veía a Lou ya hablaría del asunto con él.
Laurie encontró a Cheryl Myers en su pequeñísimo despacho sin ventanas.
—De momento no ha habido suerte con el caso de ese Duncan Andrews —dijo Cheryl antes de que Laurie pudiese decir nada.
—No he venido por eso —dijo—. Dejé dicho a Bart que quería que me avisaseis si llegaba algún caso de sobredosis similar al de Duncan Andrews o Marion Overstreet. Anoche me llamaron para uno, pero esta mañana he descubierto que había otros de los que no he sabido nada. ¿Tienes alguna idea de por qué no me avisaron?
—No —dijo Cheryl—. Anoche estaba Tom de turno. Habrá que preguntárselo esta tarde. ¿Hubo algún problema?
—Realmente, no —admitió Laurie—. Simple curiosidad. Lo cierto es que probablemente no habría podido acudir a los tres sitios. Y yo me encargo de las autopsias. A propósito ¿has hablado con el hospital del caso de Marion Overstreet?
—Desde luego —dijo Cheryl—. Hablé con un tal doctor Murray y me dijo que seguían las instrucciones que tú les habías dado en relación con los trámites.
—Es lo que me había figurado —dijo Laurie—. Pero vale la pena cerciorarse. Hay otra cosa que me gustaría pedirte que hagas. A ver qué historias médicas puedes conseguir quirúrgicas sobre todo, de una mujer que se llama Marsha Schulman. Sería estupendo si puedo tener radiografía. Creo que vivía en Bayside, Queens. No estoy segura de la edad. Pongamos cuarenta, más o menos.
Desde que Jordan le había hablado de los sospechos negocios del marido de su secretaria y de sus antecedentes tenía un mal presentimiento sobre la desaparición de mujer, particularmente en vista del asalto al consultorio Jordan.
Cheryl anotó los datos en una libreta que tenía sobre la mesa.
—Me ocuparé de eso enseguida —dijo.
A continuación, Laurie fue a ver a John DeVries. Como se temía, no estuvo muy cordial.
—Ya le dije que la avisaría —soltó John cuando Laurie preguntó por el contaminante—. Tengo cientos de casos aparte del suyo.
—Ya sé que está muy ocupado —dijo Laurie—, pero esta mañana tengo tres casos más de sobredosis como los que ya tenía. Eso hace un total de seis cadáveres de gente joven, acaudalada y culta. Tiene que haber algo en esa cocaína y hay que dar con ello.
—Si quiere venir y hacer los análisis personalmente, no hay ningún problema —dijo John—. Pero a mí, déjeme paz. Si no, tendré que hablar con el doctor Bingham.
—¿Por qué se comporta así? —dijo Laurie—. He tratado de llevar las cosas como es debido.
—Me da cien patadas —dijo John.
—Qué bien —dijo Laurie—. Es maravilloso comprobar el ambiente de cooperación que tenemos aquí.
Exasperada, Laurie salió con paso airado del laboratorio, refunfuñando para sus adentros. Notó una mano que le cogía del brazo y se volvió para abofetear a John DeVries por atreverse a tocarla. Pero no era John, sino uno de sus jóvenes ayudantes, Peter Letterman.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —dijo mirando con cautela a sus espaldas.
—Naturalmente.
—Venga a mi cuarto —dijo Peter, e indicó a Laurie que le siguiera.
Entraron en lo que originalmente estaba pensado como cuarto de la limpieza. Apenas había espacio para un escritorio, un terminal de ordenador, un archivador y dos sillas. Peter cerró la puerta al entrar.
Peter era un individuo delgado, rubio y de rasgos finos. A Laurie le pareció la quintaesencia del licenciado, por la acusada intensidad de sus ojos y su porte. Bajo la bata blanca del laboratorio, Peter llevaba una camisa de franela con el cuello abierto.
—John es una persona difícil de tratar —dijo él.
—Eso es decir poco —observó Laurie.
—Muchos artistas lo son —prosiguió Peter—. Y John es un artista en cierto modo. Es asombroso lo que sabe de química, y de toxicología en particular. No he podido evitar oír lo que hablaba con él. Me parece que una de las razones por las que se ha puesto duro con usted es para insistir delante de la administración en que necesita más fondos. Está retrasando gran número de informes y, en general, eso no importa demasiado. Quiero decir que se trata de muertos. Pero si sus sospechas son ciertas puede decirse que estamos ante un caso infrecuente de salvar vidas. Por eso me gustaría colaborar. Veré qué puedo hacer por usted aunque tenga que hacer horas extra.
—Se lo agradeceré, Peter —dijo Laurie—. Además, está en lo cierto.
Peter sonrió con timidez.
—Fuimos a la misma facultad —dijo.
—¿De veras? —dijo Laurie—. ¿Dónde?
—La Wesleyan —dijo Peter—. Yo iba dos años detrás suyo, pero coincidíamos en clase de fisicoquímica.
—Lo siento pero no lo recuerdo —dijo Laurie.
—Bueno, yo era bastante torpe entonces. Bien, le haré saber lo que encuentre.
Laurie volvió a su despacho bastante más optimista con respecto al género humano gracias al generoso ofrecimiento de Peter. Revisando las carpetas del día, solo se le ocurrieron un par de preguntas sobre dos de los casos, similares a lo que se preguntaba acerca de Marion Overstreet. Por si acaso, llamó a Cheryl para pedirle que lo verificase.
Después de cambiarse en su despacho, Laurie bajó a sala de autopsias. Vinnie tenía a Stuart Morgan encima y estaba listo para empezar. Se pusieron a trabajar de inmediato.
La autopsia se desarrolló sin problemas. Cuando terminaban el examen interno, Cheryl Myers entró llevando solo máscara en la cara. Laurie miró en torno suyo para asegurarse que Calvin no estaba a la vista para quejarse que Cheryl no llevara el pijama de rigor. Por suerte no estaba en la sala.
—Creo que ha habido suerte con Marsha Schulman —dijo Cheryl, blandiendo unas radiografías—. Fue atendida en el Manhattan General porque trabajaba en el consultorio de un médico de la plantilla. Tenían unas placas recientes de tórax que acaban de mandarnos. ¿Quieres que las ponga?
—Sí, por favor —dijo Laurie.
Se frotó las manos en el delantal y siguió a Cheryl hasta el visor de radiografías. Cheryl colocó las placas en el negatoscopio y se hizo a un lado.
—Las necesitan enseguida —aclaró Cheryl—. El técnico de rayos me ha hecho un favor especial dejándomelas sin autorización.
Laurie examinó las radiografías. Eran una anteroposterior y una lateral del tórax sacadas dos años atrás. Los pulmones eran totalmente normales. La silueta del corazón se veía igualmente normal. Decepcionada, Laurie estaba a punto de decirle a Cheryl que retirara las placas cuando se fijó en las clavículas. La de la derecha tenía un ligero ángulo a dos tercios de su longitud, que se correspondía con un ligero aumento de la opacidad de la radiografía. En algún momento de su vida, Marsha Schulman se había roto la clavícula. Aunque había curado bien, se trataba sin duda de una fractura.
—Vinnie —dijo Laurie en voz alta—. Di a alguien que te traiga la radio que le hicimos a la boya decapitada.
—¿Ves algo? —preguntó Cheryl.
Laurie señaló la fractura y le explicó a Cheryl el porqué de su aspecto. Vinnie trajo la radiografía solicitada y la sujetó al lado del clisé de Marsha Schulman.
—¡Eh, fijaos en eso! —exclamó Laurie, señalando la clavícula fracturada. Eran idénticas en ambos negativos—. Me parece que estamos mirando a la misma persona —dijo.
—¿Quién es? —preguntó Vinnie.
—Se llama Marsha Schulman —dijo Laurie, cogiendo las radios del Manhattan General y entregándoselas a Cheryl. Luego le pidió a Cheryl que comprobara si Marsha Schulman había sido sometida a una colecistectomía y a una histerectomía. Dijo que era importante y le pidió que lo hiciera enseguida.
Satisfecha de su descubrimiento, Laurie empezó el segundo caso, Randall Thatcher. Al igual que en el primero, no había patología reseñable. La autopsia fue sobre ruedas.
Una vez más, Laurie pudo deducir con razonable certeza que la cocaína había sido pinchada. Cuando estaban cosiendo el cuerpo, volvió Cheryl con la noticia de que a Marsha Schulman la habían operado efectivamente de ambas cosas. De hecho, las dos intervenciones habían sido realizadas en el Manhattan General.
Emocionada por esta confirmación adicional, Laurie terminó y fue a su despacho para dictar los dos primer casos y hacer varias llamadas. Probó primero en el consultorio de Jordan, pero lo único que pudo sacar fue que doctor estaba operando.
—¿Otra vez?
Laurie suspiró. Le desilusionaba no dar con él enseguida.
—Estos días ha tenido muchos trasplantes —explicó la enfermera de Jordán—. Siempre tiene algo en el quirófano pero últimamente no para.
Laurie dejó recado para que Jordan le llamase en cuanto pudiera. Luego telefoneó a la oficina central de policía y preguntó por Lou.
Lou no estaba disponible, con gran disgusto de Laurie quien dejó su número de teléfono y dijo que la llamara cuando pudiese.
Frustrada en cierto modo, Laurie terminó su dictado volvió a la sala de autopsias para atender el tercer y último caso del día. Se preguntaba, mientras esperaba el ascensor si Bingham estaría dispuesto a cambiar de parecer en cuanto a hacer declaraciones públicas, ahora que eran ya seis los casos.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Laurie chocó literalmente con Lou. Se miraron el uno al otro momentáneamente perplejos.
—Disculpe —dijo ella.
—Ha sido culpa mía —le dijo él—. No miraba por dónde iba.
—Era yo la que no miraba —dijo Laurie.
Y ambos se echaron a reír por su cohibido comportamiento.
—¿Venía usted a verme? —preguntó Laurie.
—No —dijo Lou—. Estaba buscando al Papa. Me han dicho que está aquí, en la quinta planta.
—Muy gracioso —dijo Laurie, acompañándole de vuelta a su despacho—. La verdad es que no hace un minuto que le he telefoneado.
—¡Sí, claro! —bromeó Lou.
—En serio —dijo Laurie y se sentó a su mesa.
Lou tomó la silla en la que se había sentado el día anterior.
—He identificado a la decapitada que encontraron con Marchese. Se llama Marsha Schulman. Es la secretaria de Jordan Scheffield.
—¿Ella, su secretaria? ¿Se refiere al doctor Rosas?
Lou señaló las flores, que no habían perdido un ápice de su frescor.
—El mismo que viste y calza —dijo Laurie—. Anoche me contó que ella no había comparecido a trabajar. Pero también me dijo que su marido, que es todo menos un boy scout, tiene vínculos con el crimen organizado.
—¿Cómo se llama el marido? —preguntó Lou.
—Danny Schulman —dijo Laurie.
—¿Puede ser el Danny Schulman que tiene un restaurante en Bayside?
—El mismo —dijo Laurie—. Parece ser que ha tenido sus más y sus menos con la justicia.
—Vaya que si los ha tenido. Está relacionado con el clan Lucia. Al menos utilizaban su local para ciertas operaciones como tráfico de mercancías robadas, juego, cosas así. Al viejo Danny nos lo llevamos una vez de paseo para ver si delataba a algunos de los jefes, pero el tipo encajó el golpe sin soltar prenda.
—¿Cree que mataron a su mujer a causa de los negocios en que estaba metido? —preguntó Laurie.
—¿Quién sabe? —admitió Lou—. Pudo haber amenazas, puede que no hicieran caso de las advertencias. Yo lo veo desde este ángulo.
—Qué asunto más feo —dijo Laurie.
—Se queda corta —comentó Lou—. Y hablando de asuntos feos, ¿ha conseguido algo con los ojos de Frankie DePasquale? ¿Se ha podido probar que era ácido?
—Me temo que todavía no hay respuesta. El doctor DeVries no ha sido lo que se dice muy servicial. No creo que haya mirado las muestras aún. Pero tengo una buena noticia: un joven ayudante suyo va a ayudarme con los análisis. Me parece que por fin podré obtener algún resultado.
—Eso espero —dijo Lou—. En los bajos fondos de Queens se prepara algo grande. Anoche hubo cuatro asesinatos estilo hampa. Gente asesinada en su propia casa. Y para guinda, un amigo de Frankie y Bruno fue muerto en una funeraria de Ozone Park. Sea lo que sea lo que se esté cociendo, ha empezado a hervir y amenaza con desbordarse.
—He sabido de varios homicidios en Queens… —dijo Laurie.
—Un matrimonio fue asesinado en la misma cama mientras dormían. Los otros, un hombre y una mujer, también dormían. Por lo que sabemos, ninguna de estas personas tenía conexión alguna con el crimen organizado.
—No parece muy convencido.
—Es verdad. La forma en que fueron asesinados es casi una acusación. En fin, tengo a tres detectives trabajando por separado en cada uno de los casos, y eso hay que sumarlo a la unidad anticrimen que está haciendo lo mismo, Son tantos que se tropiezan unos con otros por la calle.
—Se diría que los clanes Vaccaro y Lucia toman posiciones para un ajuste de cuentas —dijo Laurie—. ¿Pero sabe lo que le digo? A mí no me importa demasiado que un gánster se cargue a otro. No tanto, al menos, como las muertes de personas cultas que estoy viendo a raíz de esta erupción de sobredosis de cocaína. Hoy me han llega tres más. Total, seis.
—Está visto que vemos las cosas desde perspectivas distintas —dijo Lou—. A mí me pasa lo contrario. Yo no siento excesiva simpatía por esa gente rica y privilegiada que mata intentando colocarse. La verdad es que me importa un comino que los drogadictos se pinchen una sobredosis porque son ellos quienes han creado la demanda de droga. Si no fuera por esa demanda no existiría el problema de droga. Son más culpables del actual desastre nacional que el campesino hambriento de Perú o Colombia que cultiva hojas de coca. Si los drogadictos se matan, tanto mejor. Cada muerte significa un poco menos de demanda.
—No puedo creer que le haya oído bien —soltó Laurie—. Estamos perdiendo a miembros productivos de la sociedad. Gente en quien la sociedad ha invertido tiempo y dinero dándole una educación. ¿Y por qué se están muriendo? Solo porque algún hijo de puta puso un contaminante en la cocaína o la cortó con alguna sustancia letal. Acabar con estas muertes innecesarias es mucho más importante que evitar que un puñado de hampones se maten entre sí. Ellos sí que le están haciendo un servicio a la sociedad, ¡caray!
—Pero cuando estalla la guerra entre clanes no solo mueren gánsteres —chilló Lou—. Además, el crimen organizado se cuela en nuestras vidas. Está en todas partes, sobre todo en una ciudad como Nueva York. La recogida de basuras, por ejemplo…
—¡Qué me importa a mí la recogida de basuras! —aulló Laurie—. Es el comentario más estúpido que he…
De pronto, Laurie se detuvo a mitad de la frase. Se daba cuenta de que se había enfadado, y enfadarse con Lou era absurdo.
—Siento haberle levantado la voz —dijo ella—. Parece como si estuviera enfadada con usted, pero no lo estoy. Es pura frustración. No tengo a nadie más con quien compartir mi preocupación ante esas muertes por sobredosis, ni siquiera cuento con usted, y creo que podrían prevenirse futuras muertes. Pero al ritmo que voy es probable que tengamos cuarenta casos más antes de que alguien reaccione.
—Yo también siento haberle levantado la voz —dijo Lou—. Supongo que también estoy frustrado. Necesito un punto de partida, algo. Además, el jefe de policía me viene pisando los talones. Solo hace un año que soy teniente de homicidios. Quiero salvar vidas, pero necesito salvar mi empleo. Me gusta hacer de policía. No me imagino haciendo otra cosa.
—A propósito de policía —dijo Laurie, cambiando tema—. Anoche tuve un problema que me gustaría tratar con usted. Quiero que me aconseje.
Laurie contó la experiencia que había tenido en el apartamento de Stuart Morgan la noche anterior. Procuró ser lo más objetiva posible, puesto que no había ninguna prueba concluyente. Pero a medida que contaba lo ocurrido, sobre todo lo de los tres dólares que había en la riñonera, se estaba convenciendo aún más de que los agentes uniformados habían robado cosas del apartamento de Stuart Morgan.
—Es una pena —dijo Lou, abatido.
Se produjo un silencio. Laurie miró a Lou expectante.
—¿Es todo lo que se le ocurre? —preguntó finalmente.
—¿Qué más puedo decir? Detesto escuchar esto, pero sucede. ¿Qué otra cosa se puede hacer? —dijo Lou.
—Creí que querría saber los nombres de los agentes implicados para poder reprenderles y…
—¿Y qué más? —preguntó Lou—. ¿Despedirlos? No seré yo quien lo haga. Con el sueldo que gana un agente de uniforme, no me extraña que de cuando en cuando haya algún hurto. Unos dólares aquí o allá. Es como un incentivo metálico. No olvide que el trabajo del policía es de lo más frustrante, aparte de peligroso. Así que no me sorprende. Tampoco es que yo lo perdone, pero no me extraña en absoluto.
—Esto me suena a moralidad cómoda —dijo Laurie—. Empieza por permitir que los «buenos» transijan la ley. ¿Dónde cree que acabará esto? Esta clase de hurtos me parece no solo moralmente objetable sino una catástrofe desde el punto de vista médico-legal. Esos tipos dejaron la escena del óbito hecha una porquería y destruyeron pruebas.
—Eso está muy mal hecho, pero no voy a hacerme problemas porque haya habido comportamiento ilícito en escena de una sobredosis de droga. Sería distinto si se tratara de un homicidio. Y lo mismo piensan los agentes, seguro.
—¡Es increíble que tenga una doble moral! Cualquiera que consuma drogas puede caerse muerto por lo que a usted respecta, y si los polis roban algo de la víctima antes de que llegue el forense, tanto mejor.
—Siento decepcionarla —dijo Lou—, pero ese es mi punto de vista. Me ha preguntado cuál era mi opinión y yo se la he dicho. Si piensa llevar el caso adelante, le sugiero que llame a Asuntos Internos, en la oficina central, y les cuente lo que pasó. Yo prefiero concentrarme en gente mala de verdad.
—Una vez más, creo no haberle oído bien —dijo Laurie—. Estoy desolada. ¿Tan ingenua soy?
—Me acojo a la quinta enmienda —dijo Lou, tratando de aligerar el ambiente—. Pero le diré una cosa. ¿Por qué no seguimos hablando esta noche? ¿Qué le parece si vamos a cenar?
—Estoy ocupada —dijo Laurie.
—Por supuesto —dijo Lou—. He sido un tonto al pensar que estaría disponible. Supongo que es ese doctor Rosas otra vez. No me lo diga. Lo que resta de mi ego no podría soportarlo. Seguro que la lleva en la limusina esa a sitios para entrar en los cuales hay que ir vestido con ropa que yo no puedo pagar. Como le dije ayer, téngame al corriente si el laboratorio se decide a hacer esos análisis, a ver si sale algo. ¡Ciao!
Lou se levantó y salió del cuarto. Laurie se alegraba de que se fuera. A veces se ponía insoportable. Si quería tomarse muy a pecho el que ella le hubiese dicho que no esta noche, adelante. ¿Qué esperaba? ¿Que saliera corriendo tras él?
Laurie iba a telefonear a Asuntos Internos como Lou le había sugerido jocosamente, pero el teléfono sonó antes de que pudiera descolgar. Era Jordan.
—Espero que no me haya llamado para cancelar la cita de esta noche —dijo él.
—Nada de eso —dijo Laurie—. Se trata de su secretaria, Marsha Schulman.
—Querrá decir mi antigua secretaria —dijo Jordan—. Esta mañana tampoco ha venido ni ha telefoneado, así que he pensado sustituirla. De momento, tengo una provisional.
—Lamento decirle que ha muerto.
—¡Oh, no! —dijo Jordan—. ¿Habla en serio?
Laurie explicó cómo había identificado el cadáver decapitado gracias a la radiografía de tórax y el asunto de las dos intervenciones quirúrgicas.
—Los investigadores médicos forenses se ocupan ahora de que la identificación sea más certera aún —dijo Laurie— pero con lo que ya tenemos creo que podemos estar seguros.
—Digo yo si ese hijo de puta de marido estaba implicado… —se preguntó Jordan en voz alta.
—Estoy segura de que la policía investigará esa posibilidad —dijo Laurie—. Bueno, creí que debía usted saberlo.
—No sé si quiero —dijo Jordan—. Es una noticia espantosa.
—Lamento ser portadora de tan tristes nuevas.
—La culpa no es suya —dijo Jordan—. Alguien tenía que decírmelo. En fin, la veré a las ocho.
—Hasta las ocho, entonces.
Laurie colgó y marcó el número de Asuntos Internos. Habló con una secretaria poco dispuesta que tomó los detalles de su relato, prometiendo pasarle la información su jefe.
Laurie se sentó a su mesa con objeto de hacerse una composición del lugar antes de volver a la sala de autopsia para su último caso. Empezaba a sentirse abrumada. Parecía que todos los aspectos de su vida —personal, profesional, ético— estuvieran dando vueltas descontroladamente.
* * *
—Soy el teniente Lou Soldano —dijo Lou con educación, entregándole sus credenciales a la secretaria de ojos vivos que estaba en recepción.
—¿De Homicidios? —preguntó ella.
—Eso es —dijo Lou—. Me gustaría hablar con el doctor. Solo serán unos minutos.
—Si quiere tomar asiento en la sala de espera, le diré que está usted aquí.
Lou se sentó y hojeó descuidadamente una reciente edición de The New Yorker. Se fijó en los dibujos de las paredes, y sobre todo en uno que era descaradamente pornográfico. Se preguntó si los habría escogido alguien o si ya iban con el consultorio. Sea como fuera, pensó Lou, el mal gusto de ciertas personas no tenía explicación.
Aparte de los dibujos, a Lou le impresionó la sala de espera. Las paredes estaban forradas de caoba. Una elegante y gruesa alfombra oriental cubría el suelo. Aunque Lou ya sabía que el bueno del doctor sabía cuidarse.
Lou miró las caras de los pacientes que le pagaban la limusina y las rosas, aparte de la opulencia. Había unos diez esperando. Algunos llevaban parches en los ojos, otros parecían perfectamente sanos, incluida una mujer de mediana edad cargada de joyas. A Lou le habría gustado preguntarle para qué había venido al médico, solo para hacerse una idea, pero no se atrevió.
El tiempo pasaba despacio mientras uno detrás de otro los pacientes desaparecían en las profundidades del despacho. Lou trataba de contener su impaciencia, pero después de tres cuartos de hora, empezó a ponerse nervioso. Le dio por pensar que se trataba de un premeditado desaire por parte de Jordan Scheffield. Aunque Lou no estaba citado, supuso que iba a ser recibido rápidamente, tal vez para programar una futura visita si era necesario. No pasaba cada día que se te presentara en el consultorio un teniente de policía de la sección de Homicidios. Además, Lou no tenía pensado robarle mucho tiempo al doctor.
El motivo de la visita era doble. Lou quería averiguar más cosas de Marsha Schulman, pero también quería hablar de Cerino. Era como salir de pesca; podía ser que el doctor supiera darle la información que él necesitaba. Lou opuso resistencia a la idea que le carcomía por dentro: había ido a ver qué clase de tipo era el que llevaba cada noche a cenar a la doctora Laurie Montgomery.
—Señor Soldano —dijo por fin la secretaria—. El doctor Scheffield le recibirá ahora.
—Ya era hora —murmuró Lou mientras se ponía de pie y dejaba a un lado la revista.
Caminó hacia la puerta que había abierto la secretaria. No era la misma por la cual habían desaparecido los pacientes.
Tras recorrer un corto pasillo, Lou fue introducido en el despacho particular del doctor. Avanzó hasta el centro de la habitación. Oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas; Lou miró la coronilla de la rubia cabeza de Jordan. El doctor estaba escribiendo algo.
—Siéntese —dijo Jordan sin levantar los ojos.
Lou no sabía qué postura tomar. La idea de hacer caso omiso de lo que más bien sonaba como una orden que como un ofrecimiento le atraía, de modo que permaneció donde estaba. Sus ojos recorrieron la habitación. Quedó, impresionado y no pudo por menos de comparar aquel entorno con su propia ratonera utilitaria, de mesa metálica y paredes desconchadas. ¿Quién dijo que la vida era justa?, rumió Lou.
Dirigiendo de nuevo la atención al doctor, Lou sacó por toda conclusión que se trataba de un hombre que se cuidaba mucho. Iba vestido con la típica bata blanca de médico; parecía más blanca que la nieve y almidonada con la rigidez del cartón. En el dedo anular llevaba una gran sortija de oro con sello, seguramente de alguna escuela de mucha categoría.
Jordan terminó lo que estaba escribiendo y ordenó meticulosamente las páginas del historial clínico antes de doblar la carpeta. Luego levantó los ojos. Pareció verdaderamente sorprendido de que Lou siguiera de pie en medio del despacho, sombrero en mano.
—Por favor —dijo Jordan. Se levantó y le indicó una de las dos sillas encaradas hacia su escritorio—. Siéntese. Disculpe que le haya hecho esperar, pero estoy ocupadísimo estos días. No salgo del quirófano. ¿En qué puedo ayudarle? Supongo que está aquí por mi secretaria, Marsha Schulman. Qué tragedia. Imagino que estarán pensando investigar la probable implicación de su marido.
Los ojos de Lou subieron hasta el rostro de Jordan. Le consternó que fuese tan alto; hacía que se sintiera bajo en comparación con él, aunque Lou medía casi un metro ochenta.
—¿Qué sabe del señor Schulman? —preguntó Lou.
Después del más cordial ofrecimiento de Jordan, Lou tomó asiento. Jordan hizo lo mismo. Lou escuchó mientras Jordan le contaba lo que sabía del marido de Marsha. Como Lou ya sabía bastante, más que el otro, se tomó tiempo para observar al «bueno» del doctor, fijándose en cosas como el ligero aunque probablemente falso acento inglés. Antes de que Jordan acabara de hablar de Danny Schulman, Lou había sacado ya la conclusión de que, Jordan era un gilipollas, un presumido y un chulo amanerado. Que una chica tan práctica como Laurie hubiera visto algo en él era algo que Lou no entendía.
—¿Qué me dice de Cerino? —preguntó Lou, decidiendo que era el momento de cambiar de tema.
Jordan dudó unos segundos. Le sorprendió la mención del nombre de Paul.
—Perdone que se lo pregunte —dijo—, pero ¿qué tiene que ver el señor Cerino en todo esto?
Lou se alegró de ver que Jordan se removía en su asiento.
—Le agradecería que me dijese todo lo que sepa del señor Cerino.
—El señor Cerino es mi paciente recientemente —dijo Jordan.
—Eso ya lo sé —dijo Lou—. Me interesa saber qué tal va su tratamiento.
—Nunca hablo de mis pacientes —dijo Jordan con frialdad.
—¿De veras? —preguntó Lou, levantando las cejas—. No es lo que me habían contado. Sé de buena fuente que ha hablado con detalle del caso de Cerino.
Los labios de Jordan se fruncieron un poquito.
—Pero podemos dejar eso de momento —añadió Lou. También quería preguntarle si usted o alguien de su personal había sido objeto de intento de extorsión.
—Tajantemente no —dijo Jordan. Y riendo de nervios agregó—: ¿Para qué querrían amenazarme a mí?
—Cuando uno empieza a mezclarse con gente como Cerino, La extorsión es una de las cosas que pueden pasar ¿Hay alguna posibilidad de que amenazasen a su secretaria?
—Amenazarla, ¿con qué?
—No sé —dijo Lou—. Usted sabrá.
—Cerino no me extorsionaría a mí ni a ninguno de mis empleados. Yo le estoy ayudando; soy su médico.
—La gente del crimen organizado piensa distinto que la gente normal —dijo Lou—. Se consideran especiales y por encima de la ley: por encima de todo, a decir verdad. Si no consiguen exactamente lo que quieren, te matan. Si lo consiguen pero les parece que no les gustas o te deben demasiado dinero, te matan.
—Bien, estoy seguro de que les doy lo que quieren.
—Como usted diga, Doc. Solo trato de analizar todas las posibilidades. Tiene una secretaria muerta y alguien la ha mutilado brutalmente. Quienquiera que fuese no quería que se descubriese quién era ella demasiado pronto. Necesito saber por qué.
—Bien, lo único que puedo decirle es que la desaparición o muerte de Marsha no tiene nada que ver con el señor Cerino. Y ahora si me disculpa, tengo pacientes que atender. Si tiene usted más preguntas, tal vez debería ponerse en contacto conmigo a través de mi abogado.
—Claro, Doc —dijo Lou—. Enseguida me voy. Pero un consejo: yo que usted tendría mucho cuidado con Paul Cerino. Puede que la mafia parezca muy sugestiva en los libros, o en las películas, pero creo que cambiaría de parecer si viera el aspecto que tiene ahora la señora Schulman. Y un último consejo. Cuidado al mandarle la factura. Gracias por su tiempo, doctor.
Lou salió del edificio, avergonzado hasta el punto de haber acudido. El encuentro había resultado inútil y solo había servido para ponerle de mal humor. No podía soportar a tipos como Jordan Scheffield, imbéciles presuntuosos nacidos con un pan bajo el brazo. Si se metía en líos con Paul Cerino, sería culpa suya. Estaba tan lleno de vanidad que era incapaz de ver el peligro.
Media hora después, Lou llegó a su despacho en la oficina central de policía. Permaneció unos instantes en la entrada, viendo el lío que había dentro. Su barraca estaba a años luz del ambiente lujoso de Jordan Scheffield. El mobiliario era el clásico producto urbano, metálico y gris, con innumerables quemaduras de cigarrillos dejados en los bordes y con manchas de café. El suelo era de un linóleo seco y agrietado. Las paredes habían sido pintadas hacía años de un verde claro al que un escape de agua del piso superior había sacado ampollas. Papeles e informes se amontonaban en cualquier superficie horizontal disponible, ya que los archivadores estaban abarrotados.
Lou nunca había pensado mucho en su despacho, pero hoy le parecía insoportablemente sucio. Sabía que era algo irracional, pero una y otra vez le enfurecía pensar en el relamido del doctor.
En ese momento, otro teniente detective del cuerpo, Harvey Lawson, interrumpió los pensamientos de Lou.
—Oye —le dijo Harvey—, ¿sabes esa tía de la que hablabas ayer?, ¿la del centro de inspección médica?
—Sí.
—Acabo de enterarme que ha llamado a Asuntos Internos. No sé qué de un par de tíos de uniforme que robaron algo en casa de un muerto por sobredosis. ¿Qué te parece?
* * *
Tony y Angelo estaban de nuevo en el sedán negro de Angelo. Habían aparcado enfrente del Greenblatt Pavilion del Manhattan General Hospital. El Greenblatt Pavilion era la parte lujosa del hospital, en donde los pacientes ricos y consentidos podían disponer de menú especial que incluía atractivos tales como el vino, siempre que sus médicos permitieran semejante trato como parte de la dieta.
Eran las dos y cuarenta y ocho de la tarde; Tony y Angelo estaban agotados. Habían esperado poder dormir después de la nochecita pasada, pero Paul Cerino tenía otros planes para ellos.
—¿A qué hora dijo? —preguntó Tony.
—A las tres —contestó Angelo—. Se supone que es la hora de mayor confusión en el hospital. Es cuando las enfermeras del turno de día están a punto de irse y acaba de empezar el turno de noche.
—Si eso dice el doc, por mí vale.
—No me gusta esto —dijo Angelo—. Sigo pensando que es muy arriesgado.
Angelo estudió las cercanías con ojos cautos. Había mucho movimiento y montones de policías.
En los diez minutos que llevaban aparcados, Angelo había contabilizado tres coches patrulla pasando por delante del hospital.
—Tómatelo como un reto —sugirió Tony—. Y piensa en todo el dinero que vamos a sacar.
—Prefiero trabajar de noche —dijo Angelo—. Y a estas alturas de mi vida no necesito ningún reto. Además, ahora mismo podría estar durmiendo. Cuando estoy tan cansado no debo trabajar. Podría cometer un error.
—Anímate, hombre —dijo Tony—. Va a ser divertido.
Pero Angelo seguía en sus trece.
—Tengo un mal presentimiento. Quizá deberíamos volvernos a casa y dormir un rato. Esta noche nos espera una buena papeleta.
—Espera tú aquí y ya entro yo solo. Tranquilo, me partiré el dinero contigo.
Angelo se mordió el labio. Era tentador dejar que el chico entrara solo en el hospital, pero si algo iba mal Cerino se pondría furioso. E incluso en el mejor de los casos, si Tony iba solo, había muchas probabilidades de que las cosas se torcieran. A regañadientes, Angelo llegó a la conclusión de que realmente no tenía elección.
—Gracias por la oferta —dijo Angelo, escudriñando el panorama una vez más—, pero me parece que hemos de hacerlo juntos.
Fue entonces cuando Angelo se volvió hacia Tony y comprobó horrorizado que este había sacado su arma. Estaba comprobando el cargador.
—¡Virgen Santísima! —gritó Angelo—. Aparta esa maldita pistola. ¿Y si pasa alguien por aquí y te ve haciendo monadas con eso? Hay polis por todas partes.
—Ya está bien —exclamó Tony. Encajó de nuevo el cargador en su arma y deslizó esta en la pistolera—. Mira que estás de mal humor, caramba. He mirado antes de sacarla. ¿Me tomas por un retrasado mental? Cerca del coche no hay ni un alma.
Angelo cerró los ojos e intentó calmarse. El dolor de cabeza iba a peor. Tenía los nervios destrozados. Se sentía fatal cuando estaba tan cansado.
—Son casi las tres —dijo Tony.
—Está bien —dijo Angelo—. ¿Recuerdas lo que hemos de hacer en cuanto entremos en el hospital?
—Me acuerdo de todo —repitió Tony—. Tranquilo.
—Está bien —volvió a decir Angelo—. Vamos allá.
Salieron del coche. Angelo dio un último vistazo a las inmediaciones. Satisfecho, cruzó la calle con Tony detrás y entró en el vestíbulo del Manhattan General Hospital.
La primera parada fue para comprar dos pomos de flores cortadas. Angelo le entregó uno a Tony y se quedó con el otro. Volviendo con las flores al recibidor, hicieron cola en la ventanilla de información.
—Mary O’Connor —dijo cortésmente Angelo cuando le llegó el turno.
—Cinco cero siete —le dijo la empleada de información tras consultar su ordenador.
Mientras se mezclaban con la gente que se apiñaba en los ascensores, Tony le dijo a Angelo al oído:
—De momento, todo bien.
Angelo volvió a mirar ceñudo a Tony, pero no dijo nada. Estaban rodeados de enfermeras que acababan de llegar al trabajo. No era momento de regañinas. Al llegar a la quinta planta, Angelo y Tony salieron del ascensor junto con tres enfermeras.
Esperando hasta ver qué dirección tomaban las enfermeras, Angelo escogió la dirección contraria. Inmediatamente se dio cuenta de que la habitación 507 estaba hacia la otra parte, pero siguió caminando hasta que ellas llegaron al ajetreado puesto de enfermeras, y entonces retrocedió seguido de Tony.
Angelo se comportaba como si supiera exactamente adónde iba. Pasó por delante del puesto de enfermeras sin dirigir una sola vez la mirada en esa dirección.
Le fue fácil encontrar la 507. Angelo aminoró el paso echó un vistazo al interior. Contento de que no hubiera personal en la habitación, entró en la misma y contempló la mujer que yacía en la cama. Estaba mirando un televisor instalado sobre un brazo mecánico sujeto al armazón de la cama.
La mujer tenía un parche sobre un ojo. El ojo descubierto pasó de mirar la tela a mirar a Angelo, lanzándole a este una mirada inquisitiva.
—Buenas tardes, señora O’Connor —dijo Angelo afablemente—. Tiene visita.
Angelo le indicó a Tony que entrase en la habitación.
—¿Quién es usted? —preguntó la señora O’Connor. Tony entró sonriente con su ramo de flores por delante Los ojos de la señora O’Connor fueron de Angelo a Tony. La mujer sonrió.
—Me parece que se ha equivocado —dijo la señora O’Connor.
—Ah, ¿sí? —preguntó Angelo—. ¿No es usted la O’Connor que van a intervenir a última hora de hoy?
—Sí —dijo la señora O’Connor—, pero no les conozco ¿verdad?
—Es muy poco probable —dijo Angelo. Retrocedió hasta la puerta y miró arriba y abajo del pasillo. El puesto de enfermeras seguía hirviendo de actividad. Por el otro lado no venía nadie—. Me parece que es la hora de su tratamiento.
La sonrisa de Tony se ensanchó. Fue a dejar las flores sobre la mesita de noche.
—¿De qué tratamiento está hablando? —preguntó la señora O’Connor.
—Terapia de relajación —dijo Tony—. Déjeme la almohada.
—¿Lo ha ordenado el doctor Scheffield?
Aunque le parecía sospechoso, la señora O’Connor no se resistió cuando Tony fue a quitarle la almohada de debajo de la cabeza. No estaba acostumbrada a predecir lo que sus médicos tenían pensado.
—No exactamente —dijo Tony.
Esa confesión dio alas a la pobre mujer.
—Quisiera hablar con la enfermera Lang —empezó a decir. Pero no tuvo ocasión de terminar. Tony le encasquetó la almohada en la cara y después se le sentó encima del pecho. Siguieron unos sonidos ahogados, pero la señora O’Connor no forcejeó mucho. Dio varias patadas, pero más que para defenderse parecía ser una reacción incontrolable al verse privada de aire.
Angelo entretanto vigilaba, atento al puesto de enfermeras. Ningún problema por allí. Las enfermeras estaban ocupadas hablando. Miró en la otra dirección del pasillo. El corazón le dio un vuelco al divisar a una mujer de mediana edad que se acercaba a la 507 empujando un carrito con jarros de agua. Estaba a solo cinco metros.
Angelo entró de nuevo en la habitación y cerró la puerta. Tony no había terminado del todo su «tratamiento». Seguía sentado encima de la señora O’Connor.
—¡Alguien viene! —le avisó Angelo.
Sacó su arma del bolsillo y le colocó el silenciador. Tony mantenía la presión sobre la almohada. Llamaron a la puerta.
Angelo se metió en el baño.
—Vamos —le urgió en voz baja a Tony al ver que este no le seguía.
Pasados diez segundos llamaron otra vez. Tony levantó la almohada a regañadientes. Mary O’Connor estaba azul inmóvil. Su ojo descubierto miraba sin expresión al techo.
Angelo, furioso, indicó por gestos a Tony que entrara con él en el baño cuando llamaron por tercera vez. Entonces, al abrirse la puerta, Tony saltó de la cama y entró en el baño obligando a Angelo a subirse al inodoro. Tony dejó entreabierta la puerta del baño mientras la mujer del carrito entraba en la habitación con los jarros de agua.
Angelo tenía el arma a punto. El silenciador estaba en su sitio. No le gustaba la idea de hacer fuego, pero temía no tener otra alternativa. Con la puerta del baño abierta un centímetro, pudo observar a la mujer cambiando el jarrón de agua de la señora O’Connor por uno nuevo. Angel contuvo el aliento. La mujer estaba solo a unos pasos. El plan era esperar a que la mujer viera a la señora O’Connor antes de hacer ningún movimiento. Sorprendentemente, la mujer desapareció de su vista sin mirar siquiera en dirección de la señora O’Connor.
Tras esperar todo un minuto, Angelo le dijo a Tony que echara una ojeada con mucho cuidado.
Tony abrió lentamente la puerta del baño hasta que pudo asomar la cabeza.
—Se ha ido —dijo.
—Larguémonos de aquí —urgió Angelo.
Al salir del baño, Tony se detuvo junto a la cama.
—¿Crees que estará muerta? —preguntó.
—No se puede estar así de azul y seguir vivo —dijo Angelo—. Venga. Coge tus flores. Quiero estar bien lejos cuando la encuentren.
Llegaron al coche sin incidentes. Angelo estaba pensando que había sido buena cosa entrar también él. Con su ganas de disparar, Tony habría dejado una estela de cadáveres a su paso.
Angelo se alejaba ya del bordillo cuando Tony le hizo esta confidencia:
—Lo de ahogarla no ha estado mal, pero sigo prefiriendo el otro método. Es más seguro, más rápido y definitivamente más satisfactorio.
* * *
Lou cogió un cigarrillo y lo encendió. No es que tuviera unas ganas especiales de fumar. Solo le interesaba matar el tiempo. La reunión tenía que haber empezado media hora antes pero aún seguían llegando policías. El asunto a tratar eran las tres ejecuciones estilo hampa que habían tenido lugar en Queens durante la noche. Lou había creído que el caso despertaría cierta sensación de emergencia en el departamento, pero faltaban tres detectives.
—Que les den por el saco —dijo Lou finalmente, refiriéndose a los policías que faltaban, y le indicó a Norman Carver, sargento detective, que empezase.
Norman había sido nombrado para llevar la investigación, aunque en realidad las tres unidades que cubrían el triple caso actuaban independientemente.
—Me temo que no tenemos gran cosa —dijo Norman—. La única conexión establecida entre los tres casos, aparte de la forma de asesinarlos, es que todos ellos estaban más o menos relacionados con el negocio de los restaurantes, ya fuera como propietario, socio o proveedor.
—Eso no significa mucho —dijo Lou—. Vamos a revisarlo cada uno por separado.
—El primero fue el matrimonio Goldburg, en Kew Gardens —dijo Norman—. Tanto Harry como Martha Goldburg fueron asesinados mientras dormían. El informe preliminar sugiere que se emplearon dos armas.
—¿A qué se dedicaba Harry? —preguntó Lou.
—Era propietario de un próspero restaurante, aquí en Manhattan —dijo Norman—. El sitio se llama La Dolce Vita. En el East Side Calle Cincuenta y cuatro. Era socio de un tal Anthony DeBartollo. Hasta el momento no hemos dado con problemas de tipo económico o personal que tuvieran que ver con la sociedad o con el negocio.
—Siguiente —dijo Lou.
—Steven Vivonetto, de Forest Hill —siguió Norman. Propietario de una cadena de garitos de comida rápida en Nassau County: Pasta Pronto. Una vez más, no hemos dado con problemas financieros, pero se trata solo de informes preliminares.
—Y por último…
Janice Singleton, también de Forest Hill —dijo Norsman—. Casada con Chester Singleton. Él tiene un negocio de abastecimiento a restaurantes y hace poco fue escogido por la cadena de Vivonetto como proveedor. Tampoco tenía problemas económicos. De hecho, las cosas habían mejorado gracias a la cuenta de Pasta Pronto.
—¿Quién era el proveedor de Pasta Pronto antes de Singleton? —preguntó Lou.
—Eso aún no lo sé —dijo Norman.
—Creo que habría que averiguarlo —dijo Lou—. ¿Se conocen personalmente los Singleton y los Vivonetto?
—No ha podido establecerse aún —respondió Norman—. Pero se hará.
—¿Qué hay de su relación con el crimen organizado? —preguntó Lou—. Por la manera en que fueron asesinados se diría que existe.
—Eso creíamos al principio —dijo Norman. Miró a los otros cinco que había en la sala. Todos ellos asintieron—. Pero casi no hemos descubierto nada. Un par de restaurantes a los que Singleton abastece tienen cierta relación, pero nada importante.
Lou suspiró.
—Tiene que haber algo que los ligue a los tres.
—Estoy de acuerdo —dijo Norman—. Los proyectiles que obtuvimos de los inspectores médicos dan a entender que Harry Goldburg, Steven Vivonetto y Janice Singleton fueron asesinados con la misma arma, y Martha Goldburg con otra. Aunque no es el informe de balística. Se trata solo del examen preliminar. Pero todas eran del mismo calibre. Sospechamos que las mismas personas estaban detrás de las tres muertes.
—¿Ha habido robos? —preguntó Lou.
—Parientes de los Goldburg afirman que Harry tenía un Rolex de oro macizo. No lo hemos encontrado. Tampoco se pudo localizar su cartera. Pero en los otros dos casos, no parece que se llevaran nada.
—Por lo visto la respuesta ha de estar en el negocio de restaurantes —dijo Lou—. Consigue informes detallados de todas las operaciones. Trata de averiguar también si esos sujetos habían sido sometidos a extorsión u otro tipo de amenazas. Y procura hacerlo enseguida. Tengo al comisario jefe encima.
Norman le pasó una hoja de papel mecanografiada.
—Aquí tienes un resumen de lo que te acabo de decir. Perdona los errores de máquina.
Lou leyó el resumen por encima. Dio una calada a su cigarrillo. Algo grande y nada bueno se estaba cociendo en Queens. No cabía duda alguna. Se preguntó si esos asesinatos podían tener que ver con Paul Cerino. No parecía probable. Pero entonces pensó en Marsha Schulman y se dijo si alguno de los fallecidos sería conocido de su esposo Danny. Era una conjetura aventurada, pero había la posibilidad de que ese fuera el hilo conductor.