6.45, lunes, Manhattan
El despertador se disparó y Laurie ejecutó los pasos habituales para agarrarlo rápidamente y hacerlo callar. Cuando estaba dejando el aparato en el alféizar de su ventana, se dio cuenta de que por primera vez en muchos días no se despertaba con la ansiedad producida por su pesadilla recurrente. Al parecer su conciencia se había apaciguado por un tiempo a resultas de su charla con Bob Talbot.
Pero mientras Laurie se calzaba sus zapatillas de badana y encendía el televisor del dormitorio para ver las noticias locales, empezó a sentirse cada vez más nerviosa pensando en lo que el día podía depararle respecto al doctor Bingham. Estaba especialmente inquieta por conseguir un ejemplar del periódico para ver el artículo de Bob Talbot y comprobar hasta qué punto lo habían destacado. Era bastante obvio que Bingham sospecharía que ella había sido la fuente de información. ¿Qué le diría si él le preguntaba nada más llegar? No se creía capaz de mentir al gran jefe.
Deteniéndose en la cocina camino del cuarto de baño, Laurie se aventuró a echar un vistazo al trocito de cielo que se veía desde su ventana. Unos nubarrones negros sugerían que el tiempo no había mejorado desde ayer.
Después de ducharse y con la segunda taza de café apoyada en el borde del lavabo, Laurie empezó a aplicarse el maquillaje sin dejar de dar vueltas a los distintos guiones de lo que sería su respuesta al doctor Bingham. De fondo sonaba la conocida sintonía de Buenos días, América, y el programa apareció en antena. Poco después Laurie pudo oír las voces igualmente familiares de los invitados al programa.
Cuando iba a aplicarse lápiz de labios, Laurie oyó que salía Mike Schneider hablando del nuevo armamento de destrucción masiva que un equipo de las Naciones Unidas había encontrado en Irak. Laurie tenía listo el labio superior y se disponía a pintarse el inferior cuando dio un respingo. Mike Schneider acababa de pronunciar un nombre sorprendente: ¡el de ella misma!
Laurie fue corriendo al dormitorio y subió el volumen. Su expresión pasó de la incredulidad al terror cuando Schneider hizo un repaso de su serie de sobredosis empezando por Duncan Andrews, hijo del candidato a senador Clayton Andrews. Luego siguió citando tres casos desconocidos para Laurie: Kendall Fletcher, Stephanie Haberlin e Yvonne André. Mencionó también la doble muerte en casa de George VanDeusen. Lo más inquietante, sin embargo, fue que repitió el nombre de ella, al decir que, según la doctora Laurie Montgomery, había motivos para creer que estas muertes eran homicidios deliberados, no sobredosis accidentales, y que el caso en conjunto podía significar en potencia el encubrimiento por parte de la policía de Nueva York y del centro forense de la ciudad.
Tan pronto Mike Schneider pasó a informar de otras noticias, Laurie voló a la salita y se puso a lanzar literalmente papeles por los aires buscando su agenda. Después de dar con el número de Bob Talbot, lo marcó a porrazos en el teléfono.
—¿Se puede saber qué has hecho? —gritó ella tan pronto Bob descolgó.
—Laurie, lo siento —dijo él—. Debes creerme. No fue culpa mía. Para que el artículo saliera en el periódico de la mañana, el director me hizo escribir una chuleta con tus datos por más que yo le dije que tu nombre no tenía que salir. Pero él me robó el artículo. Fue de una absoluta falta de ética, se mire como se mire.
Laurie le colgó disgustada. Le latía muy fuerte el corazón. Qué desastre, qué catástrofe. Seguro que la ponían de patitas en la calle. Ahora sí que no había duda acerca de la respuesta de Bingham; debía estar furioso. Y después de esto, ¿dónde iba a encontrar empleo como forense? Laurie se acercó a la ventana y miró con curiosidad el triste laberinto atiborrado de desperdicios que formaban los descuidados patios traseros. Estaba tan angustiada que se sentía como aturdida. Ni siquiera podía llorar. Pero mientras seguía contemplando la deprimente vista, sus emociones empezaron a experimentar cambios. Al fin y al cabo, sus actos habían sido motivados por la necesidad de hacer caso a su conciencia, y Bingham había admitido durante la conversación de ayer que sabía de la bondad de sus intenciones.
Sus primeros temores de que aquello era una calamidad irremisible se ablandaron. Al momento ya no creyó que estuviera acabada. Puede que la riñeran, sí, incluso que la cesaran temporalmente, pero despedirla, no. Laurie se alejó de la ventana y volvió al cuarto de baño para terminar de arreglarse. Cuanto más pensaba en la situación, más sosegada se sentía. Se imaginaba ya explicando que ella había sido fiel a su sentido de la responsabilidad tanto como persona cuanto como forense.
Laurie terminó de vestirse en el dormitorio. Luego recogió sus cosas y salió del apartamento.
Mientras esperaba la llegada del ascensor, reparó en el periódico que había frente a la puerta de un vecino. Laurie se acercó y retiró el diario de su funda de plástico. En la primera plana, bajo los titulares más importantes, estaba el artículo sobre su serie. Salía incluso una vieja foto de ella tomada en la época de estudiante. Laurie se preguntó de dónde habría salido esa fotografía.
Abriendo el periódico por la página correspondiente, Laurie leyó los primeros párrafos, que eran una repetición del resumen de Mike Schneider. Pero el artículo, fiel a los dictados de la prensa sensacionalista, hacía hincapié en los detalles más extravagantes, refiriéndose incluso al número de víctimas que habían sido metidas en el frigorífico. Laurie se preguntó de dónde habría salido semejante deformación. Ella, desde luego, no le había dicho nada de eso a Bob Talbot. Había, por otro lado, una insistencia especial en el supuesto encubrimiento, que en palabras del articulista sonaba mucho más siniestro de lo que había dicho Mike Schneider.
Al oír que llegaba el ascensor, Laurie dejó caer el periódico en la puerta donde estaba y se dio prisa en llegar al ascensor antes de perderlo. Cuando estaba a medio camino, oyó la voz ronca de Debra Engler que le decía:
—No debería leer los periódicos de los demás.
Por espacio de unos segundos Laurie permaneció donde estaba, sosteniendo la puerta del ascensor para que no se cerrase. Quería darse la vuelta y aporrear la puerta de Debra con el paraguas para meterle miedo. Pero se controló y al cabo de un momento entró en el ascensor. Mientras bajaba, su calma se desmoronó para convertirse en recelo por tener que ver a Bingham. Laurie sentía horror a enfrentarse a los demás. Nunca se le había dado bien.
* * *
Paul Cerino estaba encorvado sobre su comida favorita del día: el desayuno. Estaba disfrutando de un sustancioso banquete a base de huevos, abundantes salchichas y bollos. Seguía llevando el mismo parche en el ojo, pero hoy se encontraba divinamente.
Gregory y Steven se habían quedado momentáneamente callados mientras comían sus cereales cubiertos de azúcar que habían seleccionado de entre una impresionante colección de raciones individuales. Ambos tenían delante su caja vacía que estudiaban detenidamente. Gloria acababa de tomar asiento tras haber recogido el periódico del porche delantero.
—Léeme lo del partido de ayer entre los Giants y los Steelers —farfulló Paul con la boca llena.
—¡Dios mío! —exclamó Gloria, mirando la primera plana.
—¿Qué pasa? —preguntó Paul.
—Hay un artículo sobre muertes por sobredosis de jóvenes ricos y cultos —dijo Gloria—. Aquí dice que se cree puedan ser asesinatos.
Paul se atragantó violentamente, esparciendo por toda la mesa la mayor parte de la comida que tenía en la boca.
—¡Papá! —lloriqueó Gregory.
Una capa de huevo y salchicha parcialmente masticados había ido a parar sobre la superficie de sus Sugar Pops.
—¿Te encuentras bien, Paul? —preguntó Gloria, alarmada. Paul levantó una mano para indicar que estaba bien. Tenía la cara tan colorada como los trozos de piel nueva que le cubría las mejillas. Con la otra mano Paul cogió su zumo de naranja y bebió un sorbo.
—Yo no me como esto —dijo Gregory mirando sus cereales—. Seguro que vomito.
—Yo tampoco me lo como —dijo Steven, que solía hacer todo lo que Gregory hacía o decía.
—Coged tazas limpias —ordenó Gloria—. Y poneos copos nuevos.
—Será mejor que me leas ese artículo de las muertes —dijo Paul con voz ronca.
Gloria lo leyó de arriba abajo sin parar. Cuando ella hubo terminado, Paul se levantó y se fue al estudio.
—¿No vas a terminar el desayuno? —le dijo Gloria cuando se iba.
—Ahora voy —dijo Paul, cerrando la puerta del estudio para apretar el botón de su marcador automático que le ponía en contacto con Angelo.
—¿Quién es? ¿Qué pasa? —murmuró Angelo, adormilado.
—¿Has leído el periódico de la mañana?
—¿Cómo quieres que lea el periódico? Estaba durmiendo. He estado hasta las tantas por ahí haciendo tú sabes qué.
—Quiero que tú, Tony y ese estúpido matasanos de Travino vengáis a verme ahora mismo. Y de camino os leéis el diario. Tenemos problemas.
* * *
—¡Franco! —dijo Marie Dominick muy sorprendida—. ¿No es un poco pronto para ti?
—He de hablar con Vinnie —dijo Franco.
—Vinnie aún está durmiendo —replicó Marie.
—Me lo figuraba, pero si hicieras el favor de despertarle…
—¿Estás seguro?
—Seguro —dijo Franco.
—Bien, entonces pasa —dijo Marie, abriendo la puerta del todo.
Franco entró en la casa.
—Ve a la cocina —le dijo Marie—. Hay café recién hecho.
Marie desapareció por un pequeño tramo de escaleras mientras Franco vagaba por la cocina. El hijo pequeño de Vinnie, Vinnie junior, estaba sentado a la mesa. El chaval, de seis años, se entretenía atizándole a un montoncito de hojuelas con el reverso de una cuchara. Su hermana mayor, Roslyn, de once años, estaba junto al hornillo para darle vuelta a la siguiente hornada de tortitas.
Franco se sirvió una taza de café. Luego fue hasta el salón y se sentó en un sofá blanco, de piel, contemplando la nueva alfombra de lanilla gruesa color verde oscuro. Se quedó asombrado. Pensaba que ya no se podían comprar esas alfombras.
—¡Más vale que vaya en serio! —tronó Vinnie cuando entró en la habitación.
Vestía una bata de seda con estampado paisley. Llevaba el pelo virtualmente de punta, él, que siempre se lo alisaba inmaculadamente hacia atrás.
En lugar de dar explicaciones, Franco entregó el periódico a Vinnie. Este lo agarró y se sentó.
—A ver, ¿qué es lo que tengo que mirar? —gruñó.
—Lee el artículo de las muertes por droga —dijo Franco.
A Vinnie se le fue arrugando la frente mientras leía. Permaneció callado unos cinco minutos. Franco sorbía su café.
—Bueno, ¿y qué coño? —dijo Vinnie, alzando la vista y dando un manotazo al periódico—. ¿Qué coño te pasa, despertarme por esto?
—¿Te has fijado en los últimos nombres de la lista? ¿Fletcher y los otros? Anoche seguí a Angelo y Tony. Se los cargaron ellos. Yo sospecho que han sido ellos los que han liquidado a todo el grupo.
—Pero ¿por qué? —inquirió Vinnie—. ¿Por qué con cocaína? ¿Es que ahora la regalan?
—Aún no sé el porqué —admitió Franco—. Tampoco sé si Angelo y Tony actúan por su cuenta o cumpliendo órdenes de Cerino.
—Seguro que cumplen órdenes —dijo Vinnie—. Son demasiado imbéciles para hacer algo por su cuenta. ¡Cristo! ¡Qué catástrofe! Toda la ciudad se va a llenar de federales y encima los de narcóticos y los polis de diario. ¿Qué coño hace Cerino? ¿Es que se ha vuelto loco? No entiendo nada.
—Yo tampoco —dijo Franco—. Pero he podido establecer contacto con un par de personas que conocen a Tony. Alguien te avisará.
—Hemos de hacer algo —dijo Vinnie, moviendo la cabeza—. No podemos permitir que esto continúe.
—Es difícil saber lo que hay que hacer mientras no sepamos qué se propone Cerino —dijo Franco—. Dame un día más.
—Solamente uno —dijo Vinnie—. Y después pasaremos a la acción.
* * *
Laurie estaba aterrada cuando llegó a la puerta del trabajo. ¡Qué diferencia de un día a otro! Ayer y anteayer entraba y salía del edificio como si fuera la dueña. Ahora le daba miedo hasta cruzar el umbral. Pero ella sabía que eso era lo que debía hacer. Todo el sosiego que había experimentado en su casa se había desvanecido.
Al acercarse un poco más, vio un enjambre de inquietos periodistas que habían acudido ya a enterarse de la historia, de su historia. Había estado tan pendiente de Bingham que ni siquiera había pensado en ellos. Eran tantos al menos como cuando el caso de la colegiala asesinada. Tal vez más.
Decidió que lo mejor era enfrentarse a ello cuanto antes. Laurie entró en la recepción e inmediatamente fue reconocida por los periodistas. Le pusieron micrófonos delante de la cara al tiempo que la bombardeaban a preguntas y a flashes de las cámaras. Laurie logró abrirse paso hacia la puerta interior sin decir palabra. Un empleado de seguridad, vestido de uniforme, comprobó su identificación antes de dejarla entrar. Los periodistas no pudieron seguirla más allá de esa puerta.
Tratando de mantener la compostura, Laurie fue directamente a la oficina de Identificación. Vinnie estaba leyendo el periódico. También estaba Calvin.
Laurie miró a los ojos al hombre negro, quien le devolvió la mirada ocultando sus sentimientos. Calvin tenía unos ojos como canicas negras, perfectamente enmarcados por sus gafas de aro metálico.
—El doctor Bingham quiere verla —dijo Calvin sin alterarse para nada—. Por desgracia, no va a poder recibirla hasta que termine con los periodistas. Ya le llamará a su despacho.
A Laurie le habría gustado intentar explicarse pero no había mucho que decir. Y Calvin no parecía muy interesado, pues volvió enseguida a lo que estaba haciendo cuando entró Laurie. Esta decidió ver el programa de las autopsias antes de ir a su despacho. Su nombre no estaba en la lista. Se fijó en los tres nombres que había leído en el diario: Kendall Fletcher, Stephanie Haberlin e Yvonne André. Por lo visto había nuevos casos para su serie.
Laurie se aproximó a Calvin.
—Supongo que ya sabe que me gustaría hacer las autopsias de estas sobredosis —le dijo.
Calvin levantó la vista de su trabajo.
—Personalmente me da igual cuáles sean sus preferencias —dijo—. Aquí lo que importa es que vaya a su despacho y espere a que la llame el doctor Bingham.
Confusa por este desaire, Laurie miró a Vinnie, pero este parecía tener los ojos clavados como siempre en la página de deportes. Si había oído la conversación, no lo aparentaba.
Sintiéndose como un crío castigado al que mandan a su cuarto, Laurie subió a su despacho y, decidiendo que bien podía ponerse a trabajar un poco, se sentó a su mesa y sacó unas cuantas carpetas. Estaba a punto de empezar cuando notó la presencia de alguien. Miró hacia la puerta abierta y vio a un desgreñado Lou Soldano. No parecía contento.
—Quiero darle las gracias personalmente por arruinarme la vida —dijo él—. No tenía yo suficientes problemas con el comisario jefe, y ahora ha conseguido coronar su obra con sus revelaciones a la prensa.
—Han deformado lo que yo dije.
—¡Sí, claro! —exclamó Lou con sarcasmo.
—Yo nunca expliqué nada de encubrimiento —afirmó Laurie—. Solamente que la policía no creía que el asunto les afectase. Básicamente es lo que me dijo usted.
—Mi pequeña buscapleitos. Parece que no tuvo bastante con llamar a Asuntos Internos. Tenía que asegurarse de que me cazaran a mí.
—La llamada fue merecida —dijo Laurie—. Y a propósito de llamadas, no pudo usted ser más grosero cuando le telefoneé ayer. Ya me he hartado de su sarcasmo barato.
Laurie y Lou se miraron con ira a los ojos hasta que Lou cedió y apartó la mirada. Luego entró en el cuarto y se sentó en su silla habitual.
—Lo que dije por teléfono fue una chiquillada —admitió—. Lo supe en cuanto salió por mi boca. Lo siento. Lo que pasa es que estoy celoso de ese tipo. Bueno, ya lo he dicho, ya puede usted maltratar lo poco que queda de mi ego. Adelante.
La cólera de Laurie se apaciguó. Dejó caer la cabeza entre las manos, los codos apoyados en la mesa.
—Y yo siento haberle causado problemas en su trabajo —dijo, frotándose los ojos—. No era mi intención. Pero ya sabe lo desesperada que estaba. Tenía que hacer algo para poder vivir conmigo misma. No podía ver morir a más gente sin probar algo.
—¿Se imaginaba el trastorno que iba a causar? —preguntó Lou—. ¿Y las consecuencias?
—Del todo aún no lo sé —dijo Laurie—. Sabía que la historia no caería en saco roto, de lo contrario no la habría dado a conocer. Pero no hasta este punto. Y tampoco sabía que iban a deformar los hechos. Para colmo no han cumplido mi condición de permanecer en el anonimato. Aún no he visto a mi jefe, pero por el modo en que me ha hablado Calvin, no creo que vaya a ser una charla agradable. Hasta puede que me despidan.
—Quizá se enfadará mucho —dijo Lou—. Pero no creo que la despida. Él ha de respetar sus intenciones aunque no sus métodos. Pero seguro que se va a poner hecho una fiera. No va a estar nada contento…
Laurie asintió. Agradecía que le aseguraran que no iban a echarla.
—Bien, me gustaría quedarme para ver cómo acaba todo esto, pero tengo que irme. En mi trabajo también hay un lío de mil demonios. Pero tenía que venir a desahogarme. Me alegro de haberlo hecho. Buena suerte con el jefe.
—Gracias —dijo Laurie—. Yo también me alegro de que haya venido.
Después que Lou se marchara, Laurie telefoneó a Jordan. Le habría venido bien un poco de apoyo moral, pero Jordan estaba operando y no se le esperaba en el consultorio hasta mucho más tarde.
Laurie se disponía a ponerse de nuevo a trabajar cuando alguien llamó a la puerta de su despacho. Al alzar los ojos vio delante suyo a Peter Letterman.
—¿Doctora Montgomery? —dijo Peter, tanteando el terreno.
Laurie le hizo pasar y le ofreció una silla.
—Gracias —dijo Peter. Se sentó y echó un vistazo al despacho—. Bonito sitio.
—¿Usted cree? —preguntó extrañada Laurie.
—Mejor que el cuarto de la limpieza donde trabajo yo —dijo Peter—. Bueno, no la estorbaré mucho. Solo quería que supiera que por fin he dado con la pista de un contaminante o, al menos, de un compuesto extraño en la muestra de Randall Thatcher que me mandó.
—¿De veras? —dijo Laurie muy interesada—. ¿Qué es lo que ha encontrado?
—Etileno —dijo Peter—. Era solo un rastro porque el gas es muy volátil y no he podido aislarlo de los otros dos casos que he analizado.
—¿Etileno? —preguntó Laurie—. Qué raro. No sé qué pensar. Sabía que se empleaba éter para el free basing, pero etileno no.
—Free basing es inhalar el humo de la cocaína —dijo Peter—, y no tomar la droga por vía intravenosa como hacen las personas de su serie. Además, incluso para fumar, el éter se emplea solo como disolvente para la extracción. Así que ignoro qué pinta ahí el etileno. También podría tratarse de un error de laboratorio. Pero puesto que la vi tan interesada en ese posible contaminante, he querido avisarla enseguida.
—Si el etileno es tan volátil —dijo Laurie—, ¿por qué no lo busca en las muestras de Robert Evans? Ya que pudo determinar que murió muy deprisa, es posible que tengamos más probabilidades de encontrarlo, si es que lo hay.
—Buena idea —dijo Peter—. Iré a probar.
Laurie se quedó mirando al vacío de la puerta después que Peter se fue al laboratorio. El etileno no era ni mucho menos el tipo de contaminante que esperaba. Ella pensaba que encontraría algún exótico estimulante del sistema nervioso central, como estricnina o nicotina. Laurie no estaba familiarizada con el etileno. Tendría que echar mano de los libros.
Lanzando un vistazo al libro de farmacología que Riva y ella tenían en el despacho, Laurie no encontró gran cosa del gas y decidió probar en la biblioteca del centro. Allí encontró un largo artículo sobre el etileno en un viejo tomo de farmacia. El etileno recibía una atención más destacada en este último porque, siendo más antiguo, contemplaba su utilización como anestésico. Recientemente el etileno había dejado de emplearse como tal debido a que era más ligero que el aire e inflamable. Estas dos cualidades lo convertían en un gas demasiado peligroso para su uso en el quirófano.
En otro libro, Laurie vio que a finales de siglo el etileno había sido indicado para prevenir la apertura de los claveles dobles en unos invernaderos de Chicago. El etileno estaba en el gas que iluminaba el invernadero. En un comentario más interesante leyó que se utilizaba el gas para acelerar la maduración de la fruta así como en la fabricación de ciertos plásticos como el polietileno y el porespán.
Pese al interés de toda esta información, Laurie seguía sin ver con qué aparecía etileno en los casos de sobredosis o toxicidad por cocaína. Un poco desanimada, devolvió los libros a sus respectivos estantes y volvió a su despacho, esperando que entretanto no hubiera llamado Bingham. Quizá tenía razón Peter: su descubrimiento del etileno podía deberse a un error de laboratorio.
* * *
Cuando Lou llegó a la oficina central de policía, le entregaron un montón de mensajes urgentes de su capitán, del jefe de zona y del jefe de policía de la ciudad. Era evidente que toda la oficialidad andaba alborotada.
Al entrar en su despacho le sorprendió ver que junto al escritorio había un detective recién nombrado esperándole pacientemente sentado. Llevaba un traje nuevo, lo que daba a entender que hacía poco que se había convertido en policía de paisano.
—¿Quién es usted? —preguntó Lou.
—Agente O’Brien —dijo el policía.
—Tendrá nombre de pila, ¿no?
—¡Sí, señor! Patrick.
—Bonito nombre italiano —dijo Lou.
Patrick se rió.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó Lou, mientras trataba de decidir en qué orden había de devolver los mensajes.
—El sargento Norman Carver me ha pedido que viniera para tratar de cotejar la información médica referente a esos asesinatos del hampa. Ya sabe, todos esos pacientes del doctor Jordan Scheffield. El sargento ha pensado que yo podría servir porque hice estudios preparatorios de medicina y había trabajado algún verano en un hospital antes de ponerme a hacer cumplir la ley.
—Parece buena idea —dijo Lou.
—He encontrado una cosa que puede —dijo Patrick.
—Ajá —exclamó Lou.
Miró los mensajes para telefonear al jefe de policía. Era el mensaje más inquietante de todos. Nunca había recibido un mensaje para llamar al jefe de policía. Era como si un párroco de pueblo recibiera una llamada telefónica del Papa.
—Todos los pacientes tienen diagnósticos diferentes —continuó Patrick—, pero lo que sí había es una característica común.
Lou alzó los ojos.
—¿Sí?
Patrick asintió.
—Todos iban a ser operados en breve. Córnea.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Lou.
—En serio —dijo Patrick.
Cuando se quedó solo, Lou intentó buscarle un sentido a la noticia. Se había desilusionado al no encontrar un nexo de unión entre las víctimas de asesinato y el hecho de que fueran pacientes de Jordan Scheffield. Pero ahora parecía haber algo en firme. No podía ser mera coincidencia.
Lou miró el montón de mensajes telefónicos y decidió aplazar cualquier contestación. Lo mejor sería seguir la pista de esta nueva información. A fin de cuentas, sabía para qué le habían llamado sus superiores. Querrían quejarse de su falta de progreso en la resolución de esos asesinatos y probablemente, para colmo, darle un aviso por lo de la serie de Laurie. Si había alguna posibilidad de saber algo del caso a partir del asunto de las córneas, era mejor seguir la pista ahora antes de hablar con ellos.
Lou decidió empezar por el propio doctor Scheffield. Se figuró que recibiría las clásicas evasivas, pero estaba resuelto a hablar con él, con o sin pacientes.
Pero cuando Lou preguntó por Jordan la recepcionista de Scheffield le dijo que estaba en el quirófano del Manhattan General y que tenía muchos casos programados. No estaría de vuelta en el consultorio hasta última hora.
Lou sopesó las opciones que tenía. Contestar los mensajes urgentes no era aún la alternativa inmediata. Concluyó que la virtud del día era la perseverancia; pensaba ir a ver de nuevo a ese oculista aunque eso significara irrumpir en plena operación. Esa semana había asistido a una docena de autopsias; una operación no podía ser mucho peor.
* * *
—Pero ¿qué coño pasó? —bramó Paul, arrojando casi sobre la alfombra a Angelo, Tony y el doctor Louis Travino. Parecían alumnos descarriados delante del director del colegio. Paul Cerino estaba sentado detrás de su imponente escritorio. No parecía nada contento.
El doctor Travino se enjugó la frente con un pañuelo. Era un individuo calvo y obeso que se parecía vagamente a Cerino.
—¿Es que nadie piensa contestarme? ¿Qué os pasa a todos? He hecho una pregunta bien sencilla. ¿Cómo ha llegado esto a los periódicos? —Cerino aplastó el diario que tenía delante, sobre la mesa—. De acuerdo —dijo Paul cuando vio claramente que nadie iba a soltar prenda—. Empecemos por el principio. Louis, me dijiste que ese «gas de la fruta» no se podría detectar.
—En efecto —dijo Louis—. Así es. Porque es demasiado volátil. En el periódico no venía nada de gas.
—Cierto —dijo Paul—. Pero entonces, ¿por qué hablan de estas sobredosis como de asesinatos?
—No lo sé —replicó Louis—. Pero no fue porque detectaran el gas.
—Será mejor que estés en lo cierto —dijo Paul—. Supongo que no he de recordarte que soy yo quien ha cubierto tus cuantiosas deudas de juego. La familia Vaccaro se enfadaría muchísimo contigo si yo ya no pudiera pagar ese dinero.
—El gas no fue —reiteró Louis.
—Entonces, ¿qué? Te lo repito, este artículo me huele a chamusquina. Si alguien ha metido la pata, caerán cabezas como me llamo Cerino.
—Es el primer problema que tenemos —dijo Louis—. Por lo demás, todo ha salido a pedir de boca. Fíjate en ti, estás magníficamente bien.
—Entonces, ¿cómo pudo esa doctora enterarse de todo? —preguntó Paul—. Esta Laurie Montgomery es la misma tía que le chivó a Lou Soldano lo de que me habían arrojado ácido a la cara. ¿Quién es la chica esta?
—Es uno de los médicos forenses del distrito de Manhattan —dijo Louis.
—¿Igual que Quincy, ese de la tele?
—Bueno, en la vida real —dijo Louis—. Pero básicamente es lo mismo.
—¿Y cómo llegó a sospechar? —preguntó Paul—. Tú me dijiste que nadie podría imaginarse una cosa así. ¿Cómo ha podido adivinar nada esta Laurie Montgomery?
—No lo sé —dijo Louis—. Es algo que tal vez deberíamos preguntarle a ella.
Cerino consideró un momento la sugerencia.
—A decir verdad, yo estaba pensando lo mismo —dijo—. Además, la tal Laurie Montgomery se va a ganar una patada en el culo como siga jugando a detective. Angelo, a ver si tú puedes arreglar una pequeña entrevista con la damisela…
—Tranquilo —dijo Angelo—. Tú quieres verla. Yo te la traigo.
—Es lo único que se me ocurre —dijo Paul—. Y cuando hayamos charlado un poquito, creo que lo mejor que puede hacer la doctora es desaparecer. Quiero decir para siempre y del todo. Nada de cadáver, me refiero.
—¿No salía un día de estos el Montego Bay? —preguntó Angelo.
—¡Sí! —dijo Paul—. Está a punto de levar anclas y zarpar para Jamaica. Buena idea. De acuerdo, tráela al muelle. Quiero que la interrogue el doctor Louis.
—Yo prefiero no verme mezclado en esto —estalló Louis.
—Voy a fingir que no he oído lo que has dicho —estalló Paul—. Estás mezclado en esta operación hasta las cejas, o sea que no me vengas con chorradas.
—¿Cuándo quieres que nos pongamos en marcha? —preguntó Angelo.
—Esta tarde o esta noche —dijo Paul—. No podemos quedarnos esperando que las cosas se pongan peor. Ese chico, Amendola, ¿no trabajaba en el depósito? ¿Cómo se llama de nombre? Su familia es de Bayside…
—Vinnie —dijo Tony—. Vinnie Amendola.
—Eso. Sí —dijo Paul—. Vinnie Amendola. Trabaja en el depósito. Habla con él, puede que colabore. Recuérdale lo que hice yo por su viejo cuando tuvo problemas con el sindicato. Y toma esto. —Cerino señaló el periódico—. Creo que en el diario sale la foto de la doctora. Te servirá para asegurarte de que das con la persona adecuada.
Una vez se hubieron ido los invitados, Cerino utilizó su dial automático para llamar al consultorio de Jordan. Cuando la recepcionista le explicó que el doctor estaba operando, Cerino le dijo que esperaba respuesta en menos de una hora. Jordan se puso en contacto pasados quince minutos.
—No me gusta lo que está pasando —dijo Jordan antes de que Paul pudiera abrir la boca—. Cuando hablábamos de una asociación profesional, usted me decía que no habría problemas. De eso hace dos días y ya se ha armado un escándalo sensacional. No me gusta.
—Calma, Doc —dijo Cerino—. Todos los negocios tienen principios difíciles. Mantenga la calma. Solo quería estar seguro de que no iba a hacer ninguna tontería. Algo de lo que pueda lamentarse.
—Usted me metió en esto a base de amenazas. ¿Forma esto parte de la misma táctica?
—Supongo que podríamos llamarlo así —dijo Cerino—. Todo depende de su punto de vista. Yo creía que los dos éramos hombres de negocios. Solo deseaba recordarle que está tratando con profesionales como usted.
* * *
La llamada, cuando por fin llegó, fue de la secretaria de Bingham. Le pedía a Laurie si podía ir al despacho del doctor. Laurie dijo que naturalmente que sí.
La cara de Bingham era de solemnidad cuando Laurie entró en el despacho. Laurie sabía que estaba intentando mantener la compostura tanto como ella trataba de contener su histeria.
—Realmente no la comprendo, doctora —dijo finalmente Bingham. El rostro duro y la voz firme—. Ha revocado deliberadamente mis instrucciones. Le advertí concretamente que no hiciera públicas sus opiniones, pero, aun así, usted me desobedece obstinadamente. Teniendo en cuenta esa premeditada desconsideración hacia mi autoridad, no me deja otra alternativa que poner fin a su contrato en este servicio.
—Pero, doctor Bingham… —empezó Laurie.
—No quiero excusas ni explicaciones —la interrumpió Bingham—. Según el reglamento tengo derecho a despedirla cuando me plazca, puesto que está usted todavía en el primer año de prueba en este trabajo. Sin embargo, si quiere entablar un juicio por este asunto, no se lo impediré. Aparte de esto, no tengo nada más que decirle, doctora Montgomery. Es todo.
—Pero, doctor Bingham… —empezó Laurie otra vez.
—¡He dicho que eso es todo! —gritó Bingham.
Los diminutos capilares que le surcaban las ventanas de la nariz se le dilataron, poniéndole la nariz de un encarnado vivo.
Laurie se apresuró a escurrirse de la silla y salió volando del despacho de Bingham. Eludió conscientemente las miradas de las administrativas que sin duda habían oído los exabruptos de Bingham. Sin detenerse, Laurie subió a su despacho y cerró la puerta. Sentada a su mesa, miró el desorden que reinaba en aquel escritorio. Estaba conmocionada. Se había dicho a sí misma que no la despedirían, y eso mismo era lo que acababa de ocurrir. Una vez más se vio conteniendo el llanto y deseando tener más control de sus emociones.
Con dedos temblorosos abrió su maletín y lo vació de todos los informes que llevaba dentro. A continuación metió sus efectos personales, libros y esas cosas que habría tenido que venir a buscar más adelante. Sacó, desde luego, la hoja de resumen de sus casos, que estaba en el cajón central del escritorio, y la metió en el maletín. Con el abrigo puesto, el paraguas bajo el brazo y el maletín en una mano, cerró la puerta con llave.
No salió del edificio inmediatamente, sino que bajó a Toxicología para ver a Peter Letterman. Laurie le dijo que la echaban, pero que seguía interesada en los resultados de esos análisis que había hecho en relación con su serie. Le preguntó si tendría inconveniente en que pasara a verle más adelante. Peter dijo que ninguno. Laurie sabía que se moría de ganas de preguntar qué había pasado con Bingham, pero se lo calló.
Laurie se disponía a marchar cuando recordó el análisis que había solicitado al laboratorio de ADN del piso inferior. Tenía interés en conocer el resultado de la muestra que había cogido de la uña de Julia Myerholtz. Confiaba en que saldría algo positivo, aunque en realidad no lo esperaba. Para su sorpresa su deseo se hizo realidad.
—El resultado final no estará listo hasta dentro de mucho —le explicó el técnico cuando Laurie le interrogó acerca del estado del espécimen—. Pero estoy segurísimo de que las muestras venían de dos personas distintas.
Laurie se quedó pasmada. Otra desconcertante pieza del rompecabezas. ¿Qué podía significar? ¿Sería otra pista que señalaba al homicidio? No podía saberlo. Solo se le ocurrió telefonear a Lou, para lo cual volvió a su despacho e intentó localizarle pero le dijeron que había salido. La operadora de la policía no sabía cuándo estaría de vuelta y no tenía modo de dar con él a menos que fuera una emergencia. Laurie se decepcionó. Se daba cuenta de que también quería contarle a Lou lo de su despido, pero difícilmente podía justificar esa noticia como una emergencia. Dio las gracias a la telefonista y no dejó mensaje. Volvió a cerrar la puerta con llave.
Laurie creyó que lo mejor sería salir por el depósito. De este modo tendría pocas oportunidades de tropezarse con Bingham o con Calvin. También sería la manera de evitar a los periodistas. No obstante, al llegar a la planta sótano donde estaba el depósito recordó otra cosa que quería hacer: conseguir las direcciones y detalles de los tres casos que habían llegado por la noche. El único sistema de recuperar su empleo consistía en demostrar sus suposiciones. Si lo conseguía, pensó, entonces sí que reclamaría ese juicio mencionado por Bingham.
Laurie se cambió enseguida y entró en la sala de autopsia vestida de pijama.
Como era habitual los lunes por la mañana, todas las mesas estaban ocupadas. Laurie fue al cuadro de autopsias programadas y vio que los tres casos que le interesaban habían sido asignados a George Fontworth. Se reunió con él en la mesa donde este estaba trabajando. Vinnie y él acababan de empezar.
—No puedo hablar contigo —dijo George—. Ya sé que parece una tontería, pero es que Bingham ha venido a decirme que te habían despedido y que yo no debía hablar contigo bajo ningún concepto. Si quieres, llámame esta noche a mi casa.
—Respóndeme solo a una cosa —dijo Laurie—. ¿Estos casos son como los otros?
—Supongo —dijo George—. Este es el primero, así que de los otros no estoy seguro, pero por lo que he ojeado en las carpetas, diría que sí.
—De momento, solo necesito las direcciones —dijo Laurie—. Déjame un minuto los informes de Investigación, te los traigo enseguida.
—Qué habré hecho yo para merecer esto —dijo George, mirando al techo—. Pero date prisa. Si alguien me pregunta, diré que has entrado y te los has llevado mientras no miraba.
Laurie cogió los papeles que quería de las carpetas de George y regresó al vestuario. Copió las tres direcciones y guardó el papel en su maletín. De vuelta en la sala de autopsias, dejó los informes en sus respectivas carpetas.
—Gracias, George —dijo Laurie.
—Yo no te conozco —respondió George.
De nuevo en el vestuario, Laurie se vistió lentamente de calle. Luego, con sus cosas en la mano, fue andando a todo lo largo del depósito, pasó por delante de la oficina del depósito de cadáveres y frente a la oficina de seguridad. En la rampa de carga del depósito había varias furgonetas con las palabras HEALTH & HOSPITAL CORP. espaciadas en los lados. Avanzando entre las furgonetas, Laurie salió a la Calle 30. Hacía un día gris, lluvioso, húmedo. Abrió el paraguas y echó a andar penosamente hacia la Primera Avenida. Por lo que a ella tocaba, aquel era el nadir de su vida.
* * *
Tony se bajó del coche de Angelo. No bien acababa de cerrar de un portazo cuando notó que Angelo no se había movido. Seguía sentado al volante.
—¿Qué te pasa? —preguntó Tony—. Pensaba que íbamos a entrar.
—No me gusta la idea de entrar en el depósito —confesó Angelo.
—¿Quieres que entre yo solo? —preguntó Tony.
—No —dijo Angelo—. Esa idea me gusta menos aún.
Angelo abrió la puerta a regañadientes y bajó del vehículo. Sacó un paraguas del piso del asiento trasero y lo abrió de un golpe seco. Luego cerró el coche.
En Seguridad, Angelo preguntó por Vinnie Amendola.
—Vaya a la oficina del depósito —dijo el guardia—. Es un poco más allá, a mano izquierda.
A Angelo no le gustó nada el depósito, ni más ni menos de lo que había pensado. Era un sitio feo y olía mal. No llevaban allí tres minutos que ya quería irse cuanto antes.
En la oficina del depósito volvió a preguntar por Vinnie. Dijo que se trataba de algo relacionado con el padre de Vinnie. El hombre pidió a Angelo y Tony que aguardasen, que volvería enseguida con Vinnie.
Cinco minutos después aparecía Vinnie en la oficina del depósito vestido de pijama verde. Parecía preocupado.
—¿Qué pasa con mi padre? —preguntó.
Angelo le pasó el brazo por los hombros.
—¿No podríamos hablar en privado? —le preguntó. Vinnie se dejó conducir al vestíbulo.
—Mi padre murió hace dos años —dijo Vinnie mirando fijamente a los ojos de Angelo—. ¿Qué significa esto?
—Somos amigos de Paul Cerino —dijo Angelo—. Nos han dicho que te recordemos que el señor Cerino ayudó una vez a tu padre con los sindicatos. El señor Cerino agradecería que le devolviesen el favor. Hay aquí una doctora que se llama Laurie Montgomery…
—Ya no está —interrumpió Vinnie.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Angelo.
—La han despedido esta mañana.
—Pues necesitamos su dirección —dijo Angelo—. ¿Puedes conseguírnosla? Ah, y que quede entre nosotros. Estoy seguro de que no hará falta que hable más claro.
—He comprendido —dijo Vinnie—. Un momento, vuelvo enseguida.
Angelo se sentó otra vez, pero no tuvo que esperar mucho. Vinnie volvió con la dirección de Laurie, incluido su número de teléfono, tan rápido como había prometido. Aclaró que había sacado la información de la lista de retén.
Aliviado por salir del depósito, Angelo volvió casi corriendo al coche.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Tony en cuanto Angelo hubo encendido el motor.
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Vayamos al apartamento de la chica. Está cerca de aquí.
Un cuarto de hora después habían aparcado el sedán en la Calle 19 y caminaban hacia la casa de apartamentos de Laurie.
—¿Cómo vamos a hacerlo? —preguntó Tony.
—Probaremos como siempre —dijo Angelo—. Las placas de policía. En cuanto la hayamos metido en el coche, todo irá viento en popa.
En el vestíbulo del edificio donde vivía Laurie, buscaron el buzón para saber el número del apartamento. La puerta interior no era obstáculo para las habilidades de Angelo. Al cabo de dos minutos subían al quinto piso en el ascensor.
Fueron directamente al número de Laurie y llamaron al timbre. Como no respondía nadie, Angelo volvió a llamar.
—Habrá salido a buscarse otro trabajo —dijo Tony.
—Tiene todo un juego de cerraduras —dijo Angelo examinando la puerta.
Tony dejó de mirar la puerta y dejó vagar los ojos por el pasillo. Al instante su mirada topó con la de Debra Engler.
Tony le dio un golpecito en el hombro a Angelo y le dijo en voz baja:
—Un vecino nos está mirando…
Angelo se volvió a tiempo de ver el inquisitivo ojo de Debra Engler por la puerta apenas abierta. En cuanto su mirada captó la de ella, Debra cerró la puerta de golpe. Angelo oyó cómo echaba la cerradura.
—¡Maldita sea! —susurró él.
—Volvamos al coche —dijo Tony.
Unos minutos después estaban en el coche, desde donde podían ver sin problemas la entrada a la casa. Tony bostezó. Angelo, a pesar suyo, hizo otro tanto.
—Estoy rendido —se quejó Tony.
—Yo también —dijo Angelo—. Hoy esperaba dormir todo el día.
—¿Crees que deberíamos forzar el apartamento? —preguntó Tony.
—En esto estaba pensando —admitió Angelo—. Con tanta cerradura, nos llevará unos minutos. Y no sé qué hacer con esa bruja que nos miraba. ¿Te has fijado en su cara? Imagínate si te despiertas en la cama con ella al lado.
—Pues esta no está nada mal —dijo Tony, mirando la foto de Laurie en el periódico—. Con una así no me importaría nada.
* * *
Lou se sirvió otra taza de café. Estaba en la sala de médicos del Manhattan General Hospital, donde había sorprendido a Jordan en su último encuentro. Pero en esa ocasión Lou sólo había tenido que esperar veinte minutos. Ahora llevaba allí más de una hora. Empezaba a reconsiderar la sensatez de posponer esta esperada entrevista con Jordan por delante de las llamadas de sus superiores.
Justo cuando estaba pensando en irse, apareció Jordan. Se dirigió a un pequeño frigorífico y extrajo un envase de zumo de naranja.
Lou miró cómo Jordan bebía un buen trago de zumo.
Aguardó hasta que Jordan se acercó al sofá para mirar el periódico que había encima. Entonces Lou dijo:
—Hombre, Jordan. Mira que encontrarle aquí. Qué casualidad.
Jordan frunció el ceño al reconocer a Lou.
—Vaya, usted otra vez.
—Su amabilidad me conmueve —dijo Lou—. Será de tanto quirófano que está de tan buen humor. Ya sabe lo que dicen, hay que golpear el hierro cuando está en ascua.
—Me alegro de verle otra vez, teniente —dijo Jordan, terminándose el zumo y arrojando el envase a la papelera.
—Un momento —dijo Lou.
Lou se levantó y le impidió el paso a Jordan. Lou tenía toda la impresión de que el otro estaba menos dispuesto aún a cooperar que durante su anterior entrevista. También estaba más preocupado. Bajo la fachada de brusquedad, Jordan estaba indudablemente nervioso.
—Tengo varias operaciones pendientes —dijo Jordan.
—De eso estoy seguro —replicó Lou—. Cosa que me hace sentir mejor. Quiero decir que es bueno saber que no todos sus pacientes programados para cirugía encuentran una muerte violenta a manos de asesinos profesionales.
—¿De qué está hablando? —inquirió Jordan.
—Vamos, Jordan. Indignarse no es propio de usted. Pero le agradecería que se dejara de tonterías y hablara claro. Sabe perfectamente de qué hablo. La última vez que vine le pregunté si había alguna característica común a todos sus pacientes asesinados. Por ejemplo, si padecían la misma dolencia, o algo así. Usted se alegró de poder decirme que me equivocaba, pero lo que no me dijo fue que todos ellos estaban en lista para someterse a una operación quirúrgica en sus competentes manos.
—En ese momento no se me ocurrió —dijo Jordan.
—¡Claro! —dijo Lou con sarcasmo.
Por un lado podía jurar que Jordan estaba mintiendo, pero por otro no estaba seguro de ser objetivo al juzgar a Jordan. Como le había confesado a Laurie, estaba celoso.
Celoso de que el otro fuera alto y guapo, de su esmerada educación en la lvy League, de su cuna de cubiertos de plata, de su dinero y de su relación con Laurie.
—No se me ocurrió hasta que volví al consultorio —dijo Jordan—. Después de mirar sus gráficas.
—Pero incluso después de haber descubierto ese factor de conexión, no hizo nada para avisarme. Dejemos esto aparte. Ahora mi pregunta es: ¿Qué explicación da usted?
—Ninguna —dijo Jordan—. No puedo decir sino que es una extraordinaria coincidencia. Ni más, ni menos.
—¿No tiene la menor idea de por qué se cometieron esos asesinatos?
—En absoluto —dijo Jordan—. Y la verdad es que espero y deseo que no se repitan. Lo último que me gustaría es ver cómo disminuyen mis pacientes de quirófano, sea de la manera que sea, y especialmente de modo tan salvaje.
Lou asintió. Sabiendo lo que sabía de Jordan, podía creer lo que acababa de decirle.
—¿Qué hay de Cerino? —preguntó Lou un momento después.
—¿Qué hay de qué?
—Sigue esperando otra ¿Hay algún modo de relacionar esta racha de muertes con Cerino? ¿Cree usted que él corre peligro?
—Supongo que todo es posible —dijo Jordan—. Pero hace ya algunos meses que trato a Cerino y no le ha pasado nada. No puedo pensar que esté mezclado en esto ni que corra un peligro especial.
—Si se le ocurre algo, hágamelo saber —dijo Lou.
—Desde luego, teniente.
Lou se quitó de en medio y Jordan desapareció de su vista empujando la puerta batiente.
* * *
Laurie decidió que aunque nada le sabía bien, aunque no conseguía dar con una información valiosa, al menos estaba ocupada. Y estar ocupada significaba no darle vueltas a su situación: se había quedado sin empleo en una ciudad donde vivir no era nada barato y, por si fuera poco, tal vez no podría ejercer nunca más como forense. No podía esperar una recomendación de Bingham. Pero no se iba a poner a pensar en ello. Decidió, en cambio, seguir adelante y buscar más información referente a su serie. Tenía que investigar otras tres sobredosis. ¿Cómo fueron descubiertos los cadáveres? ¿Fueron vistos los fallecidos aquella noche fatídica entrando en sus casas acompañados de dos hombres?
En menos de una hora, Laurie vio recompensado su esfuerzo en el edificio donde vivía Kendall Fletcher; todo le sonó familiar. Fletcher había salido a correr pero había regresado muy pronto… acompañado de dos hombres. El portero no les vio salir. Varias horas después que Fletcher volviera, un inquilino sin identificar llamó quejándose de que había ruidos en el 25G. El inquilino temía que alguien pudiera salir lastimado. La llamada la contestó el superintendente; ahí es cuando fue hallado el cuerpo de Fletcher.
Laurie tuvo menos suerte en casa de Stephanie Haberlin. La mujer vivía en una casa de piedra arenisca convertida en tres viviendas independientes, sin portero. Laurie dejó ese caso por el momento y se dirigió al tercer y último escenario.
Yvonne André vivía en un edificio similar al de Kendall Fletcher. Laurie hizo uso de su placa de forense como había hecho en casa de Fletcher. El portero, que se presentó como Timothy, estuvo encantado de colaborar. Como en el caso anterior, la señorita André había llegado a su casa con dos hombres. Timothy no pudo describirlos, pero sí recordaba claramente que habían venido.
Cuando Laurie le preguntó quién había encontrado el cuerpo, Timothy contestó que José, el superintendente. Laurie preguntó si podría hablar con él. Timothy le dijo que naturalmente que sí. Llamó a un hombre flaco en uniforme color canela que en aquel momento estaba arreglando un mueble en el foyer. José vino enseguida y se hicieron las presentaciones.
—¿Y cómo fue que encontró el cuerpo? —preguntó Laurie.
—Me llamó el portero de noche para que comprobase el apartamento de Yvonne André.
—A ver si lo adivino —dijo Laurie—. El portero de noche había recibido la llamada de un inquilino que se quejaba de ruidos extraños en el apartamento de André.
José y Timothy miraron boquiabiertos a Laurie.
—Ah… —dijo José con una sonrisa—. Usted ha hablado con la policía.
—¿En qué lugar del apartamento encontraron el cadáver? —preguntó Laurie.
—En la sala de estar —dijo José.
—¿Cómo estaba el apartamento? ¿Parecía que hubiera habido lucha?
—La verdad es que no me fijé —dijo el súper—. En cuanto vi a la señorita André… La policía estuvo aquí, claro, pero nadie ha tocado nada. ¿Quiere subir a verlo?
—Me encantaría —respondió Laurie.
Fueron directamente al apartamento de Yvonne, que estaba en el cuarto piso. José abrió la puerta con su llave maestra y se hizo a un lado.
Laurie entró la primera. No había dado cinco pasos más allá de la puerta cuando casi tropieza con una mujer de mediana edad, elegantemente vestida, que había acudido al sonido de una llave en la cerradura. La mujer era bastante guapa, aunque parecía haber estado llorando. Apretaba en la mano un pañuelo de papel.
—Disculpe —dijo Laurie, confundida.
Le asombraba encontrar a alguien en el piso.
La mujer empezó a decir algo al reconocer a José.
—Lo siento, señora André —dijo José—. No sabía que hubiera nadie. Esta es la doctora Montgomery, de inspección médica.
—¿Quién es, cariño?
Un hombre alto de pelo gris apareció en el pasillo que daba a la cocina.
—El superintendente —logró decir la señora André—. Y la doctora Montgomery, de inspección médica.
—¿De aquí, de Manhattan? —inquirió el señor André.
—Así es —dijo Laurie—. Lamento mucho esta intromisión. José me ha sugerido que subiera. No sabía que estuviesen ustedes aquí.
—Yo tampoco —añadió rápidamente José.
—Está bien —dijo la señora André, levantando el pañuelo para darse unos toques en el rabillo del ojo mientras miraba tristemente la sala de estar—. Estábamos examinando algunas de las cosas de Yvonne.
—Si me disculpan… —dijo el señor André.
Se dio bruscamente la vuelta y volvió a meterse en la cocina.
—Puedo venir más tarde —se ofreció Laurie, retrocediendo hacia la puerta—. Lamento muchísimo su pérdida.
—¡Oh!, no se vaya —dijo la señora André, tendiéndole una mano—. Pase, por favor. Siéntese. Hablar de ello creo que me hará bien.
Laurie lanzó una mirada a José. No sabía bien qué debía hacer.
—Les dejo, señoras —dijo José—. Llámenme si necesitan alguna cosa.
Laurie quería irse. Consolar a los allegados del muerto era lo último que habría deseado hacer. No olvidaba a lo que la había llevado el dar aliento a la novia de Duncan Andrews, Sara Wetherbee. Pero Laurie sabía que no iba a poder desembarazarse tan fácilmente de la afligida madre ahora que había irrumpido en su vida. Con cierto recelo, Laurie se dejó conducir al salón. La señora André se sentó en un confidente. Laurie lo hizo en una silla.
—No se imagina el impacto que esto ha tenido en nosotros —dijo la señora André—. Yvonne era una hija buena y generosa, abnegada a más no poder. Siempre estaba entregada a una u otra causa benéfica.
Laurie asintió compasivamente.
—Greenpeace, Amnistía Internacional, NARAL… Mi hija era una persona que estaba metida en casi todas las causas humanitarias.
Laurie sabía que no era preciso decir nada. Bastaba con escuchar.
—Últimamente estaba en dos nuevas —dijo la señora André con una risa apenada—. Nuevas al menos para nosotros: los derechos animales y la donación de órganos. Qué ironía que muriera de un ataque al corazón. Yo creo que ella esperaba realmente que alguno de sus órganos fuera empleado algún día para un buen fin. ¡Oh!, no me refiero tan pronto, verá usted, aunque lo que sí deseaba de corazón era no ser enterrada. En eso era muy inflexible; le parecía un gran derroche de espacio y de recursos.
—Ojalá hubiera más gente que pensara como su hija —dijo Laurie—. De ser así, los médicos podrían efectivamente empezar a salvar vidas.
Laurie quería ir con cuidado para no contradecir la idea de la pobre mujer de que su hija había fallecido de un ataque al corazón y no a causa de la cocaína.
—Quizá le gustaría quedarse con algún libro de Yvonne —dijo la señora André—. No sé qué vamos a hacer con todos ellos.
Era evidente que la mujer estaba desesperada por hablar con alguien.
Antes de que Laurie pudiera contestar a tan generoso ofrecimiento, el señor André entró de rondón en la sala. Tenía la cara colorada.
—¿Qué te pasa, Walter? —preguntó la señora André. Su marido estaba a todas luces enfadado.
—¡Doctora Montgomery! —escupió el señor André, haciendo caso omiso de su mujer—. Resulta que soy miembro del directorio del Manhattan General Hospital y además conozco personalmente al doctor Harold Bingham. Como hacía poco que había hablado de mi hija con él, me ha extrañado bastante su presencia aquí. De modo que he vuelto a llamarle. Está al teléfono ahora y quiere tener unas palabras con usted.
Laurie tragó saliva con cierta dificultad, se levantó y fue hacia la cocina. Luego, titubeando, cogió el teléfono.
—¡Montgomery! —tronó Bingham en cuanto ella contestó.
Laurie hubo de apartarse el auricular unos centímetros de la oreja.
—¿Se puede saber qué diablos hace en el apartamento de Yvonne André? ¡Ha sido despedida! ¿Me oye? ¡Si continúa así haré que la detengan por asumir la personalidad de un funcionario municipal! ¿Me ha entendido?
Laurie iba a replicar cuando reparó en una tarjeta claveteada en un tablón de notas que había en la pared del teléfono. Era una tarjeta de un tal señor Jerome Hoslcing, del Depósito de órganos de Manhattan.
—¡Montgomery! —volvió a gritar Bingham—. Responda. ¿Qué diantres cree que está haciendo?
Laurie le colgó sin decir palabra. Temblándole la mano, desprendió la tarjeta del tablón y, de repente, todas las piezas encajaron formando un cuadro terrible y espantoso. Laurie apenas podía creerlo, pero aun así, desde el momento en que todo cuadraba, supo que la horrible e inexorable verdad no podría ser refutada. Lo que tenía que hacer era, naturalmente, llamar a Lou. Pero antes quería hacer otra visita.