16.15, lunes, Manhattan
Por segunda vez el mismo día, Lou Soldano se encontraba en la sala de médicos del Manhattan General. Pero en esta visita no iba a tener que esperar mucho. Esta vez había llamado a la supervisora de quirófano para preguntar cuándo estaría listo el doctor Scheffield. Lou había escogido la hora exacta de su llegada a fin de pillar a Jordan cuando este saliera de operar.
Tras una espera de menos de cinco minutos, Lou tuvo el agrado de ver aparecer al doctor entrando confiado en la sala para ir al vestuario. Lou fue tras él, sombrero en mano y trinchera al brazo. Se mantuvo a distancia hasta que Jordan hubo arrojado su pijama sucio al cubo de la lavandería. Lou había planeado coger al doctor en ropa interior, momento en que psicológicamente hablando sería más vulnerable. Lou tenía el convencimiento de que los interrogatorios funcionaban mejor cuando el sujeto estaba desconcertado.
—¡Eh! Doc —le dijo suavemente.
Jordan giró en redondo. El hombre estaba nervioso, no había duda.
—Disculpe —dijo Lou, rascándose la cabeza—. No me gusta ser pesado, pero se me ha ocurrido otra cosa.
—¿Quién diantre se ha creído que es? —le espetó Jordan—. ¿Colombo?
—Premio —dijo Lou—. Pensaba que no iba usted a adivinarlo. Pero ya que me ha hecho caso, hay algo que quiero preguntarle.
—Que sea rápido, teniente —dijo Jordan—. Llevo todo el día aquí metido y tengo el consultorio lleno de pacientes descontentos.
Jordan fue al lavabo y abrió el grifo.
—Cuando he venido antes le he mencionado que todos los pacientes asesinados esperaban pasar por el quirófano. Pero no le he preguntado a qué clase de operación iban a ser sometidos. Es decir, sé que se trataba de algún tipo de operación de córnea. Acláreme una cosa, Doc: ¿qué es lo que iba a hacerles a esas personas?
Jordan, que estaba inclinado sobre el lavabo, se enderezó. El agua le goteaba por la cara. Le dio un ligero codazo a Lou para que se apartara y poder coger una toalla. Jordan se secó vigorosamente la cara como si le sacara brillo.
—Iban a ser sometidos a trasplante de córnea —dijo finalmente Jordan, mirándose al espejo.
—Qué interesante —dijo Lou—. Tenían diagnósticos distintos y sin embargo todos ellos iban a recibir el mismo tratamiento.
—Exacto, teniente.
Jordan fue del lavabo a su taquilla. Hizo girar la rueda de la cerradura de combinación.
Lou le siguió como un perro faldero.
—Yo pensaba que diagnósticos diferentes requerían diferentes tratamientos.
—Es verdad que esas personas tenían diagnósticos diferentes —explicó Jordan mientras empezaba a vestirse—, pero su enfermedad fisiológica era la misma. No tenían la córnea transparente.
—Pero eso sería tratar el síntoma y no la enfermedad, ¿no? —preguntó Lou.
Jordan dejó de abotonarse la camisa para mirar a Lou.
—Me parece que le he subestimado —dijo—. No ha podido ser más exacto. Pero por lo que se refiere a los ojos, solemos hacer eso con frecuencia. Es natural que antes de realizar un trasplante haya que curar la causa de la opacidad. Se hace para estar razonablemente seguro de que el problema no se reproducirá en el tejido trasplantado, y con un tratamiento adecuado, raramente ocurre.
—Vaya —dijo Lou—. Si hubiera tenido la oportunidad de ir a una escuela de la lvy League como usted, tal vez habría podido ser médico.
Jordan siguió abrochándose la camisa.
—Esa observación ha sido mucho más típica de usted —dijo.
—Sea como fuere —dijo Lou—, ¿no resulta sorprendente que todos sus pacientes asesinados estuvieran programados para la misma intervención?
—En absoluto —dijo Jordan mientras continuaba vistiéndose—. Soy lo que se dice un superespecialista. Lo mío es la córnea. Acabo de hacer cuatro hoy.
—¿La mayoría de sus operaciones son trasplantes de córnea? —preguntó Lou.
—Casi un noventa por ciento. Últimamente, más.
—¿Y Cerino? —preguntó Lou.
—Lo mismo —dijo Jordan—. Pero con él son dos intervenciones, pues los dos ojos estaban igualmente afectados.
—¡Ah! —dijo Lou.
Una vez más, se había quedado sin preguntas.
—No me interprete mal, teniente. Todavía me angustia y me conmueve saber que esos pacientes míos fueron asesinados. Pero aun sabiendo que resultaron muertos, no me sorprende en absoluto que todos estuvieran inscritos para trasplantes de córnea. En calidad de pacientes míos, cabía esperarlo casi por definición. Y ahora, ¿ha terminado, teniente?
Jordan se puso la americana.
—Estas personas esperaban un trasplante de córnea; ¿había algo que los diferenciara de otros receptores?
—No —dijo Jordan.
—¿Qué me dice de Marsha Schulman? ¿Podría estar relacionada con esas otras muertes?
—Ella no esperaba ninguna intervención.
—Pero conocía a esas personas —dijo Lou.
—Era mi secretaria personal. Conocía prácticamente a todos los que entraban en mi consultorio.
Lou asintió.
—Ahora, si me disculpa, teniente, debo ir a la sala de recuperación a ver mi último caso. Ha sido un placer verle de nuevo.
Dicho esto, Jordan se fue.
Nuevamente desanimado, Lou regresó al coche. Había tenido el convencimiento de haber dado con la clave cuando Patrick O’Brien se presentó en su despacho para decirle que todos los pacientes muertos iban a ser operados de lo mismo. Ahora le parecía un callejón sin salida. Uno más.
Lou se incorporó al tráfico rodado y al inmediato atasco. En Nueva York la hora punta era siempre matadora, y cuando llovía todavía era peor. Al mirar hacia la acera, Lou comprobó que los peatones iban más rápido que él.
Como tenía tiempo para pensar, Lou trató de revisar los hechos del caso. La personalidad del doctor Scheffield le traía de cabeza. Dios, cómo detestaba a ese tipo. Y no era solo por Laurie, aunque eso contaba.
Scheffield era un individuo relamido y pagado de sí mismo. Lou no entendía cómo Laurie no se daba cuenta. De pronto, el coche que tenía detrás chocó con el suyo. La cabeza se le fue para atrás y luego hacia delante. En un arranque de ira, Lou tiró violentamente del freno de mano y se bajó de un salto. El tipo de detrás también se había bajado. Lou vio con desespero que el individuo era una mole de ciento diez kilos de músculo macizo. Como mínimo.
—A ver si mira por dónde va —dijo Lou, agitando el dedo. Dio la vuelta al Caprice para ver los desperfectos. En su parachoques había un poquito de pintura del coche del otro. Podía haber jugado al policía rudo, pero decidió que no. Raramente lo hacía; resultaba demasiado cansado.
—Lo siento, tío —dijo el otro conductor.
—No hay daños —dijo Lou.
Se metió otra vez en el coche. Mientras avanzaba entre el tráfico a paso de tortuga, volvió la cabeza a derecha e izquierda. Confiaba en no sufrir ninguna rascada.
El brillo de una idea fugaz empezó súbitamente a tomar forma en su cabeza. Ese choque le había hecho recobrar la sensatez. ¿Cómo no lo había visto antes? Por un momento miró al vacío, hipnotizado por la solución que su cerebro acababa de destilar tan repentinamente. Estaba tan ensimismado que el forzudo de detrás tuvo que hacer sonar el claxon para que Lou avanzara.
—La puta de oros —dijo Lou en voz alta.
Se preguntaba cómo no se le había ocurrido antes. Por más repugnantemente estrafalario que pudiera resultar, todo parecía encajar a la perfección.
Lou echó mano de su teléfono móvil y probó de dar con Laurie en su trabajo. La operadora le dijo que ya no trabajaba allí.
—¿Qué? —preguntó Lou.
—La han despedido —explicó la operadora y colgó.
Lou marcó enseguida el número del domicilio de Laurie. Se reprochó el no haberla llamado antes para saber cómo había ido su entrevista con el jefe. Evidentemente, las cosas habían ido mal.
Lou recibió la decepcionante respuesta del contestador automático. Dejó el mensaje de que la telefonease inmediatamente al despacho y, si no estaba allí, a su casa.
Lou colgó. Le sabía mal lo de Laurie. Quedarse sin trabajo tenía que haber sido un duro golpe para ella. Era una de esas raras personas a las que les gustaba su trabajo tanto como a Lou.
* * *
—¡Allí está! —exclamó Tony, dándole un empujón a Angelo para despertarlo.
Angelo movió la cabeza y luego miró bizqueando por el parabrisas. En el poco tiempo que había estado durmiendo se había hecho de noche. Tenía la cabeza como embotada.
Aun así pudo ver a la chica que Tony estaba señalando. Se encontraba a solo tres metros del edificio y se dirigía hacia la puerta.
—Vamos —dijo Angelo.
Salió atropelladamente del coche y casi cayó de bruces. La pierna izquierda se le había quedado dormida en una extraña posición cuando había cerrado los ojos.
Tony le llevaba ya ventaja cuando Angelo intentó correr con una pierna que más que de carne y hueso parecía de cartón. Al llegar a la puerta, Angelo sentía la punzada de un millón de agujas desde la entrepierna a los pies. Tiró del picaporte y vio que Tony estaba hablando ya con la mujer.
—Quisiéramos charlar un momento con usted en la comisaría —estaba diciendo Tony, tratando de imitar a Angelo. Este pudo ver que Tony sostenía la placa a una altura en que Laurie Montgomery podía, de haber querido, leer fácilmente lo que ponía en ella.
Angelo tiró del brazo de Tony y sonrió. Tal como su compañero había dicho al ver la fotografía, Laurie era una mujer atractiva.
—Nos gustaría hablar un momentito con usted —dijo Angelo—. Pura rutina. Estaremos de vuelta antes de una hora. Es un asunto referente al centro forense.
—Yo no tengo por qué ir a ninguna parte.
—No querrá usted hacer una escena, ¿verdad? —dijo Angelo.
—No tengo ni siquiera por qué hablar con usted.
Angelo se daba cuenta de que Laurie no iba a ser una chica fácil.
—Me temo que habremos de insistir —dijo con calma.
—Ni siquiera sé quiénes son. ¿A qué distrito pertenecen?
Angelo lanzó una rápida ojeada por encima del hombro. No venía nadie. La detención iba a requerir violencia. Angelo miró a Tony, asintiendo disimuladamente con la cabeza. Recibido el mensaje, Tony metió la mano en la americana y extrajo su Beretta Bantam. Apuntó a Laurie.
Angelo dio un respingo al lanzar Laurie un chillido escalofriante que pudo haber despertado hasta a los muertos del cementerio de Saint John en Rego Park.
Con la mano libre, Tony agarró a Laurie del cuello tratando de hacerla entrar en el coche, pero solo consiguió un golpe de maletín en la ingle. Tony se dobló de dolor. En cuanto pudo enderezarse de nuevo, apuntó el arma al pecho de la mujer y disparó dos veces seguidas. Laurie cayó al instante.
Los tiros sonaron como truenos; Tony no había puesto el silenciador, ya que no pensaba que habría que recurrir a la fuerza. El aire estaba impregnado de olor a cordita.
—¿Por qué diantre le has disparado? —preguntó Angelo—. Se supone que habíamos de traerla viva.
—He perdido la cabeza —dijo Tony—. Es que me ha dado en los huevos con el maldito maletín.
—Saquémosla de aquí ahora mismo —ordenó Angelo. Cada uno agarró a Laurie de un brazo. Angelo se agachó para coger el maletín. Luego, entre los dos, llevaron o arrastraron a medias el cuerpo sin vida de Laurie hasta el coche. Viva o muerta, aún podían llevarla al Montego Bay. Tan rápido como les fue posible la metieron en el asiento trasero del vehículo. Varios transeúntes los miraron con suspicacia, pero ninguno dijo nada. Tony subió atrás mientras Angelo montaba en el asiento delantero y ponía el coche en marcha. Tan pronto el motor respondió, Angelo enfiló la Calle 19.
—Espero que no me manche la tapicería de sangre —dijo Angelo, mirando por el espejo retrovisor. Tony forcejeaba con el cuerpo—. Pero ¿qué coño haces?
—Intento sacarle el bolso de debajo —dijo Tony entre gruñidos—. Está agarrada a él como una presa mortal, como si ahora le importara mucho el maldito bolso.
—¿Está muerta? —preguntó Angelo. Seguía estando furioso.
—No se ha movido. ¡Ah, ya lo tengo!
Tony sostuvo el bolso en alto como si de un trofeo se tratara.
—Si Cerino me pregunta qué ha pasado —le espetó Angelo—, voy a tener que decírselo.
—Lo siento —dijo Tony—. Ya te lo he dicho. He perdido la cabeza. ¡Eh, fíjate en esto! Esta tía va forrada.
Tony agitó un puñado de billetes de veinte que había sacado de la cartera.
—Procura que no se la vea —dijo Angelo.
—¡Oh, no! —exclamó Tony.
—¿Y ahora qué pasa? —quiso saber Angelo.
—Esta no es Laurie Montgomery —dijo Tony alzando los ojos de un carné—. Es una tal Maureen Wharton, fiscal auxiliar de distrito. Pero se parece mucho a la de la foto. —Tony se inclinó hacia delante para coger el periódico en que venía la fotografía de Laurie. Apartándole el pelo a Maureen para verle la cara, comparó el rostro con el de la foto—. Bueno, se parecen bastante —dijo.
Angelo se aferró tan fuerte al volante que se hizo sangre en la mano. Tendría que contarle a Cerino lo de Tony, tanto si preguntaba como si no. Por culpa de Tony se habían cargado a la que no era, una fiscal auxiliar de distrito, nada menos. Este muchacho iba a volverle loco.
* * *
—Soy yo… Ponti —dijo Franco. Acababa de marcar el número de Vinnie Dominick—. Estoy en el coche. Voy hacia el túnel. Solo quería que supieras que he visto a los dos tipos de los que hablamos cargándose a otra mujer joven en plena calle. Es cosa de locos. No tiene ningún sentido.
—Me alegro de que hayas llamado —dijo Vinnie—. He estado intentando localizarte. Ese soplón con quien me pusiste en contacto, el amigo de un amigo de la novia de Tony Ruggerio, acaba de darme una pista. Sabe lo que están tramando. Es increíble. No te lo habrías imaginado nunca.
—¿Quieres que regrese? —preguntó Franco.
—No, sigue con ese par —dijo Vinnie—. Ahora mismo salgo para ir a hablar con gente de la familia Lucia. Intentaremos resolver el problema. Hemos de detener a Cerino, pero de manera que saquemos provecho de la situación. Capisce?
Franco colgó el auricular. El coche de Angelo iba como cinco coches más adelante. Ahora que Vinnie sabía lo que pasaba, Franco también se moría de ganas de saberlo.
* * *
Haciendo bocina junto a la cara, Laurie apretó las manos contra la puerta de cristal de la casa reformada de la Calle 55 Este. De este modo pudo distinguir un tramo de escalones de mármol que subía hasta otra puerta, igualmente cerrada.
Laurie dio unos pasos atrás para ver mejor la fachada del edificio. Tenía cinco pisos de alto y ventana arqueada. De los ventanales del segundo piso salía luz. El tercer piso también estaba iluminado. Más arriba las ventanas estaban a oscuras.
A la derecha de la puerta había un rótulo de latón que decía:
DEPÓSITO DE ÓRGANOS DE MANHATTAN
HORARIO DE NUEVE A CINCO.
Como eran más de las cinco, Laurie entendió por qué estaba cerrada la puerta principal. Pero la luz en el segundo y tercer pisos daba a entender que todavía había gente en el edificio. Laurie estaba decidida a hablar con alguien.
Volviendo otra vez a la entrada, Laurie llamó de nuevo con la misma fuerza que lo había hecho al llegar. Seguía sin acudir nadie.
Laurie vio que a la izquierda había una entrada de servicio, se acercó e intentó mirar al interior, pero no se veía nada. Estaba negro como boca de lobo. Laurie volvió a la puerta principal y se disponía a llamar otra vez cuando reparó en algo que no había visto antes. Debajo del rótulo, y parcialmente oculto por la hiedra que serpenteaba por la fachada del edificio, había un timbre metálico. Laurie pulsó el timbre y aguardó.
Unos minutos después se iluminó el vestíbulo que había al otro lado de la puerta de cristal. Entonces la puerta interior se abrió y una mujer con un vestido de lana sin adornos, largo y ajustado, bajó la escalera de mármol. El vestido le venía tan ceñido a las piernas que tenía que andar de lado. Aparentaba algo más de cincuenta años. Su rostro sin gracia era severo y llevaba el pelo atado atrás en un moño.
Al llegar a la puerta de la calle hizo gestos para indicar que estaba cerrado y, para dar más énfasis a su pantomima, se señaló repetidamente el reloj.
Laurie, a su vez, le indicó por gestos que quería hablar con alguien haciendo mover la mano como si accionara una marioneta. Como eso no daba resultado, Laurie sacó su placa de forense y la blandió pese a las advertencias de Bingham de que la haría detener. Al ver que tampoco la placa surtía su acostumbrado y maravilloso efecto, Laurie sacó la tarjeta que se había llevado del apartamento de Yvonne André y la puso contra el cristal. Por fin, la mujer se ablandó y levantó el picaporte de la puerta.
—Lo siento, pero ya está cerrado —dijo la mujer.
—Ya me he dado cuenta —dijo Laurie, apoyando una mano en la puerta—, pero debo hablar con usted. Solo la molestaré unos minutos. Trabajo en el servicio de inspección médica. Soy la doctora Laurie Montgomery.
—¿De qué desea hablar? —preguntó la mujer.
—¿Le importa que entre? —sugirió Laurie.
—Supongo que no —dijo la mujer con un suspiro, abriendo la puerta del todo para que pasase Laurie. Luego volvió a cerrar.
—Esto es precioso —dijo Laurie.
Casi todos los detalles arquitectónicos del siglo XIX habían sido conservados cuando el edificio fue convertido de residencia privada en oficinas.
—Es una suerte tener esta casa —dijo la mujer—. A propósito, me llamo Gertrude Robeson.
Se estrecharon la mano.
—¿Quiere usted subir a mi despacho?
Laurie contestó que sí y Gertrude la llevó por una escalinata de elegante estilo georgiano que subía al piso de arriba describiendo una curva.
—Agradezco que me haya recibido —dijo Laurie—. Se trata de algo importante.
—Estoy sola —contestó Gertrude—. Intentaba terminar un trabajo.
El despacho de Gertrude estaba en la parte delantera y era el responsable de la luz que salía por las ventanas del segundo piso. Era un despacho amplio con una araña de cristal colgando del techo. Laurie se preguntó vagamente a qué se debía que tantas sociedades filantrópicas tuvieran locales tan suntuosos.
Cuando hubieron tomado asiento, Laurie fue directa al grano. Volvió a sacar la tarjeta que había cogido en casa de Yvonne y se la entregó a Gertrude.
—¿Este individuo es miembro del personal de este centro? —preguntó Laurie.
—Así es —dijo Gertrude, devolviéndole la tarjeta—. Gerome Hoskins es quien se encarga del reclutamiento.
—¿En qué consiste exactamente el Depósito de órganos? —preguntó Laurie.
—Me encantaría darle unos impresos —dijo Gertrude—, pero básicamente somos una sociedad no lucrativa dedicada a la donación y reasignación de órganos humanos para trasplantes.
—¿A qué se refería con eso del reclutamiento? —preguntó Laurie.
—Procuramos que se apunte gente como donante potencial —dijo Gertrude—. Lo más sencillo consiste en acceder a que cuando por una desgracia el cerebro se muera, uno esté dispuesto a que sus órganos sean dados a un receptor necesitado de ellos.
—Si eso es lo más sencillo —dijo Laurie—, ¿cuál es el sistema complicado?
—Complicado no es la palabra —dijo Gertrude—. Es de lo más simple. Pero el siguiente paso consiste en que el donante en potencia pase por una determinación de la sangre y los tejidos. Esto es especialmente útil para órganos susceptibles de ser llenados de nuevo, como la médula ósea.
—Dígame, ¿cómo se lleva a cabo ese reclutamiento? —preguntó Laurie.
—Por el sistema normal —dijo Gertrude—. Tenemos personas que recogen fondos de beneficencia, telethons, grupos activos en escuelas superiores, cosas así. De lo que se trata es de que se hable del asunto. Por eso es muy útil que un receptor pueda merecer la atención de los medios informativos, digamos un niño que necesita un corazón o un hígado.
—¿Disponen de mucho personal?
—La verdad es que no —dijo Gertrude—. Hay muchos voluntarios.
—¿Quién responde a su llamamiento? —preguntó Laurie.
—Sobre todo gente con estudios superiores —dijo Gertrude—, en especial personas con conciencia cívica. La gente interesada en temas sociales desea restituir alguna cosa a la sociedad.
—¿Le suena el nombre de Yvonne André? —preguntó Laurie.
—No, me parece que no. ¿Es alguien a quien debería conocer?
—Creo que no —dijo Laurie—. Está muerta.
—Dios mío —dijo Gertrude—. ¿Por qué me pregunta si la conozco?
—Simple curiosidad —dijo Laurie—. ¿Tiene manera de saber si Yvonne André fue una de las personas reclutadas por el señor Hoskins?
—Lo lamento, pero no puedo decírselo. Esta información es confidencial.
—Soy médico forense —dijo Laurie—. Mi interés no es casual. Hoy he estado hablando con la madre de Yvonne André y ella me ha dicho que su hija se había afiliado a esta organización antes de su prematuro fallecimiento. En su apartamento había una tarjeta del señor Hoskins. No quiero conocer los detalles, pero le agradecería que me dijese si ella había firmado algún tipo de contrato con el Depósito.
—¿La muerte de la señorita André ocurrió en circunstancias dudosas? —preguntó Gertrude.
—En el parte de defunción consta como accidental. Pero hay ciertos aspectos de su muerte que me preocupan.
—Ya sabe que, en general, para que un órgano sea trasplantado, el donante debe estar en estado vegetativo. Dicho de otro modo, todo, a excepción del cerebro, debe seguir fisiológicamente con vida.
—Por supuesto —dijo Laurie—. Conozco bien esa advertencia. Yvonne André no estaba en estado vegetativo antes de su muerte. No obstante, lo que sí necesito saber es su estatus dentro de la organización.
—Un momento —dijo Gertrude. Se acercó al escritorio e introdujo cierta información en su ordenador—. Sí, Yvonne estaba inscrita. Pero es todo cuanto puedo decirle.
—Le agradezco todo lo que me ha contado —dijo Laurie—. Una pregunta más. ¿Durante el pasado año, ha habido algún intento de forzar estas oficinas?
Gertrude miró al techo.
—Mire, no sé si tengo permiso para divulgar esta clase de información, pero supongo que se trata de hechos conocidos. Puede usted acudir a la policía para confirmarlo. Sí, en efecto, hace un par de meses entraron aquí, pero por suerte no se llevaron gran cosa y no hubo vandalismo.
Laurie se levantó de la silla.
—Muchas gracias. Ha sido muy generosa con su tiempo. Se lo agradezco de veras.
—¿Desea llevarse algún impreso? —preguntó Gertrude.
—Sí, desde luego —dijo Laurie.
Gertrude sacó unos cuantos prospectos de un armarito y se los dio a Laurie, quien se los guardó en el maletín. Gertrude la acompañó después hasta la puerta.
Al salir a la Calle 55, Laurie encaminó sus pasos hacia Lexington Avenue para coger un taxi. Le dio instrucciones al taxista para que la llevara al centro forense. Viendo que sus sospechas se consolidaban e imbuida de una nueva confianza en sí misma, Laurie deseaba hablar con George Fontworth. Había algo acerca de las sobredosis de aquel día que le quería preguntar. Aunque eran más de las seis, supuso que le encontraría aún trabajando. Solía quedarse hasta muy tarde.
Pero mientras Laurie se aproximaba a su antiguo trabajo, empezó a preocuparla el hecho de que Bingham estuviera allí. Sabía que de vez en cuando se quedaba también hasta la noche. En consecuencia, Laurie le dijo al taxista que se desviara de la Primera Avenida para coger la Calle 30. Cuando llegaron a la altura de la rampa de carga del depósito, Laurie le hizo girar. E hizo bien. El coche oficial de Bingham —uno de los chollos de ser inspector médico en jefe— estaba allí aparcado.
—He cambiado de opinión —le dijo Laurie al taxista a través de la mampara de plexiglás.
Dio la dirección de su casa. Maldiciendo en un idioma que Laurie no había oído nunca, el taxista dejó la entrada del depósito y volvió a la Primera Avenida. Quince minutos después estaban delante de su casa.
Como seguía lloviendo, Laurie corrió hacia la puerta. Cuál no sería su sorpresa al ver que la cerradura de la puerta interior estaba rota. Tendría que avisar al súper, caso de que nadie más hubiera informado todavía de ella.
Laurie fue directamente al ascensor sin molestarse en recoger la correspondencia. En ese momento solo tenía una cosa en la cabeza: telefonear a Lou.
Cuando las puertas del ascensor empezaban a cerrarse, Laurie vio que una mano se aferraba al canto e intentaba evitar que la puerta se cerrara. Laurie intentó pulsar el botón de apertura pero en vez de este tocó el de cerrar. La mano tiró hacia atrás, la puerta se cerró y el ascensor empezó a subir.
Laurie estaba abriendo sus cerraduras cuando oyó que la puerta del apartamento de Debra Engler se abría a sus espaldas.
—Han venido dos hombres a su casa —dijo Debra—. No les había visto nunca. Llamaron dos veces al timbre.
Aunque a Laurie no le gustaba que Debra se metiera en sus asuntos, se preguntó quiénes podían ser esos dos hombres y qué debían querer. Era difícil no relacionar «dos hombres» con algo que no fueran los casos de sobredosis, y esa idea le dio escalofríos. Le extrañaba que hubieran podido llegar hasta la misma puerta, ya que ella no estaba en casa para abrirles por el portero automático. Entonces recordó la cerradura rota de la puerta interior, y le preguntó a Debra qué aspecto tenían.
—No pude verles bien la cara —dijo Debra—. Aunque me dieron mala espina, eso sí, y ya digo que llamaron dos veces al timbre.
Laurie volvió a su puerta y abrió la última cerradura. Se le ocurrió que, de haber tenido malas intenciones, esos dos individuos podían haber subido por la escalera de servicio para entrar después forzando la puerta de la cocina. Laurie abrió la puerta del apartamento. Los goznes crujieron, revestidos por un centenar de capas de pintura. Desde el estratégico observatorio del vestíbulo, a Laurie le pareció que el apartamento estaba como lo había dejado al marchar. No se oía nada anormal ni se veía nada sospechoso. Con precaución, cruzó el umbral dispuesta a salir volando al menor ruido inesperado.
Por el rabillo del ojo, Laurie vio que algo se le acercaba. Soltando un involuntario gritito que más pareció un resuello, Laurie dejó caer el maletín y levantó los brazos a la defensiva. En el momento que el maletín daba contra el suelo, el gato se le había subido encima, pero solo por un segundo. Un instante después había saltado sobre la mesa del recibidor y con las orejas pegadas al cráneo, salía corriendo hacia la salita.
Laurie permaneció un momento en la entrada con la mano en el pecho. El corazón le latía tan rápido como después de un partido de racket. Solo tras recobrar el aliento fue cuando volvió a la puerta, cerró y la aseguró con sus múltiples cerraduras.
Tras haber recogido el maletín del suelo, Laurie fue a la salita. El gato salió precipitadamente de su escondite, saltó a lo alto de la librería y de allí a lo alto de la cenefa que coronaba las ventanas. Desde allí se quedó mirando a Laurie con cólera fingida.
Laurie fue directa al teléfono. El piloto del contestador automático estaba parpadeando, pero no escuchó los mensajes, sino que marcó el número de la oficina de Lou. Por desgracia no contestaba nadie. Laurie colgó y empezó a marcar el teléfono de su casa, pero antes de que pudiera terminar el número, sonó el timbre. Sobresaltada, Laurie colgó enseguida.
Al principio tuvo miedo de ir a la puerta e incluso de atisbar por la mirilla. El timbre sonó por segunda vez. Laurie sabía que tenía que hacer algo. Iría a ver quién era, se dijo. No tenía por qué abrir la puerta.
Laurie se acercó de puntillas y miró al corredor. Dos desconocidos aguardaban afuera con la cara distorsionada por efecto de la lente gran angular, que les daba una corpulencia exagerada.
—¿Quién es? —preguntó Laurie.
—Policía —contestó una voz.
Una sensación de alivio invadió a Laurie mientras procedía a descorrer las cerraduras. ¿Acaso Bingham habría cumplido su amenaza de hacerla detener? Pero Bingham no había dicho que lo haría sino solamente que podía hacerlo.
Una vez retirada la cadena, Laurie se detuvo para mirar de nuevo por la mirilla.
—¿Tienen alguna identificación? —preguntó.
Sabía lo suficiente como para no dejar entrar a nadie solo porque dijera que era tal o cual.
Los dos hombres mostraron rápidamente unas placas de policía frente a la mirilla.
—Solo queremos hablar un momento con usted —explicó la misma voz de antes.
Laurie se apartó de la puerta. Si bien inicialmente se había sentido aliviada de saber que los visitantes eran policías, ahora empezaba a reconsiderarlo. ¿Y si venían a detenerla? Eso significaba que tendrían que llevarla a comisaría para hacer una acusación formal. La interrogarían, la retendrían, la citarían quizá para comparecer ante un tribunal. A saber lo que iba a durar todo eso. Tenía que hablar con Lou de asuntos mucho más importantes. Y además, él la ayudaría si es que la iban a detener. Seguro.
—Un momento —les dijo Laurie en voz alta—. Voy a ponerme algo.
Laurie fue directa a la cocina y a la puerta de atrás. Tony intercambió una mirada con Angelo y le preguntó:
—¿No sería mejor decirle que no se moleste en vestirse?
—¡Cállate la boca! —susurró Angelo.
A su espalda se oyó un sonido metálico de quincalla. Cuando Tony se dio la vuelta pudo ver que la puerta de Debra Engler se abría unos milímetros. Tony se arrancó hacia allí dando fuertes palmadas para asustar a Debra. La táctica funcionó y la puerta de Debra se cerró de golpe. Pudo escucharse el sonido de una docena de cerraduras al cerrarse.
—¡Por el amor de Dios! —susurró Angelo—. ¿Qué te pasa ahora? No es momento de andar jodiendo.
—No me gusta que nos mire esa bruja.
—¡Ven aquí ahora mismo! —ordenó Angelo, y apartó la vista de Tony al tiempo que meneaba la cabeza.
Fue entonces cuando captó la huidiza imagen de una silueta de mujer que pasaba corriendo hacia la escalera de incendios tras el cristal ahumado de una puerta.
Angelo tardó un segundo en reconocer lo que estaba pasando.
—¡Vamos! —dijo en cuanto se dio cuenta—. ¡Se va por la escalera de atrás!
Angelo se precipitó hacia la puerta de la escalera y la abrió de un fuerte tirón. Tony le siguió corriendo. Ambos se detuvieron un instante junto al pasamano y miraron hacia la mugrienta escalera que iba en pequeños tramos hasta la planta baja cinco pisos más abajo. Laurie estaba varias plantas más abajo y sus tacones resonaban al pisar los peldaños de cemento desnudo.
—Cógela antes de que llegue a la calle —gruñó Angelo. Tony salió disparado como un conejo, saltando los peldaños de cuatro en cuatro. Iba ganándole terreno a Laurie, pero no fue capaz de impedir que ella se metiera por una puerta del segundo piso que daba a un patio trasero.
Tony llegó a esa puerta antes de que se cerrara por su propio peso. Al traspasarla y salir al exterior, Tony se encontró en un patio lleno de escombros y hierbajos por todas partes. Pudo oír el eco de las pisadas de Laurie, que corría por un estrecho pasadizo que conducía a la calle. Subiéndose a una corta barandilla, Tony corrió tras ella. Laurie estaba a solo seis metros. Dentro de un momento sería suya.
Laurie se había dado cuenta de que su escapada no había pasado inadvertida y que la policía la venía siguiendo. Les había oído bajar por la escalera de incendios. Mientras corría, se había preguntado si era conveniente hacer lo que había hecho. Pero ya no podía detenerse. Ahora que había salido huyendo, estaba más resuelta que nunca a no dejarse coger. Sabía que resistirse al arresto era ya un delito de por sí. Para colmo, se le pasó por la cabeza la idea de si esos hombres serían auténticos policías o no.
Mientras subía los últimos peldaños hacia la calle, Laurie supo que uno de sus perseguidores casi la había alcanzado. Apoyados contra la pared del edificio, junto a la escalera, había una serie de cubos metálicos de basura, viejos y mellados. En un arranque de desespero Laurie agarró el borde superior de uno de ellos y lo arrojó hacia atrás, mandándolo escaleras abajo hasta el suelo del pasadizo que daba al patio.
Al ver que su perseguidor tropezaba con el cubo y caía, Laurie arrastró rápidamente el resto de los cubos y los mandó para abajo en medio de un gran estruendo. Unos peatones que pasaban por allí en aquel momento aminoraron el paso al ver el espectáculo, pero no se detuvieron ni dijeron esta boca es mía.
Confiando en tener momentáneamente ocupado a su perseguidor, Laurie corrió hacia la Primera Avenida y bendijo su suerte al ver que el primer taxi se paraba a su lado. Totalmente sin aliento, Laurie montó en el taxi y chillando dijo que quería ir a la Calle 30.
Mientras el taxi aceleraba, Laurie no se decidía, por miedo, a mirar atrás. Además, estaba temblando por lo que acababa de hacer. Al pensar en las consecuencias de haber se resistido a la policía, Laurie cambió de idea en cuanto a su destino e, inclinándose hacia delante, le dijo al taxista que en vez de ir a la Calle 30 se dirigiera a la comisaría central de policía.
El taxista no dijo palabra mientras torcía para coger la Segunda Avenida. Laurie se acomodó en el asiento e intentó relajarse. El pecho le seguía subiendo y bajando con violencia.
Mientras iban hacia el sur por la atestada Segunda Avenida, Laurie volvió a cambiar de idea. Preocupada porque Lou pudiera no estar en la oficina central de policía, Laurie optó por su primer destino. Abalanzándose de nuevo hacia la mampara, le dijo al taxista adónde quería ir. Esta vez el conductor soltó un taco, pero torció a la izquierda para coger la Primera Avenida.
Como en el taxi que había tomado antes, Laurie hizo que el conductor torciera por la Calle 30 y se metiera en la zona de carga del depósito. Suspiró aliviada al comprobar que ya no estaba el coche de Bingham. Una vez pagada la carrera, Laurie entró corriendo en el depósito.
* * *
Tony pagó al taxista y se bajó del taxi. El coche de Angelo estaba donde lo habían dejado. Angelo seguía tras el volante. Tony subió al coche.
—¿Qué? —preguntó Angelo.
—Se me ha escapado —dijo Tony.
—Eso está clarísimo —dijo Angelo.
—Ha querido despistarme —dijo Tony—. Ha hecho que el taxista diera un rodeo. Pero yo no le he perdido de vista. Ha vuelto al centro forense.
Angelo se inclinó hacia delante para arrancar.
—No sabe Cerino cuánta razón tenía al decir que esta chica nos traería dificultades. Habrá que echarle el guante y sacarla de allí.
—Quizá será más fácil —sugirió Tony—. No creo que haya mucha gente a estas horas.
—Más vale que sea así —dijo Angelo mientras miraba atrás para incorporarse a la calzada.
Fueron en silencio por la Primera Avenida. Angelo tenía que concederle a Tony una cosa: al menos a pie era rápido.
Angelo torció por la Calle 30 y puso el motor a tope. No le hacía ninguna gracia tener que volver al centro forense. Pero ¿qué alternativa les quedaba? No podían meter la pata otra vez.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Tony, ansioso.
—Estoy pensando —dijo Angelo—. Es evidente que nuestras placas de policía no la han impresionado en absoluto.
¿Dónde se ha metido?
* * *
Laurie se sintió relativamente a cubierto en el desierto y oscuro edificio de la inspección médica. Entró en su despacho y cerró la puerta por dentro. Lo primero que hizo fue telefonear a Lou a su casa. Le alegró que él contestara a la primera.
—Me alegro de oírla —dijo Lou tan pronto Laurie se identificó.
—No tanto como yo lo estoy de dar con usted.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó él—. He estado llamando a su apartamento cada cinco minutos. Si oigo una vez más ese contestador automático me pongo a chillar.
—Estoy en el despacho —dijo Laurie—. Han surgido problemas.
—Lo sé —dijo Lou—. Siento que la hayan despedido. ¿Es definitivo o ha pensado hacer una reclamación?
—Por el momento es definitivo. Pero no le he llamado por eso. Hace un rato se han presentado dos individuos en mi apartamento. Eran policías. Me asusté y he escapado. Creo que estoy en un buen lío.
—¿Policías de uniforme? —preguntó Lou.
—No. Iban de paisano. Llevaban traje.
—Es extraño —dijo Lou—. No me imagino a mis muchachos yendo a su apartamento. ¿Cómo se llamaban?
—No tengo la menor idea —dijo Laurie.
—No me diga que no se lo preguntó —manifestó Lou—. Es ridículo. Debería haber cogido sus nombres y número de placa para llamar a la policía y que lo verificasen. Quiero decir que si no, ¿cómo sabía que eran policías de verdad?
—No pensé en eso de los nombres —dijo Laurie—. Les he pedido que me enseñaran la placa.
—Venga, Laurie —se lamentó Lou—. Hace suficientes años que vive en Nueva York como para no actuar así. Parece mentira.
—¡De acuerdo! —soltó Laurie. Ya estaba superexcitada como para que Lou le soltara un sermón—. ¿Y ahora qué hago?
—Nada —dijo Lou—. Yo me ocupo de todo. Mientras tanto, si se presenta alguien más, consiga sus nombres y número de placa. ¿Tendrá memoria para acordarse de eso?
Laurie se preguntó si Lou estaba tratando de provocarla a propósito. Procuró conservar la calma.
—Cambiemos de tema —dijo—. Hemos de hablar de algo mucho más importante. Creo que he dado con una explicación a mi serie de casos de sobredosis y toxicidad; tiene que ver con alguien que usted conoce. Incluso he conseguido algunas pruebas que creo le parecerán convincentes. Tal vez podría venir ahora. Quiero enseñarle unas copias preliminares de ADN. Comprenda que no puedo verle aquí durante el día.
—Qué coincidencia —dijo Lou—. Parece que los dos hemos hecho progresos. Creo que he resuelto el misterio de mis asesinatos del hampa. Quiero exponerle mi explicación.
—¿Cómo ha conseguido resolverlo?
—Fui a ver a Jordan, su novio —dijo Lou—. De hecho hoy le he visto un par de veces. Creo que se está hartando de mi.
—Lou, lo que quiere es que me enfade, ¿no es cierto? —preguntó Laurie—. Si es así, lo está haciendo de maravilla. Se lo digo por enésima vez, ¡Jordan no es mi novio!
—Llámele como quiera —dijo Lou—. Estoy tratando de que esté por mí. Verá, cuanto más tiempo estoy con ese tío, más creo que es un mierda y un mezquino, cosa que va más allá de los celos que ya confesé en un momento de debilidad. No sé qué le ha visto a ese tipo.
—No le he llamado para que me sermonee —dijo Laurie con fastidio.
—No puedo remediarlo —dijo Lou—. Necesita que alguien le dé un consejo. Me parece que no debería seguir viendo a ese individuo.
—Vale, papá, lo tendré en cuenta.
Dicho esto, Laurie colgó el teléfono. Estaba harta del paternalismo de Lou y de momento no podía seguir hablando con él. Tenía que concederse un poco de tiempo para sosegarse. Aquel hombre podía ser de lo más enervante y más en un momento en que necesitaba apoyo, no críticas.
Su teléfono empezó a sonar tan pronto hubo colgado, pero no le hizo caso. Dejaría que Lou se fastidiara un rato. Abrió la puerta de su despacho, caminó por el silencioso corredor y cogió el ascensor para ir a la morgue. A esa hora no había nadie, pues la mayoría del personal ocupado de los esqueletos se había ido a cenar. Pero Bruce Pomowski sí estaba en la oficina del depósito. Laurie confiaba en que no supiera que la habían despedido.
—¡Perdón! —exclamó Laurie desde el pasillo. Bruce alzó los ojos de su periódico.
—¿El cadáver de Fletcher sigue ahí dentro? —preguntó ella.
Bruce consultó sus papeles.
—No —dijo—. Ha salido esta tarde.
—¿Y André o Haberlin? —preguntó Laurie. Bruce volvió a consultar la lista.
—André ha salido esta tarde, pero Haberlin aún está. De un momento a otro se llevarán el cadáver a no sé qué sitio de Long Island. Está en la nevera.
—Gracias —dijo Laurie, y se dio la vuelta para irse.
Era evidente que Bruce no se había enterado de que la habían retirado de la nómina.
—Doctora Montgomery —le llamó Bruce—. Peter Letterman la buscaba antes y me ha dicho que si la veía le dijese que subiera a verle cuanto antes. Que era importante y que esta noche iba a quedarse un rato.
Laurie no sabía qué hacer. Por un lado deseaba examinar el cadáver de Haberlin, pensando que con ello bien podría verificar sus sospechas, y al mismo tiempo no quería perderse lo que Peter tenía que enseñarle.
—Voy corriendo arriba a ver si está Peter. Mire si puede hacer que el cuerpo de Haberlin no se vaya hasta que yo baje…
—Eso está hecho —dijo Bruce con un ademán que indicaba seguridad.
Laurie fue a la cuarta planta, donde estaba el laboratorio de toxicología. Al ver la luz que salía del cuartito de Peter, respiró aliviada: Peter no se había ido aún.
—Toc, toc —dijo Laurie desde la puerta. No quería darle un susto a Peter.
Peter levantó la vista de un cianotipo que estaba examinando.
—¡Laurie! ¡Me alegro de verla! Hay algo que quiero enseñarle.
Laurie siguió a Peter hasta la unidad de espectrometría de masas y cromatografía. Peter cogió otro cianotipo y se lo entregó a Laurie, quien se lo miró sin entender gran cosa.
—Es de Robert Evans —dijo Peter con orgullo—. Tal como usted había sugerido.
—¿Qué es lo que estoy mirando? —preguntó ella. Peter señaló con su lápiz.
—Ahí —dijo—. El etileno ha dado positivo, y es mucho más evidente que en el caso de Randall Thatcher. Y no hay posibilidad de error de laboratorio ni falso positivo. Esto real.
—Qué raro —dijo Laurie.
Había llegado a pensar que el etileno del caso Thatcher había sido debido a un error.
—Puede que sea raro —dijo Peter—, pero es real. No me cabe duda.
—Necesito un favor más —dijo Laurie—. ¿Podría abrirme el laboratorio de ADN?
—Desde luego. ¿Quiere que se lo abra ahora?
—Si no tiene inconveniente.
Peter fue por sus llaves y condujo a Laurie por la escalera hasta el laboratorio, que estaba en la tercera planta. Mientras entraban, Laurie explicó lo que se proponía.
—Me enseñaron una foto polaroid de una copia pero era simplemente preliminar. Es del caso Julia Myerholtz. Seguramente le sonará el nombre.
—En efecto —manifestó Peter—. He visto muchas muestras de ella.
—Necesito encontrar esa foto polaroid —dijo Laurie—. Me haría falta una copia. No necesito un duplicado fotográfico; con una copia de la fotocopiadora me arreglaré.
—Eso está hecho —dijo Peter.
Sabía exactamente dónde buscar. En cuanto tuvo la foto polaroid, fue a la fotocopiadora seguido de Laurie. Mientras la máquina se calentaba, Peter miró la fotografía.
—Es evidente que no casan —dijo—. ¿Es lo que esperaba?
—No —dijo Laurie—. La instantánea fue tomada a oscuras.
—Interesante —dijo Peter—. ¿Cree que es importante?
—Desde luego que sí —dijo Laurie—. Eso es que Julia estaba luchando por vivir.
* * *
—¿Crees que aún estará ahí? —preguntó Tony. Estaba más nervioso que de costumbre—. A lo mejor se ha ido mientras yo volvía a buscarte. Si no se encuentra dentro, estamos perdiendo el tiempo aquí sentados como un par de bobos.
—Eso que dices tiene sentido —dijo Angelo—. Pero antes de entrar espero poder asegurarme de que no ha llamado a la poli. Todavía no entiendo por qué se largó, a menos que no nos tomara por polis de verdad. O sea, a ver si resulta que no es una ciudadana de pro. ¿Qué es lo que oculta a la poli? No tiene sentido, y cuando algo no tiene sentido, es que he hecho algo mal. Y si he hecho algo mal entonces me asusto.
—Siempre ves problemas en todas partes —dijo Tony—. ¿Por qué no entramos, la cogemos y acabamos con esto?
—De acuerdo —dijo Angelo—. Pero ten calma. Y coge el maletín. Esta vez vamos a tener que improvisar.
—Estoy contigo hasta el final —dijo Tony, ansioso. Debido a la infructuosa persecución de Laurie, las ganas de actuar de Tony se habían afilado como cuchillas. Estaba hecho un manojo de nervios.
—Creo que será mejor poner los silenciadores —dijo Angelo—. Quién sabe lo que nos vamos a encontrar. Y habrá que actuar deprisa.
—¡Estupendo! —exclamó Tony.
Con evidente entusiasmo sacó su Bantam y ajustó el silenciador. La agradable expectativa le hizo demorarse un poco, pues las manos le temblaban.
Angelo le miró con mala cara y luego, meneando la cabeza exasperado, le dijo:
—Procura calmarte un poco. ¡Vamos!
Bajaron del coche, cruzaron la calle corriendo y se metieron entre las furgonetas del depósito. Corrían agachados, tratando en lo posible de evitar la llovizna. Entraron por el mismo sitio que lo habían hecho esa misma tarde, por la rampa de carga. Angelo iba en cabeza. Tony le seguía con el maletín del doctor en una mano y el arma en la otra. Procurando que no se le viera, llevaba la pistola parcialmente escondida bajo la americana.
Angelo había traspasado casi la puerta de la oficina de seguridad cuando alguien de dentro le chilló:
—¡Eh, usted! No se puede entrar.
Tony chocó con Angelo al detenerse este bruscamente. Un guardia vestido de azul estaba sentado frente a su escritorio. Delante suyo tenía un solitario.
—¿Se puede saber adónde vais, chicos? —preguntó. Antes de que Angelo pudiera responder, Tony levantó su Bantam y apuntó a la frente del sorprendido guardia. Luego tiró del gatillo sin vacilar un segundo. El tiro fue a darle a la cabeza, justo encima del ojo izquierdo, de modo que el guardia cayó de bruces sobre la mesa, produciendo un ruido sordo al chocar su cabeza con las cartas. De no ser por el charco de sangre que se había formado sobre la mesa, cualquiera habría podido pensar que el hombre se había quedado dormido en su puesto.
—Pero ¿por qué diantre le has disparado? —gruñó Angelo—. Podías haberme dado ocasión de hablar con él.
—Iba a causarnos problemas —dijo Tony—. Has dicho que había que hacerlo deprisa.
—¿Y si tiene un compañero? —preguntó Angelo—. ¿Y si el compañero vuelve por aquí? ¿Dónde nos vamos a meter?
Tony frunció el ceño.
—¡Vamos! —dijo Angelo.
Se asomaron a la oficina del depósito. El aire estaba lleno de humo de cigarrillo y una colilla descansaba en un cenicero junto al escritorio, pero no se veía a nadie. Salieron de la oficina y avanzaron cautelosamente por la morgue propiamente dicha. Angelo echó un vistazo a la sala auxiliar de autopsias que se utilizaba para cadáveres en descomposición. La mesa de disección se veía apenas en la penumbra.
—Este sitio me acojona —admitió.
—A mí también —dijo Tony—. No se parece nada a la funeraria donde yo trabajaba. Fíjate qué suelo. Es repugnante.
—¿Por qué tendrán tantas luces apagadas? —preguntó Angelo.
—Para ahorrar, a lo mejor —sugirió Tony.
Llegaron a la enorme mole en forma de U de los compartimentos de refrigeración puestos uno sobre el otro, cada cual con su puerta de pesados goznes.
—¿Te parece que guardan todos los cadáveres ahí dentro? —preguntó Angelo, señalando la hilera de puertas de las cámaras.
—Imagino que sí —dijo Tony—. Es como en esas viejas películas, cuando han de identificar a alguien.
—En las películas no huele así —dijo Angelo—. ¿Para qué coño serán esos ataúdes de baratillo? ¿Es que hay una epidemia de peste bubónica?
—No me lo explico —dijo Tony.
Pasaron frente al cuarto frigorífico grande hacia la luz que venía de las ventanas de la puerta doble que llevaba a la sala de autopsias principal. Un momento antes de llegar, se abrieron las puertas de golpe y apareció Bruce Pomowski.
Los tres recularon sorprendidos. Tony se guardó la pistola detrás de la espalda.
—Me habéis asustado, tíos —confesó Bruce con una carcajada nerviosa.
—Lo mismo digo —admitió Angelo.
—Habréis venido por el cuerpo de la Haberlin —dijo Bruce—. Bien, tengo buenas y malas noticias. La buena es que ya está listo. La mala es que tendréis que esperar a que la examine un médico.
—Qué lástima —dijo Angelo—. Oye, pero mientras esperamos, ¿has visto a la doctora Laurie Montgomery?
—Sí —dijo Bruce—. No hace ni cinco minutos.
—¿Sabes adónde ha ido? —preguntó Angelo.
—Ha subido a Toxicología —dijo Bruce.
Empezaba a sentir curiosidad y cierto recelo por esos dos hombres.
—¿Dónde está eso de Toxicología? —preguntó Angelo.
—Cuarta planta.
Bruce trataba de recordar si había visto alguna vez a los dos hombres viniendo a recoger un cadáver.
—Gracias —dijo Angelo, volviéndose para indicar a Tony que le siguiera.
—Eh, por ahí no se puede subir —dijo Bruce—. ¿De qué funeraria sois?
—Spoletto —dijo Angelo.
—Esa no es la que yo estaba esperando —dijo Bruce—. Será mejor que haga una llamada. Decidme vuestros nombres.
—No hemos venido a buscar problemas —dijo Angelo—. Solo nos gustaría hablar con Laurie Montgomery.
Bruce dio un paso atrás y se miró a Angelo y Tony.
—Creo que avisaré a Seguridad…
El cañón del arma de Tony asomó apuntando al técnico del depósito. Bruce se quedó petrificado, mirando bizco la punta del cañón. Tony apretó el gatillo antes de que Angelo pudiera decir nada. De manera parecida con el guardia de seguridad, el tiro se incrustó en la frente de Bruce, quien osciló un segundo para desplomarse rápidamente al suelo.
—¡Maldita sea! —dijo Angelo—. ¿Vas a cargarte a todo el mundo?, ¿eh?
—¡Coño! —dijo Tony—. Es que iba a llamar a Seguridad…
—Pues sí que le habría servido de mucho —dijo Angelo—. Ya te has encargado tú de Seguridad. Tienes que aprender a contenerte.
—Conque me he sobrepasado… —dijo Tony—. Al menos sabemos que la chica sigue aquí. Incluso sabemos dónde buscarla.
—Pero primero habrá que ocultar el cadáver —dijo Angelo—. Imagínate si viene alguien. —Angelo miró en torno suyo. Sus ojos se posaron en los compartimentos de refrigeración—. Metámoslo en una de esas neveras —dijo.
Angelo y Tony se pusieron a mirar compartimentos, buscando uno que estuviera vacío. En todos ellos lo primero que veían era un par de pies descalzos con una etiqueta de papel manila en el dedo gordo.
—Esto da asco —exclamó Angelo.
—Aquí hay uno libre —dijo Tony, tirando de la gaveta hacia fuera.
Volvieron por el flácido cuerpo de Bruce. Tony descubrió que el hombre seguía con vida y produciendo extraños ruidos al respirar.
—¿Le disparo otra vez? —preguntó.
—¡No! —le espetó Angelo. No quería más tiros—. No hace falta. No creo que haga mucho ruido metido en la nevera.
Arrastraron el cuerpo entre los dos hasta el compartimento abierto y lo subieron como pudieron a la gaveta.
—Dulces sueños —dijo Tony mientras deslizaba la gaveta hacia la pared y cerraba la portezuela.
—Y ahora guárdate esa maldita pistola —le ordenó Angelo.
—Está bien —dijo Tony metiendo el arma en la pistolera. Con el silenciador puesto, la culata de la Bantam le asomaba por la solapa.
—Subamos al cuarto piso —dijo Angelo con nerviosismo—. Las cosas no van como debieran. Hay que coger a la chica y largarse de aquí. Se nos va a caer el cielo encima como alguien se ponga a seguir el rastro de los fiambres que estás dejando.
Tony recogió su maletín de doctor y corrió detrás de Angelo, que ya iba camino de la escalera. Angelo prefería no exponerse otra vez a tropezarse con alguien en el ascensor.
Cuando salieron al cuarto piso, vieron que solo había un cuarto con luz. Suponiendo que sería el laboratorio de Toxicología, fueron hacia allí. Entraron con gran precaución, pero solo encontraron a Peter limpiando parte del material.
—Disculpe —dijo Angelo—. Buscamos a la doctora Montgomery.
Peter se dio la vuelta.
—Se habrán cruzado con ella —dijo—. Ha bajado al depósito para ver un cuerpo que estaba en el cuarto frigorífico.
—Gracias —dijo Angelo.
—De nada —respondió Peter.
Angelo cogió a Tony del brazo y se lo llevó rápidamente al pasillo.
—Qué bien que no le hayas matado —dijo Angelo con sarcasmo.
Desanduvieron el camino y volvieron al depósito por las escaleras.
Después de buscar en la oficina del depósito y en la sala de autopsias principal, Laurie desistió de encontrar a Bruce. Se habría ido a descansar un rato. Había pensado pedirle ayuda, pero decidió buscar ella misma el cuerpo de la Haberlin en el cuarto frigorífico.
Laurie se puso los guantes de goma antes de entrar en la cámara. Luchando contra el peso de la enorme puerta, logró abrirla, se metió dentro y encendió la luz.
El cuarto frigorífico tenía prácticamente el mismo aspecto que cuando había ido a buscar a Julia Myerholtz. Muchos de los cuerpos que descansaban en los estantes de madera seguían donde ella los había visto. Los que estaban en camillas de ruedas representaban un nuevo lote. Por desgracia, había más cadáveres que antes. Tratando de ser metódica, empezó por mirar los cuerpos más cercanos a la puerta. Como de costumbre, todos los cadáveres llevaban su correspondiente etiqueta de identificación. Para comprobar los nombres, Laurie tuvo que levantar las sábanas por los pies. A medida que comprobaba cada una de las camillas las iba apartando a fin de abrirse paso hacia el interior del cuarto frigorífico.
Cerca del fondo de la cámara, y después de mirar una docena de cuerpos, encontró la etiqueta que ponía Stephanie Haberlin. Ya era hora, pensó Laurie, que estaba temblando de frío. Volviendo a tapar los pies, Laurie dio la vuelta a la camilla y retiró la sábana para ver la cabeza.
Lo que vio le hizo dar un respingo. Nunca era agradable contemplar el cadáver pálido de una persona joven. Por más tiempo que pudiera ejercer de forense, Laurie pensaba que no se acostumbraría nunca a este aspecto del oficio. Con una renuncia poco común en ella, Laurie alargó el brazo y puso el índice y el pulgar sobre los párpados de Stephanie.
Permaneció un momento indecisa, preguntándose si lo que deseaba era tener razón o no tenerla. Respirando hondo, Laurie levantó los párpados.
No solo dio un segundo respingo, sino que esta vez notó que las piernas se le doblaban. En una milésima de segundo sus sospechas acababan de ser confirmadas. Ella estaba en lo cierto. Ya no podía pensar que fuera una coincidencia. ¡La muerta no tenía ojos!
—¡Qué atrocidad! —dijo Laurie en voz alta.
Los dientes le castañeteaban. ¿Cómo podía ningún ser humano perpetrar un crimen tan horrendo? Era un plan realmente diabólico.
El sonoro ruido metálico del picaporte sacó a Laurie de su ensimismamiento. Le sorprendió ver entrar a dos desconocidos, uno de los cuales llevaba un anticuado maletín de médico.
—¿Doctora Montgomery? —dijo el alto desde la puerta.
—Sí —respondió Laurie.
Temía reconocer a los dos individuos como los que habían ido a su departamento.
—Quisiéramos hablar con usted —dijo Angelo—. ¿Le importaría acompañarnos al centro?
—¿Quiénes son ustedes? —quiso saber ella. Estaba empezando a temblar.
—No creo que eso importe mucho —dijo el más bajo apartando camillas con la mano libre.
Iba abriéndose camino hacia Laurie. Angelo también empezó a acercársele.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó Laurie, cada vez más aterrada.
—Solo queremos hablar —dijo Tony.
Laurie estaba atrapada. No tenía por dónde escapar; la rodeaba el cepo de un verdadero mar de camillas con cadáveres encima. Tony ya estaba apartando las últimas dos camillas que mediaban entre ambos.
Sin otro recurso para salir de la trampa, Laurie se arrancó el bolso del brazo y lo tiró al suelo. Luego fue a la cabeza de la camilla de Stephanie y agarró ávidamente los costados.
Chillando para infundirse coraje, Laurie empezó a hacer rodar la camilla, intentando desesperadamente ganar velocidad en aquel reducido espacio. Dirigió la camilla directamente hacia el sorprendido Tony, el cual al principio hizo como que se iba a quedar donde estaba. Pero viendo que Laurie se esforzaba por acelerar, trató de salirse de en medio.
Laurie estrelló la camilla contra Tony lo bastante fuerte como para que este perdiera el equilibrio al tiempo que el cadáver de Stephanie caía al suelo. Un rígido brazo de la muerta fue a plegarse por azar en torno al cuello de Tony mientras este luchaba por recuperar la posición.
Sin permitir que Tony se recobrara, Laurie agarró otra camilla y la empujó contra la de Stephanie. Luego cogió otra más y se la mandó a Angelo, que resbaló en las baldosas del suelo al tratar de esquivarla, desapareciendo absolutamente de la vista.
Tony pugnó por desembarazarse del abrazo de Stephanie, apartando de sí el cadáver. Estaba atrapado entre las camillas, las cuales pretendía él apartar mientras sacaba la pistola. Luego trató de apuntar pero Laurie estrelló una camilla más contra las otras, haciendo que Tony volviera a perder el equilibrio. Angelo consiguió ponerse de pie e intentó hacerse un poco de sitio para mantenerse erguido a base de apartar camillas en dirección a Tony.
Cuando Laurie estaba empujando la última de las camillas, Tony hizo fuego. El aislamiento de la cámara hizo que, pese al silenciador, el disparo sonara como un trueno. La bala pasó por encima del hombro de Laurie cuando ella bregaba por llegar a la puerta. Al momento se hallaba ya fuera del cuarto frigorífico y cerraba la pesada puerta tras ella. Buscó furiosamente una cerradura con la que asegurar la cámara, pero no había ninguna. No le quedaba otra alternativa que echar una carrera. No había llegado muy lejos cuando oyó que la puerta del cuarto frigorífico se abría a su espalda.
Corriendo tan rápido como le era posible, Laurie dobló la esquina de la oficina del depósito. Al no ver a nadie, siguió corriendo hacia Seguridad. Entró a toda prisa en el despacho, gritándole al guardia dormido.
—¡Socorro! —exclamó—. Tiene que ayudarme. Dos hombres me…
Como el hombre no se movía, Laurie, desesperada, alargó el brazo para sacudirle por el hombro y tiró de él para que se sentara erguido. Pero cuál sería su sorpresa cuando vio que la cabeza del hombre caía como un muñeco de trapo, arrastrando con ella los naipes. Horrorizada, Laurie vio el agujero de bala en la frente del guardia, sus ojos sin vida y la espuma sanguinolenta que le manaba de la boca. Un charquito de sangre parcialmente seca señalaba el lugar donde la cabeza había estado apoyada sobre la mesa.
Laurie gritó y soltó al guardia. Este se desplomó de nuevo en la silla con la cabeza exageradamente estirada y los brazos balanceándose flojos, rozando el suelo. Laurie giró en redondo para huir, pero era demasiado tarde. El más bajo de los dos entraba a toda prisa por la puerta con el arma por delante y la sonrisa demoníaca abierta como una herida profunda en su rostro. Tony apuntó el arma directo a Laurie. A esa corta distancia ella pudo incluso distinguir lo poco que la separaba del cañón del silenciador. El hombre avanzó hacia ella como a cámara lenta hasta que la punta de la pistola estuvo a un par de centímetros de su nariz. Laurie no se movió. El miedo la había paralizado.
—¡No dispares! —gritó el otro, el alto, apareciendo de repente detrás de Tony—. ¡No la mates, por favor!
—Sería tan gratificante… —dijo Tony.
—Vamos —le apremió Angelo—. ¡Gaséala!
Angelo dejó el maletín sobre el escritorio. Con el pie dio un empujón a la silla para quitarla de en medio. El guardia muerto rodó de la silla y cayó al suelo. Entonces Angelo salió al pasillo para mirar en ambas direcciones. Había oído voces.
Tony bajó su arma. No se le había ocurrido nada mejor para no hacer fuego. Después de guardársela en la pistolera de la americana, Tony abrió el maletín negro y extrajo el cilindro y la bolsa de plástico. Tras inflar la bolsa, se acercó a Laurie, que había retrocedido hasta una mesa.
—Con esto descansarás bien —dijo Tony.
Atónita de pánico, Laurie no supo reaccionar cuando Tony le encasquetó la bolsa. La fuerza le hizo doblar la espalda sobre la mesa y Laurie extendió las dos manos para sostenerse. Al hacerlo, su mano derecha chocó contra un pisapapeles de cristal. Laurie se aferró a él y lo arrojó hacia atrás tal cual, dándole a Tony en plena ingle.
La presa de Tony se aflojó al llevarse este las manos a los genitales en un acto reflejo. Tenía esa parte especialmente sensible después del reciente golpe de maletín.
Laurie aprovechó la circunstancia para desembarazarse de la bolsa de plástico. Dentro olía a una fragancia que mareaba. Empujando la mesa, Laurie pasó corriendo junto a Tony, que seguía doblado de dolor, y luego junto a Angelo, que estaba montando guardia.
—¡Maldita sea! —gritó Angelo, echándose a correr tras ella.
Tony, más o menos recuperado, salió renqueando detrás de Angelo con el maletín negro, la bolsa de plástico y el cilindro del gas.
Laurie salió corriendo por donde había venido, dejando atrás la pila de ataúdes para Potter’s Field y el cuarto frigorífico. Confiaba en toparse con algún miembro del personal de guardia o con cualquiera que pudiera socorrerla.
Al ver luz en la sala de autopsias principal, Laurie cobró ánimo. Atravesó la puerta batiente a toda mecha. Una vez dentro se estremeció al encontrarse un hombre fregando el suelo.
—¡Por favor, ayúdeme! —dijo, jadeando.
La súbita irrupción de Laurie asustó al conserje.
—Me persiguen dos hombres —gritó Laurie.
Corrió hacia la pileta y se hizo con uno de los cuchillos grandes de autopsia. Sabía que no le serviría de mucho contra un arma de fuego, pero no se le ocurrió otro modo de defenderse.
El confundido conserje la miró como si estuviera loca y antes de que ella pudiese dar más explicaciones, la puerta se abrió de golpe por segunda vez. Angelo entró a la carrera con el arma desenfundada.
—¡Se acabó! —gruñó Angelo entre jadeos.
La puerta se abrió una vez más detrás de él. Tony venía a la carga, agarrando el maletín negro y la parafernalia del gas en una mano mientras con la otra empuñaba su pistola.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el conserje.
La sorpresa se había vuelto miedo al ver las pistolas y el hombre se agarró con ambas manos a la fregona como disponiéndose a emplearla como arma.
Sin esperar provocaciones, Tony levantó la pistola y disparó al hombre en la cabeza. El conserje trastabilló y se desplomó. Tony fue a dispararle por segunda vez.
—¡A quien queremos es a la chica! —aulló Angelo—. ¡Deja al conserje! ¡Gaséala!
Como había hecho en la oficina de seguridad, Tony infló la bolsa y se aproximó a Laurie.
Paralizada por la conmoción de haber visto cómo mataban al conserje delante suyo, Laurie fue momentáneamente incapaz de resistirse. El cuchillo le resbaló de la mano y cayó al suelo rebotando con un ruido metálico.
Tony se puso detrás de Laurie y le colocó la bolsa en la cabeza. Después de inspirar varias veces el fragante gas de la bolsa, Laurie hizo ademán de quitarse el plástico, pero sus esfuerzos fueron tardíos. Las rodillas cedieron y Laurie se derrumbó inconsciente en el suelo.
—Corre a buscar uno de esos ataúdes de pino —dijo Angelo—. Y date prisa.
Al rato Tony volvió con un ataúd, clavos y un martillo. Dejó la caja al lado de Laurie. Sosteniéndola uno por la cabeza y el otro por los pies, izaron a Laurie y la metieron en la caja. Luego le quitaron la bolsa de plástico de la cabeza. Tony colocó la tapa y estaba a punto de cerrarla con unos clavos cuando Angelo propuso que pusieran más gas dentro del féretro.
Tony sostuvo el cilindro bajo la tapa a fin de llenar el interior. Sin darse cuenta aspiró rápidamente el gas y, sacando la mano, cerró la tapa.
—Creo que ya no puedo meterle más —dijo.
—Esperemos que sea suficiente —dijo Angelo—. Trae acá un carretón de esos —añadió, señalando una camilla de ruedas apoyada contra la pared del fondo.
Tony trajo la camilla mientras Angelo claveteaba la tapa del ataúd. Entre los dos izaron la caja a la camilla. Tony metió la bolsa y el cilindro en el maletín negro y colocó el maletín encima del ataúd. Con ayuda de Angelo arrastró la camilla hasta la puerta, camino de la rampa de carga. Actuando a toda prisa, pasaron frente a la oficina del depósito y luego torcieron por la oficina de seguridad.
Mientras Tony esperaba al pie de la rampa de carga y se aseguraba de que la camilla no se le fuera rodando, Angelo fue a mirar en las furgonetas de la morgue. La primera de ellas tenía las llaves puestas. Angelo volvió hasta donde estaba Tony y le dijo que podían utilizar la furgoneta. A toda velocidad y empleando las llaves para abrir la puerta trasera, cargaron el ataúd donde iba Laurie en la parte de atrás. Angelo le dejó las llaves a Tony.
—Conduce tú —dijo Angelo—. Ve directamente al muelle. Nos veremos allí.
Tony montó en la cabina y puso el motor en marcha.
—Vete de una vez —aulló Angelo.
Agitando los brazos como un loco, indicó a Tony mientras este reculaba hacia la Calle 301. Angelo volvió a escuchar voces dentro del depósito.
—Muévete —dijo Angelo, golpeando la chapa del furgón. Se quedó mirando hasta que Tony dobló hacia la Primera Avenida, luego corrió a su coche, arrancó y le siguió. Tan pronto Angelo se puso a la altura de la furgoneta, llamó a Cerino desde el teléfono del coche.
—Tenemos la mercancía —dijo.
—Estupendo —dijo Cerino—. Traedla al muelle. Voy a llamar a Doc Travino. Nos encontraremos allí.
—No ha sido lo que se dice una operación limpia —dijo Angelo—. Pero creo que hemos salido airosos. No nos sigue nadie.
—Mientras la tengáis, vale —dijo Cerino—. Y vais muy bien de tiempo. El Montego Bay zarpa mañana por la mañana. Nuestra pequeña doctora se merece un crucero.