7.55, martes, Manhattan
La mañana era espléndida mientras Laurie Montgomery se dirigía hacia el norte por la Primera Avenida, cerca de la Calle 30. Nueva York había mejorado de aspecto en ese aire fresco y tonificante, limpio de impurezas tras un día de lluvia. Indudablemente, hacía más frío que días anteriores y en ese sentido era una preocupante advertencia del invierno que se avecinaba. Pero había salido el sol y soplaba suficiente brisa para dispersar los gases de combustión de los vehículos que avanzaban a empellones en la dirección de Laurie.
Laurie caminaba con paso decididamente elástico. Estaba cerca del centro forense. Se sonrió al pensar en cómo se sentía esta mañana comparado con cómo se había sentido al salir de casa la noche anterior. La regañina de Bingham había sido desagradable pero merecida. Ella se había equivocado. De haber sido ella el jefe, se habría enfadado igual.
Al acercarse a la escalera principal, se preguntó qué le depararía la jornada. Un aspecto de su trabajo que le gustaba en particular era su calidad de imprevisible. Solo sabía que tenía programadas unas autopsias. No tenía la menor idea de cuáles casos o qué tipo de enigmas intelectuales encontraría el día de hoy. Casi cada vez que iba a una autopsia se enfrentaba a alguna cosa nunca vista, algo que a veces ni tan solo había estudiado. Era un trabajo en el que constantemente se descubrían cosas.
Esta mañana la recepción estaba relativamente tranquila. Seguía habiendo gente de la prensa en busca de noticias sobre el caso de la «colegiala asesinada, 2». El asesinato del día anterior en Central Park había ocupado la primera página de los periódicos sensacionalistas y de los telediarios locales.
Laurie se detuvo un momento antes de entrar. En uno de los sofás de vinilo divisó a Bob Talbot charlando animadamente con otro reportero. Tras dudar un momento, Laurie avanzó decidida hacia el sofá.
—Bob, me gustaría hablar un momento contigo —dijo. Luego, dirigiéndose al acompañante de Bob, añadió—: Siento interrumpir.
Bob se levantó ansioso y se fue aparte con Laurie. Su actitud le sorprendió. Ella esperaba de él un comportamiento más manso y pesaroso.
—Eso de verte dos días seguidos debe de ser un récord —dijo Bob—. Es un placer al que podría acostumbrarme.
Laurie fue al grano:
—Me parece increíble tu falta de respeto por la confidencia que te hice ayer. Lo que dije iba solo para ti.
A Bob le pilló desprevenido que Laurie le regañara.
—Lo siento muchísimo. No pensaba que lo que me estabas diciendo fuese un secreto. Tú no me lo dijiste.
—Podías haberlo pensado —bufó Laurie—. No hacía falta ser un científico de la NASA para imaginar lo que podía suponer para mi reputación en este centro.
—Lo siento —repitió Bob—. No volverá a suceder.
—Exacto, no volverá a suceder —dijo Laurie.
Laurie se dio la vuelta y fue hacia la puerta interior, sin hacer caso de Bob mientras este la llamaba. Pero a pesar de ignorarle, su ira no había menguado. Después de todo, lo que le había dicho el día antes era la verdad. Laurie se preguntó vagamente si no debería sentirse más molesta por los aspectos sociales y políticos a los que se había referido Bingham que por Bob. Uno de los atractivos de la patología en general y de la forense en particular era para Laurie que trataban de la verdad, al menos teóricamente. La idea de comprometerse por una razón u otra la turbaba. Deseó no tener que elegir nunca entre sus escrúpulos y el politiqueo.
Después de que Marlene Wilson la hiciera pasar, Laurie fue directamente a la sala de Identificación. Como de costumbre Vinnie Amendola estaba tomando café mientras leía detenidamente las páginas de deportes. Si la fecha del periódico no hubiera sido la de hoy, ella habría jurado que Vinnie no se había movido de allí. Si había reparado en Laurie, no lo hizo notar. Riva Mehta, compañera de despacho de Laurie, estaba en Identificación. Era una mujer india, delgada y de tez oscura, con una voz suave y sedosa. El lunes no habían coincidido.
—Parece que hoy es tu día de suerte —dijo Riva en broma. Estaba tomándose un café antes de subir al despacho. El martes era su día de papeleo.
—¿Y eso? —inquirió Laurie.
Vinnie se rió sin levantar la vista del diario.
—Tienes una boya por homicidio —dijo Riva.
Una boya era un cadáver que había estado en el agua durante cierto tiempo. Por regla general no eran casos deseables, puesto que frecuentemente estaban en avanzado estado de descomposición.
Laurie examinó el programa que Calvin había preparado para esa mañana. En él constaban las autopsias del día y las personas a quienes les habían sido asignadas. Junto al nombre de Laurie había dos sobredosis de droga y un homicidio con HB, siglas que correspondían a Herida de Bala.
—El cadáver fue sacado esta mañana del East River —dijo Riva—. Al parecer un guardia jurado muy atento lo ha visto pasar flotando por el Sea Port de South Street.
—Fantástico —dijo Laurie.
—No es para tanto —apuntó Vinnie—. No hacía mucho que estaba en el agua. Solo unas horas.
Laurie asintió aliviada. Eso significaba que a lo mejor no tendría que atender el caso en la sala de Descomposición.
No era el olor lo que la molestaba de esos casos, sino el aislamiento. La sala de Descomposición estaba al otro lado del depósito, separada del resto. Laurie prefería con mucho estar en el verdadero meollo y relacionarse con el resto del equipo. En la sala principal de autopsias había siempre mucho toma y daca. A menudo aprendía más con los casos de los otros que con los suyos.
Laurie miró el nombre de la víctima y su edad: Frank DePasquale.
—El pobre tenía solo dieciocho años —dijo—. Qué pena, Y como en la mayoría de estos homicidios, puede que nunca se resuelva el caso.
—Es probable —concedió Vinnie, luchando por doblar el, periódico por la página siguiente.
Laurie dio los buenos días a Paul Plodgett cuando este apareció en la puerta. Tenía unas grandes bolsas oscuras bajo los ojos. Laurie le preguntó cómo iba su famoso caso.
—No me preguntes —dijo Paul—. Menuda pesadilla.
Laurie se sirvió una taza de café y cogió las carpetas de sus tres casos del día. Cada carpeta contenía una hoja de trabajo, un certificado de defunción parcialmente completado, un inventario de antecedentes de medicina legal, dos hojas para las notas de autopsia, una notificación telefónica de la muerte, una identificación completa en una hoja, un informe de investigación, una hoja para el informe de la autopsia y una ficha de laboratorio para los análisis de los anticuerpos del VIH.
Mientras examinaba todo este material, Laurie reparó en los nombres de otros dos casos: Louis Herrera y Duncan Andrews. Se acordaba del nombre de Duncan Andrews por lo del día anterior.
—Era el caso por el que me preguntaba ayer —dijo una voz desde más arriba de los hombros de Laurie. Ella se volvió y al levantar la vista encontró los ojos, negros como el carbón, de Calvin Washington. Él se había acercado por detrás para señalar con el dedo el nombre de Andrews—. Al verlo, he pensado que le interesaría el caso.
—Por mí está bien —dijo Laurie.
Cada inspector médico tenía su propio sistema de enfocar su día de autopsia. Algunos cogían todo el material y se iban inmediatamente escaleras abajo. Laurie tenía otro modus operandi. Le gustaba llevarse todos los papeles a su despacho a fin de organizar la jornada del modo más racional posible. Con su café en una mano, el maletín en la otra y las tres nuevas carpetas bajo el brazo, Laurie se dirigió al ascensor. Estaba a mitad de camino cuando el sargento Murphy, uno de los policías actualmente asignados al servicio de inspección médica, la llamó por su nombre. El sargento, que era un irlandés entusiasta de mejillas coloradas, salió del cuartito de la policía, seguido de otro hombre.
—Doctora Montgomery, quiero que conozca al teniente detective Lou Soldano —dijo Murphy, ufano—. Es uno de los mandamases del departamento de homicidios del distrito centro.
—Encantado de conocerla, doctora —dijo Lou, ofreciendo la mano.
Era un hombre atractivo, de tez morena y peso medio, con unas facciones bien definidas y unos ojos vivos que en ese momento estaban fijos en la cara de ella. Llevaba el pelo muy corto, lo cual encajaba con su cuerpo fornido y musculoso.
—Lo mismo digo —afirmó Laurie—. No solemos ver muchos tenientes de policía por aquí.
Laurie se sentía un poco inquieta bajo la mirada imperturbable del teniente.
—No nos dejan salir mucho de la jaula —dijo Lou—. Me paso el día pegado a la mesa, pero sigue gustándome salir a hurtadillas de vez en cuando, y más en determinados casos.
—Espero que disfrute de la visita —dijo Laurie.
Luego sonrió y se dispuso a marcharse.
—¡Un momento, doctora! —dijo Lou—. Me han dicho que le toca hacer la autopsia de Frank DePasquale. Digo yo si tendría inconveniente en que mire. Ya he hablado con el doctor Washington.
—En absoluto —dijo Laurie—. Está usted invitado, si puede aguantarlo.
—He presenciado varias autopsias —dijo Lou—. No creo que haya ningún problema.
—Estupendo —dijo Laurie.
Se produjo una pausa incómoda; nadie dijo nada durante unos instantes. Por fin, Laurie se dio cuenta de que el hombre esperaba instrucciones.
—Iba a mi despacho —dijo ella—. Normalmente repaso primero los papeles. ¿Le importa acompañarme?
—Será un placer —dijo Lou.
Laurie le miró más detenidamente mientras subían en el ascensor. Era un hombre de complexión atlética, robusto y evidentemente inteligente, cuya desgarbada apariencia le recordaba vagamente a Colombo, el detective de televisión popularizado por Peter Falk. La raya de su pantalón había desaparecido hacía años. Pese a que solo eran poco más de las ocho de la mañana, una sombra de barba le asomaba ya a la cara.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Lou se pasó tímidamente la mano por las mejillas.
—Supongo que voy hecho un desastre —dijo Lou—. Estoy levantado desde las cuatro y media, cuando el cadáver de DePasquale ha aparecido en la playa. No he tenido tiempo de afeitarme. Espero que no le moleste. Yo no busco parecerme al Don Johnson de Corrupción en Miami.
—No me había fijado —mintió Laurie—. Pero ¿por qué le interesa tanto a un teniente detective el homicidio de un joven de dieciocho años? ¿Tiene algo de especial este caso que yo deba saber?
—Realmente no —dijo Lou—. Hay algo personal. Antes de que me ascendieran a teniente y me destinaran a Homicidios, había pasado seis años en la unidad antimafia. Con DePasquale las dos secciones se superponen. DePasquale era un joven matón relacionado con la organización delictiva de la familia Lucia. Puede que solo tuviera dieciocho años, pero su historial era largo.
El ascensor se detuvo en la quinta planta y Laurie hizo ademán de salir.
—Como seguramente habrá adivinado ya —prosiguió Lou, siguiendo a Laurie por el corredor—, la muerte de DePasquale fue sin duda una ejecución.
—¿De veras? —inquirió Laurie.
De momento, nada le parecía fuera de duda.
—Está clarísimo —dijo Lou—. Verá cómo descubre que le dispararon de cerca con un arma de pequeño calibre en la base del cráneo. Es el método habitual y comprobado. Nada de líos, nada de quejas.
Entraron en el despacho de Laurie y esta presentó a Lou a Riva, que ya estaba metida en el trabajo. Laurie cogió una silla para Lou y la puso cerca de su mesa. Ambos se sentaron.
—Usted ya habrá visto antes algún caso de ejecución al estilo del hampa, ¿no es cierto? —preguntó Lou.
—No estoy segura —dijo Laurie evasivamente.
En la facultad de medicina había aprendido a dar respuestas vagas cuando las preguntas eran directas. No quería dar la impresión de carecer de experiencia.
—Normalmente son indicio de fricciones entre organizaciones rivales —dijo Lou—. Y en este caso significaría que existen desavenencias entre los clanes Lucia y Vaccaro. Son los dueños del área de Queens, y sus respectivos intereses están vigilados por dos patrones de importancia media, Vinnie Dominick y Paul Cerino. Mi teoría es que Paul Cerino tuvo que ver en el asesinato del pobre Frank DePasquale, y, si así fuera, no quisiera otra cosa que atraparle con una acusación en firme. Le fui detrás durante los seis años que estuve en Crimen Organizado y nunca pude conseguir una acusación a la que agarrarme. Pero si puedo relacionarlo con un delito capital como liquidar a DePasquale, será como si me hubiera tocado la lotería.
—Eso nos hace responsables a nosotros —dijo Laurie mientras abría la carpeta correspondiente a DePasquale.
—Si usted o el laboratorio consiguen algo, les estaría eternamente agradecido —dijo Lou—. Necesitamos una especie de punto de partida. El problema con gente como Cerino es que mantienen tanta distancia entre ellos y los crímenes cometidos en su nombre, que rara vez logramos colgarles una sola acusación.
—¡Maldita sea! —dijo Laurie de repente.
Mientras escuchaba a Lou había estado repasando el informe de DePasquale.
—¿Qué pasa? —preguntó Lou.
—A DePasquale no le hicieron radiografías —dijo Laurie. Luego cogió el teléfono y marcó el número del depósito—. Hemos de tener radiografías antes de la autopsia. Lástima, esto va a retrasar las cosas. Tendré que pasar primero otro de los casos. Lo siento.
Lou se encogió de hombros.
Laurie le dijo al técnico del depósito que atendió al teléfono que le hicieran radiografías a DePasquale cuanto antes mejor. El técnico aseguró que harían todo lo posible. Cuando Laurie estaba colgando, Calvin Washington apareció en la puerta del despacho ocupando todo el espacio.
—Laurie —dijo Calvin—, tenemos un problema que usted debe saber.
Calvin entró y Laurie se puso en pie.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, dándose cuenta de que Calvin miraba a Lou interrogativamente—. Creo que ya conoce al teniente Soldano, doctor Washington.
—Ah, sí —dijo Calvin—. No me haga caso. Cosas de la enfermedad de Alzheimer. Nos hemos visto esta misma mañana.
Calvin estrechó la mano de Lou, que se había levantado al presentarle Laurie.
—Siéntense los dos —tronó Calvin—. Laurie, debo advertirle que ya nos han llegado los primeros toques de la oficina del alcalde por el caso de ese Duncan Andrews. Parece que el difunto tiene ciertas conexiones políticas de importancia. Así que habrá que cooperar. Quiero que se esfuerce por encontrar alguna causa natural de la muerte que pueda minimizar el asunto de las drogas. La familia lo preferiría así.
Laurie levantó la vista para mirar a Calvin, casi esperando que de su cara brotase una amplia sonrisa al decir que solo era una broma. Pero la expresión de Calvin permanecía inmutable.
—No sé si he entendido bien —dijo Laurie.
—No puedo decirlo más claro —afirmó Calvin, cuya notoria y escandalosa impaciencia empezaba a asomar.
—¿Qué pretende que haga, mentir? —preguntó Laurie.
—¡No, por Dios, doctora Montgomery! —soltó Calvin—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Dibujarle un mapa? Solo le pido que meta la nariz todo cuanto le sea posible, ¿de acuerdo? Busque una placa coronaria, un aneurisma, lo que sea, y me lo pone por escrito. Y no se haga la sorprendida o la santurrona. La política aquí desempeña un papel y cuanto antes lo aprenda mucho mejor estaremos todos. Hágalo y basta.
Calvin se volvió y se fue tan rápido como había venido. Lou lanzó un silbido y se sentó.
—Vaya tío —dijo.
Laurie meneaba la cabeza, incrédula. Luego, mirando a Riva, que no había dejado un momento de trabajar, dijo:
—¿Has oído eso?
—A mí me pasó también una vez —dijo Riva sin levantar la vista—. Pero en mi caso era un suicidio.
Con un suspiro, Laurie tomó asiento en su sillón de escritorio y miró a Lou:
—No sé si estoy preparada para sacrificar la integridad y la ética por consideración a la política.
—Me parece que no era eso lo que el doctor Washington le estaba pidiendo —dijo Lou.
Laurie notó que se sonrojaba.
—¿Ah, no? Lo siento, pero yo creo que sí.
—No pretendo meterme en su trabajo —dijo Lou—, pero yo diría que el doctor Washington solo quiere que destaque cualquier causa natural de la muerte que pueda encontrar. El resto es cuestión de interpretación. Por lo visto, este caso es especial. Se trata del mundo real contra el mundo de la simulación.
—Bien, al parecer es usted indiferente al hecho de falsificar los detalles —dijo Laurie—. Se supone que en Patología tratamos con la verdad.
—Vamos, vamos —dijo Lou—. ¿Qué es la verdad? Si la vida está llena de matices grisáceos, ¿por qué no va a estarlo la muerte? Resulta que mi línea de trabajo es la justicia. Es un ideal que yo persigo. Pero se engaña si piensa que la política no desempeña un papel decisivo en la aplicación de la justicia. Entre ley y justicia hay siempre una brecha. Bienvenida al mundo real.
—Pues no me gusta ni un pelo —dijo Laurie.
Todo esto le recordaba sus preocupaciones acerca del compromiso, en lo que había estado pensado media hora antes, al llegar al trabajo.
—No tiene por qué gustarle —dijo Lou—. Suele ocurrir.
Laurie abrió la carpeta del caso de Duncan Andrews y hojeó los papeles hasta que dio con el informe de investigación. Tras leerlo por encima, miró a Lou.
—Estoy empezando a comprender de qué va la cosa —dijo—. El difunto era una especie de joven mago de las finanzas, vicepresidente de una firma de inversión en banca con solo treinta y cinco años. Y como colofón hay aquí una nota que dice que su padre se presenta para el Senado de Estados Unidos.
—Menos político que eso, imposible —dijo Lou.
Laurie asintió y siguió leyendo el informe. Al llegar a la sección en que constaba la persona que había identificado al muerto, un nombre le saltó a la vista: Sara Wetherbee. En el espacio reservado para describir la relación del testigo con el difunto, el investigador había garabateado: «novia».
Laurie meneó la cabeza. Eso de descubrir a un ser querido muerto por sobredosis le traía a la memoria amargos recuerdos. Sus pensamientos se remontaron vertiginosatnente a diecisiete años atrás, cuando ella había cumplido los quince, y era estudiante de primer año en la Langley School. Recordaba aquel día soleado como si hubiera sido ayer. Era a mediados de otoño, hacía fresco y estaba despejado, los árboles de Central Park eran una llamarada de color. Había pasado por delante del Metropolitan, de cuyas banderas arrancaba chasquidos un viento impetuoso. Había torcido a la izquierda por la Calle 84 y entrado en el imponente edificio de apartamentos donde vivían sus padres, en el lado oeste de Park Avenue.
—¡Estoy en casa! —gritó Laurie mientras arrojaba su cartera con los libros sobre la mesa del vestíbulo.
No contestaba nadie. Solo se oía la circulación en Park Avenue salpicada por el inevitable balido de las bocinas de taxi.
—¿Hay alguien? —clamó Laurie, y pudo oír cómo su voz resonaba por los pasillos.
Sorprendida de que el apartamento estuviera vacío, Laurie fue a la cocina pasando por la puerta del cuartito del mayordomo. Incluso Holly, la doncella, brillaba por su ausencia. Pero entonces Laurie se acordó de que era viernes, el día libre de Holly.
—¡Shelly! —aulló Laurie.
Su hermano mayor había venido a casa para pasar el fin de semana del Día de la Raza; estudiaba primer año en la escuela superior. Laurie esperaba encontrarle en la cocina o bien en su cuarto de trabajo. Miró en el estudio; allí no había nadie, pero el televisor estaba encendido con el volumen a cero.
Laurie se quedó un momento mirando las bufonadas de un programa-concurso matinal. Le pareció extraño que se hubiera dejado la tele encendida. Pensando que debía de quedar alguien en casa, Laurie reanudó su excursión por el apartamento. Sin saber por qué, esas habitaciones silenciosas la llenaron de aprensión. Empezó a andar deprisa, con la sensación de un secreto apremio.
Laurie dudó un momento delante del dormitorio de Shelly y, acto seguido, llamó a la puerta. Como no obtuvo respuesta, volvió a llamar. Seguía sin haber respuesta, de modo que empuñó el tirador. La puerta no estaba cerrada. La abrió y entró en el cuarto.
En el suelo, delante de ella, estaba su hermano Shelly. Tenía la cara pálida como la porcelana color marfil del bufete del comedor. Le salía espuma sanguinolenta de la nariz. Tenía un torniquete de goma en torno al antebrazo. A quince centímetros de su mano semiabierta, en el suelo, había una jeringa que Laurie había visto ya la noche anterior. A un extremo de la mesa había un sobre de papel cristal. Laurie adivinó lo que contenía por lo que Shelly le había contado la noche antes. Seguro que era el speedball del que tanta propaganda hacía su hermano, una mezcla de cocaína y heroína.
Horas después, Laurie tuvo que pasar por la peor prueba de su vida. A solo unos centímetros de ella estaba la cara de enfado de su padre con sus ojos saltones y su piel amoratada. Estaba que no cabía en sí de cólera. Sus pulgares se clavaban en Laurie cuando le cogía por los brazos. A pocos metros, su madre lloraba en un pañuelo de papel.
—¿Sabías que tu hermano tomaba drogas? —preguntó ansiosamente su padre—. ¿Lo sabías? Contesta.
Cada vez le apretaba con más fuerza.
—Sí —soltó Laurie—. ¡Sí, sí!
—¿Por qué no nos lo habías dicho? —gritó su padre—. Si lo hubieras hecho, aún estaría vivo.
—No podía —sollozó Laurie.
—¿Por qué? —gritó su padre—. ¡Dime por qué!
—Pues… —exclamó Laurie, hizo una pausa y dijo—: Porque él me dijo que no lo hiciera. Me lo hizo prometer.
—Una promesa que le ha matado —dijo su padre entre dientes—. Le ha matado como le ha matado la maldita droga.
Laurie sintió una mano que le apretaba el brazo y saltó. Eso la devolvió al presente. Como si saliera de un trance, parpadeó unos momentos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Lou. Se había levantado y tenía a Laurie cogida del brazo.
—Claro que sí —dijo Laurie, confusa, soltándose del ligero apretón de Lou—. A ver, ¿dónde estábamos?
Su respiración se había acelerado. El sudor punteaba su frente. Laurie miró los papeles que tenía delante, tratando de recordar qué había suscitado tan viejos y dolorosos recuerdos. Como si hubiera sido ayer, podía rememorar la angustia que le provocó aquel conflicto de responsabilidad —fraternal o filial— y la terrible culpa de haber optado por la primera.
—¿En qué estaba usted pensando? —preguntó Lou—. Parecía muy lejos de aquí.
—En que la víctima había sido descubierta por su novia —dijo Laurie mientras sus ojos tropezaban de nuevo con el nombre de Sara Wetherbee. No tenía intención de compartir su pasado con el teniente. Hasta hoy había tenido problemas para hablar de aquel trágico episodio con sus amistades, razón de más con un extraño—. Debe de haber sido muy duro para la pobre.
—Por desgracia, las víctimas de homicidio suelen ser encontradas por sus más allegados —dijo Lou.
—Habrá sido una conmoción tremenda —afirmó Laurie, cuyo corazón se solidarizaba con el de Sara Wetherbee—. De todos modos, el caso de Duncan Andrews no es el típico de sobredosis.
Lou se encogió de hombros.
—Cuando se trata de cocaína, es difícil hablar de caso típico —dijo—. Desde la escalada de los años setenta, se han visto muertes en todos los estratos sociales, desde atletas y artistas hasta ejecutivos, chavales de instituto y matones de los barrios céntricos. Es una plaga bastante democrática. Un magnífico rasero social, si lo prefiere.
—En este centro forense, lo que más se ve es el extremo más degradado del espectro —dijo Laurie—. Pero en general tiene razón. —Laurie se sonrió. Lou le había impresionado—. ¿Cuál fue su historial antes de entrar en la policía?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lou.
—¿Fue usted a la universidad? —preguntó Laurie a su vez.
—¡Naturalmente que sí! —soltó Lou—. ¿A qué viene esa pregunta?
—Disculpe —dijo Laurie—. No pretendía ofenderle.
—Ni yo ser quisquilloso —dijo Lou—. A veces me da un poco de vergüenza decir dónde estudié. Solo pude ir a un colegio universitario de Long Island y no a una torre de marfil de la Ivy League. ¿Dónde estudió usted?
—En la Wesleyan University de Connecticut —dijo Laurie—. ¿La conoce?
—Claro que sí —dijo Lou—. ¿Acaso cree que todos los oficiales de policía son ignorantes? La Wesleyan University. Era de suponer. Como canta Billy Joel, las chicas de barrio alto viven en un mundo de barrio alto.
—¿Cómo ha sabido que era de Nueva York?
—Por el acento, doctora. Es tan indeleble como mi acento Rego Park de Long Island.
—Ya —dijo Laurie.
No le gustaba pensar que fuera un libro abierto. Se preguntaba qué otras cosas habría adivinado aquel hombre con su experiencia de investigador.
Laurie cambió de tema.
—Donde uno ha estudiado importa menos que lo que uno hace estando allí —dijo—. No debería ser tan susceptible al respecto. Es evidente que recibió una buena educación.
—Para usted es fácil decirlo —afirmó Lou—. Pero gracias por el cumplido.
Laurie miró los papeles que tenía sobre la mesa. De pronto, se sentía un poco culpable de su privilegiado historial académico de escuela superior privada, Wesleyan University y Facultad de Medicina de Columbia. Esperaba no haber hablado con aires de superioridad.
—Deje que le eche una mirada rápida al tercer caso —dijo Laurie, y abrió la carpeta correspondiente—. Louis Herrera, veintiocho años, parado, hallado en un contenedor detrás de una tienda de comestibles. —Laurie miró a Lou—. Muerto probablemente en un sitio donde se consumía crac: fue literalmente arrojado a la basura. Es el típico caso de sobredosis que nos suele llegar. Otra triste vida echada a perder.
—En ciertos aspectos, puede que más trágica que la del rico —dijo Lou—. Imagino que tuvo muchas menos oportunidades en la vida.
Laurie asintió. El punto de vista de Lou era refrescante. Cogió el teléfono y marcó el departamento de investigación, donde estaba Cheryl Myers. Laurie le pidió que consiguiera todas las historias clínicas que pudiera de Duncan Andrews. Le dijo que esperaba encontrar algún problema médico que eventualmente pudiese relacionar con la patología del caso.
Al colgar el teléfono, Laurie le lanzó una mirada a Lou.
—No lo puedo evitar. Es como si estuviera timando a alguien.
Laurie se levantó y recogió todos los papeles.
—No es ningún timo —le aseguró Lou—. Además, ¿por qué no esperar a que haya reunido toda la información, incluida la autopsia? Ya se preocupará después. Quién sabe, a lo mejor todo sale bien.
—Buena idea —dijo Laurie—. Vamos abajo y pongamos manos a la obra.
Normalmente Laurie se ponía el pijama verde en el despacho, pero estando Lou, optó por hacerlo en el vestuario. Cuando salieron del ascensor en la planta sótano, Laurie indicó a Lou el camino al vestuario de caballeros mientras ella iba al de señoras. Cinco minutos después se encontraban en el vestíbulo. Laurie llevaba encima el pijama verde, más otra capa impermeable y un delantal grande encima. En la cabeza, una capucha. Lou se había puesto un simple Pijama y una capucha y mascarilla.
—Parece un forense —dijo Laurie, examinado a Lou para ver si llevaba el equipo adecuado.
—Tengo la impresión de ir a un quirófano en vez de ir a ver una autopsia —dijo él—. La última vez no me puse todo esto. ¿Está segura de que la máscara es necesaria?
—En la sala de autopsias hay que llevar siempre máscara —dijo Laurie—. Es por el sida y otras posibles infecciones; las normas son ahora mucho más estrictas. Si no se la pone Calvin es capaz de levantarle en peso y echarle.
Recorrieron el pasillo principal de depósito de cadáveres, atravesaron la puerta de acero inoxidable que daba al cuarto frigorífico grande y pasaron frente a la larga fila de compartimientos refrigerados individuales. Los compartimientos refrigerados formaban una gran U en mitad del depósito.
—Este sitio es espeluznante —comentó Lou.
—Supongo que sí —dijo Laurie—. Pero no lo es tanto cuando uno se acostumbra.
—Parece un decorado de película de terror —dijo Lou—: ¿A quién se le ocurrió escoger esas baldosas azules para la pared? ¿Y qué me dice del piso de cemento? ¿Por qué lo han dejado así? Mire las manchas…
Laurie se detuvo y miró el suelo. Aunque la superficie estaba totalmente limpia, las manchas eran abominables.
—Hace tiempo que deberían haberlo embaldosado —dijo—. Seguro que la orden quedó atascada entre el papeleo burocrático del Ayuntamiento de Nueva York. O eso es lo que me han contado.
—¿Y qué hacen ahí esos féretros? Es todo un detalle —dijo Lou, señalando un montón de sencillas cajas de madera de pino que llegaba casi al techo.
Había otras cajas de pie.
—Son los ataúdes de Potter’s Field —dijo Laurie—. En Nueva York hay muchos cadáveres sin identificar. Hecha la autopsia, los guardamos en el frigorífico durante varias semanas y, si nadie los reclama, se les entierra por cuenta del ayuntamiento.
—¿No hay otro sitio donde guardar los ataúdes? —preguntó Lou—. Esto parece los encantes.
—Que yo sepa, no —contestó Laurie—. Supongo que no lo he pensado nunca. Ya estoy acostumbrada a verlos ahí.
Laurie empujó la puerta de la sala de autopsias, dejándola abierta para que pasase Lou. A diferencia del día anterior, ahora las ocho mesas estaban ocupadas por cadáveres que llevaban en el dedo gordo del pie su correspondiente etiqueta identificativa. En cinco de las mesas la inspección post mórtem estaba ya en marcha.
—Vaya, vaya, la doctora Montgomery empezando antes de mediodía —dijo con sarcasmo uno de los médicos encapuchados.
—Los hay que miramos el agua antes de tirarnos.
—Le toca la seis —dijo en voz alta uno de los técnicos desde una pileta donde estaba limpiando un fragmento de intestino.
Laurie se volvió a mirar a Lou, que se había parado nada más entrar en la sala. Vio que tragaba aire con dificultad. Aunque él había asegurado haber visto autopsias anteriormente, Laurie tuvo la impresión de que esta «línea de montaje» le resultaba a Lou un poco agobiante. El olor tampoco era demasiado bueno, con el lavado de tripas.
—Salga cuando quiera, Lou —dijo Laurie. Lou levantó una mano.
—Estoy bien —dijo—. Si usted lo aguanta, yo también.
Laurie fue hasta la mesa número seis. Lou la siguió. Bajo la vestimenta verde y la capucha apareció Vinnie Amendola.
—Hoy nos toca a usted y a mí, doctora Montgomery —dijo Vinnie.
—Estupendo —dijo Laurie—. Qué le parece si trae todo lo necesario y empezamos.
Vinnie asintió y se acercó a los armarios de material. Laurie dejó a mano sus papeles para anotaciones. Entonces miró a Duncan Andrews.
—Qué guapo —dijo.
—No creía que los médicos pensaran esas cosas —dijo Lou—. Tenía la idea de que todos ustedes eran más o menos neutros, o algo así.
—Nada de eso —dijo Laurie.
El cuerpo de Duncan yacía sobre la mesa en aparente reposo. Tenía los párpados cerrados. La única cosa que turbaba esa apariencia, aparte de su absoluta palidez, eran las escoriaciones que tenía en los antebrazos. Laurie las señaló.
—Estos arañazos profundos son probablemente resultado de lo que se conoce por formicación. Se trata de una alucinación táctil de insectos bajo o encima de la piel. Se presenta tanto en la intoxicación por cocaína como por anfetaminas.
Lou meneó la cabeza.
—No logro entender por qué la gente toma drogas —dijo—. Es superior a mí.
—Lo hacen por gusto —dijo Laurie—. Desgraciadamente, las drogas como la cocaína atacan partes del cerebro que durante la evolución de la especie se desarrollaron como centros de recompensa. Fue para fomentar el comportamiento que permitiera perpetuar la especie. Si la guerra contra la droga tiene éxito, será porque se habrá aceptado de una vez que las drogas pueden proporcionar placer.
—No sé por qué, pero me da la impresión de que no le gusta mucho la campaña antidroga del ayuntamiento —dijo Lou.
—Está en lo cierto. Es una estupidez —apuntó Laurie—. O le falta perspicacia, si quiere. No creo que los políticos a quienes se les ocurrió semejante cosa tengan la menor idea de lo que es criarse en la sociedad actual, sobre todo los jóvenes de zonas urbanas. La droga está por todas partes, y cuando un chaval la prueba y descubre que es algo placentero, piensa automáticamente que el poder le está mintiendo también acerca de su aspecto negativo y peligroso.
—¿Ha probado usted alguna de esas cosas?
—Sí. Cocaína y hierba.
—¿De veras?
—¿Le sorprende? —preguntó Laurie.
—Supongo que hasta cierto punto, sí.
—¿Por qué?
Lou se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que no tiene pinta.
Laurie se echó a reír.
—Imagino que él tiene más pinta que yo en estos momentos —dijo, señalando a Andrews—. Pero cuando vivía estoy segura de que tampoco lo parecía. Sí, sí, de estudiante probé varias cosas. A pesar de lo que le ocurrió a mi hermano, o quizá por eso mismo.
—¿Qué le pasó a su hermano? —preguntó Lou.
Laurie miró el cuerpo de Duncan Andrews. No había tenido intención de sacar a relucir a su hermano. Se le había escapado el comentario como si hubiera estado hablando con una persona muy próxima.
—¿Se mató de sobredosis? —preguntó Lou.
Los ojos de Laurie fueron del cadáver de Duncan a Lou. No podía mentir:
—Sí. Pero no quiero hablar de ello.
—Bien —dijo Lou—. No pretendo entrometerme.
Laurie le dio la espalda al cuerpo de Duncan. Por un momento se quedó paralizada ante la idea de que sobre esa fría mesa de acero estaba el cuerpo de su hermano. Tuvo suerte de que Vinnie llegara con los guantes, los frascos de muestra, los antisépticos, las etiquetas y toda una serie de instrumentos. Laurie tenía ganas de ponerse a trabajar y dejó a un lado sus ensoñaciones.
—Adelante —dijo Vinnie y empezó a aplicar las etiquetas a los tarros de muestras.
Laurie abrió los guantes y se los puso. Se colocó las gafas protectoras y comenzó un cuidadoso examen exterior de Duncan Andrews. Después de mirarle la cabeza, le hizo señas a Lou para que se pusiera al otro lado de la mesa. Separando el cabello de Duncan con su mano enguantada, le mostró a Lou las múltiples contusiones.
—Seguro que tuvo al menos una convulsión —dijo Laurie—. Vamos a mirar la lengua.
Laurie abrió la boca de Duncan. La lengua estaba lacerada en distintos puntos.
—Tal como yo esperaba —dijo ella—. Veamos ahora qué cantidad de cocaína ha utilizado el chico. —Con una pequeña linterna y un espéculum nasal, Laurie examinó la nariz de Duncan—. No hay perforación. Parece normal. Me parece que no esnifaba mucho.
Laurie se irguió. Vio que Lou estaba absorto en lo que ocurría en la mesa vecina, donde estaban procediendo a aserrar la parte superior del cráneo. Sus miradas se encontraron.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Laurie.
—No estoy seguro —confesó Lou—. ¿Realmente hacen esto cada día?
—Tres o cuatro veces a la semana —dijo Laurie—. ¿Quiere salir un rato fuera? Le avisaré cuando empecemos con DePasquale.
—No se preocupe, adelante. Sigamos. ¿Qué es lo que viene ahora?
—Normalmente examino el cuerpo —dijo Laurie estudiando a Lou.
Lo último que deseaba era que se desmayase y diera con la cabeza en el suelo de cemento. Es lo que le había pasado una vez a una visita.
—Continúe —le urgió Lou—. Estoy bien.
Laurie se encogió de hombros. Luego aplicó el pulgar y el índice a los párpados de Duncan y tiró de ellos hacia arriba.
Lou dio un respingo y se apartó.
Incluso Laurie se sorprendió al principio. ¡Los ojos habían desaparecido! Las pulposas cuencas rojizas estaba llenas de tacos de gasa manchada de rosa que daban al cadáver un aspecto fantasmagórico.
—¡Vale! —dijo Lou—. Lo ha conseguido. Ha conseguido sorprenderme. He de admitírselo. —Lou se volvió hacia Laurie. El poco de piel de la cara que se le veía entre máscara y capucha estaba blanco—. A ver si lo adivino: ha sido una especie de iniciación dedicada al recluta, ¿no?
Laurie soltó una risa breve, nerviosa.
—Perdone, Lou —dijo—. No recordaba que le habían sacado los ojos. De verdad. Este era el caso de la familia que insistía en que se respetaran los deseos del muerto de donar sus órganos. Si la enucleación de los ojos puede realizarse dentro de las primeras doce horas, estos acostumbran a ser útiles siempre que no haya más contraindicaciones. Cuando el cadáver ha sido enfriado enseguida, ese margen puede sobrepasar las doce horas.
—No me importa ser el blanco de una broma —dijo Lou.
—Pero si no era una broma… —insistió Laurie—. Lo siento. En serio. Ayer me llamaron para este caso. Con tantos acontecimientos, se me había olvidado. Solo recordaba que era un caso en que la víctima había tomado cocaína por vía intravenosa. A ver si podemos localizar la inyección.
Laurie puso el brazo derecho de Duncan hacia arriba para examinar así su superficie vulvar. Vinnie hizo lo mismo con el brazo izquierdo.
—Aquí está —exclamó Laurie, señalando un diminuto pinchazo sobre una de las venas opuestas a la zona del codo.
—No sabía que la cocaína pudiera pincharse —dijo Lou.
—El cuerpo puede tomarla de todos los modos imaginables y de otros que usted ni siquiera imaginaría —dijo Laurie—. La vía intravenosa no es corriente, pero se usa.
Mientras decía esto, Laurie regresó mentalmente a la noche antes de hallar a Shelly muerto en su dormitorio. Él acababa de llegar de Yale y Laurie estaba en su cuarto, ansiosa de saber detalles de la universidad. Sobre la cama de Shelly estaba su estuche Dopp.
—¿Qué es esto? —quiso saber Laurie, sosteniendo en alto una cajetilla de condones.
—Dame eso —gritó Shelly, claramente molesto de que su hermana pequeña le hubiera encontrado aquello entre sus cosas de afeitar.
Laurie se rió mientras Shelly le arrebataba de la mano los preservativos. Mientras Shelly estaba ocupado enterrándolos en el cajón superior de su escritorio, Laurie miró en el Dopp para ver qué otras cosas podía encontrar. Pero lo que vio era más inquietante que interesante. Tocándola con muchísimo cuidado, Laurie extrajo una jeringa de diez centímetros cúbicos. Era la aguja que ella encontraría al día siguiente.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Shelly se le acercó y quiso coger la aguja pero Laurie se zafó.
—Lo has cogido del despacho de papá, ¿no es cierto? —le interrogó Laurie.
—Dame eso o te meterás en un buen lío —soltó Shelly, y la acorraló contra la pared.
Laurie tenía la aguja fuertemente apretada entre las manos, detrás de la espalda. Como se había criado en Nueva York, sabía perfectamente lo que significaba que un adolescente tuviese una jeringa.
—¿Tú te pinchas? —preguntó Laurie.
Shelly consiguió dominarla y le arrebató la aguja, llevándosela a su escritorio, donde la escondió junto con los condones. Luego volvió donde su hermana, que no se había movido.
—Lo he probado un par de veces —dijo Shelly—. Se llama speedball. Muchos chicos de la escuela lo hacen. No es nada del otro mundo. Pero no quiero que les digas nada a los papás, si no, nunca volveré a hablarte. ¿Entendido? Nunca más.
El momentáneo ensueño de Laurie fue interrumpido bruscamente por la atronadora voz de Calvin Washington.
—Pero ¿qué coño pasa aquí? —gritó—. ¿Cómo es que no ha empezado todavía con este caso? Vengo a ver si ha encontrado algo con lo que podamos cubrirnos y resulta que aún no ha empezado. Espabile.
Laurie se puso en movimiento. Completado el examen externo, solo pudo hacer constar en sus notas, aparte de lo ya encontrado, unos pocos morados equimóticos en los antebrazos de Duncan. A continuación tomó el escalpelo y con mano experta hizo la clásica incisión en forma de y griega desde la punta de los hombros hasta el pubis. Con la ayuda de Vinnie, Laurie trabajó en silencio y con rapidez extrayendo el esternón y dejando al descubierto los órganos internos.
Lou trataba de no estorbar mucho.
—Siento haberla demorado —dijo cuando Laurie hizo una pausa para dejar que Vinnie organizase los frascos de muestras.
—Tranquilo —dijo Laurie—. Cuando hagamos la de DePasquale le explicaré un poquito más. Solo quiero acabar con Andrews. Si Calvin se cabrea de verdad, habrá problemas.
—Comprendo —dijo Lou—. ¿Prefiere que me vaya?
—No, no —dijo Laurie—. Pero no se sienta herido en sus sentimientos cuando le ignore un ratito.
Después de que Laurie examinara las vísceras in situ, utilizó varias jeringas para extraer fluidos para las pruebas de toxicología. Ella y Vinnie estuvieron ocupados en un procedimiento de gran exactitud a fin de asegurarse de que la muestra correcta iba en el frasco de la etiqueta adecuada. Luego empezó a extraer los órganos uno por uno. El corazón fue lo que le llevó más tiempo, hasta que finalmente lo extirpó.
Mientras Vinnie se llevaba el estómago y los intestinos a la pileta para lavarlos, Laurie se ocupó del corazón, tomando múltiples muestras para posteriores análisis microscópicos. Acto seguido, cogió muestras parecidas de otros órganos. Cuando ya terminaba, Vinnie estaba de vuelta. Luego, apartando el cuero cabelludo, empezó por la cabeza. Después que hubo inspeccionado el cráneo, Laurie le indicó a Vinnie que ya podía usar la sierra mecánica vibradora para trepanar el cráneo dibujando una circunferencia por encima de las orejas.
Lou se mantuvo a distancia cuando Laurie extrajo el cerebro de su cráneo y lo dejó caer con un golpe sordo en una bandeja que sostenía Vinnie. Blandiendo un cuchillo de hoja larga parecido a uno de carnicero, Laurie empezó a dar tajos consecutivos como si se las estuviera viendo con una pieza de carne procesada. Era un dúo perfectamente ensayado y eficiente, que requería muy poca conversación.
Media hora después, Laurie salió con Lou de la sala de autopsias. Después de dejar los uniformes y los delantales, subieron al pequeño restaurante de la segunda planta para tomar un café. Tenían quince minutos mientras Vinnie se llevaba los despojos de Duncan y «colocaba» el segundo caso, Frank DePasquale.
—Gracias, pero no creo que pueda comer nada en varios días —dijo Lou cuando le ofreció alguna de las cosas de las máquinas automáticas que había en el restaurante.
Laurie se sirvió otra taza de café. Se sentaron a una mesa de formica junto al horno microondas. Había otras quince personas en la sala, todas ellas en animada conversación.
Al ver que otra gente fumaba, Lou sacó un paquete de Marlboro y una caja de cerillas y encendió uno. Cuando vio la expresión de Laurie, se sacó el cigarrillo de la boca.
—¿Le importa que fume? —preguntó.
—Si es necesario… —dijo Laurie.
—Solo uno —le aseguró Lou.
—Bien, en líneas generales, Duncan Andrews no tenía nada patológico —dijo ella—. Y no creo que vaya a salir nada de histología.
—Usted hace todo lo que puede —dijo Lou—. Si fallase todo lo demás, cárguele el mochuelo a Calvin. Que decida él lo que hay que hacer. Es trabajo suyo, por algo es un mandamás.
—El que hace la autopsia tiene que poner su firma en el certificado de defunción —dijo Laurie—. Pero puedo hacer un intento.
—Me ha impresionado su forma de manejar ese cuchillo en la sala de autopsias… —dijo Lou.
—Gracias por el cumplido —dijo Laurie—. ¿Por qué será que me parece oír un «pero» a continuación?
—Es solo que me sorprende que una mujer actractiva como usted escogiera este tipo de trabajo —dijo Lou.
Laurie cerró los ojos y soltó un suspiro de exasperación.
—Un comentario bastante chovinista. —Miró a Lou a los ojos—. Lástima que eso le estropee el cumplido. No habrá querido decir: ¿Qué hace una chica guapa como tú en un sitio como este?
—Eh, lo siento —dijo Lou—. Los tiros no iban por ahí en absoluto.
—Hablar de mi apariencia y de mi destreza relacionando ambas cosas es una crítica negativa para las dos —dijo Laurie.
Sorbió un poco de café. Se daba cuenta de que Lou estaba desconcertado e incómodo.
—No pretendo meterme con usted —añadió—, pero estoy harta de defender la carrera que he elegido. Y también estoy harta de oír que mi aspecto y mi sexo tienen algo que ver con la posición que ocupo.
—Ya veo que es mejor que tenga el pico cerrado —dijo Lou.
Laurie echó un vistazo al reloj de la pared.
—Creo que deberíamos bajar. Seguro que Vinnie ya tiene a DePasquale encima de la mesa.
Laurie bebió de un trago el resto de su café y se levantó. Lou aplastó el cigarrillo y se apresuró a seguirla. Al cabo de cinco minutos estaban de nuevo uniformados frente al visor de radiografías de la sala de autopsias, examinando las radiografías de Frank DePasquale. La anteroposterior y la lateral de la cabeza mostraban el brillante perfil de la bala descansando en la fosa posterior.
—Tenía usted razón sobre la localización de la bala —dijo Laurie—. Ahí la tiene, en la base del cráneo.
—El hampa es muy eficiente en sus ejecuciones —dijo Lou.
—Lo creo —añadió Laurie—. La razón es que una bala en la base del cráneo toca la médula oblonga, donde se encuentran los centros vitales que regulan cosas como la respiración y los latidos del corazón.
—Supongo que si he de morir, esa manera no está nada mal —dijo Lou.
Laurie miró al detective.
—Qué idea tan agradable. —Lou se encogió de hombros.
—Verá, en mi trabajo se piensa en estas cosas.
Laurie volvió a mirar las radiografías.
—También tenía razón respecto al calibre. Era pequeño. Imagino que un veintidós o un veinticinco como máximo.
—Es lo que usan normalmente —dijo Lou—. En estos casos, la artillería pesada se considera de chapuzas.
Laurie dirigió sus pasos a la mesa seis, donde descansaban los restos mortales de Frankie. El cadáver estaba ligeramente abotagado. El ojo derecho estaba más hinchado que el izquierdo.
—No parece que tenga dieciocho años —dijo Laurie.
—Quince, más bien —concedió Lou.
Laurie le pidió a Vinnie que le diese la vuelta al cuerpo para poder examinar la parte posterior de la cabeza. Con la mano enguantada, apartó el pelo húmedo y enmarañado y dejó al descubierto una herida de entrada rodeada por un área más grande de abrasión. Después de tomar algunas medidas y sacar fotografías, Laurie rasuró con cuidado el pelo circundante para que la herida quedase totalmente expuesta.
—Desde luego, fue un disparo a quemarropa —dijo Laurie, señalando el pequeño círculo de pólvora que se había graneado en torno al centro de la herida.
—¿Cómo de cerca? —preguntó Lou.
Laurie reflexionó un momento.
—Yo diría que entre siete y diez centímetros.
—Típico —dijo Lou.
Laurie tomó otra serie de medidas y fotografías. Luego, con un escalpelo limpio, arrancó cuidadosamente unos fragmentos del residuo de pólvora que había en las profundidades de las pequeñas heridas causadas por la perforación del graneado. Laurie reservó este material para el laboratorio golpeando con la hoja del escalpelo en lo alto de un tubo colector de vidrio.
—Nunca se sabe lo que pueden decir los químicos —afirmó ella, dándole los tubos a Vinnie para que pusiera las etiquetas.
—Nos hace falta un punto de partida —dijo Lou—. Me da igual lo que pueda ser.
Cuando Vinnie terminó de etiquetar los tubos, Laurie le pidió que la ayudara a poner a Frankie en posición supina.
—¿Qué tiene en el ojo derecho? —preguntó Lou.
—No lo sé —dijo Laurie—. Por rayos X no parecía que la bala hubiera afectado la órbita, pero nunca se sabe.
El párpado estaba como amoratado. A través de la fisura palpebral sobresalía la conjuntiva abultada. Laurie levantó el párpado suavemente.
—¡Uf! —dijo Lou—. Qué mal aspecto tiene. El primer caso no tenía ojos; este parece que le haya pasado por encima un camión con remolque. ¿Le pudo ocurrir cuando flotaba en el río?
Laurie meneó la cabeza.
—Ha sido antes de morir. Mire las hemorragias, debajo de la membrana mucosa. Significa que el corazón latía. Cuando esto ocurrió, él estaba vivo.
Inclinándose un poco más, Laurie examinó la córnea. Mirando el reflejo que las lámparas cenitales sacaban de su superficie, pudo saber que la córnea no era normal. Además, tenía un tono blanco lechoso. Levantó ahora el párpado izquierdo. A diferencia del ojo derecho, la córnea del izquierdo era transparente; el ojo miraba inexpresivamente al techo.
—¿Eso pudo hacerlo la bala? —preguntó Lou.
—No lo creo —contestó Laurie—. Parece más bien una quemadura química por la forma en que ha afectado a la córnea. Tomaremos una muestra para Toxicología. La examinaré por secciones al microscopio. Confieso que nunca había visto nada igual.
Laurie prosiguió su examen externo. Al mirar las muñecas, las señaló diciendo:
—¿Ve estas escarificaciones y esas hendiduras?
—Sí —dijo Lou—. ¿Qué significan?
—Yo diría que a este pobre le ataron. Puede que la lesión ocular fuese algún tipo de tortura.
—Es gente muy aviesa —dijo Lou—. Lo que me fastidia es que se oculten tras ese supuesto código de la ética cuando en realidad se trata de ver quién puede más, pura competencia. Y lo que más me fastidia es que por su culpa todas los italoamericanos acaben teniendo mala fama.
Mientras Laurie estaba examinando las extremidades Frankie, le preguntó a Lou la razón de que los clanes Vacaro y Lucia estuvieran en guerra.
—Cuestión de territorio —dijo Lou—. Todos ellos duermen en la misma cama, es decir, en Queens y parte de Nassau County. Toda la vida han estado peleando a muerte por el territorio. Compiten directamente por la droga, la extorsión, los clubes de juego, el tráfico de mercancía robada, usura organizada, las bandas de ladrones de coches, atracos… Están metidos en todo. Es una pelea permanente en la que se matan unos a otros. Pero siempre acaban empatados, de modo que tienen que seguir soportándose. Un mundo muy extraño.
—¿Estas actividades ilegales continúan hoy en día? —preguntó Laurie.
—Sin duda —dijo Lou—. Y solamente conocemos la punta del iceberg.
—¿Por qué no hace algo la policía?
—Ya lo intentamos —suspiró Lou—, pero no es fácil. Necesitamos pruebas. Como le explicaba antes, eso es bastante complicado. Los jefes viven aislados y los asesinos son profesionales. Incluso aunque les echemos el guante aún tienen que pasar por los tribunales, así que no hay ninguna garantía. A los americanos nos preocupa tanto la tiranía de las autoridades que, legalmente, les damos ventaja a los malos
—Es difícil creer que se pueda hacer tan poco —dijo Laurie.
—Solo se puede hacer algo teniendo pruebas. Fíjese en este Frank DePasquale. Estoy prácticamente seguro de que los responsables de esto son Cerino y sus muchachos, pero no puedo dar un solo paso sin alguna prueba, sin un punto de partida.
—Pensaba que la policía tenía informadores —dijo Laurie.
—Tenemos informadores, sí —concedió Lou—. Pero nadie que sepa nada, en realidad. Los que podrían señalar con el dedo tienen tanto miedo de ellos como de nosotros.
—Bueno, a lo mejor con esta autopsia se consigue algo —dijo Laurie, dirigiendo de nuevo su mirada al cadáver de DePasquale—. Lo que pasa es que la permanencia en agua tiende a borrar las señales. Por supuesto, tenemos la prueba de la bala. Como mínimo, eso sí que se lo puedo dar.
—Me quedaré con lo que sea —dijo Lou.
Laurie y Vinnie siguieron adelante con la autopsia. Laurie le explicaba a Lou paso por paso. La única diferencia entre la autopsia de Frank y la de Duncan fue la manera en que Laurie trató el cerebro. Con Frank fue extremadamente meticulosa para seguir la trayectoria de la bala. Laurie anotó que no había pasado en absoluto cerca del ojo hinchado. También tuvo cuidado de no tocar la bala con un instrumento metálico. Una vez extraída, la puso dentro de un recipiente de plástico a fin de evitar toda rascadura. Después, cuando la bala estuvo seca, procedió a poner una señal en la base y sacar una fotografía antes de precintarla dentro de un sobre pequeño. Con el sobre iba un recibo de propiedad para ser inmediatamente entregado a la policía, es decir, al sargento Murphy o a su compañero de arriba.
—Una mañana bien aprovechada —comentó Lou cuando salían de la sala de autopsias—. Ha sido muy instructivo, pero creo que me ahorraré el tercer caso.
—Me sorprende que haya aguantado dos —dijo Laurie. Se detuvieron un momento junto a los vestuarios—. Revisaré el material microscópico de Frank DePasquale y si sale algo llamativo le avisaré. La única cosa que creo puede ser interesante es el ojo, aunque ¿quién sabe?
—Bien, ha sido divertido… —dijo Lou. Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.
Laurie escudriñó los ojos oscuros del teniente. Tenía la sensación de que quería decirle algo más, pero que no se decidía.
—Voy arriba a tomar otro café —dijo ella—. ¿Le apetece uno antes de irse?
—Buena idea —dijo Lou sin vacilar.
Ocuparon la misma mesa que antes en el pequeño restaurante. Laurie no acababa de comprender por qué el confiado Lou se había vuelto tan torpe y nervioso. Miró cómo sacaba los cigarrillos y las cerillas y encendía uno con muy poca maña.
—¿Hace mucho que fuma? —preguntó Laurie, por decir algo.
—Desde los doce años —dijo Lou—. En mi barrio era normal.
Apagó la cerilla agitándola y dio una larga chupada.
—¿No ha pensado nunca en dejarlo? —preguntó Laurie.
—Dejarlo es fácil —dijo Lou, echando el humo hacia el hombro—. Lo he estado haciendo cada semana durante un año. No, en serio. Sí que quiero dejarlo. Pero en jefatura resulta difícil. Allí casi todos fuman.
—Lamento que no hayamos encontrado ese punto de partida con DePasquale —dijo Laurie.
—Bueno, a lo mejor la bala sirve de algo —dijo Lou. Dejó la punta del cigarrillo sobre el cenicero tratando de que se mantuviera en equilibrio—: Los de balística son gente con muchos recursos. ¡Ay!
Lou retiró la mano del cenicero. Se había quemado el dedo con el cigarrillo.
—¿Está bien, Lou? —preguntó Laurie.
—Sí, muy bien —dijo Lou demasiado rápido. Probó otra vez a recuperar el cigarrillo, esta vez con éxito.
—Parece usted molesto por algo —dijo Laurie.
—Tengo una buena colección de problemas —dijo Lou—. Pero hay una cosa que me gustaría saber. ¿Está casada?
A pesar suyo, Laurie sonrió y movió la cabeza:
—Esa sí que es una pregunta inesperada.
—Estoy de acuerdo —dijo Lou.
—Además, teniendo en cuenta las circunstancias, no es muy profesional —añadió Laurie.
—Tampoco le discuto eso —admitió Lou.
Laurie se calló un momento mientras tenía una pequeña discusión consigo misma.
—No —dijo al fin—. No estoy casada.
—Bien, en ese caso… —empezó Lou, buscando las palabras—, tal vez podríamos comer juntos algún día.
—Me halaga usted, teniente Soldano —dijo Laurie, incómoda—. Pero en general no acostumbro a mezclar mi vida privada con el trabajo.
—Yo tampoco —dijo Lou.
—¿Qué tal si le digo ya veremos y me lo pienso?
—Estupendo —dijo Lou.
Laurie veía que lamentaba haber hecho esa pregunta. Lou se levantó bruscamente. Laurie también se puso de pie, pero Lou la movió para que se quedara donde estaba.
—Termínese el café. Puedo atestiguar que necesita usted un respiro, créame. Yo me voy abajo corriendo a cambiarme y me marcho. Téngame al corriente.
Lou se marchó tras saludar con el brazo. Al llegar a la puerta, saludó otra vez.
Laurie levantó también el brazo mientras Lou desaparecía de su vista. La verdad es que se parecía un poco a Colombo: inteligente aunque de andares torpes y ligeramente desmañado. Al mismo tiempo, poseía el clásico encanto del obrero manual y una refrescante y práctica falta de pretensiones que agradaban a Laurie. Además, parecía muy solo.
Terminado su café, Laurie se levantó y se desperezó. Al salir del restaurante, se le ocurrió que Lou le recordaba también a Sean Mackenzie, su novio de ahora sí, ahora no. Seguro que su madre habría opinado que Lou tampoco era chico para ella. Laurie se preguntaba si la razón de que se sintiera atraída por esa clase de persona se debía en parte a que sabía que sus padres no la aprobarían. De ser cierto, se preguntaba cuándo conseguiría desembarazarse por completo de estas ganas de rebelarse.
Laurie pulsó el botón de bajada en el ascensor y cayó entonces en la cuenta de que cuando Lou la había sorprendido con su pregunta, ella no le había preguntado a su vez si él estaba casado. Decidió que si Lou le llamaba se lo preguntaría. Miró su reloj. Iba bien de tiempo: solo le quedaba una autopsia por hacer y aún no era mediodía.
Laurie comprobó la dirección que había anotado en un trozo de papel y luego miró el imponente edificio de apartamentos de la Quinta Avenida. Estaba lindante con Central Park. A la entrada había una marquesina de lona festoneada azul que llegaba hasta la acera. Un portero de librea permanecía expectante detrás mismo de la puerta vidriada de hierro forjado.
Cuando Laurie se aproximaba a la puerta, el portero se apartó para abrir y le preguntó educadamente a Laurie en qué podía servirla.
—Quisiera hablar con el superintendente —dijo Laurie, desabrochándose el abrigo.
Mientras el portero se peleaba con un sistema de interfono bastante anticuado, Laurie tomó asiento en un sofá de piel y echó un vistazo al vestíbulo. Estaba decorado con gusto en tonos moderados y apagados. Sobre un aparador había un ramo de flores otoñales.
No le resultó difícil a Laurie imaginarse a Duncan Andrews entrando confiado en el vestíbulo de su casa, recogiendo la correspondencia y esperando el ascensor. Laurie miró hacia la hilera de buzones discretamente protegidos por un biombo chino de madera. Se preguntaba cuál sería el de Duncan y si habría cartas esperando su llegada.
—¿Puedo ayudarla?
Laurie se puso en pie y miró sin reparos a un hispano bigotudo. En la camisa, cosido por encima del bolsillo del pecho, llevaba el nombre de «Juan».
—Soy la doctora Montgomery —dijo Laurie—. Del centro forense.
Laurie abrió de golpe su cartera de piel para que se viera la flamante chapa de inspector médico. Parecía una placa de policía.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Juan.
—Me gustaría visitar el apartamento de Duncan Andrews —dijo Laurie—. Estoy a cargo de la inspección post mórtem y quisiera ver dónde tuvo lugar el óbito.
Laurie empleó a propósito un lenguaje oficial. A decir verdad, se sentía incómoda haciendo aquello. Aunque en ciertas jurisdicciones era obligada la visita de inspectores médicos al escenario de la muerte, en Nueva York no sucedía así. Esta clase de tarea había ido quedando relegada a los investigadores de medicina legal. Pero Laurie contaba con un largo aprendizaje de cuando estuvo en Miami. En Nueva York, había prescindido de la información adicional que estas visitas proporcionaban. Pero no era esa la razón de su visita al apartamento de Duncan. No esperaba encontrar nada nuevo. Se sentía impulsada a ello por motivos personales. La imagen de un apuesto y privilegiado joven poniendo fin a su vida a cambio del efímero placer causado por las drogas le hizo pensar en su hermano. Esta muerte había removido unos sentimientos de culpa que ella había reprimido durante diecisiete años.
—La novia del señor Andrews está arriba —dijo Juan—. Al menos, la he visto subir hará una media hora. —Dirigiendo su atención al portero, preguntó si la señora Wetherbee se había ido. El portero dijo que no. Juan añadió, volviéndose a Laurie—: Es el apartamento siete C. La acompañaré.
Laurie dudó. No esperaba tener compañía en el apartamento. En realidad, no quería hablar con nadie de la familia, y mucho menos con la novia de Andrews. Pero Juan estaba ya en el ascensor con la puerta abierta, esperándola. Laurie comprendió que no podía irse después de haberse presentado en calidad oficial.
Juan aporreó la puerta del 7C. Como no abría nadie enseguida, sacó un manojo de llaves del tamaño de una pelota de béisbol y empezó a rebuscar en él. La puerta se abrió justo en el momento en que iba a meter la llave en la cerradura.
Apareció en el umbral una mujer de estatura similar a Laurie, pelo rubio y rizado, vistiendo una camisa de deporte sobre unos tejanos lavados a la piedra. Sus mejillas brillaban con lágrimas recientes.
Juan presentó a Laurie como alguien del hospital y luego se excusó antes de irse.
—No recuerdo haberla visto en el hospital —dijo Sara.
—No trabajo en el hospital —aclaró Laurie—. Soy del centro forense.
—¿Va a hacer una autopsia del cuerpo de Duncan? —preguntó Sara.
—Ya la he hecho —dijo Laurie—. Solo quería ver el lugar donde murió.
—Por supuesto —dijo Sara, dejando libre el paso—. Adelante.
Laurie entró en el apartamento. Se sentía extraordinariamente incómoda sabiendo que se entrometía en la vida de la pobre chica. Esperó a que Sara cerrase la puerta. Era un apartamento espacioso. Incluso desde el vestíbulo podía verse la extensión no arbolada de Central Park. Inconscientemente movió la cabeza ante la insensatez de que Duncan Andrews tomara drogas. Al menos en teoría, su vida parecía perfecta.
—Duncan se desplomó aquí mismo, en la puerta —dijo Sara. Señaló el suelo, junto a la entrada. Nuevas lágrimas se derramaron por sus mejillas—. Él abrió la puerta un momento antes de que yo llamara. Estaba como loco. Iba a salir prácticamente desnudo.
—Lo lamento muchísimo —dijo Laurie—. Las drogas pueden causar estas cosas. La cocaína puede hacerles creer que están ardiendo.
—Yo ni sabía que él tomaba droga —sollozó Sara—. Quizá si yo hubiese venido más rápido después de que me llamara, no habría pasado nada. Quizá si me hubiese quedado el sábado por la noche…
—Las drogas son como una maldición —dijo Laurie—. Nadie sabrá por qué las usaba Duncan. Pero fue él quien tomó esa decisión. No debe culparse. —Laurie hizo una pausa—. Sé cómo se siente —dijo por último—. Yo encontré a mi hermano después de que tomara una sobredosis.
—¿En serio? —dijo Sara entre lágrimas.
Laurie asintió con la cabeza. Por segunda vez en un día había confesado un secreto que no había compartido con nadie en diecisiete años. Este trabajo la estaba afectando, desde luego, pero en un sentido que nunca había imaginado. El caso de Duncan Andrews la había conmovido como no lo había hecho ningún otro.