21.40, lunes, Queens, Nueva York.
—Tengo que hacer algo —dijo Tony Ruggerio. Sentía como un hormigueo por todo el cuerpo que le hizo removerse en el lado derecho del asiento delantero del Lincoln sedán negro propiedad de Angelo Facciolo—. Llevamos cuatro noches sentados delante del colmado de D’Agostino. Ya no aguanto más sin hacer nada, ¿me entiendes? Necesito movimiento, algo, lo que sea.
Sus ojos barrieron rápidamente y con nerviosismo la calle lluviosa que tenía ante él. El coche estaba aparcado cerca de una boca de riego en Roosevelt Avenue.
Angelo hizo girar la cabeza con lentitud. Sus ojos semicerrados miraron detenidamente a aquel «muchacho» de veinticuatro años y aspecto juvenil que le habían impuesto. El carácter excitable e impulsivo de Tony bastaba para poner a prueba la paciencia de Angelo. Él pensaba que el «muchacho», cuyo apodo era El Animal, representaba un impedimento para su manera de trabajar, y otro tanto le había dicho a Cerino. Pero daba lo mismo. Era como hablar con la pared. Cerino le dijo que la ventaja principal de Tony era que no tenía miedo; era ambicioso, fogoso, carecía de escrúpulos y tenía poca conciencia. Cerino le dijo que necesitaba más gente como Tony. Angelo no lo veía muy claro.
Tony medía apenas un metro sesenta y ocho y era nervudo. Lo que le faltaba en estatura intentaba compensarlo en músculo. Acudía regularmente al American Gym de Jackson Heights. Le dijo a Angelo que tomaba suplementos proteínicos y a veces esteroides.
Tony tenía unas facciones redondeadas, étnicas, de italiano del sur, y el pelo brillante, negro y espeso. Su nariz era un poquito chata y estaba ligeramente ladeada hacia la derecha gracias a sus pinitos de boxeador aficionado. Se había criado en Woodside y no consiguió terminar la segunda enseñanza. En el instituto se había peleado frecuentemente por causa de su estatura así como por su hermana Mary quien, en el dialecto particular de Tony, era una «tía buena». Siempre había protegido a su hermana, pensando que; todos los varones tenían los mismos objetivos que él con respecto al sexo opuesto.
—No aguanto más aquí sentado —dijo Tony—. Tengo que salir del coche —agregó buscando el picaporte.
Angelo le puso la mano en el brazo.
—¡Tranquilo! —dijo Angelo en un tono lo bastante amenazador como para frenar a Tony.
En cierto modo, Cerino había acertado al emparejarlo Angelo, el «petimetre», servía de excelente contraste para el temerario Tony. Tenía treinta y cuatro años pero parecía mayor. Mientras que Tony era bajo, Angelo era alto y enjuto, con esa cara de cuchillo que le daban sus facciones angulosas. Si Tony era susceptible en cuanto a su estatura, Angelo lo era en cuanto a su piel. Llevaba en el rostro cicatrices de un caso casi mortal de varicela a los seis años de edad, así como señales de graves problemas de acné entre los trece y los veintiuno. Mientras que Tony era impulsivo y fogoso, Angelo era cauto y calculador: un sociópata aparentemente sosegado cuyo carácter era fruto de una interminable serie de hogares adoptivos y una temporada de trabajos forzosos en una prisión de máxima seguridad.
Tanto el uno como el otro eran bastante ostentosos con respecto a su guardarropa, si bien Tony nunca acababa de dar la imagen que deseaba; sus trajes, por más caros que fuesen, le sentaban siempre mal a ese cuerpo desproporcionadamente musculoso. Por el contrario, Angelo le daba satisfacción incluso a John Gotti El Apuesto por sus esfuerzo en materia de elegancia en el vestir. No es que fuese un chulo, sino simplemente meticuloso. Solo vestía trajes, camisas, corbatas y zapatos de Brioni. Si el culto a la musculatura era en Tony una respuesta a su corta estatura, la melindrosa forma de vestir de Angelo respondía a su naturaleza, un tema sobre el cual no toleraba alusión alguna.
Tony se recostó en su asiento. Echó una ojeada hacia donde estaba Angelo. Este era una de las pocas personas a quien Tony respetaba, temía y envidiaba incluso. Angelo tenía la vida asegurada, poseía contactos y una reputación legendaria.
—Paulie me dijo que Frankie DePasquale se presentaría en esta tienda —dijo Angelo—, de modo que si es preciso esperaremos aquí hasta el mes que viene.
—¡Joder! —murmuró Tony.
En vez de salir del coche, Tony metió la mano en su chaqueta y extrajo su Beretta Bantam calibre 25. Después de soltar el pestillo de resorte, sacó el cargador y contó las balas como si uno de los ocho cartuchos hubiera podido desaparecer desde que media hora antes los contase por última vez.
Cuando Tony tiró del gatillo del arma vacía, Angelo dio un respingo.
—Deja la pistola —dijo—. ¿Qué es lo que te pasa?
—¡Está bien, está bien! —dijo Tony, metiendo otra vez el cargador y devolviendo la pistola a su pistolera—. Cálmate, hombre.
Tony miró a Angelo, quien le devolvió la mirada unos segundos. Tony levantó las manos. Conocía lo bastante a Angelo para saber que estaba enfadado.
—El arma está en su sitio. Tranquilízate ya.
Angelo no dijo nada y se limitó a seguir observando la entrada de la tienda de D’Agostino mirando la gente que entraba y salía.
Tony suspiró ruidosamente.
—Desde que esos hijos de puta le arrojaron ácido a Paulie en la cara llevamos un mes alucinante. Puede que los Pobres se hayan rajado, igual se han largado de la ciudad. Es lo que yo habría hecho. Al día siguiente me habría ido muy lejos de aquí, a Florida o a la costa. A lo mejor estamos esperando en vano. ¿Has pensado en eso?
—A Frankie le han visto —dijo Angelo—. Le han visto aquí, en la tienda de D’Agostino.
—¿Y cómo pasó? —preguntó Tony—. Primero de todo ¿cómo pudieron acercarse a Cerino?
—No fue complicado —contestó Angelo—. Vinnie Dominick convocó la reunión con Cerino. Nada de armas, fue el trato. Todo el mundo tenía que dejar la artillería en el coche. Se utilizó incluso un detector de metales que Cerino había llevado del aeropuerto Kennedy. Cuando Terry Marteso empezó a servir el café, le arrojó una taza de ácido a la cara de Paul. Sabemos que Frankie estaba implicado porque vino con Manso.
—¿Cómo consiguió huir Frankie? —preguntó Tony.
—En cuanto le tiraron el ácido a Paulie se fue la luz —dijo Angelo—. Se armó un lío de mil demonios. Paulie gritando todo el mundo poniéndose a cubierto en la oscuridad. Yo estaba junto a la ventana que da a la calle. Arrojé una silla contra el cristal y me lancé fuera. Fue entonces cuando vi a Manso saliendo por la puerta principal. Frankie ya esta subiendo al coche. Todo sucedió muy deprisa, muy pocos pudieron reaccionar.
—¿Cómo conseguiste coger a Manso?
—Hubo una carrera —dijo Angelo—. Y Manso perdió. El coche estaba justo enfrente del restaurante; yo tenía mi arma en el asiento delantero por si algo iba mal. Hice dos disparos mientras Manso trataba de subir al coche. No lo logró. Las dos balas le entraron por la espalda.
—¿Cuántos intervinieron? —preguntó Tony.
Había sentido curiosidad por el incidente del ácido desde que se enteró de que había ocurrido, pero le daba miedo sacar el asunto a relucir.
—Tal como yo lo veo, debieron ser dos más, aparte Manso y DePasquale —dijo Angelo—. Una de las razones por las que quiero hablar con Frankie es para asegurarme.
—¡Qué increíble! —dijo Tony meneando la cabeza—. No me imagino cuánto debió de prometerles a la gente de Lucia por dar un golpe como este.
—Nadie lo sabe con seguridad —dijo Angelo—. De hecho, se rumorea que los cabrones lo hicieron por cuenta propia, pensando que la gente de Lucia los recompensaría por sus cojones. Pero por lo que sabemos, los de Lucia ni siquiera lo han admitido.
—Qué falta de respeto —murmuró Tony—. Tirarle ácido a la cara. ¡Joder!
—Ahora que lo pienso —dijo Angelo—. ¿Has traído el ácido de batería?
—Claro que sí, hombre —dijo Tony—. Está en el viejo maletín de médico de Doc Travino, en el asiento de atrás.
—Bien —dijo Angelo—, a Paulie le va a gustar. Es un buen toque.
Tony se estiró. Estuvo callado durante un minuto y luego se aclaró la garganta:
—¿Qué me dices si salgo un momentito del coche? Me gustaría hacer un poco de gimnasia. Tengo los hombros entumecidos.
Angelo juró por lo bajo y le dijo a Tony que estar con él en el coche era como estar encerrado con un crío de dos años.
—Perdona —dijo Tony arqueando las cejas—. Es que estoy acostumbrado a un poco más de movimiento. Entrelazando las manos, Tony realizó una serie de ejercicios isométricos. En mitad de una de ellos se detuvo y miró por la ventanilla lateral.
—¡Hostia! Ese que pasa por ahí ¿no es Frankie DePasquale? —dijo Tony excitadísimo.
Angelo se inclinó hacia delante para ver:
—Pues sí, parece él.
—¡Por fin! —exclamó Tony, manipulando para sacar su arma y alcanzar el picaporte.
Entonces notó la mano de Angelo en su brazo. Sorprendido, miró a su tutor.
—Aún no —dijo Angelo—. Hemos de asegurarnos de que va solo. No podemos meter la pata. Puede que sea nuestra única oportunidad y Paulie no quiere más problemas.
Como un anhelante perro de caza aguantándose a duras penas las ganas de lanzarse sobre su peluda presa, Tony vio cómo Frankie DePasquale desaparecía en la concurrida tienda de comestibles. Para su sorpresa, Angelo puso el coche en marcha.
—¿Adónde vas? —inquirió Tony.
—Solo estoy reculando un poco —explicó Angelo—. Parece que Frankie va solo. Le cogeremos cuando vuelva a salir. Angelo hizo marcha atrás y se puso en ángulo a la altura de una parada de autobús. Dejó el motor en marcha. Aguardaron.
Al cabo de veinte minutos, Frankie salió de la tienda con paquetes en ambas manos. Angelo y Tony le vieron caminar directamente hacia ellos.
—Parece un adolescente —dijo Angelo.
—Lo es —dijo Tony—. Tiene dieciocho años. Iba a la clase de mi hermana antes de que empezara a salir con malas compañías y colgar los estudios.
—¡Ahora! —gritó Angelo.
A la velocidad del rayo, Angelo y Tony salieron a la vez del coche y se pusieron delante del sorprendido Frankie, cuyos ojos se abrieron de par en par mientras dejaba caer la mandíbula.
—Hola, Frankie —dijo Angelo con calma—. Tenemos que hablar.
La respuesta de Frankie fue dejar caer la compra. Las bolsas se rompieron al dar contra la acera mojada y varias latas de pasta con tomate salieron rodando por la reguera. Frankie se volvió y empezó a correr.
Tony le agarró enseguida por detrás, haciéndole caer a la calzada. Sujetándole contra el suelo, le cacheó rápidamente y le sacó una pequeña Saturday especial. Tony se metió el arma en el bolsillo y puso al aterrorizado muchacho boca arriba. De cerca, Frankie parecía tener menos de dieciocho años. En realidad, parecía que aún no había empezado a afeitarse.
—¡No me hagas daño! —suplicó Frankie.
—¡Cierra el pico! —Cortó Tony.
Ese chico era un flojo. Qué asco.
Angelo aparcó junto a ellos. Con el motor encendido saltó del coche. Varios transeúntes se habían detenido bajo sus paraguas y miraban como tontos el espectáculo. Angelo se abrió paso.
—Venga, muévanse —les ordenó—. Somos de la policía. Angelo sacó y volvió a guardar enseguida una vieja placa del departamento de policía que llevaba siempre en el bolsillo para ocasiones como esta. El que pusiera Ozone Park cuando en realidad estaban en Woodside no importaba demasiado. Lo que causaba el efecto deseado era la forma y el lustre del metal. La pequeña multitud empezó a dispersarse.
—¡No son de la policía! —aulló Frankie.
Tony respondió a la exclamación de Frankie poniéndole a un lado de la cabeza su Beretta Bantam.
—Una palabra más, chaval, y pasas a la historia.
—Al coche —ordenó Angelo.
Angelo a un costado y Tony al otro, levantaron a Frankie y lo arrastraron hasta el coche. Le hicieron entrar abriendo la puerta de atrás y bajándole la cabeza. Tony subió detrás de él. Angelo dio la vuelta a toda prisa y ocupó el asiento del conductor. Con un rechinar de neumáticos, se dirigieron al oeste por Roosevelt Avenue.
—¿Por qué me hacéis esto? —preguntó Frankie—. Yo no os he hecho nada.
—¡Cállate! —dijo Angelo desde el asiento delantero.
No perdía de vista el espejo retrovisor. Si hubiera habido el menor indicio de complicación, habría torcido por Queens Boulevard. Pero como todo estaba tranquilo, decidió seguir recto. Cuando Roosevelt se convirtió en Greenpoint, empezó a tranquilizarse.
—Muy bien, cabrón —dijo Angelo, mirando por el retrovisor—. Empieza a hablar.
Pudo ver que Frankie se encogía en el rincón, manteniéndose todo lo lejos de Tony que le era posible. Tony sostenía su pistola en la mano izquierda con el brazo extendido sobre el respaldo. Sus ojos no dejaban a Frankie ni un momento.
—¿De qué queréis hablar? —preguntó Frankie.
—De lo que le hicisteis tú y Manso a Paulie Cerino —dijo Angelo—. Seguro que has adivinado que trabajamos para el señor Cerino.
Los ojos de Frankie pasaron rápidamente de la cara de Tony a su arma y luego a la imagen de Angelo que veía por el retrovisor. Estaba aterrorizado.
—Yo no lo hice —dijo—. Solo estaba allí. Fue idea de Manso. Me obligaron. Yo no quería hacerlo, pero ellos amenazaron a mi madre.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—Bueno, Terry Manso —dijo Frankie—. Fue él solo.
Con un golpe súbito y feroz, Tony le partió la cara a Frankie con el cañón de la pistola.
Frankie gritó y se llevó las palmas de las manos a la cara. Entre sus dedos empezó a correr un reguero de sangre.
—¿Es que te crees que somos estúpidos? —dijo despectivamente Tony.
—No le pegues todavía —dijo Angelo—. A lo mejor quiere cooperar.
—No me peguéis más, por favor —rogó Frankie entre sollozos.
Tony soltó un taco e hizo pasar el cañón de su pistola entre los dedos de Frankie para metérselo en la boca.
—Como no te espabiles y dejes de jodernos, te van a quedar los sesos desparramados por todo el coche.
—¿Quién más estaba metido? —volvió a preguntar Angelo. Tony retiró el cañón de su arma para que Frankie pudiese hablar.
—Fue solo Manso —sollozó Frankie—. Él me obligó a acompañarle.
Angelo meneó la cabeza disgustado.
—Está claro que no quieres cooperar, Frankie. Acuérdate de las luces. En el momento en que Manso arrojó el ácido, las luces se apagaron. No fue coincidencia. ¿Quién andaba jodiendo con las luces, eh? Y el coche. ¿Quién conducía el coche?
—Yo no sé nada de las luces —dijo Frankie sollozando otra vez—. No me acuerdo de quién conducía. Alguien que no conozco. Debió de contratarlo Manso.
Angelo meneó la cabeza disgustado. La cosa se ponía difícil. Odiaba esta clase de trabajo sucio. Había abrigado vagas esperanzas de que Frankie desembucharía en cuanto le metieran en el coche. Evidentemente no iba a ser así.
Al levantar la vista para mirar por el retrovisor, Angelo captó por un momento la cara de Tony a la luz parpadeante de las farolas que dejaban atrás. Tony lucía una de esas sonrisas que dejaban bien a las claras que estaba disfrutando. El propio Angelo pensaba que de vez en cuando Tony podía dar miedo.
Llegados a la zona de pilares de Greenpoint en Brooklyn, Angelo torció a la derecha por Franklin y luego a la izquierda por Java. Todo parecía en ruinas, sobre todo a medida que se aproximaban al agua. Se sucedían los almacenes a pie de calle. Setenta y cinco o cien años atrás había sido una floreciente zona portuaria, pero desde entonces se había transformado casi por entero, a excepción de alguna empresa aislada, como la planta que Pepsi-Cola tenía cerca de Newtown Creek.
—Todos abajo —dijo Angelo.
Estaban aparcados a la sombra de un almacén enorme edificado justo encima del muelle que se adentraba en el East River casi un centenar de metros. Al otro lado del río estaba la mole monumental de la reluciente silueta de rascacielos de Manhattan. Tony salió del coche con el maletín negro de Doc Travino e hizo señas a Frankie para que saliera.
Angelo abrió la cerradura de una puerta elevada del almacén y, tras levantarla, instó a Frankie a entrar. Frankie dudaba en el lóbrego umbral.
—Os he dicho todo lo que sé. ¿Qué queréis de mí?
Tony le propinó a Frankie un empujón que le hizo tambalear hacia delante. El clic del interruptor resonó en el cavernoso almacén cuando Angelo encendió las lámparas de vapor de mercurio. Al principio solo fue un resplandor, pero a medida que se alejaban del muelle arrastrando a un renuente Frankie, las lámparas daban una luz cada vez más viva, hasta que pronto bastó para iluminar los enormes rimeros de plátanos que ocupaban todo el almacén.
—¡Por favor! —gimió Frankie, pero Angelo y Tony hacían caso omiso.
Fueron hasta el fondo del almacén, donde abrieron una puerta con paneles. Angelo buscó el interruptor que activaba una solitaria bombilla suspendida de un alambre sin aislar. En el cuarto había una vieja mesa metálica de despacho sin cajones, unas sillas y un gran agujero en el suelo. Más allá del agujero, el agua del East River parecía más aceite que agua cuando se arremolinaba en torno a los pilotes del muelle al compás de la marea.
—Os estoy diciendo la verdad —lloriqueó Frankie—. Fue Manso. Yo no tuve más remedio que ir. No sé nada más.
—Claro, Frankie —dijo Angelo, y volviéndose hacia Tony agregó—: Átale a una silla.
Tony dejó el maletín de Doc Travino sobre la mesa y lo abrió. De dentro extrajo un trozo de cuerda de tender. Luego, con una sonrisa perversa, le dijo a Frankie que se sentara en una de las sillas de madera. Frankie obedeció. Mientras Tony le ataba, Angelo encendió un cigarrillo.
Tony dio un par de tirones a la cuerda para comprobar los nudos que había hecho. Contento, se puso en pie y le hizo una señal con la cabeza a Angelo.
—Por última vez, Frankie —dijo Angelo—. ¿Quién más estaba metido en lo del ácido? ¿Tú, Manso y quién más?
—Nadie —sollozó Frankie—. Es la verdad.
Angelo le echó el humo a la cara, burlándose. Luego, lanzándole una mirada a Tony, dijo:
—El suero de la verdad.
Tony sacó del maletín de Doc Travino un pequeño frasco de cristal y un cuentagotas. Le entregó ambas cosas a Angelo, quien desenroscó el tapón y olisqueó el contenido cautelosamente. Al subirle la vaharada, echó la cabeza atrás enseguida.
—Coño, qué cosa más fuerte. Parpadeó unas cuantas veces el rabillo del ojo.
—¿Hay alguna posibilidad de que cambies la historia que nos has contado? —preguntó Angelo tranquilamente tras acercarse a Frankie.
—Estoy diciendo la verdad —insistió Frankie. Angelo miró a Tony:
—Échale la cabeza para atrás.
Tony agarró un mechón de pelo del chico a la altura de la frente y tiró violentamente de su cabeza hacia atrás.
—A ver, Frankie —dijo Angelo inclinándose sobre la cara de Frankie, que miraba al techo—. ¿Alguna vez has oído la frase «ojo por ojo, diente por diente»?
Solo entonces Frankie se dio cuenta de lo que pasaba. Pero pese a sus intentos de apretar los ojos para mantenerlos cerrados, Angelo consiguió vaciarle el cuentagotas en el párpado inferior derecho.
Un ligero ruido como de agua salpicando en una sartén caliente precedió a un grito escalofriante cuando el ácido sulfúrico corroyó el delicado tejido ocular de Frankie. Angelo miró a Tony y reparó en que su sonrisa se había convertido en una mueca de placer. Angelo se preguntó adónde irían a parar con esta nueva generación. Este Tony lo estaba pasando la mar de bien. Para Angelo no se trataba de diversión, sino de trabajo. Ni más ni menos.
Angelo puso el frasco de ácido sulfúrico sobre la mesa y dio un par de chupadas a su cigarrillo. Cuando los gritos se convirtieron en sollozos entrecortados, Angelo se inclinó sobre Frankie y le preguntó tranquilamente si deseaba cambiar la historia.
—¡Habla! —ordenó Angelo cuando pareció que Frankie no le hacía caso.
—He dicho la verdad —logró pronunciar Frankie.
—¡Será posible! —musitó Angelo mientras volvía a por el ácido. Girándose para llamar a Tony, dijo—: Aguántale la cabeza otra vez.
—¡No! ¡Espera! —dijo Frankie con voz ronca—. No me hagas daño. Os diré lo que queréis saber.
Angelo volvió a dejar el ácido sobre la mesa. Frankie seguía derramando lágrimas, especialmente por el ojo donde le habían arrojado el ácido.
—Está bien, Frankie —dijo Angelo—. ¿Quién más estaba metido?
—Tienes que darme algo para el ojo —gimió Frankie—. Me está matando.
—Nos ocuparemos de ello en cuanto nos digas lo que queremos —dijo Angelo—. Vamos, Frankie. Estoy perdiendo la paciencia.
—Bruno Marchese y Jimmy Angelo —miró a Tony.
Tony asintió con la cabeza
—He oído hablar de Bruno. Es de por aquí.
—¿Dónde podemos encontrar a esos chicos para hablar con ellos? —preguntó Angelo.
—Calle cincuenta y cinco, tres mil ochocientos veintidós, apartamento uno —dijo Frankie—. Es al lado de Northern Boulevard.
Angelo sacó un trozo de papel y anotó la dirección.
—¿Quién tuvo la idea? —preguntó.
—Manso —sollozó Frankie—. Os estaba diciendo la verdad. Él tuvo la idea de que si lo hacíamos, nos convertiríamos en soldados de Lucia y formaríamos parte de su círculo de íntimos. Pero yo no quería. Tuvieron que obligarme a ir.
—¿No podías habérnoslo dicho en el coche, Frankie? —preguntó Angelo—. Nos habríamos ahorrado problemas y tú te habrías ahorrado desgracias.
—Tenía miedo de que los otros me mataran si descubrían que había hablado —dijo Frankie.
—Osea que te preocupan más tus amigos que nosotros, ¿eh? —preguntó Angelo poniéndose detrás de Frankie. Ese comentario había herido los sentimientos de Angelo—. Es curioso. Pero ahora da igual. Ya no tienes que preocuparte de tus amigos porque nosotros nos ocuparemos de ti.
—Tenéis que darme algo para el ojo… —dijo Frankie.
—Claro, hombre —dijo Angelo.
Con toda suavidad y sin vacilar un segundo, sacó su automática Walther TPH y disparó a Frankie en la cabeza justo encima de la nuca. La cabeza de Frankie saltó hacia delante y se desplomó sobre su pecho.
La premura del acto final sorprendió a Tony, quien dio un respingo y retrocedió viéndose venir un revoltijo de carne sanguinolenta. Pero no hubo nada de eso.
—¿Por qué no me has dejado a mí? —gimoteó.
—Calla y desátale —ordenó Angelo—. No hemos venido a divertirnos. Recuerda que estamos trabajando.
Una vez que Tony hubo desatado a Frankie, Angelo le ayudó a llevar el flácido cuerpo hasta el agujero del suelo. Contaron hasta tres y le tiraron al río. Angelo se quedó mirando hasta asegurarse de que la corriente arrastraba el cadáver hacia el río propiamente dicho.
—Volvamos a Woodside para hacer una visita de cortesía a los otros —dijo Angelo.
La dirección que Frankie les había dado era una casa de dos pisos con terraza y un apartamento en cada planta. La puerta exterior estaba cerrada con llave, pero su mecanismo aceptaba tarjetas de crédito. En un minuto estuvieron dentro. Tomando posiciones a ambos lados de la puerta del apartamento número uno, Angelo llamó con la mano. No acudió nadie. Habían visto luces encendidas desde la calle.
—Reviéntala —dijo Angelo señalando la puerta con la cabeza.
Tony retrocedió unos pasos y luego dio un patadón a la puerta. La jamba se hizo astillas a la primera y la puerta osciló hacia dentro. En un abrir y cerrar de ojos, Angelo y Tony habían entrado en el apartamento y empuñaban con ambas manos sus respectivas armas. El lugar estaba vacío exceptuando unas cuantas botellas semivacías de cerveza encima de la mesa de centro. El televisor estaba encendido.
—¿Qué opinas tú? —preguntó Tony.
—Se habrán asustado al ver que Frankie no volvía —dijo Angelo, encendiendo un cigarrillo y reflexionando un momento.
—¿Y ahora, qué? —dijo Tony.
—¿Sabes dónde vive la familia de ese Bruno? —preguntó Angelo.
—No, pero puedo averiguarlo —dijo Tony.
—Hazlo —dijo Angelo.