18.51, martes, Manhattan
—¡Coño! —exclamó Tony—. Otra vez esperando. Cada noche lo mismo. Yo pensaba que después de coger a ese cabrón de DePasquale las cosas empezarían a moverse. Pero qué va, aquí estamos espera que te espera como si no hubiera pasado nada.
Angelo se inclinó hacia delante e hizo caer la ceniza de su cigarrillo en el cenicero para luego apoyarse en el respaldo. Esa misma tarde se había prometido a sí mismo ignorar a Tony. Angelo contempló el ajetreo de la calle. La gente salía de casa camino del trabajo, sacaba el perro a pasear o volvía de la tienda de comestibles. Él y Tony habían aparcado en Park Avenue, en una zona de carga y descarga entre la Calle 81 y la Calle 82. A ambos lados de la calle se agolpaban altísimos edificios de apartamentos cuya primera planta estaba ocupada por despachos de profesionales.
—Voy a salir a hacer un poco de gimnasia —dijo Tony.
—¡Que te calles, joder! —gritó Angelo pese a su juramento de no hacer caso a su compañero—. Ya hablamos de esto anoche. Tú no sales a hacer ejercicios cuando estamos esperando entrar en acción. Pero ¿qué te pasa? ¿Vas a poner un rótulo de neón para que la poli sepa que estamos aquí? Se supone que no debemos llamar la atención. ¿Es que no lo entiendes?
—Muy bien —dijo Tony—. No te cabrees. ¡Aquí me quedo!
Completamente frustrado, Angelo sopló entre sus labios fruncidos y se puso a marcar un nervioso ritmo sobre el volante con dos dedos de su mano derecha. Tony estaba agotando incluso la ensayada paciencia de Angelo.
—Si queremos colarnos en el despacho del doctor, ¿por qué no entramos y ya está? —dijo Tony tras una pausa—. No tiene sentido esperar tanto rato.
—Estamos esperando a la secretaria —dijo Angelo—. Hay que asegurarse de que no hay nadie. Es más, ella nos hará pasar. No queremos echar ninguna puerta abajo.
—Si ella nos deja pasar, es que está dentro y entonces quiere decir que hay alguien —dijo Tony—. Esto no tiene pies ni cabeza.
—Confía en mí —dijo Angelo—. Es la mejor manera de hacer lo que hemos de hacer.
—A mí nadie me explica nada —se quejó Tony—. Toda esta operación es muy rara. Entrar en el despacho de un doctor es una locura. Peor que cuando fuimos al Depósito de órganos de Manhattan. Al menos allí sacamos unos cientos en metálico. ¿Qué diablos vamos a encontrar en la consulta de un doctor?
—Si no tardamos mucho, también podemos mirar si hay algo de pasta —dijo Angelo—. Y podemos buscar Percodan y cosas por el estilo, si eso te hace feliz.
—Vaya manera de conseguir pastillas —murmuró Tony. Angelo se echó a reír pese a este agravio.
—¿Qué opinas del viejo Doc Travino? —preguntó Tony—. ¿Crees que sabe lo que se dice?
—Personalmente, tengo mis dudas —confesó Angelo—. Pero Cerino se fía de él y eso es lo que importa.
—Venga, Angelo —gimoteó Tony—. Dime para qué vamos a entrar. ¿Es que Cerino no está contento con su médico?
—Cerino está encantado con él —dijo Angelo—. Dice que es el mejor del mundo. De hecho, por eso vamos a entrar.
—Pero ¿a hacer qué? Si me lo dices, me callo.
—A buscar unas fichas —dijo Angelo.
—Sabía que era una locura pero no tanto —dijo Tony—. ¿Y qué vamos a hacer con esas fichas?
—Me has dicho que te callarías si te decía qué es lo que buscábamos, o sea que ¡cállate! Además, se supone que no has de preguntar tanto.
—Lo ves, de eso me lamentaba yo —dijo Tony—. Nadie me cuenta lo que pasa. Si supiera un poco más, podría colaborar; podría ayudar más.
Angelo se rió con sarcasmo.
—Ya veo que no me crees —se lamentó Tony—. Pero es verdad, ¡ponme a prueba! Estoy seguro de que podría hacer alguna buena sugerencia…
—Todo irá bien —le aseguró Angelo—. Hacer planes no es tu fuerte. Lo tuyo es dar palizas y cargarte a la gente.
—Eso sí es verdad —concedió Tony—. Es lo que más me gusta. ¡Pum! Y se acabó. Nada de complicaciones.
—En las próximas dos semanas habrá suficiente jaleo como para que hasta tú quedes satisfecho —le prometió Angelo:
—Ojalá —dijo Tony—. Puede que eso me compense de tanto esperar.
—Allá va —dijo Angelo, señalando con el dedo a una mujer robusta que salía de una de las casas de apartamentos. Iba abrochándose un abrigo rojo con una mano mientras con la otra se sostenía el sombrero.
—Muy bien. Vamos —dijo Angelo—. Pero procura que no se te vea la artillería, y deja que hable yo.
Angelo y Tony salieron del coche y se aproximaron a la mujer cuando esta iba a tomar un taxi.
—¡Señora Schulman! —llamó Angelo.
La mujer se volvió hacia él. Su recelosa arrogancia se evaporó en cuanto hubo reconocido a Angelo.
—Hola, señor… —dijo, tratando de recordar su apellido.
—Facciolo —propuso Angelo.
—Naturalmente —dijo ella—. ¿Cómo le va al señor Cerino?
—Estupendamente, señora Schulman —dijo Angelo—. Está haciendo progresos con el bastón. Pero me ha pedido que venga a hablar con usted. ¿Tiene un minuto?
—Supongo que sí —dijo la señora Schulman—. ¿De qué quiere hablar?
—Se trata de algo confidencial —dijo Angelo—. Preferiría que viniese un momento al coche.
Angelo hizo un gesto en dirección al Lincoln sedán negro. Obviamente desconcertada por su petición, la señora Schulman musitó algo sobre que tenía que ir a no sé dónde. Angelo deslizó una mano en el bolsillo de su americana y levantó la Walther automática lo suficiente para que ella pudiera distinguir la culata.
—Me temo que debo insistir —dijo Angelo—. No tardaremos mucho y después nos aseguraremos de dejarla en el lugar más conveniente.
La señora Schulman miró a Tony, y este le devolvió una sonrisa.
—De acuerdo —dijo nerviosa—. Mientras no tardemos mucho…
—Eso dependerá de usted —dijo Angelo, andando hacia el coche.
Tony iba delante indicando el camino. La señora Schulman se subió al asiento delantero cuando Tony le abrió la puerta con una reverencia. Angelo montó en el asiento del conductor y Tony subió atrás.
—¿Tiene esto algo que ver con Danny, mi marido? —preguntó la señora Schulman.
—¿Danny Schulman, de Bayside? —dijo Angelo—. ¿Está casada con él?
—Sí —dijo la señora Schulman.
—¿Quién es Danny Schulman? —preguntó Tony desde atrás.
—Tiene un garito en Bayside, el Crystal Palace —dijo Angelo—. Va mucha gente del clan Lucia.
—Está muy bien relacionado —dijo la señora Schulman—. Quizá es con él con quien quieren hablar…
—No, esto no tiene nada que ver con Danny —dijo Angelo—. Solo queremos saber si no hay nadie en el despacho del doctor.
—Por hoy ya se han ido todos —aseguró la señora Schulman—. He cerrado con llave como siempre.
—Bien —dijo Angelo—, porque queremos que vuelva adentro. Nos interesan ciertas fichas.
—¿Qué fichas? —preguntó la señora Schulman.
—Se lo diré en cuanto hayamos entrado —dijo Angelo—, pero antes quiero que sepa que si intenta hacer alguna tontería, será la última que haga en su vida. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
—No está mal —dijo la señora Schulman recuperando un poco la compostura.
—Tranquila, que no pasa nada —añadió Angelo—. Somos gente civilizada.
—Comprendo —dijo la señora Schulman.
—¡Bueno! Vamos allá —dijo Angelo, abriendo su portezuela.
* * *
—Hola, señorita Montgomery —dijo George.
George era uno de los porteros de la casa de los padres de Laurie. Llevaba en ese puesto tres décadas. Aparentaba sesenta años pero tenía setenta y dos. Gustaba de decirle a Laurie que él había sido el que abrió la puerta del taxi el día que su madre trajo a Laurie del hospital unos días después de dar a luz.
Tras charlar unos momentos con George, Laurie subió a casa de sus padres. ¡Cuántos recuerdos! Hasta el olor le resultaba familiar. Pero más que a otra cosa, el apartamento le recordaba ese día funesto en que halló a su hermano muerto. Habría querido que sus padres se mudaran después de la tragedia para no tener que estar acordándose a cada momento de la sobredosis.
—¡Hola, querida! —canturreó su madre al hacer pasar a Laurie al vestíbulo.
Dorothy Montgomery se inclinó para ofrecerle la mejilla a su hija. Olía a perfume caro. Su pelo gris plata estaba cortado al estilo que últimamente lucían las portadoras de las revistas de modas. Dorothy era una mujer pequeña y vivaracha de sesenta y pico años, aunque, gracias a haberse estirado la cara por segunda vez, parecía más joven. Mientras Dorothy ayudaba a Laurie a quitarse el abrigo lanzó una mirada crítica al atuendo de su hija.
—Ya veo que no te has puesto el conjunto de lana que te regalé.
—Pues no, mamá, no me lo he puesto —dijo Laurie y cerró los ojos esperando que su madre no empezara tan pronto a meterse con ella.
—Al menos podías haberte puesto un vestido.
Laurie se contuvo de responder. Había elegido una blusa estampada con adornos de piedras de imitación y unos pantalones de lana que había comprado por catálogo. No hacía ni una hora que le había parecido un conjunto de los mejores. Ahora no estaba segura.
—Da lo mismo —dijo Dorothy tras colgar el abrigo de Laurie—. Vamos, quiero que conozcas a todo el mundo y sobre todo al doctor Scheffield, nuestro invitado de honor.
Dorothy llevó a Laurie al salón de etiqueta, una habitación exclusivamente reservada para recibir. Había ocho personas en la sala, cada cual con su copa en una mano y su canapé en la otra. Laurie reconocía a la mayoría de los invitados, cuatro matrimonios amigos de sus padres desde hacía años. De los hombres, tres eran médicos y el otro, banquero. Al igual que su madre, las esposas no eran mujeres de carrera. Dedicaban su tiempo a la beneficencia, como hacía su madre.
Después de cruzar unas palabras, Dorothy se llevó a su hija hasta la biblioteca, donde Sheldon Montgomery le estaba enseñando a Jordan Scheffield unos libros raros de medicina.
—Sheldon, presenta a tu hija —ordenó Dorothy, interrumpiendo a su marido en mitad de una frase.
Los dos hombres levantaron la vista del libro que Sheldon tenía en las manos. La mirada de Laurie pasó del austero rostro aristocrático de su padre al de Jordan Scheffield.
Y quedó agradablemente sorprendida. Había esperado que Jordan se pareciese a la imagen que ella tenía de los oftalmólogos: que hubiera sido mayor, más grueso, rechoncho y, desde luego, menos atractivo. Pero el hombre que estaba delante suyo era descaradamente guapo, tenía el pelo rubio, color de arena, la piel bronceada, unos ojos azul intenso y las facciones angulosas y muy marcadas. No solo no parecía oftalmólogo, sino que ni siquiera parecía médico. Tenía aspecto de atleta profesional. Era más alto aún que el padre de Laurie, que medía metro ochenta y seis. Y en vez de llevar un traje de cuadros escoceses como su padre, vestía pantalón ancho color canela, blazer azul y una camisa blanca con el cuello abierto. Ni siquiera se había puesto corbata.
Laurie le estrechó la mano a Jordan mientras Sheldon hacía las presentaciones. El apretón de él fue enérgico y confiado. Jordan la miró a los ojos y sonrió afablemente.
Laurie vio enseguida que a Sheldon le caía bien Jordan cuando este le dio unas fuertes palmadas en la espalda insistiendo en que le trajese un poco más de whisky escocés que solía esconder cuando había visitas. Sheldon fue por el preciado licor, dejando a Laurie y Jordan solos.
—Sus padres son muy hospitalarios —dijo Jordan.
—Es natural —contestó Laurie—. Les encanta recibir. Estaban ilusionadísimos con que viniera usted esta noche.
—Me alegro de estar aquí. Su padre no hacía más que cantar sus alabanzas. Tenía ganas de conocerla.
—Gracias —dijo Laurie. Le sorprendía un poco que su padre hablara de ella, y no digamos ya que hablara bien—. Igualmente —añadió Laurie—. Con franqueza, no es usted como yo esperaba.
—¿Qué es lo que esperaba? —preguntó Jordan.
—Bien —dijo Laurie, ligeramente desconcertada de pronto—. Pensaba que tendría aspecto de oftalmólogo.
Echando la cabeza hacia atrás, Jordan se rió de buena gana:
—¿Y qué aspecto diría usted que tiene un oftalmólogo?
Fue un alivio para Laurie que su padre llegara en ese momento con la segunda copa para Jordan, ahorrándole así una explicación. Sheldon le dijo a Jordan que quería enseñarle unos antiguos instrumentos quirúrgicos en el estudio. Cuando Jordan se alejaba obediente detrás de su anfitrión, le dedicó a Laurie una sonrisa de complicidad.
Jordan fue el encargado de alegrar el ambiente durante la cena. Consiguió que hasta los más reservados se soltaran. Por primera vez en muchísimo tiempo la sala se llenó de cordiales carcajadas.
Sheldon animó a Jordan para que contara ciertas historias de pacientes famosos que ya le había contado a él. Jordan estuvo contentísimo de hacerlo y volvió a explicar esas anécdotas de un modo exuberante y casi jactancioso que hizo reír a todos los presentes. Incluso Laurie, que había tenido un día especialmente emotivo, relegó sus problemas a un segundo plano mientras oía a Jordan contar cosas divertidas de los ricos y famosos que cada día pasaban por su consulta.
La especialidad de Jordan era la parte anterior del ojo, particularmente la córnea. Pero también realizaba algunas operaciones de cirugía plástica. Había tratado un buen número de celebridades, desde estrellas de cine hasta miembros de la realeza. Jordan consiguió que todos se desternillaran de risa con la anécdota de un príncipe de Arabia Saudí que se presentó en su despacho junto con docenas de sirvientes. Luego trató de impresionarles nombrando varias figuras del deporte que habían pasado por sus manos. Por último, mencionó que de vez en cuando trataba a algún mafioso.
—¿Quiere decir de la mafia? —preguntó Dorothy con horrorizada incredulidad.
—Exactamente —dijo Jordan—. Pongo a Dios por testigo. Genuinos gánsteres. Veréis, el caso es que este mismo mes he visitado a un tal Paul Cerino, que a todas luces está metido en el hampa de Queens.
Laurie se atragantó con el vino blanco al oír que Jordan mencionaba a Paul Cerino. Se asustó ante la mención de ese nombre por segunda vez el mismo día. La conversación se interrumpió mientras todos la miraban preocupados.
Laurie indicó con un gesto que no era nada y logró decir que estaba bien. Cuando recuperó el habla, le preguntó Jordan de qué estaba atendiendo a Cerino.
—De quemaduras de ácido en los ojos —dijo Jordan—. Alguien le arrojó ácido a la cara. Por suerte fue lo bastante listo para lavarse los ojos con agua casi al momento.
—¡Ácido! Es espantoso —dijo Dorothy.
—El álcali es mucho peor. Puede corroer hasta la córnea.
—Qué horror —dijo Dorothy.
—¿Cómo le han quedado los ojos a Cerino? —preguntó, Laurie.
Estaba pensando en Frank DePasquale y su ojo derecho, preguntándose si no sería ese el punto de partida que Lou había estado esperando.
—Tiene opacidad corneal en ambos ojos a causa del ácido —explicó Jordan—. Pero el hecho de que se lavara con agua impidió que la conjuntiva sufriera mayores daños. Creo que saldrá adelante con unos trasplantes de córnea que le vamos a hacer pronto.
—¿No teme verse mezclado con esta gente? —preguntó un invitado.
—En absoluto —dijo Jordan—. Ellos me necesitan. Les soy de utilidad. No van a hacerme daño. En realidad, lo encuentro bastante cómico y hasta entretenido.
—¿Cómo sabe que Cerino es un gánster? —preguntó otro de los invitados.
—Salta a la vista —rió Jordan—. Siempre viene con varios guardaespaldas a quienes delatan los bultos evidentes de sus americanas.
—Paul Cerino es un hampón famoso —dijo Laurie—. Es uno de los jefes medios del clan Vaccaro, que actualmente está en guerra con la organización Lucia.
—¿Cómo sabes tú esas cosas? —preguntó Dorothy.
—Esta mañana le he hecho la autopsia a la víctima de una ejecución al estilo mafioso. Las autoridades creen que es resultado directo de la rivalidad entre clanes y van detrás de relacionar a Paul Cerino con el asesinato.
—¡Qué horrible! —exclamó Dorothy con desdén—. ¡Basta, Laurie! Hablemos de otra cosa.
—Esta no es conversación para una cena —concedió Sheldon, y, volviéndose a Jordan, agrego—: Debes disculpar a mi hija. Desde que dejó sus estudios y se metió en Patología ha perdido un poco el sentido de la etiqueta.
—¿Patología? —quiso saber Jordan. Miró a Laurie—. No me había dicho que fuese patóloga.
—No me lo ha preguntado —dijo Laurie. Se sonrió sabiendo que Jordan había estado demasiado ocupado hablando de sus propios asuntos como para preguntarle por los suyos—. En realidad, soy patóloga forense y trabajo en el Centro de Inspección Médica de Nueva York.
—¿Y si hablamos de la temporada en el Lincoln Center? —sugirió Dorothy.
—No sé gran cosa de medicina legal —dijo Jordan—. En la facultad solo nos dieron un par de conferencias sobre el particular y antes de empezar nos dijeron que el tema no entraba en el examen. ¿Sabe lo que hice?
Jordan fingió dormir poniéndose a roncar y dejando que la cabeza le cayera sobre el pecho.
Sheldon se rió de las payasadas de Jordan.
—Nosotros solo tuvimos una y yo me fui a la mitad —confesó.
—Creo que deberíamos cambiar de tema —insistió Dorothy.
—Lo que pasa —le dijo Sheldon a Jordan— es que Laurie no quiso hacer cirugía, donde habría podido tratar con seres vivos. Tenemos una chica increíble en el curso de tórax, sabe tanto como un hombre. Laurie también habría podido ser así.
Laurie tuvo que emplear a fondo toda su capacidad de autocontrol para no criticar ferozmente la necia y sexista observación de su padre. Con toda calma, Laurie defendió su especialidad:
—La medicina forense sí trata con seres vivos, y lo hace hablando en nombre de los muertos.
Laurie narró a continuación la historia del rizador de pelo y cómo el saber cuál era la causa del accidente podía en potencia salvar la vida de otras personas.
Cuando Laurie terminó, se produjo un silencio embarazoso. Todo el mundo se quedó mirando su servicio o jugueteando con los cubiertos. Hasta Jordan parecía extrañamente apagado. Dorothy fue quien rompió el silencio al anunciar que el postre y los licores se servirían en el salón. Para cuando el grupo se hubo reunido de nuevo en la sala de estar, Laurie se sentía lo bastante incómoda para pensar en marcharse. Mientras se fijaba en cómo los demás iniciaban sin esfuerzo nuevas conversaciones, ella pensaba en llevar a su madre aparte y ponerle la excusa de que esa noche le tocaba estudiar. Pero antes de que se decidiera, una discreta sirvienta contratada para la velada apareció a su lado con una bandeja llena de copas de coñac. Aceptando la invitación, Laurie dio la espalda al resto de los invitados y con la copa en la mano se dirigió hacia el estudio por el pasillo.
—¿Le importa que la acompañe?
Jordan la había seguido desde la sala.
—Nada de eso —dijo Laurie, ligeramente sobresaltada.
Pensaba que nadie había notado que se iba. Intentó sonreír y se sentó en una suave butaca de piel mientras Jordan se apoyaba cómodamente en un televisor descomunal. Del salón llegaba ruido de risas.
—No pretendía burlarme de su especialidad —dijo él—. De hecho la Patología me parece fascinante.
—¿Ah, sí? —dijo Laurie.
—Me ha gustado lo del rizador de pelo —añadió él—. No tenía ni idea de que uno pudiera electrocutarse con un aparato así como no sea tirándolo a la bañera mientras uno se está bañando.
—Podría haberlo dicho antes.
Laurie sabía que no estaba siendo amable, pero en ese momento no se sentía demasiado hospitalaria.
Jordan asintió.
—Lo siento. Creo que la presencia de sus padres me ha inhibido un poco. Está clarísimo que su especialidad no les cae nada bien.
—¿Tanto se nota? —preguntó Laurie.
—Desde luego —dijo Jordan—. Y ese comentario de su padre sobre la chica del curso de tórax… Increíble. Además, su madre no ha dejado de tratar de cambiar el tema de la conversación.
—Tendría que haber oído lo que dijo mi madre el día que le anuncié que haría medicina forense. Me dijo: «¿Qué les voy a contar a los del club cuando me pregunten a qué te dedicas?». Eso le dará una idea de sus sentimientos. Y en cuanto a mi padre, ¡la quintaesencia del cirujano cardíaco! Se cree que lo que no sea cirugía, cirugía torácica para más señas, es para los débiles, los timoratos y los retrasados mentales.
—Es difícil complacerles, ya veo. Para usted debe de ser difícil.
—Francamente, sé que les he causado bastantes congojas en todo este tiempo. Fui una adolescente muy rebelde: salía con tipos groseros, montaba en moto, llegaba tarde, lo normal. Puede que haya entrenado a mis padres para ser cautos con respecto a todo cuanto hago. Nunca me han apoyado mucho que digamos. De hecho se puede decir que me han ignorado, sobre todo mi padre.
—Pues ahora, su padre habla muy bien de usted —dijo Jordan—. Prácticamente siempre que me lo encuentro en el vestíbulo del quirófano.
—Para mí es una novedad —dijo Laurie.
—¿Alguien quiere más coñac? —dijo Sheldon desde la puerta del estudio, agitando la botella de coñac.
Jordan dijo que no. Laurie se limitó a negar con la cabeza. Sheldon les dijo que dieran un grito si cambiaban de opinión. Luego les dejó solos.
—Bueno, basta —dijo Laurie—. Esta conversación es demasiado seria. Yo no quería amargarle la fiesta a nadie. En realidad, lamentaba mucho haberle hecho semejantes revelaciones a Jordan. No era normal en ella confiar en un relativo extraño, como le había ocurrido con Lou Soldano. Pero todo el día se había sentido vulnerable desde el mismo momento en que le habían asignado el caso de Duncan Andrews.
—Nadie dice que lo haya hecho —le aseguró Jordan. Luego, mirando su reloj, dijo—: Mire, se hace tarde y mañana por la mañana tengo que operar. A las siete y media me viene un barón inglés que ocupa un escaño en la Cámara los Lores.
—Caramba —dijo Laurie sin demasiado interés.
—Creo que por hoy es suficiente —añadió Jordan—. Será un placer acompañarla a su casa. Eso, naturalmente, si tiene intención de marcharse.
—Me encantará que me lleve a casa —dijo Laurie—. No he hecho otra cosa que pensar en irme desde que nos hemos levantado de la mesa.
Después de las despedidas de rigor, durante las cuales Dorothy le dijo a Laurie que su abrigo era demasiado delgado para finales de otoño, Jordan y Laurie abandonaron la fiesta y fueron a tomar el ascensor.
—¡Madres! —dijo Laurie una vez que la puerta se cerró sus espaldas.
Mientras bajaban, Jordan empezó a hablar del desfile de famosos que le esperaba al día siguiente en su despachó Laurie no sabía si trataba de impresionarla o solo de animarla.
Al salir del edificio al frío aire de noviembre, Jordan desvió la conversación hacia el aspecto quirúrgico de su especialidad. Laurie asentía como si escuchara, pero en realidad esperaba algún movimiento de Jordan que le permitiese saber si había aparcado hacia el norte o hacia el sur. Estuvieron un momento parados justo delante del edificio mientras Jordan le contaba a Laurie el número de intervenciones que hacía al año.
—Parece que no para, por lo que me cuenta —dijo ella.
—Y más que podría —admitió Jordan—. Si fuera por mí haría el doble de cirugía de la que hago ahora. Es con lo que más disfruto; la cirugía es mi fuerte.
—¿Por dónde queda su coche? —preguntó finalmente Laurie. Estaba tiritando.
—Oh, disculpe —dijo él—. Aquí mismo.
Jordan señaló una larga limusina negra que había exactamente delante de la casa de sus padres. Como por ensalmo, un chofer uniformado salió del vehículo y abrió la puerta trasera a Laurie.
—Le presento a Thomas —dijo Jordan.
Laurie saludó y se introdujo en el lujoso automóvil. Por su aspecto, Thomas habría podido tener un segundo empleo como gorila, tan sólida era su constitución. El interior de la limusina era elegantemente lujoso, estaba provisto de teléfono celular, dictáfono y fax.
—Bueno —dijo Laurie, contemplando todo el equipo—, parece bien pertrechado tanto para los negocios como para el placer.
Jordan sonrió. Estaba claro que le complacía su estilo de vida.
—¿Adónde? —preguntó él.
Laurie dio sus señas en la Calle 59 y se integraron a la circulación rodada.
—Nunca habría imaginado que tuviera una limusina —dijo ella—. ¿No es un poco extravagante?
—Un poco, tal vez —concedió Jordan. Su blanca dentadura resplandeció a la media luz del interior del coche—. Pero esta ostentación tiene su lado práctico. Hago todo mi trabajo al dictado yendo y viniendo del despacho e incluso entre el trabajo y el hospital. Así pues, en cierta manera, el coche se paga solo.
—Una manera muy interesante de enfocarlo.
—No se trata de una mera racionalización —dijo Jordan, Y prosiguió describiendo otros sistemas que empleaba para organizar sus actividades profesionales a fin de incrementar la productividad.
Laurie escuchaba y no podía por menos de comparar a Jordan Scheffield con Lou Soldano. No podían haber sido más diferentes. El uno era retraído, el otro arrogantemente narcisista; uno era provinciano, otro sofisticado, y mientras uno se comportaba torpemente, el otro era tranquilamente hábil. Sin embargo, pese a sus diferencias, Laurie les encontraba atractivos, cada cual a su modo.
Cuando enfilaban la Calle 19, el monólogo de Jordan se interrumpió bruscamente.
—La estoy aburriendo con tanto hablar de mis cosas… —dijo él.
—Veo que está usted comprometido —dijo Laurie—. Eso me gusta.
—Celebro mucho haberla conocido esta noche —dijo él—. Ojalá tuviésemos más tiempo para hablar. ¿Qué le parecería cenar conmigo mañana por la noche?
Laurie sonrió. Había sido un día de sorpresas. No salía mucho desde su enésima ruptura con Sean Mackenzie. Pero aun así Jordan le parecía interesante a pesar de su carácter en apariencia arrogante. Dejándose llevar por sus impulsos, decidió que podía ser divertido conocer algo más de aquel hombre, aunque a sus padres les gustara tanto.
—Me encantaría ir a cenar —dijo Laurie.
—Estupendo —dijo Jordan—. ¿Qué le parece Le Cirque? Conozco al maitre y sé que nos dará la mejor mesa. ¿Está bien a las ocho?
—De acuerdo, a las ocho —dijo Laurie, aunque empezó a pensar si habría hecho bien en cuanto Jordan dijo Le Cirque. Tratándose de una primera cita, ella habría preferido un ambiente de menos etiqueta.
* * *
—¿Qué carajo de hora es? —preguntó Tony—. Creo que se me ha terminado la pila del reloj.
Tony agitó la muñeca y luego dio unos golpecitos a la esfera.
Angelo estiró el brazo y echó una ojeada a su Piaget.
—Son las once y once.
—No creo que Bruno salga ya —dijo Tony—. ¿Por qué no entramos a mirar si está dentro?
—Porque no queremos que la señora Marchese nos vea —dijo Angelo—. Si ella nos ve, tendremos que cargárnosla, y eso no está bien. Puede que el clan Lucia haga esas cosas, pero nosotros no. Además, fíjate. Ahí viene el cabrón.
Angelo señaló hacia la entrada principal de la casita de dos plantas con terraza.
Bruno Marchese apareció en la noche vestido con una cazadora de cuero negro, vaqueros Guess recién planchados y gafas de sol. Se detuvo un momento en la escalinata para encender un cigarrillo. Arrojando la cerilla a los arbustos, empezó a andar hacia la acera.
—Quédate con esos anteojos que lleva —dijo Angelo—. Se cree Jack Nicholson. Parece que se va de parranda. Tendría que haberse quedado en casita. El problema con los jóvenes es que tenéis el cerebro en las pelotas.
—Vamos por él —le urgió Tony.
—Espera —dijo Angelo—. Deja que dé la vuelta a la esquina. Le cogeremos cuando vaya por debajo de la vía del tren.
Cinco minutos después tenían a Bruno encogido en el asiento de atrás, mirando el sonriente rostro de Tony. La operación había sido más suave aún que con Frankie. Solo hubo una víctima: las gafas de sol de Bruno, que terminaron en el suelo.
—¿Te sorprende vernos? —preguntó Angelo después de un rato.
Angelo miró a Bruno por el espejo retrovisor.
—¿Qué significa esto? —quiso saber Bruno.
Tony se rió:
—Vaya, un tipo duro. Duro y tonto. ¿Y si le doy unos cachetes con mi pistola?
—Es por el accidente de Cerino —dijo Angelo—. Queremos que nos hables de eso.
—Yo no sé nada —dijo Bruno—. Ni me había enterado.
—Es curioso —dijo Angelo—. Ha sido un amigo tuyo el que nos ha dicho que tú estabas metido.
—¿Quién? —preguntó Bruno.
—Frankie DePasquale —dijo Angelo.
Vio cómo le cambiaba la expresión a Bruno. El chico estaba aterrorizado, y con razón.
—Frankie no sabía una mierda —dijo Bruno—. Yo no sé nada de lo de Cerino.
—Entonces, si no sabes nada del asunto, ¿cómo es que te escondes en casa de tu madre? —preguntó Angelo.
—Yo no me escondo —dijo Bruno—. Me han echado de mi piso y estoy pasando unos días aquí.
Angelo movió la cabeza. Fueron hasta la American Fresh Fruit Company en completo silencio. Una vez allí, Angelo y Tony llevaron a Bruno al mismo sitio donde habían arrastrado a Frankie.
Tan pronto Bruno vio el agujero en el suelo, su pose de duro se vino abajo.
—Está bien, chicos —dijo—. ¿Qué queréis saber?
—Así está mejor —dijo Angelo—. Primero siéntate. Después de que Bruno obedeciera, Angelo se inclinó hacia él y le dijo:
—Cuéntanos lo que sepas.
Sacó un cigarrillo, lo encendió y echó el humo hacia el techo.
—No sé gran cosa —dijo Bruno—. Yo solo conducía el coche. No estuve en la casa. Y, además, me obligaron a hacerlo.
—¿Quién te obligó? —preguntó Angelo—. Y recuerda, como me digas una trola te meterás en un buen lío.
—Terry Manso —dijo Bruno—. Fue idea suya. Yo ni siquiera sabía qué estaba pasando hasta que se acabó todo.
—¿Quién más estaba metido, aparte de ti, Manso y DePasquale? —dijo Angelo.
—Jimmy Lanso —dijo Bruno.
—¿Quién más? —inquirió Angelo.
—Ya está —insistió Bruno.
—¿Qué hizo Jimmy? —preguntó Angelo.
—Fue al local antes de la reunión para ver dónde estaba el cuadro de la corriente —explicó Bruno—. Él fue quien apagó la luz.
—¿Quién dio la orden de este golpe? —preguntó Angelo.
—Ya os lo he dicho —dijo Bruno—. Fue idea de Manso.
Angelo dio otra larga calada a su cigarrillo y echó la cabeza atrás al sacar el humo. Intentaba pensar si quedaba alguna cosa por preguntarle a aquel cabrón. Cuando llegó a la conclusión de que no, miró a Tony y asintió con la cabeza.
—Bruno, me gustaría pedirte un favor —dijo Angelo—. Quiero que le lleves un mensaje a Vinnie Dominick. ¿Podrás hacer esto por mí?
—Seguro —dijo Bruno.
—Bien.
—El mensaje es… —empezó Angelo, pero no pudo terminar.
El ruido de la Bantam de Tony le hizo recular. Cuando no era uno el que disparaba, siempre sonaba más fuerte. Como habían atado a Bruno a la silla, todo el cuerpo se aflojó hacia delante, cayendo al suelo. Angelo se lo miró desde arriba moviendo la cabeza.
—Creo que Vinnie entenderá el mensaje —dijo.
Tony miró su arma con una mezcla de admiración y placer. Luego sacó un pañuelo y limpió la boca del cañón.
—Cada vez me es más fácil —le dijo a Angelo.
Angelo no contestó, sino que se acuclilló junto a Bruno y le quitó la cartera. Había varios billetes de cien dólares y otros de menos valor. Le pasó uno de cien a Tony. El resto se lo guardó en el bolsillo. Luego devolvió la cartera a su sitio.
—Échame una mano —le dijo a Tony.
Entre los dos llevaron a Bruno al borde del agujero y le arrojaron al río. Como Frankie, Bruno se alejó rápida y servicialmente río abajo, deteniéndose solo un momento en uno de los pilotes del muelle. Angelo se cepilló el pantalón con la mano. El cadáver de Bruno había levantado un poco de polvo del suelo.
—¿Tienes apetito? —preguntó Angelo.
—Me muero de hambre —dijo Tony.
—Vamos al Valentino de Steinway Street —propuso Angelo—. Me apetece una pizza.
Minutos después Angelo dio marcha atrás con el sedán y viró para salir por la verja de cadenas. En la confluencia de Java con Manhattan Avenue, torció a la izquierda y pisó a fondo.
—Es curioso lo fácil que es cargarse a alguien —dijo Tony—. Me acuerdo que de chaval pensaba que era el no va más. A una manzana de casa vivía un tipo del que se decía que había despachado a alguien. Solíamos sentarnos al otro lado de su casa solo para verle salir. Era nuestro héroe.
—¿Qué pizza quieres? —preguntó Angelo.
—De pepperoni —dijo Tony—. Recuerdo que la primera vez que me cargué a uno estaba tan nervioso que me entró cagalera. Hasta tuve pesadillas luego. Pero ahora es divertido.
—Forma parte del trabajo —dijo Angelo—. Ojalá lo entendieras.
—¿Qué lista vamos a terminar primero cuando acabemos de comer? —preguntó Tony—. ¿La vieja o la nueva?
—La vieja —dijo Angelo—. Quiero enseñarle la nueva a Cerino para estar bien seguro. No tiene sentido trabajar por nuestra cuenta.