6.45, miércoles, Manhattan
Desde donde estaba Laurie podía ver a su hermano camino del lago.
Iba andando rápido; Laurie tenía miedo de que pudiera echar a correr. Pensó que su hermano ya sabría lo profundo y peligroso que era el fango. Pero él continuaba como si nada le importase.
—¡Shelly! —gritó Laurie.
O no le hacía caso o no podía oírla. Laurie chilló otra vez con todas sus fuerzas, pero él seguía sin responder.
Y entonces echó a correr tras él. Shelly estaba solo a un paso del horrible pantano.
—¡Para! —chilló Laurie—. ¡No te acerques más al agua! ¡Aparta!
Pero Shelly seguía andando. Cuando Laurie llegó al lago, él ya estaba metido en el fango hasta la cintura. Se había vuelto hacia la orilla.
—¡Ayúdame! —gritó.
Laurie se detuvo justo al borde del lago. Alargó el brazo, pero sus manos no llegaban a tocarse. Laurie se dio la vuelta y gritó pidiendo ayuda, pero no había nadie a la vista. Volviéndose a Shelly, vio que este se había hundido hasta el cuello. Lo que había en sus ojos era terror puro. A medida que se iba hundiendo, su boca se abría para gritar.
El grito de Shelly se fundió con un repique mecánico que sacó a Laurie de su sueño. Desesperada aún por salvar a Shelly, Laurie barrió con la mano el Westclox que descansaba en el alféizar. Ese mismo gesto volcó un vaso de agua medio lleno y chocó con el libro que había estado leyendo la noche antes. Despertador, vaso de agua y libro cayeron al suelo.
El repentino movimiento de Laurie y el estruendo de las cosas al caer al suelo sorprendieron tanto a Tom que este saltó primero a lo alto del escritorio, donde hizo caer casi todos los cosméticos de Laurie, y después a la cenefa de la ventana. Al no poder aferrarse a la cenefa, Tom hundió las uñas en el tapizado, y el peso repentino dio con la cenefa en el suelo.
Con tanto ruido y agitación, Laurie había saltado de la cama antes de saber qué estaba haciendo. Eso fue unos segundos antes de que el timbre del despertador la sacudiera hasta despertarla por completo. Laurie se agachó a cogerlo y consiguió hacerlo callar.
Permaneció unos instantes entre los escombros de su habitación para recobrar el aliento. Hacía años que no tenía esa pesadilla, seguramente desde que terminó la escuela superior, y sus efectos eran más devastadores que el mero desorden de su cuarto. Tenía la frente perlada de sudor y notaba en su pecho los violentos latidos del corazón.
Tras haberse recuperado un poco, Laurie fue a la cocina a buscar el recogedor para quitar los restos del vaso roto. Luego recogió sus cosméticos del suelo y volvió a dejarlos sobre el escritorio. Como la cenefa iba a llevarle bastante trabajo, decidió dejarlo para más tarde.
Encontró a Tom escondido debajo del sofá de la salita. Después de engatusarle para que saliera, lo puso en su regazo y le estuvo acariciando unos minutos hasta que empezó a ronronear.
Como diez minutos después, Laurie estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el timbre de la puerta. «¿Y ahora, qué?», pensó. Agarrando una toalla se acercó al interfono y preguntó quién era.
—Soy Thomas —dijo una voz.
—Thomas ¿qué? —exclamó Laurie a gritos.
—El chofer del doctor Scheffield —respondió la voz—. He venido a entregar una cosa a petición del doctor. No ha podido acudir personalmente porque ya está operando.
—Bajo enseguida —replicó Laurie.
Luego, se puso rápidamente unos tejanos y una camiseta.
—Pues sí que empieza pronto.
Debra Engler acechaba, como siempre, desde su puerta. Laurie agradeció que el ascensor llegase por fin. Thomas se tocó el sombrero cuando la vio y dijo que esperaba no haberla despertado. Lo que le traía era una larga caja blanca atada con una cinta roja. Laurie le dio las gracias por el paquete y subió por la escalera.
Tras dejar la caja sobre la mesa de la cocina, deshizo el lazo rojo, abrió la caja y extendió el papel interior. Acomodadas dentro del papel de envolver había varias docenas de rosas rojas de tallo largo. Encima de las flores se veía una tarjeta con la inscripción: Hasta esta noche, Jordan. Laurie aguantó la respiración. Como nunca había recibido semejante muestra de ostentación, no sabía muy bien cómo reaccionar. No estaba segura siquiera de si lo adecuado era aceptar. Pero ¿qué podía hacer si no? Imposible devolverlas…
Al mirar en la caja, Laurie levantó uno de los capullos y olió su dulzor primaveral, contemplando ese color rojo rubí. Aunque la llegada de las rosas la confundía y hacía sentir incómoda, tenía que confesar que resultaba muy romántico y halagador.
Laurie fue por el jarrón más grande que tenía y puso la mitad de las rosas en agua. Luego las llevó a la salita y puso el jarrón sobre la mesa de centro. Pensó que no le iba a costar habituarse a tener flores en el apartamento. El efecto era sorprendente.
De vuelta en la cocina, Laurie tapó la caja y la ató de nuevo con la cinta. Si una docena de rosas podía hacer tanto por su piso, no llegaba a imaginar lo que serían en su despacho.
—¡Dios mío! —exclamó Laurie cuando vio qué hora era. Aterrada, se quitó la ropa a tirones y se metió de un salto en la ducha.
Eran casi las ocho y media cuando Laurie llegaba al centro de medicina forense, media hora más tarde de lo habitual. Sintiéndose culpable, fue directamente a la sala de Identificación, si bien, debido a la caja de rosas, hubiera preferido pasar antes por su despacho.
—El doctor Bingham quiere verla —dijo Calvin en cuanto entró Laurie—. Pero vuelva aquí cagando leches, que tenemos mucho que hacer.
Laurie dejó su maletín y la caja de rosas sobre una mesa vacía. Le daba un poco de vergüenza presentarse con las rosas, pero si Calvin se había dado cuenta, no había dicho esta boca es mía. Laurie compareció ante la señora Sanford después de cruzar la recepción a toda prisa. Tras su última visita al despacho del gran jefe, Laurie estaba recelosa, por no decir algo peor. Trataba de imaginarse qué querría esta vez, pero no podía.
—Ahora mismo está hablando por teléfono —dijo la señora Sanford—. Haga el favor de sentarse. Solo tardará un momento.
Laurie fue a sentarse, pero antes de que pudiera hacerlo, oyó que la señora Sanford hablaba por el interfono: el doctor Bingham la recibiría ahora.
Tomando aliento, Laurie entró en el despacho del jefe. Este tenía la cabeza gacha mientras ella se acercaba a su mesa. Estaba escribiendo. Bingham tuvo a Laurie de pie mientras acababa sus anotaciones. Después levantó la vista. La estuvo examinando unos momentos con sus fríos ojos azules. Meneó la cabeza y suspiró.
—Ha trabajado usted impecablemente durante meses, pero ahora parece que tiene cierta propensión a meterse en líos. ¿No le gusta su trabajo, doctora?
—Desde luego que sí, doctor Bingham —dijo Laurie, alarmada.
—Siéntese —siguió Bingham.
Entrelazó las manos y las puso resueltamente sobre el cartapacio.
Laurie tomó asiento en el borde mismo de la silla, de cara a Bingham.
—Entonces puede que no le guste trabajar concretamente aquí —sugirió, preguntando y afirmándolo a medias.
—Todo lo contrario —dijo Laurie—. Me encanta esto. ¿Qué le hace pensar que no es así?
—Es que de otro modo no me explico su comportamiento.
Laurie le devolvió la mirada suavemente.
—No sé a qué comportamiento se refiere —dijo.
—Me refiero a su visita de ayer tarde al apartamento del difunto Duncan Andrews, cuyo acceso obtuvo usted aparentemente valiéndose de sus credenciales oficiales. ¿Estuvo allí o es que me han informado mal?
—Estuve allí —dijo Laurie.
—¿Acaso Calvin no le explicó que la oficina del alcalde está presionando sobre el caso?
—Algo dijo sobre el particular —admitió Laurie—. Pero el único aspecto del caso con respecto al cual mencionó dicha presión se refería a la causa oficial de la muerte.
—¿Y eso no le hizo pensar que el caso era, de alguna manera, delicado y que quizá debía usted ser en todos los sentidos lo más discreta posible?
Laurie intentó imaginar quién habría podido quejarse de su visita, y ¿por qué? Sara Wetherbee, no, desde luego. Mientras pensaba, comprobó que Bingham estaba esperando una respuesta.
—No pensaba que esa visita pudiera molestar a nadie —dijo finalmente.
—Es verdad que no pensó —repuso el doctor Bingham—. Por desgracia, eso es evidente. ¿Puede decirme por qué fue allí? A fin de cuentas, el cadáver ya no estaba en el piso. Ya había terminado la autopsia, caray. Y por si fuera poco disponemos de investigadores médicos que hacen ese tipo de trabajo; investigadores médicos a quienes hemos advertido de que no se entrometan en este caso. Y eso me remite de nuevo a la pregunta: ¿Por qué fue usted allí?
Laurie trató de pensar en una explicación sin entrar en detalles personales. No quería hablar de lo de su hermano con el doctor Bingham. Y ahora menos que nunca.
—Le he hecho una pregunta, doctora Montgomery —dijo Bingham al ver que Laurie no contestaba.
—No había encontrado nada en la autopsia —replicó Laurie finalmente—. Ningún tipo de patología. Supongo que acudí al lugar desesperada para ver si encontraba una alternativa plausible al hecho de que ese hombre hubiera tomado drogas, lo cual es evidente.
—Esto, aparte de pedirle a Cheryl Myers la historia médica de Andrews.
—Exactamente —dijo Laurie.
—En circunstancias normales —siguió Bingham— habría sido una iniciativa loable. Pero en la presente situación no ha hecho más que añadir problemas a los que ya tiene este servicio. El padre, que está muy bien relacionado políticamente, averiguó que había estado usted allí y puso el grito en el cielo, como si fuéramos a arruinar su campaña electoral. Y todo esto viene a sumarse al caso número dos de adolescente muerta en Central Park, que ya nos ha traído bastantes problemas con el alcalde. Es suficiente. No queremos más líos, ¿comprende?
—Sí, señor —dijo Laurie.
—Así lo espero —dijo Bingham, mirando los papeles que tenía sobre la mesa—. Eso es todo, doctora Montgomery.
Laurie salió del despacho del jefe y respiró hondo. Nunca había estado tan cerca de ser despedida. Dos desagradables citaciones en tres días. Laurie no pudo dejar de pensar que la próxima vez que tuviera que presentarse en el despacho de Bingham sería la definitiva.
—¿Han dejado las cosas claras usted y el jefe? —preguntó Calvin cuando apareció Laurie.
—Espero que sí —dijo Laurie.
—Yo también —repuso Calvin—, porque la necesito en plena forma. —Le entregó un montón de carpetas—. Hoy tiene cuatro casos. Dos sobredosis más como la de Duncan Andrews y otras dos boyas. Boyas recientes, eso sí. Me figuro que como ayer hizo casos parecidos, hoy podrá ir más rápido. Hay trabajo para todos. He tenido que asignar cinco casos a varias personas, así que considérese afortunada.
Laurie echó un rápido vistazo a las carpetas para comprobar que estuviera todo. Luego, con las carpetas, el maletín y su caja de rosas, subió al despacho. Antes que nada, fue al laboratorio y pidió que le dejasen el frasco más grande que hubiera. Sacó las rosas de la caja, las dispuso dentro del frasco y lo llenó de agua. Después de dejar las rosas en el banco del laboratorio, retrocedió unos pasos y no pudo dejar de sonreír: era evidente que aquel no era su sitio.
Sentada a su mesa, Laurie empezó con la primera de las carpetas. No llegó muy lejos. Acababa de abrirla cuando llamaron a la puerta.
—Pase —dijo.
La puerta se abrió poco a poco y apareció Lou Soldano.
—Espero no molestarla demasiado —dijo—. Apuesto a que no esperaba verme.
Parecía que no se hubiera acostado la noche anterior. Llevaba el mismo traje sin planchar y aún no había podido afeitarse.
—No me molesta —dijo Laurie—. Adelante.
—Bueno, ¿qué tal está hoy? —preguntó él después de entrar y sentarse con el sombrero en el regazo.
—Me parece que bien, sin contar un pequeño altercado con el jefe.
—No habrá sido porque vine yo ayer, ¿verdad? —preguntó Lou.
—No. Es por algo que hice ayer tarde y que no debería haber hecho. Pero siempre es fácil decirlo después…
—Espero que no le moleste que haya vuelto hoy, pero tengo entendido que le han llegado dos casos parecidos al de Frankie. Los encontraron casi en el mismo sitio, y fue el mismo guarda jurado de noche. A las cinco de la mañana estaba yo en el Sea Port de South Street otra vez. ¡Caramba! —exclamó de pronto al reparar en el frasco—. Qué flores más chillonas. Ayer no estaban.
—¿Le gustan? —preguntó ella.
—Causan impresión, eso sí —dijo Lou—. ¿Son de un admirador?
Laurie no sabía qué responder.
—Supongo que se le puede llamar así.
—Me parece muy bien —dijo Lou, mirando su sombrero y estirando el ala—. Bueno, el caso es que he venido porque el doctor Washington me dijo que le había asignado esos casos a usted. ¿Le importa que me apunte otra vez?
—En absoluto —dijo Laurie—. Si cree que puede aguantar más autopsias, por mí encantada.
—Estoy seguro de que al menos una de las muertes tiene que ver con la del pobre Frankie —siguió Lou, avanzando en su silla—. El muerto se llama Bruno Marchese, tiene la misma edad que Frankie y más o menos la misma posición dentro del clan. El motivo de que sepamos tantas cosas es que le fue encontrada la cartera, igual que a Frankie. Es evidente que quienquiera que le mató pretendía que su muerte se supiera de inmediato, a modo de advertencia. Con Frankie pensamos que se trataba de un afortunado accidente, pero después de esta segunda vez, sabemos que dejaron la cartera a propósito. Y eso nos preocupa: puede que se esté cociendo algo importante, quizá una guerra abierta entre las dos organizaciones. Si fuera así, hemos de ponerle fin. En toda guerra mueren muchos inocentes.
—¿Le mataron de la misma manera? —preguntó Laurie mientras buscaba el expediente de Bruno entre las carpetas.
—Exactamente igual —confirmó Lou—. Una ejecución al estilo hampa. Disparo en la nuca desde corta distancia.
—Y con una bala de pequeño calibre —añadió Laurie mientras terminaba con la carpeta de Bruno y cogía el teléfono.
Marcó el número del depósito y preguntó por Vinnie.
—¿Nos toca juntos otra vez? —preguntó Laurie.
—No podrás librarte de mí en toda la semana —dijo Vinnie.
—Tenemos dos boyas —continuó Laurie—. Bruno Marchese y… —Laurie miró a Lou—. ¿Cómo se llama el otro?
—No lo sabemos —dijo Lou—. Falta la identificación.
—¿No llevaba cartera? —preguntó Laurie.
—Peor aún —dijo Lou—. Le falta la cabeza y las manos. Parece que no querían que lo identificásemos.
—¡Pues qué bien! —dijo Laurie con sarcasmo—. Sin cabeza, no servirá de mucho la autopsia. —Y dijo a Vinnie—: Cerciórate de que se les hacen radiografías a Bruno Marchese y al decapitado.
—Ya estamos en ello —repuso Vinnie—. Pero tardaremos un buen rato. Hay cola. Hoy estamos a tope. Anoche hubo una especie de guerra de bandas en Harlem, así que estamos hasta el gorro de heridas de bala. Por cierto, el cadáver sin cabeza no es de hombre sino de mujer. ¿Cuándo vas a bajar?
—Dentro de un momento —dijo Laurie—, asegúrate de comprobar si ha habido violación en la mujer. —Laurie colgó el teléfono y dirigió la mirada hacia Lou—. No me había dicho que una de las boyas era una mujer.
—Apenas he tenido ocasión —dijo Lou.
—Bien, no importa —replicó Laurie—. Lo siento, pero por desgracia los casos que le interesan no van a ir los primeros.
—Es igual. Me gusta ver cómo trabaja.
Laurie examinó el material que había en la carpeta de la mujer decapitada y luego leyó cuidadosamente una de las carpetas de sobredosis. No había llegado al informe de investigación cuando cogió la última de las carpetas y leyó atentamente el informe de investigación.
—Asombroso —dijo, y miró a Lou—. El doctor Washington ha dicho que eran casos iguales al de Duncan Andrews. No sabía yo que lo decía literalmente. Qué coincidencia.
—¿Sobredosis de cocaína? —preguntó Lou.
—Sí —dijo Laurie—. Pero la coincidencia no va por ahí. Uno es banquero y el otro director de un periódico.
—¿Qué tiene eso de sorprendente? —preguntó Lou.
—La demografía —contestó Laurie—. Los tres eran profesionales de éxito, muy solicitados, solteros y jóvenes. Nada que ver con las víctimas de sobredosis que solemos ver por aquí.
—Digo lo mismo: ¿qué tiene eso de asombroso? ¿Acaso no es el tipo de yuppie que ha popularizado la coca? ¿Dónde está la sorpresa?
—El que tomaran cocaína no es lo asombroso —empezó Laurie—. No soy una ingenua. Debajo de una apariencia de éxito material pueden esconderse adicciones bastantes serias. Pero como le he dicho, los casos de sobredosis que nos llegan suelen ser de auténticos colgados. El crack atrae gente muy pobre y de clase muy baja. De vez en cuando se presenta algún caso de gente más próspera, pero cuando han caído en la droga suelen haber perdido ya todo lo demás: trabajo, familia, dinero. Los de ahora no me sorprenden en cuanto casos de sobredosis. Me pregunto si la droga contenía algún veneno. A ver, ¿dónde puse ese artículo del American Journal of Medicine? —dijo, hablando más bien para sí misma—. Ah, aquí está.
Laurie cogió una tirada aparte de un artículo y se la entregó a Lou.
—La cocaína que circula en la calle siempre se corta con algo, normalmente con heroína o estimulantes comunes, pero a veces son materias extrañas. Este artículo trata de una serie de envenenamientos que se produjeron a raíz de un kilo de cocaína cortada con estricnina.
—¡Caray! —dijo Lou mientras hojeaba el escrito—. Menudo viaje.
—Sí. Un viaje rápido y sin retorno al depósito —concedió Laurie—. Que haya tres casos de sobredosis atípica en solo dos días y con características demográficas tan parecidas me hace pensar si consiguieron la cocaína de la misma fuente contaminada.
—Yo creo que es demasiado suponer —dijo Lou—. Sobre todo con solo tres casos. Y francamente, aunque su corazonada sea cierta, no es que me interese mucho.
—¿Que no le interesa mucho? —Laurie no podía creer lo que oía.
—Con todos los problemas que tiene la ciudad, la cantidad de violencia que hay en las calles, la delincuencia, me resulta difícil mostrar simpatía por un terceto de niñatos que no tienen otra cosa que hacer que perder el tiempo con drogas ilegales. La verdad es que me preocupan mucho más los desgraciados como esa mujer decapitada que tenemos abajo.
Laurie estaba desconcertada, pero antes de que pudiera refutar las opiniones de Lou, sonó el teléfono. Le sorprendió oír a Jordan Scheffield al otro lado cuando descolgó.
—He terminado el primer caso —dijo Jordan—. Ha ido perfecto. Seguro que el barón estará satisfecho.
—Me alegro —dijo Laurie, mirando vergonzosa a Lou.
—¿Ha recibido las flores? —preguntó Jordan.
—Sí —dijo Laurie—. Las estoy mirando en este mismo momento. Gracias. Son justo lo que me había recetado el médico.
—Muy lista —dijo Jordan, riendo—. Pensé que sería una buena manera de que supiera la ilusión que me hace verla esta noche.
—Es un acto de cortesía que se corresponde con el tener una limusina —dijo Laurie—. Resulta un poquito extravagante, pero le agradezco que haya pensado en mí.
—Bien, solo quería comprobarlo. He de volver al quirófano —dijo Jordan—. La veré a las ocho.
—Lo siento —dijo Lou después que Laurie hubo colgado—. Tenía que haberme dicho que era una llamada personal y habría esperado en el pasillo.
—No acostumbro a recibir llamadas personales aquí —replicó Laurie—. Me ha cogido por sorpresa.
—Una docena de rosas. Una limusina. Debe de ser un tipo interesante.
—Lo es —dijo Laurie—. En realidad, ayer noche habló de algo que creo le parecerá interesante.
—Es difícil de creer —dijo Lou—. Pero soy todo oídos.
—El que ha llamado es médico —siguió Laurie—. Se llama Jordan Scheffield. Puede que haya oído hablar de él. Se supone que es muy conocido. Sea como sea, anoche me dijo que ha tenido a su cuidado al hombre que tanto le interesa: Paul Cerino.
—¡No lo dirá en serio!
Lou estaba sorprendido. E interesado también.
—Jordan Scheffield es oftalmólogo —explicó Laurie.
—Un momento —dijo Lou. Levantó la mano mientras hurgaba en el bolsillo interior de la americana de donde extrajo una mugrienta libreta de notas y un bolígrafo—. Déjeme que lo apunte.
Mientras se mordía la lengua, Lou escribió el nombre de Jordan. Luego le pidió a Laurie que le deletrease oftalmólogo.
—¿Es lo mismo que optometrista? —preguntó Lou.
—No —dijo Laurie—. El oftalmólogo es médico experto en cirugía ocular así como en cuidados médicos de los ojos en general. El optometrista se ocupa más de corregir problemas de vista mediante gafas y lentes de contacto.
—¿Y los ópticos, entonces? —preguntó Lou—. Siempre los confundo. Es una cosa que no me han explicado nunca.
—Los ópticos preparan las recetas de gafas —dijo Laurie—. Ya sean de un oftalmólogo o de un optometrista.
—Ahora que me ha quedado claro, hábleme de ese doctor Scheffield y Paul Cerino.
—Es la parte más interesante —dijo Laurie—. Jordan explicó que estaba tratando a Cerino de unas quemaduras en los ojos. Alguien le había querido dejar ciego arrojándole ácido a los ojos.
—No me diga más —dijo Lou—. Eso explicaría muchas cosas. Como por ejemplo esas dos ejecuciones de gente de Lucia. ¿Y qué hay del ojo de Frankie? ¿Pudo ser con ácido?
—Sí —dijo Laurie—. Pudo haber sido ácido. Será complicado determinarlo, porque Frankie nadaba en el East River, pero en conjunto no hay duda de que las heridas de sus ojos concuerdan con una quemadura por ácido.
—¿Puede conseguirme un documento del laboratorio de que fue ácido? Eso sería el principio del punto de partida que tanto he estado esperando.
—Lo intentaremos, claro —dijo Laurie—. Pero como le decía, el haber estado en el agua puede dificultar las cosas. Examinaremos también la bala de este caso. Puede que encaje con la que mató a DePasquale.
—Hacía meses que no estaba tan nervioso… —dijo Lou.
—Vamos —repuso Laurie—. Veamos qué se puede hacer. Bajaron juntos al laboratorio. Laurie fue a buscar al jefe de laboratorio, el doctor John DeVries, toxicólogo. Era un hombre alto, delgado, de mejillas hundidas y una palidez académica. Iba vestido con una sucia bata de laboratorio varias tallas más pequeña.
Laurie hizo las presentaciones y preguntó a continuación si estaban disponibles los resultados de alguno de los casos del día anterior.
—Alguno puede que sí —le dijo John—. ¿Tiene los números?
—Sí, sí —contestó Laurie.
—Vengan a mi despacho —dijo John.
Les hizo pasar a su despacho, un cuartito lleno de libros y pilas de revistas médicas.
John se inclinó sobre la mesa y pulsó el ordenador.
—¿Qué números son? —preguntó.
Laurie dijo el número de Duncan Andrews y John lo entró.
—Había cocaína en la sangre y también en la orina —dijo John, leyendo de la pantalla—. Y por lo visto en alta concentración. Aunque esto es solo el resultado de una cromatografía de capa fina.
—¿Contaminantes u otras drogas? —preguntó Laurie.
—De momento, no —dijo John, enderezándose—. Pero vamos a hacer una cromatografía de gases y una espectrometría de masas en cuanto nos sea posible. Tenemos muchísimo trabajo acumulado.
—Es un caso de sobredosis por cocaína pero un poco atípico, ya que el muerto no era el adicto habitual. Y si tomaba drogas, cosa que la familia insiste en negar, era algo que no le perjudicaba en su vida diaria. Era un verdadero triunfador, un ciudadano solvente: la clase de individuo que menos imaginaríamos pinchándose una sobredosis. De modo que aunque su muerte fue poco corriente, tampoco es extraordinaria. La cocaína es una droga para trepadores. Pero resulta que al día siguiente me vienen otros dos casos de sobredosis con características similares. Me preocupa que pueda haber una partida de cocaína envenenada con algún tipo de contaminante. Es lo que podría haber matado a este tipo de usuarios aparentemente fortuitos. Le agradecería mucho si pueden darse un poco de prisa con las muestras. A lo mejor estamos a tiempo de salvar unas vidas.
—Haré todo cuanto pueda —dijo John—. Pero ya le he advertido que estamos muy ocupados. ¿Había algún otro caso del que quiera saber algo ahora?
Laurie dio el nombre de Frank DePasquale y John consultó la pantalla.
—Solamente rastros de canabinol en la orina.
—Había una muestra de tejido ocular —dijo Laurie—. ¿Se ha encontrado algo ahí?
—Todavía no se ha procesado —dijo John.
—El ojo tenía quemaduras —agregó Laurie—. Sospechamos ahora que eran de ácido. ¿Podría investigarlo? Es importante que contemos con una prueba.
—Haré lo que esté en mi mano.
Laurie le dio las gracias a John e indicó a Lou que la siguiera al ascensor. Mientras iban andando, Laurie movía la cabeza.
—Sacarle información a este hombre es como estrujar una piedra para conseguir agua —se lamentó.
—Parece muy cansado —dijo Lou—. O es que no le gusta su trabajo. Una de dos.
—Está muy ocupado, eso es cierto —dijo Laurie—. Como pasa en todo este centro, hay poco dinero y cada vez es peor. Le atan corto por lo que se refiere a personal, pero espero que encuentre un momento para buscar algún contaminante. Cuanto más pienso en ello más segura estoy.
Al llegar a los ascensores, Laurie consultó su reloj.
—¡Huy! Tengo que darme prisa —dijo mirando a Lou—. No puedo permitirme el lujo de que Washington y Bingham se enfaden conmigo a la vez. Si no, tendré que patearme la calle buscando otro trabajo.
Lou la miró fijamente a los ojos.
—Realmente le preocupan estos ¿no es cierto?
—Así es —admitió Laurie.
Laurie apartó la mirada y echó un vistazo al indicador de planta. La observación de Lou le trajo a la memoria la pesadilla de esta mañana. Esperaba que este no mencionara a su hermano. Por suerte, se abrió la puerta del ascensor. Una vez abajo se pusieron el pijama verde y entraron en la sala de autopsias principal. La actividad allí era desbordante; todas las mesas estaban ocupadas. Laurie se fijó en que incluso Calvin estaba trabajando en la mesa número uno. Que él estuviera allí significaba que había muchísimo trabajo. No era corriente que Calvin se ocupara de un caso rutinario.
El primer caso de Laurie estaba sobre la mesa. Vinnie se había tomado la libertad de coger toda la parafernalia que suponía iba a necesitar ella. El muerto se llamaba Robert Evans y tenía veintinueve años.
Laurie dispuso los papeles y adoptó su personaje de profesional, empezando un meticuloso examen externo del cadáver. Estaba a medio terminar cuando reparó en que Lou se encontraba al otro lado de la mesa. Levantando la cabeza, vio que estaba de pie a un lado.
—Siento no haberle incluido en la fiesta —dijo ella.
—Lo comprendo —replicó Lou—. Siga con su trabajo. Yo estoy bien. Ya veo que están todos muy atareados. No quiero entrometerme.
—Nada de eso —dijo Laurie—. Usted quería mirar, pues venga y mire.
Lou dio la vuelta a la mesa observando dónde ponía los pies. Tenía las manos entrelazadas a la espalda. Miró a Robert Evans, tendido en la mesa.
—¿Alguna cosa de interés? —preguntó.
—Este pobre tuvo una convulsión, como Duncan Andrews —dijo Laurie—. Las contusiones de rigor y la lengua terriblemente mordida lo atestiguan. Pero hay algo más. Fíjese en la fosa cubital. ¿Ve esa marca descolorida de punción? ¿Se acuerda de haber visto una igual en Duncan Andrews?
—Desde luego —dijo Lou—. Era donde se inyectó por vía intravenosa.
—Exacto —replicó Laurie—. En otras palabras, el señor Evans tomó la cocaína igual que el señor Andrews.
—¿Y bien? —preguntó Lou.
—Le dije ayer que la cocaína puede tomarse de muchas maneras. Pero la forma habitual es ingerirla esnifando, lo que en términos médicos se conoce por insuflación.
—¿Y fumarla? —preguntó Lou.
—Usted está pensando en el crack. El clorhidrato de cocaína, la sal, es muy poco volátil y no se puede fumar. Para ello es preciso convertirlo en su base libre: el crack. Lo importante es que, si bien la forma habitual de cocaína puede ser inyectada, no suele emplearse así. El hecho de que en estos dos casos haya sido utilizada de esta manera resulta curioso, aunque no significa que yo pueda sacar alguna conclusión.
—¿En los años sesenta no se pinchaban la cocaína? —preguntó Lou.
—Solo cuando iba combinada con heroína; lo llamaban speedball.
Laurie cerró un momento los ojos, respiró hondo y soltó el aire con un suspiro.
—¿Se encuentra bien? —dijo Lou.
—Sí —respondió Laurie.
—Quizá lo que estamos viendo es moda —sugirió Lou.
—Espero que no —dijo Laurie—. Pero si lo fuese, es demasiado letal para ser una moda duradera.
Quince minutos después, cuando Laurie hundió el escalpelo en el pecho de Robert, Lou dio un respingo. A pesar de que Robert estaba muerto y de que no había sangre, Lou no pudo sustraerse a la idea de que el afiladísimo cuchillo estaba cortando un tejido humano idéntico al de su propia piel…
Sin patologías aparentes, Laurie terminó en un momento el aspecto interno de la autopsia de Robert Evans. Mientras Vinnie se llevaba el cuerpo y traía el de Bruno Marchese, Laurie y Lou fueron al visor de radiografías para ver las placas de Bruno y de la mujer decapitada.
—La bala está prácticamente en el mismo sitio —observó Laurie, señalando el punto brillante en el contorno del cráneo de Bruno.
—Parece de un calibre ligeramente mayor —dijo Lou—. Puedo equivocarme, pero diría que no es de la misma arma.
—Me va usted a impresionar si tiene razón —dijo Laurie. Laurie colocó la placa de cuerpo entero de Bruno y la examinó con mirada experta. Al no ver nada anormal, la reemplazó por la de la mujer decapitada.
—Ha sido buena idea hacer esta radiografía —dijo Laurie.
—¿Y eso? —preguntó Lou, mirando las sombras de aspecto caliginoso.
—No me diga que no ve lo que hay de anómalo —dijo Laurie.
—Pues no —porfió Lou—. Y además tampoco sé cómo los médicos pueden ver gran cosa por rayos X. Quiero decir que una bala salta a la vista, pero todo lo demás es como un paisaje de manchas.
—No puedo creer que no lo vea —dijo Laurie.
—De acuerdo, soy ciego —repuso Lou—. ¡Dígamelo de una vez!
—¡Las manos y la cabeza! —dijo Laurie—. ¡No están!
—¡Será puerca! —rió Lou forzosamente en voz baja para que no le oyeran los de la mesa de al lado.
—Bueno, es una anomalía —bromeó Laurie.
Concluido el examen radiológico, Laurie y Lou volvieron a la mesa en el momento en que Vinnie trasladaba a Bruno de la camilla de ruedas a la mesa. Lou quiso ayudar, pero Laurie le hizo atrás enseguida porque no llevaba guantes. Para ahorrar tiempo, Laurie se puso a trabajar con el cadáver echado boca abajo.
La herida de entrada se parecía mucho a la de Frankie, aunque el diámetro del agujero del cráneo era ligeramente mayor, dando a entender que el arma había sido disparada desde un poco más lejos. Después de tomar las fotografías y muestras convenientes, ella y Vinnie pusieron el cuerpo boca arriba.
Lo primero que hizo Laurie fue examinar los ojos. Eran normales.
—Con lo que me ha dicho arriba, yo esperaba que los ojos pudieran darnos algún indicio —dijo Lou.
—Eso esperaba yo también —admitió Laurie—. No sabe lo que me gustaría proporcionarle ese punto de partida.
—Sigue siendo importante —dijo Lou—. Si a Paul Cerino le arrojaron ácido a los ojos y a Frankie también, es que las dos cosas están relacionadas. Creo que valdrá la pena que me dé una vuelta por Queens para hablar un ratito con Paul.
Terminado el resto del examen interno, Laurie sostuvo el cuchillo que le tendía Vinnie y empezó el examen interno. Una vez más, sin patología reseñable, todo fue rápido. Tan pronto la autopsia de Bruno hubo finalizado, Vinnie se lo llevó en camilla y trajo la segunda boya. Mientras Laurie ayudaba a Vinnie a transportar el cadáver a la mesa, alguien de una mesa vecina exclamó en voz alta:
—¿De dónde ha venido esto, Laurie? ¿De Sleepy Hollow?[1].
Una vez apagado el eco de las carcajadas, Lou se inclinó hacia Laurie para decirle en broma al oído:
—Qué grosero. ¿Quiere que vaya y le dé un sopapo? Laurie se rió.
—Humor negro —dijo—. Muy importante.
Laurie inspeccionó las heridas del cuello de la mujer.
—La mutilación fue hecha después.
—Es un consuelo —dijo Lou.
Notaba que su tolerancia iba disminuyendo con cada nuevo caso. Este cuerpo despedazado le estaba causando más problemas que los otros.
—Tanto la decapitación como la extirpación de las manos fueron hechas con rudeza —dijo Laurie—. Fíjese en las señales de la sierra en los huesos desnudos. Por supuesto que parte de este tejido parece haber sido mordisqueada por peces o cangrejos.
Lou se obligó a mirar, aunque habría preferido no hacerlo. Se sentía ligeramente mareado.
—El resto del torso está bien —dijo Laurie—. No hay señales de mordedura humana.
Lou volvió a tragar saliva.
—¿Esperaba encontrar marcas? —preguntó débilmente.
—Suelen verse señales de mordedura cuando ha habido violación —explicó Laurie—. Pero han de tenerse presentes, de lo contrario pueden pasar inadvertidas.
—Procuraré recordarlo —dijo Lou.
Laurie examinó con cuidado el estómago y el abdomen. El único descubrimiento notable fue una cicatriz en el cuadrante superior derecho siguiendo la línea de las costillas.
—Esto podría ser importante a efectos de identificación —dijo Laurie, señalando la cicatriz—. Supongo que es de una operación de vesícula.
—¿Y si el cadáver no llegara a ser identificado? —preguntó Lou.
—Se quedará en el cuarto frigorífico durante unas semanas —dijo Laurie—. Si para entonces seguimos sin saber quién es, terminará en uno de esos ataúdes de madera de pino que hay en el recibidor.
Laurie abrió el estuche de violación y sacó todo lo que contenía.
—Probablemente, todo esto es pura especulación teniendo en cuenta que el cuerpo ha estado en el río, pero aun así vale la pena intentarlo.
Mientras Laurie cogía las muestras pertinentes le preguntó a Lou si creía que el caso estaba relacionado con los de Bruno o Frank.
—No estoy seguro, pero abrigo mis sospechas. Tengo a una serie de gente, incluidos buceadores de la policía, buscando las manos y la cabeza. Le diré una cosa: quienquiera que se cargó a esta mujer no quería que la identificaran. Teniendo en cuenta las habituales corrientes del East River, el que fuese encontrada en las inmediaciones de donde fueron hallados Frankie y Bruno da a entender que la arrojaron desde el mismo lugar. Bueno, que sí, vaya, creo que puede haber relación.
—¿Qué posibilidades cree que hay de encontrar la cabeza o las manos? —preguntó Laurie.
—No muchas —dijo Lou—. Puede que se hundieran donde el cuerpo fue arrojado, o tal vez no las echaran al río.
Laurie estaba ahora examinando el interior del cadáver. Vio que la víctima había sufrido dos intervenciones quirúrgicas: una extirpación de vesícula y una histerectomía.
Habiendo terminado tres de los cuatro casos antes de mediodía, Laurie se sintió lo bastante a gusto para proponerle a Lou que fueran a tomar un café. Lou accedió muy contento, diciendo que le vendría bien fortalecerse después de la severa prueba matutina. Aparte, iba a tener que volver a su oficina. Habiendo visto ya las autopsias que le interesaban, no podía justificar estar más tiempo fuera. Le dijo en broma a Laurie que iba a tener que hacer la segunda sobredosis sin su ayuda.
Tras haberse quitado las gafas protectoras, el delantal y el uniforme verde, Laurie llevó a Lou hasta la máquina de café que había en la sala de Identificación. Como estaba en la planta de arriba, fueron por la escalera. Laurie tomó asiento en un sillón mientras Lou se sentaba en una esquina del escritorio. Tal como había pasado el día anterior, el proceder de Lou varió cuando estaba a punto de irse. Se volvió torpe y vergonzoso e incluso consiguió tirarse un poco de café en la pechera de su camisa verde matorral.
—Lo siento —dijo, tratando desmañadamente de limpiarse las manchas con una servilleta—. Espero que el café no manche.
—No sea tonto, hombre —dijo Laurie—. Esta ropa ha pasado por peores cosas que una mancha de café.
—Supongo que tiene razón —dijo él.
—¿Está pensando en algo? —preguntó Laurie.
—Sí —dijo Lou mirando fijamente su café—. Quería saber si tenía ganas de venir a tomar un bocado esta noche. Sé de un lugar excelente en Little Italy, está en Mulberry Street.
—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo Laurie—. Ayer me preguntó usted si estaba casada. Pero usted no dijo nada de sí mismo.
—No estoy casado.
—¿Lo ha estado alguna vez? —preguntó Laurie.
—Sí, lo estuve —contestó Lou—. Me divorcié hará un par de años. Tengo dos críos: una niña de siete y un niño de cinco.
—¿Los ve?
—Claro que sí —dijo Lou—. ¿Qué se ha creído? ¿Que no voy a ver a mis propios críos? Cada fin de semana están conmigo.
—No hace falta que se defienda —dijo Laurie—. Era pura curiosidad. Ayer, cuando se fue, me di cuenta de que me había preguntado por mi estado civil sin decirme cuál era el suyo.
—Fue un descuido —explicó Lou—. Bueno, ¿qué me dice de ir a cenar?
—Me temo que esta noche tengo otro plan —dijo Laurie.
—Ah, está bien —replicó Lou—. Primero me interroga sobre mi estado civil y mi condición de padre, y luego dice que nones. Supongo que ha quedado con el médico ese de las rosas y la limusina. Ya veo que soy de otra división. —Lou se levantó bruscamente—. Será mejor que me vaya.
—Me parece que se pasa de susceptible —dijo Laurie—. Solo he dicho que esta noche tenía que hacer.
—Conque susceptible, ¿eh? Me acordaré de esta. Bien, ha sido una mañana muy ilustrativa. Muchísimas gracias otra vez. Si encuentra algo de interés en una de las boyas, llámeme por favor.
Diciendo esto, Lou arrojó la taza de plástico a la papelera más próxima y salió de la sala.
Laurie permaneció en su asiento por espacio de unos minutos, sorbiendo el café. Sabía que había herido a Lou y eso la hacía sentir mal. Al mismo tiempo pensaba que Lou se había portado de un modo poco maduro. Parte de ese atractivo de «obrero manual» que ella había observado el día antes había quedado en nada.
Laurie terminó su café y regresó a la sala de autopsias y a su cuarto caso del día: Marion Overstreet, veintiocho años, directora de una importante editorial de Nueva York.
—¿Necesitas algo en especial para este caso? —preguntó Vinnie.
Estaba ansioso por terminar. Laurie negó con un gesto de cabeza. Miró a la joven que estaba tendida en la mesa. Qué pena. Laurie se preguntó si la mujer habría tonteado con la droga de haber sabido por anticipado que iba a pagar tan alto precio.
La autopsia fue muy rápida. Laurie y Vinnie trabajaban bien en equipo. La conversación se reducía al mínimo imprescindible. Era un caso notablemente parecido al de Andrews y al de Robert Evans por el hecho de que Overstreet se había inyectado, y no esnifado, la cocaína. Únicamente existían ciertas sorpresas que Laurie pensaba hacer estudiar a Cheryl Myers o a otro de los investigadores médicos. A las doce cuarenta y cinco, Laurie salía de la sala principal de autopsias.
Después de cambiarse de ropa, Laurie se encargó de llevar personalmente las muestras de cada uno de los casos a Toxicología. El doctor John DeVries estaba almorzando en su despacho. Sobre su mesa había una anticuada fiambrera con un termo puesto sobre la tapadera abombada.
He terminado las dos sobredosis —dijo Laurie—. Le traigo las muestras de Toxicología.
—Déjelas sobre la mesa del laboratorio —repuso él. Tenía un emparedado en cada mano.
—¿Ha habido suerte con los contaminantes del caso Andrews? —preguntó Laurie esperanzada.
—Hace solo unas horas que ha estado usted aquí. Le avisaré cuando haya algo.
—Lo antes posible —le apremió Laurie—. Bien, no quiero hacerme pesada, pero es que estoy totalmente convencida de que se trata de algún tipo contaminante. Y si es así, necesito encontrarlo.
—Si es así, lo encontraremos. Pero, por Dios, denos una oportunidad.
—Gracias —dijo Laurie—. Procuraré tener paciencia. Solo que…
—Sí, lo sé —le interrumpió John—. Ya me he enterado. ¡Por favor!
—Ya me voy —dijo Laurie, levantando las manos en alto para dar a entender que se rendía.
De vuelta en su despacho, Laurie almorzó un poco, dictó las autopsias de la mañana e intentó resolver parte del papeleo. Vio que no podía quitarse de la cabeza los casos de sobredosis.
Lo que la preocupaba era el fantasma de nuevos casos. Si había en la ciudad alguna fuente de contaminación, significaba que habría más muertes, y este punto dependía de cómo jugara John DeVries. Ella no podía hacer nada más.
¿O sí? ¿Cómo podía evitar más muertes? La clave estaba en advertir al público. ¿No acababa de sermonearle Bingham por causa de la responsabilidad social y política de su trabajo?
Con esta idea en mente, Laurie cogió el teléfono y llamó al despacho del jefe. Le preguntó a la señora Sanford si creía que el doctor Bingham podría verla un momento.
—Me parece que hay un hueco —dijo la señora Sanford—, pero va a tener que venir inmediatamente. El doctor tiene una comida en el ayuntamiento.
Cuando entró en el despacho de Bingham, Laurie comprendió enseguida que el inspector médico en jefe no iba a concederle más de un minuto de su tiempo. Bingham le preguntó qué quería y Laurie hizo una sucinta explicación de los hechos que rodeaban a los tres casos de sobredosis de heroína. Resaltó la elevada condición social de los tres casos, el que ninguno de ellos pareciese haber sufrido las penas de la adicción y que las tres víctimas se hubieran inyectado la cocaína.
—Me hago cargo —dijo Bingham—. ¿Qué opina usted?
—Da la impresión de que asistimos al inicio de una serie —dijo Laurie—. Me preocupa que pueda haber un contaminante tóxico en alguna partida de cocaína.
—¿No le parece que es una conclusión demasiado fantástica habiendo solamente tres casos?
—El problema es que yo preferiría que no pasara de ahí —dijo Laurie.
—Un encomiable propósito —observó Bingham—. Pero ¿está segura de que existe ese supuesto?
—¿Qué dice John?
—Lo está mirando —explicó Laurie.
—¿No ha encontrado nada?
—Todavía no —confesó Laurie—. Pero de momento solo ha hecho una cromatografía de capa fina.
—O sea que habrá que esperar a que John termine —dijo Bingham, poniéndose de pie.
Laurie se quedó sentada. Si había llegado tan lejos, no iba a rendirse aún.
—Estaba pensando que tal vez podríamos hacer unas declaraciones a la prensa. Se podría dar un aviso…
—Descartado —dijo Bingham—. No pienso poner en juego la integridad de este servicio por una suposición basada en tres casos. ¿No cree que se ha precipitado al venir aquí? ¿Por qué no espera a ver lo que descubre John? Además, este tipo de declaración requeriría mencionar nombres, y los Andrews no tardarían nada en echarme encima al alcalde y a toda su caballería.
—Bueno, era solo una sugerencia —dijo Laurie.
—Gracias, doctora —replicó Bingham—. Y ahora, si me disculpa, se me hace tarde.
A Laurie le disgustaba que Bingham no hubiera dado asenso a esa sugerencia suya, pero sin pruebas más concluyentes era inútil forzar las cosas. Solo deseaba poder hacer alguna cosa antes de que en su lista aparecieran otros casos de sobredosis.
Fue entonces cuando tuvo la idea. En su época de prácticas en Miami, Laurie debió realizar varias investigaciones in situ, y pensó que si hacía un recorrido por los posibles lugares futuros, tal vez podría sacar alguna pista.
Laurie acudió al departamento de investigación médica forense donde encontró a Bart Arnold, jefe del departamento, sentado a su mesa. Entre dos de sus innumerables conversaciones telefónicas, Laurie le dijo que deseaba le notificasen la llegada de cualquier caso de sobredosis parecido a los tres que le habían asignado. Fue muy explícita. Bart le aseguró que se lo haría saber a los demás, incluyendo los médicos de turno que atendían las llamadas nocturnas.
Laurie estaba a punto de volver a su despacho cuando recordó que también debía solicitar que las autopsias de casos similares se le asignaran a ella. Lo cual quería decir hablar con Calvin.
—Siempre me preocupa que alguien de la tropa quiera verme —dijo Calvin cuando Laurie asomó por su despacho—, ¿de qué se trata, doctora? Mejor será que no me hable de vacaciones. Con la cantidad de trabajo que tenemos, hemos decidido cancelar todas las vacaciones de este año.
—¡Vacaciones! ¡Eso quisiera yo! —dijo Laurie con una sonrisa. A pesar de sus modales, Calvin le merecía respeto y despertaba en ella genuino afecto—. Quería darle las gracias por asignarme esos dos casos de sobredosis.
Calvin levantó una ceja.
—Bien, algo es algo. Nunca me dan las gracias por eso. Aunque tengo la impresión de que hay algo más.
—Porque usted es muy suspicaz —bromeó Laurie—. Los casos me han parecido realmente interesantes. Más que eso. La verdad es que deseaba solicitar que se me asigne cualquier otro caso parecido.
—¡Un recluta pidiendo trabajo! —dijo Calvin—. Eso enardece hasta a un pobre administrador como yo. Tendrá todo el que quiera. Pero solo para no equivocarme, ¿a qué se refiere con «caso parecido»? Si le encargo todas las sobredosis, va a tener que quedarse las veinticuatro horas aquí.
—Me refiero a casos de toxicidad o sobredosis de gente de la clase alta —dijo Laurie—. Como los que me ha dado esta mañana. Personas entre veinte y cuarenta años, cultas y en buen estado físico.
—Me ocuparé personalmente de que los tenga todos —dijo Calvin muy animado—. Pero debo hacerle una advertencia. Si pretende hacer horas extraordinarias, no espere que se las pague.
—Confío en que no tenga que hacerlas —dijo Laurie.
Después de despedirse de Calvin, Laurie volvió a su despacho y se puso a trabajar. El positivo encuentro con Calvin la había compensado de su entrevista con Bingham y, con una pizca de tranquilidad de ánimo, Laurie pudo ahora concentrarse en sus cosas. Fue capaz de hacer más trabajo del que esperaba y firmó varios casos, entre ellos la mayoría de las autopsias del fin de semana. Incluso le dio tiempo de asesorar a una abrumada familia acerca de la repentina muerte de su criatura en la cuna. Laurie fue capaz de asegurarles que no habían tenido la culpa.
El único problema que se le presentó a primera hora de la tarde fue una llamada de Cheryl Myers, quien le dijo que no le había sido posible encontrar circunstancias médicas en el pasado de Duncan Andrews. El único contacto de la víctima con un hospital tuvo lugar a raíz de un partido de rugby en el instituto.
—¿Quieres que siga mirando? —preguntó Cheryl tras una pausa.
—Sí —dijo Laurie—. No estará de más. Trata de remontarte a su infancia.
Laurie era consciente de que esperaba un milagro, pero quería hacer el trabajo a conciencia. Así, podría pasarle los problemas a Calvin Washington. Llegó a la conclusión de que Lou estaba en lo cierto: si los poderes fácticos querían deformar los informes por conveniencia política, que lo hicieran ellos.
Al caer la tarde, Laurie empezó a pensar otra vez en los casos de sobredosis. Tuvo el antojo de averiguar dónde vivían Evans y Overstreet. Tomó un taxi en la Primera Avenida y le pidió que fuera a Central Park South. La dirección de Evans estaba cerca de Columbus Circle.
Cuando el taxi llegó a su destino, Laurie le dijo que esperase. Saltó del taxi para echar un vistazo con calma al edificio. Intentaba recordar quién más vivía por allí, alguna estrella de cine, seguro. Probablemente debía de haber docenas de actores y actrices viviendo en las inmediaciones. Con sus vistas al parque y su proximidad a la Primera Avenida, Central Park South era de lo mejorcito en cuanto a propiedad inmobiliaria. En Manhattan había pocas zonas mejores que esa.
Laurie trató de imaginarse a Robert Evans andando por la calle con paso confiado y entrando en su casa, cartera en mano, entusiasmado por la perspectiva de una velada social en Nueva York. Era difícil hacer encajar una imagen semejante con una muerte tan prematura y gratuita.
De vuelta en el taxi, Laurie pidió que la llevara a casa de Marion Overstreet un acogedor edificio de tres pisos en la Calle 67 Oeste, a una manzana de Central Park. Esta vez ni se bajó del coche. Se limitó a mirar la bella residencia y de nuevo intentó imaginarse a la editora con vida. Satisfecha su curiosidad, Laurie pidió al confuso taxista que la llevara de vuelta al servicio de inspección médica.
Después del enfrentamiento de esa mañana con Bingham a propósito de su visita al piso de Duncan Andrews, Laurie no había pensado en ningún momento en meterse en casa de alguna de las víctimas. Se había limitado a mirar desde fuera. No sabía qué la había impulsado a hacerlo, y cuando volvió al trabajo pensó si habría sido una mala idea. El paseo la había puesto triste al hacer más reales las víctimas y su tragedia.
En el despacho, Laurie se encontró con su compañera Riva, quien la felicitó por las rosas. Laurie le dio las gracias y miró las flores. En su actual estado de ánimo creyó ver que las rosas habían pasado de sugerir un ambiente festivo por la mañana a parecer ahora el símbolo de la aflicción, con su aspecto casi fúnebre.
* * *
Lou Soldano seguía molesto consigo mismo mientras conducía por Queensboro Bridge de Manhattan a Queens. Haberse expuesto de tal manera a ser rechazado le parecía propio de tontos. ¿Pero en qué estaba pensando? Ella era una doctora, caramba, criada además en el East Side de Nueva York. ¿De qué habrían hablado? ¿De los Mets, de los Giants? Qué va. Lou era el primero en admitir que no era el tipo más culto de la ciudad y que no sabía gran cosa de casi nada a excepción de deportes y de ejecución de la ley.
—¿Ve usted a sus hijos? —dijo Lou en voz alta haciendo una imitación burlonamente cruda del agudo tono de voz de Laurie.
Con un breve chillido, Lou aporreó el volante y sin querer le dio a la bocina de su Chevrolet Caprice. El conductor del coche de delante se volvió para dedicarle un significativo gesto con el dedo medio.
—Vale, y a ti también —dijo Lou.
Tenía ganas de coger la luz de emergencia, ponerla sobre el salpicadero y salir por aquel tío. Pero no lo hizo. Lou no era de esos. No abusaba de su autoridad, aunque sí lo hacía regularmente en su imaginación.
—Tenía que haber ido por Triborough Bridge —murmuró mientras se metía en el atasco de Queensboro.
Desde el último tercio del puente hasta la misma confluencia con Northern Boulevard era parar y arrancar, sobre todo parar. Lou tuvo tiempo de pensar en la última vez que había visto a Paul Cerino.
Unos tres años antes, Lou había ascendido a sargento detective. Continuaba en la sección de Crimen Organizado y había estado pisándole los talones a Cerino por espacio de cuatro largos años. Así que fue una sorpresa cuando la operadora de comisaría le había dicho que un tal Paul Cerino estaba al otro lado de la línea. Desconcertado por el hecho de que el hombre a quien perseguía le telefonease, Lou había levantado el auricular con gran curiosidad.
—Eh, ¿cómo le va? —había dicho Paul como si fueran grandes amigos—. He de pedirle un favor. ¿Le importa pasarse por casa esta tarde cuando salga del trabajo?
Ser invitado a casa de un gánster era algo tan extraño que Lou había sido reacio a comentarlo con nadie. Pero al final se lo dijo a su socio, Brian O’Shea, quien pensó que había sido una locura aceptar la invitación.
—¿Y si ha planeado eliminarte? —le preguntó Brian.
—¡Pero qué dices! —había respondido Lou—. No me llamaría a la comisaría si tuviese intención de liquidarme. Además, aunque lo hubiera pensado, él nunca se mezclaría ni de lejos en una cosa así. No. Quizá quiere hacer un trato. Puede que ande detrás de otra persona. De todos modos, voy a ir. A lo mejor vale la pena.
De manera que Lou acudió a la cita con la enorme esperanza de hacer algún importante descubrimiento que a su juicio podría desembocar en un elogio por parte del jefe.
Por supuesto, la visita iba en contra de la opinión de Brian y este insistió en acompañarle pero esperando en el coche. El trato era que si Lou no salía al cabo de media hora, Brian avisaría a una brigada antidisturbios.
Fue con enorme inquietud que Lou subió la escalinata de la modesta casa de Cerino en Clintonville Street, en el barrio de Whitestone. La propia apariencia de la casa acrecentó la ansiedad que Lou sentía. Algo no encajaba. Con los montones de dinero que aquel hombre debía de sacar de sus actividades ilegales con el añadido de su único esfuerzo legal, la American Fresh Fruit Company, era todo un misterio que viviera en una casa tan pequeña y sin pretensiones.
Tras mirar por última vez a Brian, cuya inquietud solo había servido para aguijonear el nerviosismo ya exaltado de Lou, y después de comprobar por última vez que llevaba en la pistolera su Smith & Wesson del especial, Lou llamó al timbre. Fue la señora Cerino quien abrió la puerta. Lou respiró hondo y entró.
Lou se rió con ganas hasta que le saltaron las lágrimas. Tres años después la experiencia seguía provocándole la misma reacción. Riendo aún, Lou echó un vistazo al coche que tenía inmediatamente a su izquierda. El conductor le miraba como quien mira a un loco, riéndose como estaba en medio del monstruoso atasco.
Pero a pesar del tráfico, Lou pudo seguir riéndose del susto que tuvo cuando entró aquel día en casa de Cerino esperando lo peor. ¡Sin sospecharlo en absoluto se había metido en una fiesta sorpresa para celebrar su ascenso a sargento detective!
En esa época, Lou acababa de separarse de su mujer, así que el ascenso no había trascendido más allá de la comisaría. Cerino se había enterado de alguna manera y había decidido dar una fiesta. Estuvieron el señor y la señora Cerino acompañados de sus dos hijos, Gregory y Steven. Hubo pastel y gaseosa. Lou fue incluso a buscar a Brian.
Lo irónico del caso era que Lou y Paul habían sido enemigos durante tanto tiempo que casi se habían hecho amigos. Al fin y al cabo, sabían mucho el uno del otro.
Lou tardó casi una hora en llegar a casa de Paul, y para cuando estaba subiendo las escaleras era casi la misma hora que cuando Paul había organizado la fiesta sorpresa. Lou lo recordaba como si hubiera sido ayer.
Al mirar por las ventanas que daban a la calle, Lou vio que las luces de la salita estaban encendidas. Afuera estaba oscureciendo, aunque no eran más que las cinco y media. El invierno se acercaba.
Lou pulsó el timbre de la puerta principal y oyó el sonido amortiguado de las campanillas. Gregory, el mayor, acudió a abrir. Tendría unos diez años. Reconoció a Lou, le saludó amistosamente y le invitó a pasar. Gregory era un chico muy educado.
—¿Está tu padre en casa? —preguntó Lou.
Acababa de preguntarlo cuando Paul salió de la sala de estar, sin zapatos y aferrándose a un bastón de punta roja. De fondo se oía la radio.
—¿Quién es? —preguntó a Gregory.
—El detective Soldano —dijo Gregory.
—¡Lou! —exclamó Paul, viniendo directamente hacia él con la mano tendida.
Lou saludó a Paul estrechándole la mano e intentó verle los ojos que este ocultaba tras unas gafas ahumadas de espejo. Paul era un hombre fornido con un moderado exceso de peso, de modo que sus facciones pequeñas quedaban como hundidas en su rostro carnoso. Tenía el pelo casi negro, muy corto, y unas orejas grandes de lóbulos sobresalientes. Ambas mejillas lucían marcas rojizas de piel recién cicatrizada. Lou supuso que era debido al ácido.
—¿Te apetece un café? —dijo Paul—. ¿Prefieres un poco de vino? —Sin esperar respuesta, Paul llamó a Gloria a gritos. Gregory apareció de nuevo acompañado de Steven, el menor de los Cerino. Tenía ocho años.
—Entra —dijo Paul—. Siéntate. Cuéntame cómo va todo. ¿Sigues casado?
Lou siguió a Paul a la salita. Era evidente que Paul se había adaptado bien a su reducida agudeza visual, al menos en su casa. No usó el bastón para llegar hasta la radio y apagarla, ni tampoco para encontrar su sillón favorito en el que se hundió con un suspiro.
—Me ha dolido saber lo de tus ojos —dijo Lou, sentándose enfrente de Paul.
—Son cosas que pasan —respondió Paul con filosofía.
Entró Gloria y saludó a Lou. Al igual que Paul, estaba entrada en carnes; era una mujer rolliza de cara amable y gentil. Si sabía a qué se dedicaba su marido, nunca soltaba prenda. Actuaba como la típica ama de casa de clase media baja que tiene que hacer equilibrios para llegar a final de mes. Lou se preguntaba dónde metía Paul todo el dinero que iba acumulando.
En respuesta a la contestación positiva de Lou respecto al café, Gloria se metió en la cocina.
—Me he enterado hoy mismo de tu accidente —dijo Lou.
—No se lo he dicho a todos mis amigos —dijo Paul con una sonrisa.
—¿Estaba metida la familia Lucia? —preguntó Lou—. ¿Fue Vinnie Dominick?
—¡No! —dijo Paul—. Qué va. Fue un accidente. Estaba intentando poner el coche en marcha y explotó la batería. Me saltó ácido a la cara.
—Venga, Paul —dijo Lou—. Si he venido es para compadecerme de ti. Lo menos que podrías hacer es decirme la verdad. Sé que el ácido te lo arrojaron a la cara. Solo se trata de saber quién fue el responsable.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Cerino.
—Me lo dijo personalmente alguien que lo sabe de primera mano —dijo Lou—. De hecho me vino de una fuente completamente fiable. ¡Tú!
—¿Yo? —dijo Paul con una sonrisa sincera.
Gloria llegó con un café solo para Lou. Este se sirvió azúcar. Gloria se retiró y los chicos también.
—Me has picado la curiosidad —dijo Paul—. Explícame cómo es que yo he sido la fuente de este rumor.
—Tú lo contaste a tu médico, Jordan Scheffield —dijo Lou—. Él se lo dijo a una inspectora médica de nombre Laurie Montgomery y ella me lo dijo a mí. Y la razón de que yo hablara con ese inspector médico fue porque fui al depósito para ver un par de autopsias. Víctimas de homicidio; puede que los nombres te suenen: Frankie DePasquale y Bruno Marchese.
—Ni idea —dijo Paul.
—Son gente de Lucia —siguió Lou—. Y es curioso, uno de ellos tenía quemaduras de ácido en los ojos.
—Espantoso —dijo Cerino—. Ya no se hacen baterías como las de antes.
—O sea que insistes en que el ácido era de batería, ¿no? —preguntó Lou.
—Pues claro —dijo Paul—. Así fue como ocurrió.
—¿Qué tal los ojos? —preguntó Lou.
—Bastante bien, teniendo en cuenta lo que podría haber pasado —dijo Cerino—. Aunque el doctor dice que quedaré bien después de las operaciones. Primero tendré que esperar una temporada, pero seguro que tú ya sabes de eso…
—¿A qué te refieres? —dijo Lou—. Lo único que yo sé de ojos es que tenemos dos.
—Yo tampoco sabía gran cosa —dijo Paul—. Antes de que pasara esto, al menos. Pero he aprendido desde entonces. Yo creía que trasplantaban todo el ojo. Como si cambiaras una lámpara de una radio antigua, ya sabes; enchufar la cosa con las clavijas en su sitio y ya está. Pero no va así. Solamente trasplantan la córnea.
—Primera noticia —dijo Lou.
—¿Quieres ver cómo me han quedado? —preguntó Paul.
—No estoy seguro —dijo Lou.
Paul se quitó las gafas de espejo.
—¡Jo! —dijo Lou—. Vuelve a ponerte las gafas. Lo siento, Paul. Es horroroso. Es como si te hubieran puesto dos canicas blancas en los ojos.
Paul se rió entre dientes mientras volvía a ponerse las gafas de sol.
—Yo pensaba que un poli bregado como tú se sentiría satisfecho de que su enemigo de años haya caído en desgracia.
—¡No, hombre, no! —dijo Lou—. Yo no quiero verte lisiado. Te quiero ver entre rejas.
Paul se rió.
—Sigues con eso, ¿eh?
—Meterte en chirona continúa siendo una de las metas de mi vida —dijo Lou en tono complaciente—. Y el haber encontrado esa quemadura en el ojo de Frankie DePasquale me da cierta esperanza. Llegado a este punto, me parece claro sospechar que estás detrás del asesinato del chico.
—Vamos, Lou —dijo Paul—. Que puedas pensar esto de mí después de tantos años hiere mis sentimientos.