20.45, martes, Manhattan
Al principio, Laurie pensó que la experiencia era lo bastante insólita como para mostrarse comprensiva, pero cuando eran casi las ocho menos cuarto de la tarde empezó a enfadarse. Thomas, el chofer de Jordan, se había presentado exactamente a la hora convenida, las ocho en punto, y había llamado al timbre. Pero cuando Laurie bajó al coche comprobó que Jordan no estaba. Seguía en el quirófano con una urgencia.
—Yo tengo que llevarla al restaurante —había dicho Thomas—. El doctor Scheffield se reunirá allí con usted.
Laurie había tenido que acceder pues no esperaba algo así. Le había resultado extraño entrar ella sola en el selecto restaurante, pero rápidamente había acudido a tranquilizarla el maitre que la estaba esperando. La habían acompañado discretamente a una mesa metida entre otras junto a la ventana para que esperase. Cerca de la mesa había un atril para el vino donde se enfriaba una botella de Meursault.
Enseguida había acudido el sommelier para mostrarle a Laurie la etiqueta del vino. Después que ella asintiera con la cabeza, el camarero había abierto la botella, había escanciado un poco, había esperado su aprobación y le había llenado la copa, todo lo cual se llevó a cabo sin palabras. Por fin, cinco minutos antes de las nueve, llegó Jordan. Entró en el comedor haciendo un floreo y, aunque saludó con el brazo a Laurie, no se reunió enseguida con ella, sino que fue zigzagueando entre la gente que abarrotaba el restaurante, deteniéndose para saludar a personas que estaban en sus mesas. De cada grupo de comensales recibía unas palabras apreciativas; a su paso despertaba sonrisas y conversaciones animadas.
—Disculpe —dijo cuando se sentó finalmente—. Estaba operando, pero supongo que Thomas ya se lo habrá dicho.
—Así es —dijo Laurie—. ¿De qué clase de urgencia se trataba?
—Verá, no era exactamente una urgencia —dijo Jordan, nervioso, arreglando de nuevo el servicio—. No hace mucho que me dedico a la cirugía. He de acumular casos de la lista de espera siempre que el quirófano tiene un huequecito para mí. ¿Qué tal el vino?
El sommelier, que había vuelto, le dio a catar el vino a Jordan.
—Excelente —dijo Laurie—. Parece que conoce usted a todo el mundo.
Jordan tomó un sorbo de vino y se quedó pensativo mientras se lo pasaba por la boca. Después de tragarlo asintió satisfecho, hizo ademán de que le llenaran la copa y miró a Laurie.
—Suelo encontrarme pacientes míos —dijo él—. ¿Cómo le ha ido hoy? Espero que mejor que a mí.
—¿Por qué? ¿Problemas? —preguntó Laurie.
—A puñados —dijo Jordan—. Primero, mi secretaria, que lleva casi diez años conmigo. No se ha presentado esta mañana. Nunca deja de venir si no avisa antes. La hemos telefoneado, pero no contestaba nadie. Así que cuando yo he llegado del hospital estaba todo patas arriba. Y para colmo, hemos descubierto que alguien se coló anoche en el consultorio y nos ha robado los cuatro cuartos que había en la caja además de todos los Percodans que teníamos a mano.
—Es terrible —dijo sinceramente Laurie. Recordaba lo que era que te robasen. Un día habían saqueado la habitación de la escuela donde estudiaba—. ¿Ha habido vandalismo? —preguntó.
El que entró en su habitación había roto todo cuanto no pudo llevarse.
—No —dijo Jordan—. Pero lo que sí es extraño es que el ladrón hurgó en mis archivos y utilizó la fotocopiadora.
—Parece algo más que un simple robo —apuntó Laurie.
—Eso es lo que me intranquiliza —admitió Jordan—. El dinero y los Percodans no me preocupan demasiado, pero no me gusta la idea de que alguien meta la nariz en mis fichas, y menos con las elevadas cuentas que tengo por cobrar. Ya he avisado a mi contable; quiero estar seguro de que no falta nada importante. ¿Ha mirado ya el menú?
—Todavía no —dijo Laurie.
Su enfado iba desapareciendo, ahora que había llegado Jordan.
A un gesto de este, el maitre acudió con dos menús. Jordan, que era un cliente habitual, no paraba de sugerir cosas a Laurie, quien pidió las especialidades del día que iban con el menú principal.
A Laurie, la comida le pareció estupenda a pesar de que el bullicio le hacía difícil comer tranquila. Jordan, sin embargo, parecía en su elemento.
Mientras esperaban el postre y los cafés, Laurie preguntó a Jordan por los efectos del ácido en los ojos. Jordan se animó enseguida ante esa pregunta y se extendió a placer sobre la reacción de la córnea y de la conjuntiva tanto al ácido como al álcali. A mitad del discurso, Laurie empezó a perder el interés, aunque seguía mirándole a los ojos. Tenía que admitirlo: era un hombre atractivo. Laurie se preguntaba cómo hacía para conservar ese fabuloso bronceado.
Para su consuelo, la llegada del postre y los cafés interrumpió la improvisada conferencia de Jordan. Mientras empezaba su pastel de chocolate, Jordan cambió de tema.
—Supongo que debería agradecer a esos chorizos que anoche no se llevaran nada de valor, como los Picassos que tengo en la sala de espera.
Laurie dejó la taza de café en su platito:
—¿Tiene Picassos en la sala de espera?
—Dibujos firmados —dijo Jordan como si tal cosa—. Una veintena. Es un despacho de primera clase, con todos los avances, y me pareció que la sala de espera no podía ser menos. Después de todo, ahí es donde los pacientes pasan más tiempo.
Jordan se rió por primera vez desde que se había sentado.
—Me parece más extravagante aún que la limusina —dijo Laurie.
De hecho, sus sentimientos eran más duros de lo que aparentaba. Semejante ostentación en un consultorio médico le parecía obsceno, sobre todo dado el exorbitante precio de las minutas médicas.
—Es un consultorio como Dios manda —dijo Jordan con orgullo—. Lo que más me gusta de él es que los pacientes se muevan. No soy yo el que va, sino ellos que vienen a mí.
—Creo que no le entiendo —dijo Laurie.
—Tengo cinco salitas de exploración, y cada una está construida sobre un mecanismo circular, como esos restaurantes giratorios que hay en lo alto de ciertos edificios. Algo parecido. Cuando aprieto un botón de mi despacho, gira toda la estructura y la sala que yo quiero queda justo delante de mi despacho. Hay otro botón para levantar el tabique. Es como darse un paseo por Disneylandia.
—Debe de ser impresionante —dijo Laurie—. Caro pero impresionante. Imagino que sus gastos son bastante elevados.
—Astronómicos —explicó Jordan, y parecía orgulloso—. Tanto que aborrezco hacer vacaciones. ¡Me sale demasiado caro! No las vacaciones en sí, sino el hecho de que el consultorio esté parado. También tengo dos salas de operaciones para enfermos no hospitalizados.
—Me gustaría verlo alguna vez —dijo Laurie.
—Y a mí me encantará enseñárselo —dijo Jordan—. ¿Por qué no ahora? Está en Park Avenue, a la vuelta de la esquina.
Laurie dijo que le parecía una magnífica idea, y tan pronto Jordan se hubo ocupado de la cuenta, salieron.
El primer cuarto en donde entraron era el despacho privado de Jordan. Tanto las paredes como el mobiliario eran de madera de teca, encerada hasta conseguir un brillo deslumbrante. La tapicería era de cuero negro. Había suficiente material oftalmológico sofisticado para equipar un pequeño hospital.
A continuación vieron la sala de espera, que tenía paneles de caoba en las paredes. Como había dicho Jordan estaban llenas de dibujos de Picasso. Al fondo de un corto pasillo había una habitación circular con cinco puertas distribuidas en torno al perímetro. Jordan abrió una de ellas y le pidió a Laurie que se sentase en una butaca para exploración.
—Ahora quédese aquí —dijo antes de irse de la sala circular.
Laurie obedeció. Al cabo de un momento sintió que el cuarto se movía. Después, el movimiento real o ficticio cesó en seco y las luces empezaron a apagarse gradualmente. Al mismo tiempo la pared del fondo se elevó y, al desaparecer esta, la sala de exploración y el despacho privado de Jordan se unieron formando una sola estancia. Jordan estaba sentado a su mesa, con luz de fondo y apoyado en el respaldo de su butaca.
—¿No dicen eso de que si Mahoma no va a la montaña, ya irá la montaña a Mahoma? Aquí he aplicado el mismo principio. Me gusta que mis pacientes se sientan en buenas y poderosas manos. En realidad, estoy convencido de que aquí se curan antes. Sé que suena un poco a prestidigitación, pero a mí me funciona.
—Es impresionante —dijo Laurie—. No había visto en la vida nada igual, por descontado. ¿Dónde guarda sus historiales?
Jordan llevó a Laurie por un largo corredor al fondo del cual había una habitación sin ventanas provista de una hilera de archivadores, una fotocopiadora y un terminal de ordenador.
—Los historiales están todos en archivadores —dijo Jordan—. Pero casi todo el material ha sido duplicado en disco duro por ordenador.
—¿Son estos los historiales que los ladrones andaban buscando? —preguntó Laurie.
—Sí —respondió Jordan—. Y aquí está la fotocopiadora. Soy muy meticuloso con mis historiales clínicos. Podría decir cuándo me los han tocado simplemente porque no han dejado las cosas en el mismo orden. Sé que usaron la fotocopiadora después de cerrar porque siempre hago que mi secretaria anote el número de la máquina al final del día.
—¿Y la historia de Paul Cerino? —preguntó Laurie—. ¿Esa la tocaron?
—No lo sé —dijo Jordan—. Pero es una buena pregunta.
Jordan fue al cajón de la letra C y extrajo una carpeta de manila.
—Tenía usted razón —dijo, después de echar un vistazo—. Esta también la han tocado. ¿Ve esta hoja informativa? Debería estar delante, pero en cambio está detrás.
—¿Hay algún sistema de averiguar si hicieron fotocopia?
Jordan reflexionó un momento pero movió la cabeza.
—No, que se me ocurra. ¿Qué es lo que está pensando?
—Todavía no estoy segura —dijo Laurie—. Pero tal vez este supuesto robo debería darle argumentos para tener un poco más de cuidado. Ya sé que a usted le parece mera diversión tener por paciente a ese Paul Cerino, pero ha de pensar que se trata en apariencia de un hombre peligroso. Y lo que es más, tiene enemigos muy peligrosos…
—¿Cree que Cerino puede ser el responsable del asalto?
—La verdad es que no lo sé —dijo Laurie—. Pero sea como sea, existe la posibilidad. Puede que sus enemigos no quieran que usted le arregle la vista. Las posibilidades son infinitas. Lo único que sí sé es que esos tipos no se andan con chiquitas. En los últimos días he hecho la autopsia de dos muchachos asesinados al estilo del hampa y uno de ellos tenía en el ojo algo que parecían quemaduras de ácido.
—No diga eso.
—No quiero asustarle porque sí —dijo Laurie—. Solo se lo digo para que piense en lo que hace tomando como paciente a un tipo de esa calaña. Me han dicho que los dos principales clanes, los Vaccaro y los Lucia, están actualmente en pie de guerra. Esa es la razón de que a Cerino le tirasen ácido a la cara. Es uno de los jefes de Vaccaro.
—Caramba —dijo Jordan—. Esto sí que cambia las cosas. Ha conseguido preocuparme. Por suerte, pronto voy a operar a Cerino y ya no tendré nada que ver en el asunto.
—¿Tiene programado a Cerino?
Jordan negó con la cabeza:
—No exactamente. Estoy esperando material, como de costumbre.
—Bien, me parece que cuanto antes lo haga, mejor. Y yo procuraría que nadie sepa la fecha ni la hora.
Jordan colocó el informe de Cerino en orden y lo devolvió a su cajón correspondiente.
—¿Quiere ver el resto? —preguntó.
—Claro que sí.
Jordan enseñó a Laurie el resto del consultorio, las distintas habitaciones preparadas para observación oftalmológica especial. Lo que más le impresionó fueron las dos sofisticadísimas salas de operaciones dotadas de todo el material auxiliar.
—Ha invertido usted una verdadera fortuna —dijo Laurie después de ver la última sala, un laboratorio fotográfico.
—No lo dude —concedió Jordan—. Pero se amortiza muy bien. Actualmente las ganancias brutas son de uno y medio a dos millones al año.
Laurie tragó saliva. La cifra era estremecedora. Aunque sabía que su padre, el cirujano cardíaco, debía de ganar muchísimo dinero para permitirse la vida que se daba, nunca había oído hablar de cifras tan astronómicas. Conociendo los apuros de la medicina en Estados Unidos e incluso los escasos recursos presupuestarios por los que se regía el servicio forense, le parecía un derroche casi insultante.
—¿Qué le parece si viene a ver mi apartamento? —propuso Jordan—. Si le ha gustado el consultorio, le encantará mi casa. La diseñó el mismo equipo.
—De acuerdo —dijo Laurie por puro reflejo.
Seguía tratando de asimilar lo que Jordan había dicho sobre sus ingresos.
Mientras rehacían el camino a través del consultorio, Laurie le preguntó a Jordan por su secretaria.
—¿Ha sabido algo de ella?
—No —dijo Jordan, que seguía obviamente molesto por su no comparecencia—. No ha telefoneado ni contestaba en su casa. Solo se me ocurre que pueda tener que ver con su despreciable marido. Si no fuera porque es muy buena secretaria, me habría librado de ella por culpa de ese hombre. Tiene un restaurante en Bayside, pero también está metido en varios negocios dudosos. Más de una vez ella me ha pedido prestado para una fianza. A su marido nunca le han declarado culpable, pero ha pasado largas temporadas en Rikers Island.
—Como si fuera un gánster, vaya —dijo Laurie.
Una vez en el coche, Laurie le preguntó a Jordan el nombre de la secretaria desaparecida.
—Marsha Schulman —dijo Jordan—. ¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad —dijo Laurie.
Thomas no tardó mucho en parar junto a la entrada principal de la Trump Tower. El portero abrió la puerta del coche para que saliera Laurie, pero esta se quedó donde estaba.
Jordan —dijo, mirándole a la pálida luz del interior de la limusina—, ¿se enfadaría si le pido que veamos el apartamento en otra ocasión? Acabo de mirar la hora, y tengo que levantarme temprano mañana por la mañana.
—No se preocupe —dijo Jordan—. Lo comprendo perfectamente. Yo tengo que operar a primerísima hora de la mañana. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que cenemos otra vez juntos mañana por la noche.
—¿Podrá aguantarme dos noches seguidas? —preguntó Laurie.
No la «acosaban» así desde que iba al instituto. Se sentía halagada pero con cautela.
—Será un placer —dijo Jordan, remedando humorísticamente un acento inglés.
—De acuerdo —dijo Laurie—. Pero que sea en un sitio menos lujoso.
—Hecho —dijo Jordan—. ¿Le va bien un italiano?
—Me encanta la comida italiana.
—Entonces vamos a Palio —dijo Jordan—. A las ocho.
* * *
Vinnie Dominick se detuvo a la entrada del restaurante Vesubio en Corona Avenue, Elmhurst, y aprovechó que se reflejaba en la ventana para alisarse el pelo y arreglar el nudo de su corbata Gucci. Satisfecho, le hizo un gesto a Freddie Capuso para que abriera la puerta.
A Vinnie desde jovencito le llamaban el «príncipe». En el instituto se le consideraba un tipo guapo a quien las chicas del vecindario encontraban muy atractivo. Tenía una cara más bien gruesa pero de rasgos bien esculpidos. Le gustaba ir muy elegante, se engominaba el pelo y se lo cepillaba hacia atrás desde la frente. Aparentaba mucho menos que sus cuarenta años y, a diferencia de la mayoría de sus coetáneos, se enorgullecía de su proeza física. Figura del baloncesto en el instituto, había seguido jugando de mayor, tres noches por semana iba a practicar al gimnasio Saint Mary.
Vinnie entró en el restaurante y escudriñó el lugar. Detrás suyo iban Freddie y Richie. Vinnie divisó enseguida a quien estaba buscando: Paul Cerino. En el local había aún varios comensales, ya que la cocina estaba abierta hasta las once, pero el grueso de la clientela se había ido ya. Era un lugar y una hora idóneos para un encuentro.
Vinnie fue hacia la mesa de Paul con la confianza del que va a ver a un viejo amigo. Freddie y Richie le seguían a unos pasos. Cuando Vinnie llegó a la mesa, los otros dos que estaban sentados con Paul se pusieron de pie. Vinnie los reconoció: eran Angelo Facciolo y Tony Ruggerio.
—¿Cómo estás, Paul? —preguntó Vinnie.
—No me quejo —respondió Paul.
Tendió una mano para que Vinnie se la estrechara.
—Siéntate, Vinnie. Toma un poco de vino. Angelo, sírvele un poco de vino.
Mientras Vinnie tomaba asiento, Angelo cogió una botella descorchada que había en la mesa y llenó la copa que estaba delante de Vinnie.
—Quiero darte las gracias por acceder a verme —dijo Vinnie—. Después de lo que pasó la última vez, lo considero un favor especial.
—Como me dijiste que era importante y que tenía que ver con la familia, no podía negarme.
—Ante todo quiero que sepas lo mucho que me duele lo de tu ojo —dijo Vinnie—. Fue una tragedia, no debería haber ocurrido. Y ahora, delante de estas otras personas, quiero jurar por la tumba de mi madre que yo no sabía nada. Quienes lo hicieron trabajaban por su cuenta.
Se produjo una pausa. Nadie decía nada. Por último, fue Cerino quien habló:
—¿Tenías algo más que decirme?
—Sé que los tuyos han liquidado a Frankie y a Bruno —dijo Vinnie—. Y no hemos tomado represalias aunque lo sabemos. No vamos a desquitarnos. ¿Por qué? Pues porque Frankie y Bruno han tenido lo que se merecían. Actuaban por su cuenta. Habían perdido el paso. Y tampoco vamos a tomar represalias porque es importante que tú y yo nos llevemos bien. La guerra no me interesa, porque las autoridades aprovechan para alzarse en armas y sería un mal negocio para nosotros dos.
—¿Y cómo sé que puedo fiarme de esta misión de paz? —preguntó Cerino.
—Por mi buena fe —respondió Vinnie—. ¿Iba a pedir, si no, que nos encontráramos en un sitio escogido por ti? Es más, como otra muestra de mi deseo de arreglar las cosas, estoy dispuesto a decirte dónde se oculta Jimmy Lanso, el cuarto y último de la banda.
—¿En serio? —preguntó Cerino. Por primera vez en lo que iba de conversación estaba realmente asombrado—. ¿Y qué sitio puede ser ese?
—La funeraria de su primo Spoletto, en Ozone Park.
—Te agradezco toda tu sinceridad —dijo Paul—. Pero me parece que hay algo más.
—Tengo que pedirte un favor —dijo Vinnie—. Quiero pedirte como colega que me des una muestra de buena fe. Quiero que perdones a Jimmy Lanso. Es de la familia, sobrino del marido de la hermana de mi mujer. Haré que le castiguen, pero te pido como amigo que no lo liquides.
—Ten por seguro que pensaré en ello —dijo Paul.
—Gracias —dijo Vinnie—. Somos gente civilizada, después de todo. Los muchachos pueden cometer errores. Tú y yo tenemos nuestras diferencias, pero nos respetamos y comprendemos nuestros mutuos intereses. Estoy seguro de que lo tendrás presente.
Vinnie se levantó.
—Tendré en cuenta todo lo que has dicho —afirmó Paul. Vinnie se dio la vuelta y salió del restaurante. Paul levantó su copa de vino y tomó un sorbo.
—Angelo —dijo por encima del hombro—. ¿Has visto si Vinnie ha probado el vino?
—No lo ha probado —dijo Angelo.
—Ya decía yo —dijo Paul—. ¿Y a eso le llama él ser civilizado?
—¿Qué hacemos con Jimmy Lanso? —preguntó Angelo.
—Mátalo —dijo Cerino—. Llévame a casa primero.
—¿Y si es una encerrona? —preguntó Angelo. Paul bebió un poco más de vino.
—Lo dudo mucho —dijo—. Vinnie no miente cuando se trata de la familia.
A Angelo no le gustaba nada todo aquello. Pensar en una funeraria le daba escalofríos. Además, no se fiaba de Vinnie Dominick, tanto si hablaba de la familia como de negocios. En opinión de Angelo había muchas probabilidades de que fuera una encerrona, pese a que Cerino pensase lo contrario. Y si era una encerrona, iba a ser peligrosísimo entrar a saco en la funeraria de Spoletto. Angelo pensó que era una buena ocasión para que Tony fuese en cabeza. Y Tony era tan ansioso que estaría encantado con la idea. Llevaba un año entero diciendo que nunca se le dejaba hacer algo por sí mismo.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Angelo cuando él y Tony aparcaron enfrente de la funeraria.
Era un edificio bastante grande, con cubierta de chilla y unas columnas griegas que aguantaban el pequeño porche delantero.
—Me parece perfecto —dijo Tony. Le brillaban los ojos de excitación.
—¿No crees que es un poco tétrico?
—Qué va —dijo Tony—. Un primo de mi tío tenía una. Yo llegué a trabajar allí un verano, necesitaba un empleo para que me dieran la libertad condicional. No es un trabajo de esos de nueve a cinco, pero para lo que venimos a hacer, creo que funcionará. Lo liquidamos y lo embalsamamos. Todo queda en casa —rió Tony—. ¿Lo has pillado?
—Claro que sí —soltó Angelo.
—Bien, vamos allá —dijo Tony—. Veo que en la parte de atrás hay luz. Debe de ser la sala de embalsamar. Ahí será donde se esconde Lanso.
—¿Dices que trabajaste en una funeraria? —preguntó Angelo mientras inspeccionaba los alrededores por si había problemas.
—Sí. Unos dos meses —dijo Tony.
—Pues ya que el sitio te resulta familiar, quizá deberías entrar tú primero. —Angelo esperaba que sonase como si se le hubiera ocurrido en ese momento—. En cuanto hayas atrapado a Lanso, enciende y apaga varias veces la luz.
Mientras, yo me quedaré aquí esperando y me aseguraré de que no sea una encerrona.
—Magnífico —dijo Tony, y dicho esto salió del coche.
Jimmy Lanso se levantó del catre para acercarse al pequeño televisor y bajar el volumen. Creía haber oído un ruido, igual que las dos noches pasadas. Escuchó con gran atención pero no oyó otra cosa que su corazón resonándole en el pecho y un ligero zumbido en los oídos. Como no había dormido más que a ratitos en las últimas sesenta horas, estaba hecho una pena, nervioso y exhausto. Se ocultaba en la funeraria desde que Bruno y él habían abandonado su cuarto al ver que Frankie no volvía ni llamaba.
El último mes había sido de pesadilla para Jimmy. A partir del estúpido incidente del ácido, había estado viviendo con el susto en el cuerpo. Justo hasta el momento en que llevaron a cabo aquella cochinada había creído que su participación le bastaría para forjarse una «carrera». Pero en lugar de eso parecía haberse asegurado una muerte a plazo fijo. El primer y terrible sobresalto fue ver cómo mataban a Terry Manso cuando intentaba subir al coche. Y ahora sabía también que Frankie y Bruno habían acabado flotando en el East River. No tardarían en ir por él.
La sola esperanza de Jimmy era que su tío había hablado con Vinnie Dominick, cuñado por parte de su esposa, y que Vinnie había prometido ocuparse de todo. Pero hasta que no supiera que todo iba sobre ruedas, Jimmy no podría relajarse ni un segundo.
Oyó un golpe sordo en la sala de embalsamar. No eran imaginaciones suyas. Había sonado tan claro como la luz del día, después de bajar el volumen de la tele. Se estremeció al pensar en volver a escuchar el ruido. Por su frente empezaron a rodar gotas de sudor. Como todo seguía en silencio, hizo acopio de fuerzas para acercarse a la puerta del lavadero en donde se había ocultado.
Tras abrir la puerta procurando hacer el menor ruido posible, Jimmy recorrió lentamente con la vista la oscura sala de embalsamar. De los altos ventanales que había en una de las paredes se colaba un poco de luz de una farola, pero, por lo demás, la habitación estaba en penumbra. Jimmy se fijó en los dos cadáveres amortajados que su primo había embalsamado esa misma tarde, pues yacían sobre unas camillas de ruedas apoyadas en la pared opuesta a las ventanas. Las blancas sábanas parecían refulgir en la semioscuridad de la sala. En mitad de esta había una mesa de embalsamar, de la cual Jimmy solo podía percibir el contorno. Contra la pared del fondo había un gran armario de espejo que parecía asomar de las sombras. Bajo los ventanales, en la pared había varias piletas de porcelana.
Con dedos temblorosos, Jimmy palpó a tientas hasta dar con el interruptor de la luz. De inmediato vio cuál era el origen del ruido. Una rata enorme se paseaba por la mesa. Sintiéndose molestada, la rata miró fijamente a Jimmy con una fulgurante mirada de enojo y luego saltó de la mesa para escabullirse por una reja del suelo y desaparecer por un desagüe.
Jimmy sintió asco y alivio a un tiempo. Odiaba las ratas, pero también odiaba esconderse en una funeraria. El sitio le daba repeluzno y le recordaba todos los programas de terror que había visto de niño. En su imaginación había evocado todo tipo de explicaciones para los ruidos que había estado oyendo. De modo que el haber visto una rata era mucho mejor que vérselas con uno de los cadáveres embalsamados que merodeaban por la habitación como en Cuentos de la Cripta.
Entrando en la sala de embalsamar, Jimmy se cogió a toda prisa una gran caja metálica del tamaño de un arcón pequeño, la arrastró por el suelo y la utilizó para tapar la reja por la que había desaparecido la rata. Hecho esto, se dirigió de nuevo hacia el lavadero. Pero no llegó muy lejos. Un nuevo golpe sordo y apagado sonó del otro lado de la puerta que comunicaba con el cuarto de material.
Creyendo que la rata había ido a parar allí, Jimmy agarró la escoba que había estado empleando en sus faenas de limpieza. Con la idea de darle una buena zurra a la rata, abrió de golpe la puerta del cuarto de material. Llegó a dar un paso al frente antes de quedarse helado. La sangre se le fue a los pies. Delante suyo había una silueta cuyas facciones parecían perdidas en la sombra.
Un grito ahogado salió de los labios de Jimmy al tiempo que se tambaleaba hacia atrás. La escoba se le escurrió de las manos y cayó sobre el suelo embaldosado produciendo un ruido de mil demonios. Los temores más insospechados se habían hecho realidad: uno de los cadáveres había cobrado vida.
—Hola, Jimmy —dijo la aparición.
El pánico no pudo con la parálisis que se había apoderado del rostro de Jimmy, quien permaneció pegado al suelo mientras la figura salía de las sombras del cuarto de material acompañada de una fría corriente de aire procedente de una ventana abierta.
—Estás un poco pálido —observó Tony. Tenía el arma en la mano, pero apuntaba al suelo—. Será mejor que te subas a esa vieja mesa de porcelana y te eches un poco.
Tony señaló la mesa de embalsamar con la mano libre.
—Me obligaron a hacerlo —sollozó Jimmy cuando comprendió que no se las veía con una criatura sobrenatural sino antes bien con un ser vivo que evidentemente tenía que ver con la organización de Cerino.
—Oh, sí. Claro —dijo Tony en un tono de voz falsamente consolador—. Da lo mismo, tío sube a la mesa.
Mientras Jimmy se acercaba con paso vacilante a la mesa de embalsamar, Tony fue hasta el interruptor de la pared y encendió y apagó la luz varias veces seguidas.
—¡A la mesa! —ordenó Tony cuando vio que Jimmy vacilaba.
No sin esfuerzo, Jimmy consiguió subirse a la mesa y se sentó en el borde.
—¡Que te eches! —dijo Tony. Cuando Jimmy hubo obedecido, Tony se aproximó y le miró desde arriba—. Magnífico lugar para esconderse.
—Todo fue idea de Manso —soltó bruscamente Jimmy. Tenía la cabeza apuntalada sobre un trozo de caucho negro—. Lo único que hice fue apagar las luces. Yo ni sabía lo que pasaba.
—Todo el mundo dice que fue cosa de Manso —se lamentó Tony—. Claro, como que fue el único que no consiguió salir con vida. Lástima que no esté aquí para defenderse.
Un golpe sordo en el cuarto de material anunció la llegada de Angelo, que entró cautelosamente en la habitación con aspecto de animal enjaulado. No le gustaba aquella funeraria.
—Este sitio apesta —dijo.
—Es el formol —explicó Tony—. Uno se acostumbra. Al cabo de un rato, ni lo hueles. Acércate a conocer a Jimmy Lanso.
Angelo se fue a la mesa de embalsamar y miró con desprecio a Jimmy.
—Vaya con el capullo —dijo.
—Fue idea de Manso —insistió Jimmy—. Yo no hice nada.
—¿Quién más estaba complicado? —inquirió Angelo. Quería estar seguro.
—Manso, DePasquale y Marchese —dijo Jimmy—. Ellos me obligaron a ir.
—Nadie quiere responsabilizarse —dijo Angelo con asco—. Me temo, Jimmy, que tendrás que dar un paseo.
—No, por favor —imploró Jimmy.
Tony se inclinó hacia Angelo para decirle algo al oído. Angelo echó una rápida ojeada al material de embalsamamiento y luego miró a Jimmy, que se encogía sobre la mesa.
—Parece apropiado —dijo Angelo asintiendo con la cabeza—. Sobre todo, para un cobarde y un mierda como este.
—Aguántamelo —dijo Tony con regocijo.
De un salto fue adonde estaba el material de embalsamar e hizo girar una bomba. Se quedó observando los números hasta que se produjo una succión suficiente. Luego hizo rodar el aspirador hasta la mesa.
Jimmy contemplaba los preparativos con creciente alarma. Puesto que había evitado mirar lo que hacía su primo cuando embalsamaba, no tenía ni idea de lo que Tony se traía entre manos. Fuera lo que fuese, estaba seguro de que no le iba a gustar.
Angelo se inclinó sobre el pecho de Jimmy y le sujetó las manos. Sin darle ocasión de adivinar lo que sucedía, Tony hundió el afiladísimo trocar en el abdomen de Jimmy e hincó con rudeza la punta del instrumento.
Ahogando un grito, la cara de Jimmy pareció contraerse hacia dentro a medida que sus mejillas empalidecían y se ahuecaban. La cánula del aspirador se llenó de sangre, fragmentos de tejido y alimentos parcialmente digeridos. Notando que se mareaba, Angelo soltó al chico y se alejó de la mesa. Momentáneamente las manos de Jimmy trataron de aferrarse al trocar que Tony sujetaba, pero enseguida colgaron flácidas en cuanto el muchacho quedó inconsciente.
—¿Qué te parece? —preguntó Tony, retrocediendo unos pasos para contemplar su obra maestra—. Limpio, ¿eh? Solo tengo que bombearle el fluido embalsamador con esa máquina y estará prácticamente listo para la tumba.
—Salgamos de aquí —dijo Angelo. Se sentía un poco enfermo—. Limpia todas las huellas de la maquinita esa.
Cinco minutos después desanduvieron el camino y salieron de nuevo por la ventana. Habían pensado en usar la puerta, pero decidieron que no por si estaba electrificada. Una vez en el coche, Angelo empezó a tranquilizarse. Cerino tenía razón. Dominick no había mentido. No había sido una encerrona. Mientras desaparcaba, Angelo sintió como si hubieran concluido la tarea encomendada.
—Bueno, se acabó. Ya no queda nadie de los del ácido —dilo—. Hemos de volver al duro trabajo.
—¿Le has enseñado la segunda lista a Cerino? —preguntó Tony.
—Claro, pero seguiremos por la primera lista —dijo Angelo—. La segunda será mucho más fácil.
—A mí me da lo mismo —dijo Tony—. ¿Qué te parece si comemos primero? Eso de esperar en el Vesubio me ha abierto el apetito. ¿Y si nos comemos otra pizza?
—Creo que es mejor hacer antes algún trabajito —concluyó Angelo.
Angelo necesitaba poner un poco de distancia entre el espeluznante escenario de la funeraria de Spoletto y su siguiente comida.
* * *
Nuevamente envuelta en la pesadilla recurrente de su hermano hundiéndose en el negro lodo sin fondo, Laurie agradeció que sonara su escandaloso despertador para sacarla del sueño profundo. Medio dormida aún, alargó el brazo para parar el despertador. Pero antes de retirar el brazo para meterlo de nuevo bajo la manta, la alarma volvió a dispararse. Fue entonces cuando Laurie se dio cuenta de que lo que sonaba no era el despertador sino el teléfono.
—Doctora Montgomery, soy el doctor Ted Ackerman —dijo la voz—. Siento molestarla a estas horas, pero soy el médico de turno y me han dejado el mensaje de que le llame si llegaba cierto caso.
Laurie estaba demasiado desconcertada para responder. Al mirar el despertador vio que solo eran las dos y media de la madrugada. No era raro, pues, que le costara tanto orientarse.
—Acabo de recibir una llamada —prosiguió Ted—. Parece un caso similar a lo que dijo respecto a la demografía. Por lo visto se trata de cocaína. El muerto es un banquero de treinta y un años. Se llama Stuart Morgan.
—¿Dónde ha sido? —preguntó Laurie.
—Quinta Avenida novecientos setenta —dijo Ted—. ¿Se hace cargo usted o voy yo? Lo que usted prefiera.
—Yo iré —dijo Laurie—. Gracias.
Laurie colgó el teléfono y se levantó. Estaba destrozada. Tom, en cambio, parecía feliz de estar despierto. Ronroneando de contento, fue a frotarse contra las piernas de su ama.
Laurie se puso lo primero que encontró, agarró una cámara fotográfica y se llevó varios pares de guantes de goma. Salió del apartamento abrochándose todavía el abrigo y soñando con volver a meterse en la cama.
En su calle no había nadie, pero la Primera Avenida estaba bastante concurrida. Al cabo de cinco minutos iba en el asiento trasero de un taxi cuyo conductor era un afgano luchador por la libertad. Quince minutos después se bajaba del taxi a la altura del 970 de la Quinta Avenida. Un coche de la policía de Nueva York y una ambulancia municipal habían aparcado sobre la acera. Las luces de emergencia de ambos vehículos parpadeaban impacientemente.
Una vez dentro, Laurie mostró su placa de inspector médico y se dirigió al ático B.
—¿Es el inspector médico? —preguntó un policía de uniforme, con evidente asombro, cuando Laurie entró en el piso y volvió a enseñar la placa.
El agente se llamaba Ron Moore. Era un individuo próximo a los cuarenta, musculoso y corpulento.
Laurie asintió sin sentir reserva ni tolerancia por lo que esperaba oír a continuación.
—Caray —dijo Ron—, no se parece usted a ningún otro forense de los que conozco.
—Y sin embargo lo soy —dijo Laurie sin humor.
—¡Eh, Pete! —chilló Moore—. Ven a ver lo que acaba de entrar. ¡Un forense que parece una conejita de Playboy!
Otro policía de uniforme pero más joven asomó la cabeza por una puerta. Al ver a Laurie se le levantaron las cejas.
—¡Caramba! Menuda sorpresa —dijo.
Sostenía en ambas manos un puñado de cartas.
—¿Quién está a cargo de esto? —preguntó Laurie.
—Yo, guapa —dijo Ron.
—Me llamo doctora Montgomery —dijo Laurie—. No guapa.
—Claro, Doc —respondió Ron.
—¿Quién puede enseñarme el lugar? —preguntó Laurie.
—También yo, casualmente —dijo Ron—. Esto de aquí, naturalmente, es la sala de estar. Fíjese en los avíos de drogadicto que hay en la mesa de centro. Parece que la víctima se inyectó aquí y luego fue a la cocina. Es allí donde está el cuerpo. Para ir a la cocina se pasa por el estudio.
Laurie echó una ojeada rápida al apartamento. Era diminuto pero estaba muy bien decorado. Desde donde se encontraba podía ver la salita y parte del estudio. En la salita había dos ventanas grandes, orientadas al sur, que proporcionaban una magnífica vista. Pero más que la vista, lo que a Laurie le interesó fue el desorden que había en el suelo. Parecía que hubieran saqueado la habitación.
—¿Ha habido robo? —preguntó Laurie.
—No —dijo Ron—. Hemos sido nosotros. Forma parte de la investigación completa, no sé si me entiende…
—No estoy segura —dijo Laurie.
—Cuando buscamos lo hacemos a conciencia.
—¿Buscar qué? —quiso saber Laurie.
—La identificación exacta —dijo Ron.
—¿No ha visto todos los diplomas que hay en las paredes del vestíbulo? —preguntó Laurie señalando con un amplio gesto del brazo—. Me parece que el nombre de la víctima está bastante claro.
—Supongo que no nos hemos fijado —dijo Ron.
—¿Dónde está el cadáver?
—Ya se lo he dicho —dijo Ron—. En la cocina —añadió, señalando hacia el estudio.
Laurie avanzó evitando los escombros que había en el suelo y entró en el estudio. Los cajones del escritorio estaban todos abiertos y su contenido parecía haber sido revuelto a conciencia.
—¿He de suponer que aquí también buscaban la forma de identificar al muerto? —dijo ella.
—Eso mismo, Doc —dijo Ron.
Atravesando el estudio, Laurie llegó al umbral de la cocina y allí se detuvo. La cocina estaba tan revuelta como las demás habitaciones.
Habían vaciado el frigorífico, incluidos los estantes. Laurie reparó también en que había ropa esparcida por el suelo. La puerta del frigorífico estaba entreabierta.
—No me diga que aquí también buscaban la identificación —dijo con sarcasmo.
—¡No, qué va! —dijo Ron—. Eso fue cosa de la víctima.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó Laurie.
—En la nevera —dijo Ron.
Laurie se acercó al frigorífico y abrió la puerta. Ron no bromeaba. El cuerpo de Stuart Morgan estaba encajado en el compartimiento refrigerador, casi desnudo, cubierto únicamente con un pantalón corto, una riñonera y unos calcetines. Estaba blanco como la leche. Tenía el brazo derecho levantado y la mano fuertemente apretada formando una pelota.
—No me explico para qué quiso subirse ahí —dijo Ron—. Es lo más extraño que he visto desde que soy policía.
—Es la hiperpirexia —dijo Laurie, mirando a Stuart Morgan—. La cocaína puede hacer que la temperatura rompa el termómetro. Los cocainómanos pueden llegar a enloquecer cuando les pasa esto. Son capaces de cualquier cosa para bajar la temperatura. Pero es el primero que veo metido en el frigorífico.
—Si quiere, podemos avisar a los de la ambulancia para que se lleven a Stuart —dijo Ron—. Es que estamos bastante cansados…
—¿Han tocado el cuerpo? —preguntó súbitamente Laurie.
—Pero ¿qué está diciendo? —preguntó Ron, nervioso.
—Lo que oye. ¿Han tocado el cuerpo, usted o Pete?
—Bueno yo… —dijo Ron.
No parecía tener ganas de contestar.
—Es una pregunta bien sencilla.
—Teníamos que averiguar si estaba muerto —dijo Ron—. Pero ha sido bastante fácil, porque estaba frío como esos pepinos que hay en el suelo.
—De manera que solo le tomó el pulso, ¿es eso? —sugirió Laurie.
—Sí, eso mismo —dijo Ron.
—¿Qué pulso? —preguntó Laurie.
—El de la muñeca —dijo Ron.
—¿La muñeca derecha?
—Eh, oiga, ¿para qué tantos detalles? —dijo Ron—. No recuerdo cuál era.
—Déjeme decirle una cosa. —Laurie retiró la tapa del objetivo y empezó a tomar fotografías del cadáver en la nevera—. ¿Ve el brazo derecho levantado?
—Sí —dijo Ron.
—Lo tiene así a causa del rigor mortis —dijo Laurie. La cámara lanzó un destello al hacer la foto.
—Sé algo de eso —aseguró Ron.
—Pero el rigor mortis no empieza hasta que el brazo lleva un rato flácido. ¿Le sugiere eso alguna cosa con respecto a este cadáver? —preguntó Laurie tomando otra foto desde un ángulo distinto.
—No sé de qué me habla —dijo Ron.
—Significa que el cuerpo fue trasladado después de muerto —dijo Laurie—. Digamos que fue sacado del frigorífico y luego vuelto a meter. Y tuvieron que pasar varias horas después de la muerte porque el rigor mortis no sobreviene hasta dos horas después.
—Caramba, qué interesante —dijo Ron—. A Pete le gustará saberlo.
Ron fue hasta la puerta que daba al estudio y gritó a Pete para que viniese a la cocina. Luego le contó lo que Laurie le había explicado.
—Puede que la novia del tipo lo sacara de ahí —propuso Pete.
—¿Fue la novia quien encontró el cadáver? —preguntó Laurie.
Era horrible la tortura a la que los dogradictos sometían a sus seres queridos.
—Sí —dijo Pete—. La novia llamó al novecientos once. O sea que ella debió de sacarlo.
—¿Y meterlo luego otra vez? —preguntó Laurie con escepticismo—. No parece probable.
—¿Qué cree usted que pasó? —preguntó Ron.
Laurie miró un momento a los dos policías, preguntándose qué postura debía tomar.
—No sé qué pensar —dijo por último, poniéndose los guantes de goma—. De momento voy a examinar el cadáver y en cuanto lo haya dejado en manos del hospital, me voy a casa.
Laurie alargó el brazo para tocar el cuerpo de Stuart Morgan; estaba rígido, debido al rigor mortis, y frío. Al examinarlo quedó patente que las otras extremidades estaban también en posiciones antinaturales igual que el brazo derecho. Laurie vio el orificio intravenoso en la fosa cubital del brazo izquierdo. Salvo por lo del frigorífico, era un caso misteriosamente similar al de Duncan Andrews, Robert Evans y Marion Overstreet.
Laurie se volvió hacia Ron y dijo:
—¿Le importa ayudarme a sacar el cuerpo de la nevera?
—Pete, ayúdala —dijo Ron.
Pete hizo un gesto de enojo, pero aceptó los guantes que le ofrecía Laurie y se los puso. Entre los dos sacaron a Stuart Morgan del frigorífico y lo pusieron en el suelo.
Laurie tomó varias fotografías más. Según su experiencia, no cabía duda de que el rigor mortis había tenido lugar mientras el cuerpo estaba en la nevera, a juzgar por la postura del mismo. Hasta ahí estaba claro. Pero también lo estaba que la posición del cuerpo cuando ella lo vio no era la posición en que había estado originalmente.
Mientras fotografiaba el cadáver, Laurie reparó en que la riñonera estaba parcialmente abierta. La cremallera se había atascado en un billete de banco. Laurie se movió para tomar un primer plano.
Tras dejar la cámara a un lado, Laurie se inclinó para examinar la riñonera de cerca. Consiguió soltar la cremallera, no sin dificultad, y abrir el bolso. Contenía tres billetes de un dólar con los bordes rasgados de haber quedado aprisionados entre la cremallera.
Laurie se puso en pie y le tendió los tres dólares a Ron.
—Pruebas —dijo.
—¡Pruebas! ¿De qué? —dijo Ron.
—Sabía casos en que la policía roba de la escena del crimen o el accidente —dijo Laurie—. Pero no esperaba vérmelas con un caso tan claro.
—¿De qué coño está hablando? —exigió saber Ron.
—El cadáver no hay que moverlo, sargento Moore —dijo ella—. Y se supone que he de enviarle una invitación para asistir a la autopsia. Francamente, espero no verle nunca más.
Laurie se sacó los guantes de sendos golpes secos, los arrojó a la papelera, agarró la cámara fotográfica y salió del apartamento.
* * *
—No puedo más —dijo Tony mientras apartaba de sí los restos de una pizza. Luego se sacó la servilleta del cuello y se limpió la boca de manchas de tomate—. Qué pasa. ¿No te gustan los pepperoni? Pareces un pajarito comiendo…
Angelo dio un sorbo de su agua mineral San Pellegrino. Las burbujas solían calmarle el estómago, que seguía revuelto después de la visita a la funeraria de Spoletto. Había probado un poco la pizza, pero no le había apetecido. En realidad le daba náuseas, de modo que esperaba impaciente a que Tony terminase la suya.
—¿Ya estás? —le preguntó a Tony.
—Sí —dijo este escarbándose los dientes—. Pero me vendría bien un café.
Estaban en una pizzería pequeña que abría toda la noche, no muy lejos del restaurante Vesubio, en Elmhurst. Un buen puñado de clientes estaban sentados en torno a espaciosas mesas de formica, pese a que eran las tres y media de la madrugada. Una vieja máquina de discos tocaba éxitos de los cincuenta y sesenta.
Angelo tomó otra agua mineral mientras Tony se tomaba su exprés.
—¿Ya? —preguntó Angelo cuando la tacita de café sonó vacía contra la base del plato.
Angelo tenía ganas de marchar, pero le parecía correcto dejar que Tony descansara un poco. Después de todo, habían trabajado bastante.
—Ya —dijo Tony pasándose la servilleta por los labios. Se levantaron, dejaron unos billetes sobre la mesa y salieron a la fría noche de noviembre. Con la cabeza remetida en el abrigo, corrieron hacia el coche. Empezaba a lloviznar.
Poniendo el motor en marcha para hacer subir la temperatura de la calefacción, Angelo extrajo la segunda lista de la guantera.
—Aquí hay uno en Kew Garden Hills —dijo mirando la lista—. Es céntrico y bonito; será rápido y además fácil.
—Será divertido —dijo Tony ansioso. Eructó—. Qué pepperoni más buenos.
Angelo guardó de nuevo el papel en la guantera. Mientras enfilaba la calle desierta, dijo:
—Esto de trabajar de noche hace que sea mucho más fácil circular por la ciudad.
—El problema es acostumbrarse a tener sueño todo el día —dijo Tony, sacando su Beretta Bantam y enroscando el silenciador en la boca del cañón.
—Aparta eso hasta que estemos allí —le dijo Angelo—. Me pones nervioso.
—Solo estaba preparándome —dijo Tony. Intentó meter el arma en la pistolera, pero con el silenciador no ajustaba bien. La culata le asomaba por la americana—. No sabes cómo esperaba esta parte de la operación. Ya me he cansado de andar por ahí procurando no hacer ruido.
—Todavía hay que tener cuidado —dijo bruscamente Angelo—. En realidad, siempre hay que tener cuidado.
—Tranquilo —dijo Tony—. Tú ya me entiendes. Quiero decir que no hemos de preocuparnos de tonterías. Es cuestión de ir deprisa y largarse. O sea, pum, pum, listo, y a otra cosa mariposa.
Tony hizo como que disparaba a un transeúnte con el dedo índice estirado y apuntando por el nudillo.
Les llevó un rato encontrar la casa. Era una sencilla construcción, de piedra y estuco con tejado de pizarra, situada en una calle tranquila y sin salida que daba a un cementerio.
—No está mal —dijo Tony—. Esta gente tiene pasta…
—Y seguramente sistema de alarma —dijo Angelo, aparcando a un lado de la calle—. Esperemos que no haya complicaciones. No quiero líos.
—¿A quién hay que cargarse? —preguntó Tony.
—No me acuerdo —dijo Angelo. Sacó la segunda lista de la guantera—. Es la mujer —dijo tras localizar el nombre. Dejó de nuevo la lista en la guantera—. Que quede bien claro para que no haya confusiones: me la cargo yo. Como deben de estar en la cama, tú te encargas del hombre. Si se despierta, liquídalo. ¿Entendido?
—Claro que sí —dijo Tony—. ¿Me tomas por imbécil? Te entiendo perfectamente. Pero ya sabes lo que disfruto con esto, ¿y si me cargo yo a la mujer y te encargas tú de él?
—¡Cristo Jesús! —exclamó Angelo, sacando su arma y colocando un silenciador—. Estamos trabajando, no en el tiro al blanco. No hemos venido a divertirnos.
—¿Qué más da si la liquidas tú o si la liquido yo? —dijo Angelo.
—En el fondo, da lo mismo —dijo Angelo—. Pero el que manda soy yo y seré yo el que dispare. Quiero asegurarme de que muere. Yo soy el que tiene que dar la cara delante de Cerino.
—Así que tú crees que puedes matar a alguien mejor que yo —dijo Tony.
Parecía ofendido.
—Por el amor de Dios, Tony —dijo Angelo—. El próximo lo haces tú. ¿Te parece que lo hagamos por turnos?
—Vale. Es justo —dijo Tony—. A partes iguales.
—Me alegro de que estés de acuerdo —dijo Angelo y luego, levantando brevemente los ojos al techo del coche, añadió—: Es como si estuviera otra vez en la guardería. ¡Está bien, vamos!
Se bajaron del coche, cruzaron la calle y se metieron por los espesos y húmedos arbustos que rodeaban la casa en cuestión. Al llegar a la puerta de atrás, Angelo estudió cuidadosamente la situación pasando la mano por la jamba, mirando por las rendijas mediante una pequeña linterna e inspeccionando la quincallería. Luego se irguió.
—No hay alarma —dijo en tono de asombro—. A no ser que sea de un nuevo tipo.
—¿Quieres entrar por la puerta o por la ventana? —preguntó Tony.
—Creo que la puerta será bastante fácil —dijo Angelo. Tony despachó en un momento con su navaja la masilla de uno de los cristales lindante con la puerta. Con unos alicates de punta redonda extrajo los clavitos y sacó la hoja de cristal. Luego alargó la mano por dentro hasta quitar el cerrojo y girar el picarporte.
La puerta se abrió tras un imperceptible chirrido de protesta. No sonó ninguna alarma ni ladró perro alguno. Angelo entró con sigilo sujetando el arma a la altura de la cabeza. Paseó la vista lentamente por la habitación. Se trataba al parecer de una sala familiar, provista de sofás tapizados de guinga y un televisor de muchas pulgadas. Angelo se quedó escuchando un momento y luego bajó el arma. Tras comprobar la ausencia de alarma, empezó a tranquilizarse. Todo iba a pedir de boca; aquel sitio estaba pidiendo que alguien lo asaltase.
Haciendo un gesto para que Tony le siguiese, Angelo avanzó sigiloso hacia el recibidor. Uno junto al otro subieron por la elegante escalera circular, que les condujo a un pasillo al que se abrían media docena de puertas. Todas ellas estaban ligeramente entreabiertas, salvo una. Confiando en su instinto, Angelo fue directo hacia esta última.
Cuando estuvo seguro de que tenía a Tony detrás, probó de abrirla. La puerta se abrió al momento.
Se oían fuertes ronquidos procedentes de la cama que había contra la pared del fondo. Angelo no estaba seguro de quién roncaba, pero una vez convencido de que ambos dormían profundamente, le indicó a Tony que le siguiese y juntos se aproximaron a la cama.
Era una cama enormemente grande cubierta por una colcha de pluma. En ella yacían un hombre y una mujer cercanos a los sesenta. Estaban ambos boca arriba y con los brazos a los costados.
Angelo torció a la derecha para ponerse del lado de la mujer. Tony ocupó el otro lado. Las víctimas no se movían. Angelo llamó la atención de Tony señalando su Walther a la media luz de la habitación para indicar que él despacharía a la mujer y que Tony vigilase al hombre.
Tony asintió con la cabeza, y mientras Angelo apuntaba su arma a la cabeza de la mujer dormida, Tony hizo otro tanto del lado opuesto de la cama. Angelo adelantó el arma hasta el punto donde no podía errar el tiro, apoyándola en la sien, justo encima y delante de la oreja. Quería que la bala penetrase en la base del cráneo, aproximadamente allí donde se habría quedado si le hubiera podido disparar desde atrás.
El pistoletazo sonó fuerte en comparación con el silencio dominante, pero con relación al ruido normal no fue más que un ruido apagado y sibilante, como un puñetazo en una almohada.
Apenas se había recuperado Angelo del respingo que había dado al tirar del gatillo, cuando se produjo otro ruido sordo y sibilante. Vio por el rabillo del ojo que la cabeza del hombre rebotaba en la almohada y volvía a su posición inicial. Empezó a extenderse una mancha oscura que en la semioscuridad del cuarto parecía negra.
—No he podido evitarlo —dijo Tony—. Te he oído disparar y no he podido aguantarme de apretar el gatillo. Me gusta. Me pone a cien, sabes.
—Eres un maldito psicópata —dijo Angelo, irritado—. Se suponía que no tenías que matarle si no se movía. El plan era ese.
—¿Y qué más da, hombre? —dijo Tony.
—Pues que has de aprender a cumplir órdenes —soltó Angelo.
—Bueno, vale —dijo Tony—. Lo siento. No he podido evitarlo. La próxima vez haré exactamente lo que me digas.
—Salgamos de aquí —dijo Angelo.
Empezó a andar hacia la puerta.
—¿Y si echamos un vistazo a ver si hay pasta o algo de valor? —preguntó Tony—. Ya que estamos aquí…
—No quiero tomarme la molestia —dijo Angelo. Una vez en la puerta que daba al recibidor, se volvió para decir—: ¡Vamos, Tony! No hemos venido a aprovecharnos. Cerino ya nos paga suficiente.
—Pero lo que Cerino no sabe, no puede hacerle daño —dijo Tony, cogiendo de la mesita de noche una cartera y un reloj Rolex—. ¿Puedo llevarme un recuerdo?
—Está bien —dijo Angelo—. Pero vámonos ya.
Cinco minutos después se alejaban en coche a toda velocidad.
—¡Hostia! —exclamó Tony.
—¿Qué pasa?
—Aquí dentro hay más de quinientos de los grandes —dijo Tony, agitando los billetes. Llevaba el Rolex de oro en la muñeca—. Con esto y lo que nos paga Cerino, se acabaron los problemas.
—Tú procura deshacerte de la cartera —dijo Angelo—. Eso podría delatarnos.
—Tranquilo —dijo Tony—. La tiraré al incinerador. Angelo acercó el coche al bordillo y aparcó.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Tony.
Angelo se inclinó para sacar la lista de la guantera.
—Quiero ver si hay alguno más en este barrio —dijo—. ¡Bingo! —exclamó Angelo tras una breve pesquisa—. Tenemos dos en Forest Hill. Está a dos pasos de aquí. Podemos liquidarlos a los dos antes de que amanezca. Yo diría que eso es aprovechar la noche a base de bien.
—Pues yo diría que requetebién —apuntó Tony—. La verdad es que nunca había tenido tanto dinero en mis manos.
—¡Estupendo! —dijo Angelo, examinando un plano—. Sé dónde están las dos casas. Es la zona cara de la ciudad —agregó, dejando el plano y la lista en la consola central. Luego puso el coche en marcha y se alejó.
En menos de media hora pasaban por delante de la primera casa. Era una gran mansión blanca bastante apartada de la calle. Angelo supuso que el terreno debía de tener una hectárea de acres al menos. La calzada, larga y curvilínea, estaba bordeada de olmos sin hojas.
—¿A cuál le toca ahora? —preguntó Tony mientras echaba un vistazo a la mansión.
—Al hombre —dijo Angelo, que estaba intentando decidir dónde dejaba el coche.
En esta parte lujosa de la ciudad apenas había vehículos aparcados en plena calle. Por último, optó por enfilar la calzada ya que esta pasaba por detrás de la casa. Al llegar a la entrada, Angelo apagó las luces del coche para que no pudiera llamar la atención desde la casa.
—No lo olvides —dijo Tony mientras se aprestaban a entrar—. Esta vez me toca a mí.
Angelo elevó la vista al cielo como diciendo: «¿Por qué a mí, Señor?».
Luego asintió con la cabeza.
La mansión resultó ser más difícil de abordar que la más modesta casa de piedra. La vivienda blanca disponía de varios sistemas de alarma interconectados que Angelo tardó poco en descifrar y desarticular. Pasó media hora hasta que pudieron romper el marco de la ventana que daba a un lavadero.
Avanzaron juntos y despacio por la cocina, desde donde pudieron oír un televisor encendido en un cuarto cercano.
Extremando las precauciones, Angelo y Tony se acercaron al lugar de donde venía el sonido, una habitación que había junto al recibidor. Angelo, que iba en cabeza, se asomó desde el rincón.
Se trataba de un estudio provisto de un bar empotrado en una pared y un gigantesco televisor en otra. Delante del televisor había un sofá grande tapizado de quimón. Dormido en el centro del mismo había un hombre extraordinariamente gordo, vestido con albornoz azul. Sus cortas piernas, sorprendentemente flacas, salían de debajo de la corpulenta masa del abdomen y descansaban sobre un cojín. Llevaba pantuflas de piel en los pies.
Angelo se echó hacia atrás para hablar con Tony.
—Está dormido y solo. Habrá que suponer que la mujer, si es que la tiene, está arriba.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tony.
—¿No querías cargártelo tú? —dijo Angelo—. Pues entra y hazlo. Pero hazlo bien. Luego veremos qué pasa con la mujer.
Tony sonrió y adelantó a Angelo. En la mano derecha llevaba su pistola con el silenciador puesto.
Tony dobló la esquina y entró decidido en el estudio, yendo directamente hasta el sofá. Mientras apuntaba el arma a la sien del hombre, justo encima de la oreja, tropezó expresamente con su pierna.
El gordo farfulló al tiempo que intentaba abrir los pesados párpados.
—¿Gloria, eres tú querida? —llegó a decir.
—No, cielo, soy yo… Tony.
El ruido sordo y sibilante hizo que el hombre cayera sobre su costado derecho. Tony se inclinó hacia el sofá y situó la boca del silenciador en la base del cráneo antes de disparar por segunda vez. El hombre ni siquiera se movió.
Tony volvió a enderezarse y miró hacia atrás a Angelo. Este le indicó con un gesto que le siguiera. Subieron las escaleras juntos. Una vez en el segundo piso tuvieron que buscar en varias habitaciones hasta dar con Gloria. Estaba completamente dormida, con las luces encendidas pero con los ojos tapados por una visera negra y tapones en los oídos.
—Se ha pensado que es una estrella de cine —dijo Tony—; Será coser y cantar.
—Vámonos —dijo Angelo, tirando del brazo de Tony.
—Venga, hombre —dijo este—. Pero si es un blanco perfecto…
—No pienso discutir —gruñó Angelo—. ¡He dicho que no!, vamos.
De vuelta en el coche, Tony parecía enfurruñado mientras Angelo comprobaba cuál era el camino más corto para llegar a la siguiente casa.
A Angelo le daba igual el tiempo que Tony pudiera estar rumiando. Al menos así estaba callado.
La última era una casa de dos plantas con terraza, provista de una marquesina metálica que formaba una cochera frente al garaje de una sola plaza. Una pequeña cerca de cadena limitaba un césped pequeñísimo en cuyo interior había dos estatuas de flamenco rosa.
—¿El hombre o la mujer? —preguntó Tony, rompiendo por primera vez su silencio.
—La mujer —dijo Angelo—. Si quieres, encárgate tú.
Angelo se sentía magnánimo ahora que la jornada llegaba a su fin.
Entrar en la última casa fue dicho y hecho. Había un pasadizo que daba a la puerta trasera. Para su sorpresa, encontraron al marido dormido en el sofá junto a seis cascos vacíos de cerveza.
Angelo le dijo a Tony que subiera solo al primer piso mientras él se quedaba a vigilar al hombre. Podía ver la sonrisa anhelante de Tony en la penumbra, y pensó que la sed de «liquidar» que tenía aquel chico era insaciable.
Unos minutos después Angelo escuchó apenas el pistoletazo silenciado del arma de Tony, seguido de otro disparo. El chico, al menos, era concienzudo. Tony reapareció minutos después.
—¿Se ha movido ese? —preguntó.
Angelo movió la cabeza e indicó que se iban.
—Qué pena —dijo Tony.
Sus ojos se demoraron en el hombre dormido antes de darse la vuelta para seguir a Angelo hacia la puerta.
En el porche de atrás, Angelo se estiró y miró al cielo que empezaba a clarear.
—Ya sale el sol —dijo—. ¿Vamos a desayunar?
—Estupendo —dijo Tony—. Menuda noche. No creo que se pueda mejorar.
Mientras iba hacia el coche, Tony desenroscó el silenciador de su pistola.