20.55, lunes, Manhattan
Lou metió el coche en la rampa de carga del depósito y aparcó a un lado. En vez de dos furgonetas, como de costumbre, solamente había una, de modo que podría haber estacionado en la entrada misma de la rampa, pero se figuró que la otra furgoneta no tardaría en volver y prefirió no estorbar.
Lou dejó su cédula de identidad sobre el tablero y bajó del coche. Se maldecía por haberse puesto así con Laurie hacía un rato. ¿Cuándo aprendería a tirar del freno? Criticando a Jordan solo conseguía que ella le defendiera aún más. Seguro que esta vez la habría puesto furiosa. Lou entendía que ella no hubiera cogido el teléfono cuando él volvió a telefonearla, pero por más que Laurie se hubiera cabreado él se había hecho ilusiones de que le volvería a llamar. Al ver que pasaba media hora y Laurie no lo hacía, Lou optó por encaminarse al centro forense para hablar personalmente con ella. Confiaba en que no se hubiera marchado.
Lou pasó por Seguridad y echó un vistazo por la ventana. Le sorprendió ver que no había nadie, pero supuso que el guardia de turno estaría haciendo una ronda. Siguiendo por el pasillo, Lou miró en la oficina del depósito, pero tampoco había nadie.
Lou se rascó la cabeza. El lugar parecía desierto. Había un silencio de muerte, pensó riéndose por dentro. Miró su reloj. No era tan tarde, y por otro lado se suponía que aquí no cerraban nunca… Al fin y al cabo, la gente se moría las veinticuatro horas. Encogiéndose de hombros, Lou fue hacia los ascensores y subió a la planta de Laurie.
Tan pronto salió del ascensor supo que ella no estaba. Tenía la puerta del despacho cerrada y el cuarto estaba a oscuras. Pero Lou no venía dispuesto a rendirse. Todavía no. Recordó que ella había dicho algo de unos resultados del laboratorio. Lou optó por buscar el laboratorio adecuado y, con ello, a Laurie. Bajó un piso en el ascensor, sin saber muy bien dónde tenía que buscar. Al fondo del pasillo de la cuarta planta vio luz. Lou recorrió todo el pasillo y se asomó a la puerta, que estaba abierta.
—Disculpe —dijo al joven vestido con una bata de laboratorio que estaba inclinado sobre una de las máquinas de mayor envergadura de la habitación.
Peter alzó los ojos.
—Estoy buscando a la doctora —dijo Lou.
—No es usted el único —dijo Peter—. No sé dónde está ahora, pero hace media hora que ha bajado al depósito a ver un cuerpo que está en el cuarto frigorífico.
—¿La buscaba alguien más?
—Oh, sí —dijo Peter—. Dos hombres que no había visto nunca.
—Gracias —dijo Lou.
Volvió al ascensor y se apresuró por el pasillo. No le había gustado nada eso de dos hombres buscando a Laurie, sobre todo después de lo que había dicho sobre dos supuestos policías de paisano que habían ido a su casa.
Lou fue directamente a la planta de la morgue. Al salir del ascensor se extrañó de no haber visto un alma a excepción del chico del laboratorio. Cada vez más preocupado, apretó el paso para ir al cuarto frigorífico del fondo del largo corredor. El encontrar la puerta parcialmente entornada no hizo sino aumentar su intranquilidad.
Con creciente temor, Lou abrió del todo la pesada puerta. Lo que vio fue muchísimo peor de lo que podría haber imaginado. Dentro de la cámara había cuerpos esparcidos por todas partes. Dos camillas estaban volcadas. Varias sábanas de las que cubrían los cadáveres habían sido retiradas. Aun después de unos cuantos días de experiencia en la sala de autopsias, aquello fue superior a lo que Lou podía aguantar. No sabía qué podía haberle ocurrido a Laurie, pero este campo de batalla sembrado de cadáveres no era un buen auspicio.
Lou divisó un bolso entre los restos. Apartando camillas, fue a cogerlo para ver de quién era. Abrió la cartera. Lo primero que vio fue la foto de Laurie en el permiso de conducir.
Mientras salía a toda prisa de la cámara, la preocupación se le volvió miedo, más teniendo en cuenta que su actual teoría de los asesinatos del hampa podía ser cierta. Buscó a alguien desesperadamente. En el depósito siempre solía haber uno u otro a mano. Al ver luz en la sala de autopsias, corrió hacia la puerta, entró y vio que allí tampoco había nadie.
Lou giró sobre sus talones y volvió a Seguridad para telefonear. Al entrar en la oficina vio inmediatamente el cuerpo del guardia en el suelo. Lou se arrodilló y le dio la vuelta. Los ojos ciegos del hombre le miraron de hito en hito. En la frente tenía un agujero de bala. Lou miró si había pulso, pero el hombre estaba muerto.
Lou se levantó, cogió el teléfono con rabia y marcó el 91l. Tan pronto la operadora respondió se identificó como el teniente Lou Soldano y solicitó una unidad de homicidios para la morgue municipal. Añadió que la víctima estaba en la oficina de Seguridad, pero que él no podía esperar a que llegaran.
Lou colgó de un porrazo y corrió a la rampa de carga. Una vez en su coche, arrancó enseguida y reculó haciendo chirriar los neumáticos, que dejaron sobre el pavimento dos líneas de caucho. No tenía otra salida más que ir directamente a casa de Cerino. Había que poner las cartas sobre la mesa. Puso la luz de emergencia sobre el techo del coche y llegó a la dirección de Cerino, en Queens, tras veintitrés minutos de carrera espeluznante.
Subiendo la escalinata de la casa de Cerino de tres en tres, metió la mano en la pistolera y soltó la tira de piel que aseguraba su Smith & Wesson del calibre 38 Especial. Llamó impaciente al timbre. Tenía que haber alguien, pues todas las luces estaban encendidas.
Sabía que estaba actuando por pura corazonada y que esta dependía de que su hipótesis sobre los asesinatos fuera correcta. Pero en ese momento no contaba más que con eso y su intuición le decía que el tiempo era de lo más importante. Se encendió una luz sobre su cabeza. Lou tuvo la sensación de que era observado por la mirilla. Finalmente la puerta se abrió y apareció Gloria vestida con una bata de andar por casa.
—¡Lou! —dijo Gloria en tono afable—. ¿Qué te trae por aquí?
Lou entró en la casa haciéndola a un lado.
—¿Dónde está Paul? —dijo apremiándola mientras miraba en la sala de estar, donde Gregory y Steven veían la tele.
—¿Qué pasa? —preguntó Gloria.
—He de hablar con Paul. ¿Dónde está?
—No está en casa —dijo Gloria—. ¿Algo va mal?
—Sí, muy mal —dijo Lou—. ¿Sabes dónde ha ido Paul?
—No estoy segura —dijo Gloria—. Pero le he oído hablar por teléfono con el doctor Travino. Creo que dijo algo de ir a la compañía.
—¿Te refieres al malecón? —preguntó Lou.
Gloria asintió.
—¿Corre peligro? —preguntó.
La inquietud de Lou era contagiosa. Saliendo ya por la puerta, Lou le dijo:
—Yo me ocupo de todo.
De nuevo en el coche, Lou puso el motor en marcha y derrapó en mitad de la calle describiendo una U. Mientras aceleraba pudo ver a Gloria de pie en el porche, llevándose angustiada las manos al pecho.
* * *
Náuseas fue lo que Laurie sintió primero, pero no vomitó, aunque sí tuvo arcadas. Se despertó por fases, dándose cuenta poco a poco del movimiento y de los incómodos meneos y golpes. También notó un mareo, como si estuviera dando vueltas, y una terrible sensación de hambre de aire, como si se estuviera asfixiando.
Laurie trató de abrir los ojos y descubrió entonces, aterrorizada, que ya los tenía abiertos. Dondequiera que se hallase, estaba oscuro como boca de lobo.
Cuando estuvo más despierta intentó moverse, pero al hacerlo sus extremidades chocaron contra una superficie de madera. Palpando para descubrir de qué se trataba, Laurie llegó enseguida a la conclusión de que estaba dentro de una caja. Una oleada de miedo y claustrofobia la envolvió como un viento helado al comprobar que había sido encerrada… ¡en un ataúd de Potter’s Field! Al mismo tiempo todo cuanto había sucedido en el centro forense le vino a la memoria con cáustica claridad: la persecución, los dos desconocidos, el guardia muerto, el pobre conserje asesinado a sangre fría. Y entonces se le ocurrió otro pensamiento horrible: ¡podía ser que planearan enterrarla viva!
Atenazada por el pánico, Laurie trató de levantar las rodillas haciendo fuerza contra la tapa del ataúd. Luego intentó dar patadas, pero todo fue en vano. O había algo muy pesado encima de la tapa o la habían claveteado bien.
—¡Ahhhh! —gritó Laurie cuando la caja dio una fuerte sacudida.
Fue entonces cuando supo que estaba dentro de un vehículo.
Laurie intentó gritar pero solo consiguió castigarse los tímpanos. A continuación trató de golpear el interior de la tapa con los puños, pero había poco espacio para que diera algún resultado.
El meneo así como la vibración del motor cesaron de repente. Luego se oyó el ruido lejano de unas puertas que parecían abrirse. Laurie notó que el ataúd se movía.
—¡Socorro! —gritó—. ¡No puedo respirar!
Laurie oyó voces, pero no hablaban con ella. Llena de pánico y desespero, intentó golpear de nuevo el interior de la tapa mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Se veía impotente. Jamás en su vida había estado tan aterrorizada.
Laurie sabía que se la llevaban. No quería ni pensar adónde. ¿Iban realmente a enterrarla? ¿Escucharía la tierra golpeando la tapa de su ataúd?
El féretro fue dejado en el suelo con un golpe sordo. No estaba sobre tierra. Había sonado como madera.
Laurie, entre sollozos, boqueó en busca de aire mientras un sudor frío le perlaba la frente.
* * *
Lou no sabía exactamente dónde estaba la American Fresh Fruit Company, pero sí que debía de encontrarse en la zona del muelle Green Point. Había ido en una ocasión, años atrás, y esperaba acordarse del camino.
Al llegar a la zona portuaria, bajó la luz de emergencia y la apagó. Siguió por Greenpoint Avenue hasta que no pudo avanzar más y luego torció por West Street, escudriñando todo el tiempo los almacenes abandonados en busca de señales de vida.
Empezaba a desanimarse, sumido en un progresivo desespero, cuando vio un rótulo que decía Java Street. El nombre le sonó enseguida. Lou torció por aquella calle cada vez más cerca del río. Una manzana más abajo había una valla alta de cadenas. Sobre la verja abierta podía verse el letrero con el nombre de la empresa de Cerino. Más allá de la verja había varios coches aparcados. Lou reconoció el Lincoln Continental de Cerino. Al fondo estaba el enorme almacén que se extendía hasta el muelle mismo. Más arriba y detrás del almacén, Lou distinguió el punto más alto de la superestructura de un buque.
Lou atravesó la verja y dejó el coche aparcado junto al de Cerino. La espaciosa puerta elevada que daba acceso a la nave estaba abierta. Lou consiguió ver la parte trasera de una furgoneta aparcada en la oscuridad del interior. Apagó el motor y bajó del coche. Lo único que se oía era el distante chirriar de unas gaviotas.
Lou se palpó el arma, pero la dejó en su pistolera. Fue de puntillas hasta la puerta y atisbó para ver mejor la furgoneta. Al divisar la inscripción HEALTH & HOSPITAL CORP. se sintió más animado. Lou escudriñó la oscuridad del almacén sin ver otra cosa que el borroso perfil de unos racimos de plátanos. No se veía un alma, pero hacia el extremo del muelle, en dirección al río, como a un centenar de metros, pudo ver el resplandor de una luz.
Lou no se decidía a llamar pidiendo apoyo, como habría requerido un procedimiento típicamente policial, pero temía que no hubiera tiempo. Debía cerciorarse de que Laurie estaba en inminente peligro. En cuanto lo supiera, se ocuparía de pedir ayuda.
Pasando entre los plátanos para evitar el pasillo central, Lou avanzó por el lado hasta encontrar otro corredor que conducía al muelle. A tientas, se fue acercando al lugar de donde parecía proceder la luz.
Tardó cinco minutos en llegar a la altura de la luz. Con precaución, empezó a avanzar de nuevo lateralmente hasta que pudo ver que la luz salía de una oficina con ventanas.
Dentro había gente. Lou reconoció a Cerino de inmediato. Acercándose todavía más, Lou consiguió tener una buena perspectiva del interior y, lo más importante, vio a Laurie. Estaba sentada en una silla recta. Lou alcanzó a ver que la frente le brillaba de sudor.
Intuyendo que Laurie estaba bien, al menos de momento, Lou empezó a desandar el camino con gran precaución. Quería llegar al coche para llamar pidiendo refuerzos. Con la de gente que había en ese despacho, él no estaba en condiciones de hacerse el héroe irrumpiendo como si tal cosa.
Una vez en el coche, Lou conectó su radio de policía. Se disponía a hablar cuando notó la presión del metal frío contra la nuca.
—Baja del coche —ordenó una voz.
Lou se volvió lentamente y tuvo que levantar los ojos para mirar la cara enjuta de Angelo.
—Fuera.
Lou dejó el micrófono en su sitio y puso los pies en el asfalto.
—De cara al coche —ordenó Angelo.
Lou fue rápidamente cacheado por Angelo, quien le quitó el arma.
—Muy bien —dijo Angelo—. Vamos al despacho. A lo mejor tú también quieres ir de crucero.
* * *
—No sé de qué me están hablando —dijo Laurie.
Temblaba como un flan. El ataúd en donde había estado metida estaba sobre uno de sus lados. Le aterraba pensar que pudieran obligarla a meterse allí otra vez.
—Por favor, doctora —dijo Travino—. Yo también soy médico. Hablamos el mismo idioma. Solo queremos saber cómo lo descubrió. ¿Cómo adivinó que estos no eran casos de sobredosis común y corriente como los que ustedes ven día sí día no?
—Deben de haberse equivocado de persona —dijo Laurie. Intentaba pensar, pero con el pánico le resultaba difícil. Aun así, suponía que la razón de que todavía estuviera viva era que ellos estaban desesperados por saber cómo había resuelto el caso. En consecuencia, había decidido no decirles ni una palabra.
—Dejadme a mí —suplicó Tony.
—Si no habla con el doctor —dijo Cerino—, tendré que dejar que Tony aplique sus métodos.
En ese momento se abrió la puerta del almacén y Lou Soldano fue impulsado al interior del despacho. Le seguía Angelo con el arma en la mano.
—¡Tenemos compañía! —dijo.
—¿Quién es, Angelo? —preguntó Paul. Seguía llevando un parche sobre el ojo operado.
—Lou Soldano —dijo Angelo—. Estaba a punto de llamar por radio.
—¿Lou? —repitió Cerino—. ¿Qué haces tú aquí?
—No quitarte el ojo de encima —dijo Lou y añadió, mirando a Laurie—: ¿Estás bien?
Laurie meneó la cabeza.
—Todo lo bien que se puede esperar —dijo, medio llorando.
Angelo agarró una silla y la situó junto a la de Laurie.
—¡Siéntate! —vociferó.
Lou se sentó, los ojos pegados a los de Laurie.
—¿Te han hecho daño? —preguntó él.
—Travino —dijo Paul, enfadado—, todo esto se está complicando demasiado. Tú y tus grandes ideas. —Luego le dijo a Angelo—: Pon alguien afuera y asegúrate de que Soldano viene solo. Y deshazte de ese coche. Vamos a suponer, para cubrirnos las espaldas, que ha tenido ocasión de llamar antes de que lo cogiéramos.
Angelo chasqueó los dedos mirando a varios de los matones que habían venido con Paul. Al momento los hombres salieron del despacho.
—¿Quieres que me ocupe yo del detective? —preguntó Tony.
Paul hizo un ademán con la mano para que se callara.
—El hecho de que esté aquí significa que sabe más de lo que debería —dijo—. Este también se va de crucero. Habrá que hablar con él igual que con la chica. Pero de momento metámoslos en el Montego Bay sin pérdida de tiempo. Preferiría que la tripulación vea lo menos posible. ¿Tú qué sugieres?
—¡Gas! —dijo Angelo.
—Buena idea —dijo Paul—. Es toda tuya, Tony.
Tony aprovechó la magnífica oportunidad de lucirse delante de Paul. Sacó un par de bolsas de plástico y el cilindro del gas. En cuanto tuvo la primera inflada, le hizo un nudo y empezó con la segunda mientras la primera bolsa flotaba libremente hacia el techo.
Uno de los matones volvió diciendo que no había nadie más por los alrededores y que ya se habían encargado del coche de Soldano.
El súbito y vibrante bufido de la sirena del Montego Bay hizo saltar a todos de sus sillas. El buque estaba al otro lado de la pared sin aislar del despacho. Paul soltó un taco. Tony había dejado ir la segunda bolsa y parte del gas se había escapado por la habitación.
—Eso no será malo para nosotros, ¿eh? —preguntó Cerino, oliendo el gas.
—No —dijo Travino.
En medio de la confusión, Laurie se volvió hacia Lou.
—¿Ha traído cigarrillos? —le preguntó.
Lou la miró como si no hubiera escuchado bien.
—¿De qué me habla?
—Los cigarrillos —repitió ella—. Démelos.
Lou buscó en el bolsillo de su americana. Cuando iba a sacar la mano, otra mano le agarró de la muñeca. Era el matón que había informado del coche.
El malhechor le lanzó una mirada feroz y retiró la mano de Lou de su americana. Cuando vio que Lou tenía un paquete de tabaco con una caja de cerillas dentro del celofán, le soltó el brazo y dio un paso atrás.
Todavía perplejo, Lou le tendió el paquete a Laurie.
—¿Está solo? —preguntó ella en voz muy baja.
—Sí, por desgracia —respondió Lou de la misma manera mientras trataba de sonreír al matón que le había cogido de la muñeca.
El tipo seguía mirándole ferozmente.
—Quiero que se fume un cigarrillo —dijo Laurie.
—Lo siento —dijo Lou—. Ahora no tengo ninguna gana de fumar.
—¡Saque uno! —le espetó Laurie.
Lou la miró completamente desconcertado.
—¡Está bien! —dijo—. Lo que usted diga.
Laurie extrajo un cigarrillo de la cajetilla y se lo metió a Lou en la boca. Luego cogió las cerillas. Mientras sacaba una cerilla, miró al matón que no dejaba de observarles muy atentamente. Su expresión no había variado.
Laurie protegió la cerilla y la rascó. Lou se inclinó hacia ella con el pitillo entre los labios. Pero Laurie no lo encendió, sino que utilizó la cerilla para encender toda la caja. En cuanto la caja empezó a arder, Laurie la arrojó hacia Tony y sus bolsas de plástico. De paso se dejó caer de la silla hacia un lado, arrastrando consigo a un sorprendido Lou. Juntos cayeron al suelo.
El estampido resultante fue espectacular, sobre todo alrededor de Tony y hacia el techo, donde se había concentrado el etileno escapado y adonde la segunda bolsa había ido a parar por sí sola. La onda expansiva de la explosión rompió todas las ventanas del despacho así como la puerta y las lámparas del techo, dejando únicamente intacta una lamparita que había sobre el escritorio. La bola de fuego acabó con Tony. Angelo fue arrojado contra la pared, donde quedó como un muñeco en posición sedente, con los tímpanos reventados. Tenía el pelo chamuscado hasta el cuero cabelludo y había sufrido lesiones internas en los pulmones. Los demás quedaron momentáneamente conmocionados en el suelo y con heridas superficiales. Varios de ellos lograron ponerse a cuatro patas, gimiendo y totalmente aturdidos.
Laurie y Lou, que estaban en el suelo, habían salido relativamente indemnes al estar más abajo del etileno acumulado, aunque ambos habían sufrido quemaduras sin importancia y ligeras lesiones en el oído debidas a la enorme deflagración. Laurie abrió los ojos y soltó a Lou, a quien tenía apresado por el talle.
—¿Se encuentra bien? —preguntó. Le zumbaban los oídos.
—¿Qué demonios ha pasado? —dijo Lou.
Laurie consiguió ponerse en pie y tiró del brazo de Lou para hacer que se levantara.
—¡Larguémonos de aquí! —dijo—. Ya se lo explicaré. Laurie y Lou pasaron por entre los que estaban en el suelo quejándose lastimeramente. El humo acre les hizo toser. Traspasada la puerta destrozada del despacho, oyeron el crujir de cristales rotos bajo sus pies. Al fondo del pasillo de plátanos vieron una linterna que se bamboleaba en la oscuridad. Alguien venía corriendo hacia ellos.
Lou tiró de Laurie apartándola del despacho y en la dirección por la que había venido él. Mientras se agazapaban tras una pila de plátanos, las pisadas fueron acercándose a toda prisa. Enseguida, otro de los matones de Cerino se detuvo jadeando en el umbral del despacho y allí se quedó unos instantes con la boca abierta de asombro. Luego acudió en ayuda de su jefe. Paul estaba sentado frente al escritorio con la cabeza entre las manos.
—Ahora es la nuestra —susurró Lou, y se agarró bien fuerte a Laurie mientras se abrían paso hacia la entrada del almacén.
La marcha era lenta debido a la oscuridad y al hecho de que deseaban mantenerse alejados del pasillo principal por si había más gente de Cerino.
Tardaron casi diez minutos en divisar el vago perfil de la puerta elevada. Frente a la misma se hallaba la silueta negra de la furgoneta. Seguía aparcada en el mismo sitio que cuando Lou llegó.
—Mi coche debe de haber desaparecido —susurró Lou—. A ver si están las llaves en el furgón.
Se acercaron con cautela a la furgoneta. Lou abrió la portezuela del conductor y palpó la columna de dirección. Sus dedos tocaron las llaves, que seguían pendiendo del encendido.
—Gracias a Dios —dijo—. Aquí están. ¡Vamos, adentro! Laurie montó en el lado del acompañante. Lou estaba ya al volante.
—En cuanto ponga este trasto en marcha —dijo Lou, con premura y en voz baja—, saldremos volando de aquí. Pero puede que no estemos a salvo. Quizá haya tiroteo, será mejor que se vaya atrás y se eche en el suelo.
—¡Arranque ya! —dijo Laurie.
—Venga. No discuta.
—El que discute es usted —le espetó Laurie—. ¡Vámonos de una vez!
—¡Nadie va a ninguna parte! —dijo una voz a la izquierda de Lou.
Sintiéndose hundidos, Laurie y Lou miraron por la ventanilla del lado de él. Había varios desconocidos con el sombrero puesto en mitad de la oscuridad. La luz de una linterna jugueteó de pronto en la cara de Lou y luego en la de Laurie. Su resplandor hizo que ambas pestañearan.
—Fuera del camión —ordenó la misma voz—. Los dos.
Perdidas las esperanzas, Laurie y Lou se bajaron de la furgoneta. No podían ver a los hombres a causa de la intensidad de la luz, pero parecía haber tres.
—Al despacho otra vez —ordenó la voz.
Desanimados, Laurie y Lou hicieron lo que les mandaban. Ninguno de los dos dijo una palabra. Ni él ni ella querían pensar en la ira de Cerino.
El despacho seguía presentando una escena caótica. Una espesa humareda continuaba suspendida en el aire. Uno de los pistoleros había ayudado a Cerino a sentarse en la silla del escritorio. Angelo seguía en el suelo con la espalda apoyada en la pared. Parecía confuso, y de la comisura de la boca le goteaba sangre barbilla abajo.
Habían encendido una luz supletoria, de modo que el alcance de los daños era más evidente. A Laurie le sorprendió ver tantas cosas carbonizadas. Aquel viejo texto de farmacología no hablaba en broma: al decir que el etileno era inflamable quería decir que era inflamable. Ella y Lou habían tenido suerte de no salir peor parados.
Les dieron las mismas sillas que habían ocupado solo minutos antes. Al sentarse, los ojos de Laurie toparon con los restos calcinados de Tony. Ella hizo una mueca y miró hacia otro lado.
—Me hace daño el ojo —gimió Paul.
Laurie cerró los suyos, deseando no pensar en cuáles serían las consecuencias de haber hecho arder el etileno.
—Que alguien me ayude —exclamó Cerino.
Los ojos de Laurie volvieron a abrirse. Algo no encajaba. Nadie se movía. Los tres hombres que le habían acompañado al despacho ignoraban a Cerino. La verdad es que no hacían caso de nadie.
—¿Qué ocurre? —le dijo a Lou por lo bajo.
—No lo sé —dijo él—. Algo raro está pasando.
Laurie miró a los tres hombres. Parecían indiferentes, comiéndose las uñas, poniéndose bien la corbata. No habían movido un dedo para ayudar a nadie. Al mirar hacia el otro lado, Laurie vio al hombre que había entrado corriendo en el despacho justo después que ella y Lou salieran de allí. Estaba sentado en una silla con la cabeza entre las manos, mirando al suelo.
Laurie oyó ruido de pasos que se acercaban. Daba la impresión de que quienquiera que viniese llevaba medias suelas metálicas. Afuera, al otro lado de la puerta reventada, Laurie vio los haces de varias linternas que venían hacia ellos.
Al momento, un hombre bastante gallardo y misteriosamente guapo apareció en la puerta destrozada y se detuvo a contemplar la escena. Vestía un abrigo de cachemir sobre un traje de rayas finas. Llevaba el pelo engominado hacia atrás desde la frente.
—Santo Dios, Cerino —dijo con burla—. ¡El lío que has armado!
Laurie miró a Cerino. Cerino no decía nada; ni siquiera se había movido.
—No me lo puedo creer —dijo Lou.
Laurie volvió la cabeza, miró a Lou y vio en su cara una expresión de sobresalto.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Ya sabía yo que algo raro estaba pasando.
—¿El qué?
—Vinnie Dominick —dijo Lou.
—¿Quién es Vinnie Dominick? —preguntó Laurie.
Vinnie meneó la cabeza al examinar lo que quedaba de Tony y luego se acercó a Lou.
—Detective Soldano —dijo—. Qué bien que está usted aquí. —Extrajo del bolsillo de su abrigo un teléfono móvil y se lo pasó al detective—. Supongo que querrá hablar con sus colegas para ver si tienen la bondad de pasarse por aquí. Estoy seguro de que el fiscal del distrito querrá hablar largo y tendido con Paul Cerino.
Laurie reparó en los tres hombres que habían estado paseándose por la habitación antes de que llegase Dominick. En este momento registraban el despacho en busca de armas. Uno de ellos le llevó a Vinnie la de Lou, después de quitársela a Angelo. Vinnie se la devolvió a Lou.
Lou se miró el teléfono en una mano y la pistola en la otra sin dar crédito a sus ojos.
—Vamos, Lou —dijo Vinnie—. Haga su llamada. Es una pena, pero tengo otra cita y no podré quedarme para cuando vengan los hombres de azul. Además, soy un chico bastante vergonzoso y no me sentiría a gusto con las ovaciones que toda la ciudad querrá dirigirme a mi paso por haberles salvado la papeleta. Puesto que seguramente sabe ya lo que el señor Cerino se traía entre manos, no necesita mi colaboración. Pero en caso contrario, no dude en telefonearme. Estoy convencido de que sabrá cómo contactar conmigo.
Vinnie se dirigió hacia la puerta e hizo ademán a sus hombres de que le siguieran. Al pasar junto a Angelo, se volvió a Lou para decirle:
—Será mejor que avise a una ambulancia. El pobre Angelo tiene mala cara. —Luego, mirando a Tony, añadió—: Esa furgoneta de la morgue irá que ni pintada para cargar con este cerdo.
Dicho esto, partió.
Lou le pasó la pistola a Laurie mientras utilizaba el teléfono móvil para marcar el 911. Se identificó a la operadora de la policía y le dio la dirección. Al terminar cogió de nuevo el arma.
—Este Vinnie es un personaje. ¿Quién es? —preguntó Laurie.
—El principal rival de Cerino —explicó Lou—. Debe de haber averiguado lo que Cerino se proponía hacer y así es como lo entrega a la policía. Un método eficacísimo, diría yo, estando los dos de testigos. Es además una manera inteligente de librarse de la competencia.
—¿Quiere decir que Vinnie sabía que Cerino se hallaba detrás de todo? —preguntó Laurie.
Estaba pasmada.
—¿De qué está hablando? Vinnie se habrá imaginado que Cerino estaba asesinando a todos los pacientes de la lista de Jordan Scheffield que estaban delante suyo esperando un trasplante de córnea.
—¡Dios mío! —exclamó Laurie.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Lou. Después de esa nochecita, no tenía fuerzas para sorpresas.
—Entonces es mucho peor de lo que me había figurado —dijo Laurie—. Las sobredosis por droga eran en realidad homicidios para conseguir ojos. Cerino hacía matar a gente que se había comprometido por escrito a donar sus órganos al Depósito de Manhattan.
Lou miró hacia Cerino.
—Es mucho más sociópata de lo que nunca habría imaginado. Santo Dios, el tipo atacaba a la vez ambos aspectos del problema: la oferta y la demanda.
Cerino levantó la cabeza de las manos.
—¿Y qué iba a hacer, si no? ¿Esperar como los demás? No me lo podía permitir. En mi profesión, cada día sin ver era un peligro de muerte. ¿Es culpa mía que en los hospitales no tengan córneas suficientes?
Laurie le dio un golpecito a Lou en el hombro y este se volvió.
—Todo este asunto encierra una extraña ironía —dijo ella, meneando la cabeza—. Estuvimos discutiendo a ver cuál de las dos series de asesinatos era más relevante desde el punto de vista social, si las muertes estilo hampa o las sobredosis de escala social alta, y resulta que estaban íntimamente relacionadas. No eran sino dos fases del mismo y espantoso asunto.
—No puede probar nada —rezongó Cerino.
—Conque no, ¿eh? —dijo Laurie.
FIN