9.15, domingo, Manhattan
Inclinada hacia delante y procurando dirigir el paraguas contra el viento, Laurie consiguió avanzar lentamente por la Primera Avenida. Le resultaba difícil creer que el tiempo pudiera cambiar tanto en un mismo día. No solo hacía viento y llovía sino que la temperatura había descendido drásticamente durante la noche y no había helado de casualidad.
Desde una esquina, Laurie llamó en vano a los pocos taxis que pasaban como rayos, pero todos iban ocupados. Cuando ya estaba resignada a ir andando al trabajo, un taxi libre se aproximó al bordillo. Laurie tuvo que dar un salto para que no le salpicara.
Puesto que había hecho avances significativos el día anterior, Laurie no tenía planeado trabajar aquel domingo, pero aun así se sintió como forzada por algún tipo de superstición a ir a su despacho. Tenía la sensación de que si hacía el esfuerzo de ir, no se producirían más casos de sobredosis.
Una vez en recepción, Laurie se quitó la humedad de encima pateando el suelo, se desabrochó el abrigo y se dirigió a la oficina de Identificación. No había un alma, y tampoco un programa de los casos del día. Pero la máquina de café estaba en marcha; alguien se había preparado uno. Laurie se sirvió una taza.
Después de dejar el abrigo y el paraguas, Laurie bajó una planta hasta el depósito y retrocedió hacia la sala de autopsias. Supo que alguien estaba trabajando porque había luz dentro.
La puerta crujió al abrirla. De las ocho mesas, solo dos estaban ocupadas. Laurie trató de identificar a los que estaban trabajando. Entre las gafas protectoras, las máscaras y la capucha, era difícil. Cuando se disponía a entrar en el vestuario para cambiarse, alguien reparó en ella y, dejando la mesa de autopsia, se acercó a hablarle. Era Sal D’Ambrosio, uno de los técnicos.
—¿Qué demonios hace usted aquí? —preguntó Sal.
—Es que vivo aquí —rió Laurie—. ¿Quién está de turno?
—Plodgett —dijo Sal—. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Laurie—. ¿Quién es el de la otra mesa?
—El doctor Besserman —dijo Sal—. Paul le ha llamado; hay muchísimo trabajo. Más de lo normal.
Laurie asintió y luego fue adonde Paul.
—Hola, Paul. ¿Algo interesante?
—Eso creo —contestó Paul—. Pensaba llamarte después. Tenemos dos sobredosis más que encajan con las tuyas.
Laurie sintió que se le paraba el corazón. Eso por supersticiosa.
—Enseguida voy —dijo.
Una vez equipada convenientemente, Laurie se acercó a la mesa de Paul, que estaba trabajando en los restos de una mujer muy joven.
—¿Qué edad? —preguntó Laurie.
—Veinte —dijo Paul—. Estudiante Columbia.
—¡Es horrible! —exclamó Laurie.
Esa era, de lejos, la más joven de su serie.
—Pues eso no es lo peor —dijo Paul.
—¿Ah, no? —peguntó Laurie.
—El doctor Besserman está ocupándose del novio —dijo Paul—. Banquero, treinta y un años. Por eso he pensado que te interesaría. Por lo visto se inyectaron los dos a la vez.
—¡Oh, no!
Laurie casi creyó que se iba a desmayar. La tragedia, por ser doble, resultaba doblemente conmovedora. Se acercó a la mesa del doctor Besserman. En ese momento estaba sacando del cuerpo los órganos internos. Laurie miró la cara del muerto. En la frente tenía una gran contusión descolorida.
—Una convulsión —dijo el doctor Besserman, notando la curiosidad de Laurie—. Debió de darse de bruces contra el suelo, o puede que con la nevera.
Laurie fijó su atención en Besserman.
—¿Este hombre fue encontrado en una nevera? —preguntó.
—Eso dijo el médico de turno —contestó el doctor Besserman.
—Luego con este van tres —dijo Laurie—. ¿Y la novia?
—En el suelo, en el dormitorio.
—¿La autopsia ha dado algo especial? —preguntó Laurie.
—Lo típico de una sobredosis —dijo el doctor Besserman. Laurie volvió a la mesa de Paul y miró cómo este cortaba finas muestras del hígado.
—¿Qué especímenes has enviado a Toxicología en casos como este? —preguntó él al percatarse de que Laurie estaba a su lado.
—Hígado, riñón y cerebro —dijo ella—. Aparte de las muestras habituales de fluido.
—Es lo que yo pensaba —dijo Paul.
—¿Has encontrado algo que destacar? —preguntó Laurie.
—De momento, no. Cosa que encaja perfectamente con una sobredosis. Ninguna sorpresa. Pero todavía nos falta la cabeza.
—He sabido que hoy tenéis muchos casos. ¿Quieres que te eche una mano, ya que estoy aquí?
—No hace falta —dijo Paul—. Además, como ha venido el doctor Besserman…
—¿Estás seguro? —preguntó Laurie.
—Gracias por ofrecerte, pero sí.
Revisando todo el papeleo de los casos, Laurie consiguió el nombre de las víctimas así como la dirección del varón. Fue en el apartamento de éste donde fueron hallados los cadáveres. Laurie volvió después al vestuario y se cambió. Estaba profundamente desanimada. Había algo particularmente trágico en que una pareja de jóvenes perdiera la vida de forma tan insensata. De nuevo empezó a lamentar la decisión de Bingham de no informar a la población sobre esa droga potencialmente contaminada. De haberlo hecho, tal vez esas dos personas seguirían con vida.
Súbitamente resuelta, Laurie decidió llamar a Bingham. Si esta tragedia estilo Romeo y Julieta no lograba hacer que entendiera que se enfrentaba posiblemente a una importante crisis que afectaba a la salud pública, nada lo conseguiría.
En su despacho, Laurie buscó el número de Bingham en el directorio y marcó la cifra mientras respiraba hondo. Le respondió Bingham en persona.
—Hoy es domingo —dijo él fríamente cuando comprendió quién estaba al otro extremo de la línea telefónica. Laurie le explicó sin más preámbulos lo de los dos nuevos casos de sobredosis. Al terminar, solo escuchó silencio. Luego, Bingham dijo claramente:
—No consigo entender por qué se siente obligada a llamarme por esto un domingo por la mañana.
—Si hubiéramos hecho un comunicado, puede que esta pareja aún estuviera viva —dijo Laurie—. Está claro que no podemos ayudarles, pero quizá podemos ayudar a otros. Contando estos dos casos, mi serie asciende a dieciséis.
—Mire, Montgomery. Ni siquiera estoy convencido de que tenga usted una auténtica serie, como usted la llama, así que deje de usar la expresión a cada momento como si fuera una hipótesis a priori. Puede que sea una serie y puede que no. Agradezco sus buenas intenciones, pero ¿ha conseguido alguna prueba? ¿Acaso el laboratorio ha dado con algún contaminante?
—Aún no —admitió Laurie.
—Entonces sepa que para mí esta conversación es una repetición de la que mantuvimos el otro día.
—Pero es que estoy segura de que podemos salvar vidas…
—Ya lo sé —dijo Bingham—. Pero yo también estoy seguro de que no va en mejora de los intereses del departamento y de la ciudad entera. Los medios informativos querrán nombres y no estamos preparados para ello, no con la presión a la que estamos sometidos ahora. Y hay más gente aparte de la familia de Duncan Andrews que quisiera mantener estos casos alejados de los titulares. Esta semana he de entrevistarme con el concejal de sanidad. Para ser justo con usted, le presentaré el asunto y que decida él.
—Pero doctor Bingham…, —protestó Laurie.
—Ya basta, Laurie. ¡Adiós!
Laurie miró el teléfono con frustración. Bingham le había colgado. Furiosa, dejó caer el auricular con violencia. No la consolaba el que pudiera hablar del problema con el concejal. Por lo que hacía a ella, eso era pasar el asunto de un politicastro a otro. Le pareció asimismo que Bingham había estado muy cerca de la auténtica razón de querer echar tierra al asunto cuando mencionó a Duncan Andrews. Bingham seguía preocupado por las consecuencias políticas de dirigir un nombre bien relacionado en esas esferas.
Laurie decidió telefonear a Jordan. Puesto que no trabajaba para el municipio y no estaba obligado por gratitud a ningún grupo en especial, tal vez él se decidiera a hablar claro. Laurie no estaba convencida de que Jordan se inclinaría a hacerlo, pero decidió que valía la pena probar. Jordan contestó casi enseguida, pero su voz sonaba como si le faltara el aliento.
—Estoy haciendo ejercicio en mi bicicleta —explicó él cuando Laurie le preguntó qué le pasaba—. Me alegro de oírte tan pronto. Espero que pasaras una velada agradable. Yo, al menos, sí.
—Fue estupendo —dijo ella—. Gracias otra vez.
Había sido una velada agradable y Laurie se sintió aliviada cuando Jordan no insistió después de aquel breve y abortado beso.
Laurie le dio los últimos detalles de su serie de casos.
Para su consuelo, Jordan pareció verdaderamente preocupado.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo Laurie—, y necesito que me hagas un favor. El centro forense no piensa dar ningún comunicado al respecto. Necesito que se haga porque creo que con eso se pueden salvar unas vidas. ¿Sabes alguna otra forma de hacer llegar esta información al público? Y ¿estarías dispuesto a hacer correr tú la voz?
—Espera un momento —dijo Jordan—. Yo soy oftalmólogo. Esta no es precisamente mi especialidad. ¿Quieres que haga una especie de declaración sobre una serie de muertes por consumo de droga? Ni hablar. Es del todo inapropiado.
Laurie suspiró.
—¿Lo pensarás?
—No hace falta que lo piense —dijo Jordan—. Es el tipo de cosa de la que pura y simplemente debo mantenerme alejado. Recuerda que tú y yo llegamos a la medicina desde extremos opuestos. Yo estoy en el lado clínico. Tengo una clientela de categoría. Seguro que no les gustaría nada saber que estoy mezclado en asuntos de droga, aunque sea del lado de la justicia. Empezarían a recelar de mí y de la noche a la mañana irían a visitarse con otro. En los tiempos que corren la oftalmología es altamente competitiva.
Laurie ni siquiera intentó discutir. Lo había entendido más claro que nunca. Jordan Scheffield no iba a ayudarla. Ella le dio simplemente las gracias y colgó.
Había solo otra persona a quien Laurie podía acudir. Aunque no era ni mucho menos optimista acerca del recibimiento que esperaba de él, se tragó el orgullo y telefoneó a Lou. Como no tenía el número de su casa llamó a la jefatura Central de Policía para dejar el recado. Laurie se sorprendió al recibir su llamada casi de inmediato.
—¡Hola! ¿Cómo está? —Lou parecía contento de saber de ella—. Ya sé que debería haberle dado el número de mi casa. Espere, se lo doy ahora.
Laurie cogió un bolígrafo y un papel y garabateó el número de teléfono.
—Me alegro de que haya llamado —prosiguió Lou—. Tengo aquí a mis chavales. ¿Le apetece un aperitivo en el SOHO?
—En otra ocasión —dijo Laurie—. Tengo un problema.
—¡Oh, oh! —dijo Lou—. ¿Qué es?
Laurie le explicó lo de la doble muerte por sobredosis y sus conversaciones con Jordan y Bingham.
—Es bueno saber que soy el último de la lista —observó Lou.
—Por favor, Lou —dijo Laurie—. No se haga el ofendido. Estoy desesperada.
—¿Por qué me hace esto, Laurie? —se lamentó Lou—. Me encantaría ayudarla, pero lo que me cuenta no es competencia de un policía. Ya se lo dije la última vez que me habló de ello. Entiendo su problema, pero no sé qué sugerirle. Y si quiere mi opinión, no es problema suyo en realidad. Ha hecho lo que ha podido, ha informado a sus superiores. Es todo lo que se espera de usted.
—Pero mi conciencia no va a permitir que esto quede así —dijo Laurie—. Sigue muriendo gente…
—¿Qué ha dicho el pesetero de Jordan? —preguntó Lou.
—Tenía miedo de que sus pacientes no lo comprendieran —dijo Laurie—. Ha dicho que no podía ayudarme.
—Vaya excusa más endeble —dijo Lou—. Me sorprende que no se haya partido el pecho tratando de demostrar lo hombre que es ayudando a su damisela en apuros.
—Yo no soy su damisela —dijo Laurie, aun cuando al pronunciar estas palabras supo que no debía haber mordido el anzuelo.
Laurie colgó el teléfono. Qué exasperantemente grosero podía ser ese individuo. Laurie cogió sus cosas, sin olvidar la dirección del doble caso de sobredosis, y ya se disponía a salir cuando el teléfono empezó a sonar. Figurándose que sería Lou, evitó contestar. El teléfono sonó como veinte veces antes de quedar en silencio cuando ella iba a entrar ya en el ascensor. Laurie llamó a un taxi y fue hasta la dirección en Sutton Place South. Al llegar mostró su placa al portero de servicio y pidió por el superintendente. El portero se mostró enseguida dispuesto a complacerla.
—Carl bajará dentro de un momento. Como vive en este mismo edificio, casi siempre está disponible.
Un hombre diminuto, de pelo y bigotito negro, apareció al instante y se presentó como Carl Bethany.
—Supongo que ha venido por lo de George VanDeusen —dijo.
Laurie asintió.
—Si no es mucho problema, me gustaría ver el lugar donde encontraron los cuerpos. ¿Está vacío el apartamento?
—Oh, sí, naturalmente —dijo Carl—. Se llevaron los cadáveres anoche.
—No me refiero a esto. Quiero estar segura de que arriba no hay ningún miembro de la familia. No quisiera molestar a nadie.
Carl dijo que tenía que mirarlo. Consultó con el portero y volvió asegurándole a Laurie que en el apartamento de los VanDeusen no había nadie. Luego, la acompañó a la décima planta y le abrió la puerta. Haciéndose a un lado, dejó que Laurie entrara la primera.
—Aún no ha venido nadie a limpiar —dijo Carl mientras entraba detrás de ella.
Laurie se percató al instante de un olor a moho, a pescado.
Examinó la sala de estar. Había una antigua mesita de centro, como de despensero, extrañamente inclinada sobre tres de sus patas. La cuarta estaba en el suelo, al lado mismo. Por toda la moqueta había libros y revistas esparcidos al azar; parecía como si hubieran caído al romperse la pata de la mesa. Una lámpara de cristal estaba hecha añicos entre la mesa rinconera y el sofá. Un enorme óleo de un pintor clásico colgaba torcido de la pared.
—Muchos desperfectos —dijo Laurie.
Intentaba visualizar mentalmente la clase de ataque que había podido ocasionar semejantes destrozos.
—Así es como estaba cuando entré anoche —dijo Carl. Laurie se dirigió hacia la cocina.
—¿Quién encontró los cuerpos? —preguntó.
—Yo —dijo Carl.
Laurie se sorprendió.
—¿Qué le hizo entrar aquí?
—Me llamó el portero —explicó Carl.
—¿Por qué le llamó el portero?
—Dijo que otro inquilino le había avisado porque había oído ruidos extraños en el diez F. Esa persona temía que alguien pudiera lastimarse.
—¿Qué hizo usted? —preguntó Laurie.
—Subí y toqué el timbre —dijo Carl—. Llamé varias veces seguidas. Después utilicé la llave maestra. Fue entonces cuando encontré los cadáveres.
Laurie pestañeó. Estaba reflexionando sobre este escenario; había algo que no encajaba. Recordó que una hora antes había leído en el informe de Investigación que los cuerpos presentaban un importante rigor mortis, incluso la mujer que estaba en el dormitorio. Eso quería decir que llevaban muertos varias horas.
—Dice usted que ese inquilino avisó al portero porque se oían ruidos del apartamento a esa hora; es decir, en el momento en que estaba hablando con él.
—Eso creo —dijo Carl.
Laurie empezó a preguntarse cómo habían sido halladas las otras víctimas de su serie. Duncan Andrews y Julia Myerholtz habían sido encontrados por sus respectivas parejas. Pero ¿y los demás? Laurie no se había hecho esa pregunta anteriormente. Ahora que pensaba en ello, se dio cuenta de algo muy extraño: todas las víctimas habían sido encontradas relativamente enseguida. Se habían descubierto sus cuerpos en cuestión de horas, mientras que en general cuando moría inesperadamente alguien que vivía solo no era encontrado hasta días después, y muchas veces solo cuando el olor de la putrefacción alertaba a los vecinos.
Lo que Laurie vio en la cocina le resultó del todo familiar. El contenido del frigorífico había sido derramado por el suelo sin orden ni concierto. La puerta de la nevera seguía entreabierta. Laurie se fijó en el olor a leche pasada y verduras podridas que impregnaba el ambiente.
—Alguien va a tener que limpiar todo esto —dijo Carl. Laurie asintió y fue a ver el dormitorio. Volvió a sentir una increíble tristeza. El hecho de ver el apartamento donde vivían esas personas las hacía mucho más reales. Era fácil mantener la distancia emocional en el centro forense, pero en casa de los fallecidos era otro cantar. Laurie sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¿Puedo ayudarla en algo más? —preguntó Carl.
—Me gustaría hablar con el portero de noche —dijo ella, recobrando la compostura.
—Eso lo arreglo yo enseguida —dijo Carl—. ¿Algo más?
—Sí —dijo Laurie, echando un último vistazo al apartamento—. Es mejor que no mande a nadie a limpiar esto todavía. Déjeme que hable primero con la policía.
—Ellos también vinieron anoche —dijo Carl.
—Ya lo sé. Estaba pensado en alguien que está más arriba en el escalafón del departamento de Homicidios.
Una vez abajo, Carl buscó el número de teléfono del portero de noche. El hombre se llamaba Scott Maybrie. Carl le ofreció a Laurie su teléfono por si quería llamar en aquel mismo momento.
—¿No estará durmiendo a esta hora? —preguntó ella.
—No le hará ningún daño —insistió Carl.
El diminuto apartamento de Carl estaba en el primer piso y daba a la calle, a diferencia del de los VanDeusen, que estaba orientado hacia el East River. Carl permitió que Laurie se sentara a su desordenada mesa entre anuncios de fontaneros y electricistas. Mostrándose especialmente servicial, Carl marcó incluso el número de Scott y le tendió el teléfono a Laurie. Como ella se temía, la voz del portero al contestar sonó ronca de sueño.
Laurie se identificó y explicó que la llamada era sugerencia de Carl.
—Quería hacerle unas preguntas sobre el caso VanDeusen —agregó—. ¿Vio usted anoche al señor VanDeusen o a su novia?
—No —dijo Scott.
—Carl me ha dicho que un inquilino le avisó diciendo que se oían unos ruidos en el apartamento de los VanDeusen. ¿Qué hora era?
—Sobre las dos y media o las tres —dijo Scott.
—¿Qué inquilino llamó?
—No sé —admitió Scott—. No dijo su nombre.
—Pudo ser alguno de los vecinos más cercanos a los VanDeusen —sugirió Laurie.
—De verdad que no lo sé. No reconocí la voz, pero eso tampoco es raro.
—¿Qué le dijo exactamente? —preguntó Laurie.
—Que se oían ruidos extraños en el diez F —dijo Scott—. Le preocupaba que alguien pudiera lastimarse.
—¿Le dijo qué estaba sucediendo en el momento que llamaba? —preguntó Laurie—. O dijo que los ruidos habían tenido lugar un rato antes…
—Me parece que dijo que en aquel momento —afirmó Scott.
—¿Se fijó si por la noche salían dos hombres del edificio? —preguntó Laurie—. ¿Dos hombres que no había visto anteriormente?
—No sé qué decirle —dijo Scott—. Entra y sale gente toda la noche. A decir verdad, no presto mucha atención a la gente que se va. Me preocupan más los que vienen.
Laurie le dio las gracias a Scott y se disculpó por las molestias. Luego le dijo a Carl si podía hablar con el portero que estaba de servicio a última hora de la tarde.
—Desde luego —dijo Carl—. Debió de ser Clark Davenport.
Carl marcó personalmente el número una vez más y le pasó el auricular a Laurie.
Cuando Clark respondió a la llamada de Laurie repitió las explicaciones pertinentes.
—¿Vio entrar al señor George VanDeusen anoche en su apartamento? —preguntó tras las presentaciones.
—Sí —respondió Clark—. Vino con su novia a eso de las diez.
—¿Se comportaba con normalidad? —preguntó Laurie.
—Lo normal para un sábado por la noche —dijo Clark—. Iba un poco bebido. Su novia tuvo que echarle una mano. Pero parecía que lo estaban pasando bien, si se refiere eso.
—¿Iban solos? —preguntó Laurie.
—Sí —dijo Clark—. Los invitados no llegaron hasta media hora después.
—¿Había una fiesta? —preguntó Laurie con sorpresa.
—Yo no la llamaría fiesta —dijo Clark—. Solo eran dos. Un tipo alto y uno bajo.
—¿Se acuerda de qué aspecto tenían? —preguntó Laurie. Clark tuvo que pensarlo un poco.
—El alto tenía el cutis muy estropeado, como si de chaval hubiera tenido acné.
—¿Dieron su nombre? —preguntó Laurie, sintiendo que el pulso se le aceleraba.
—Pues claro que dieron sus nombres —dijo Clark—. ¿Cómo iba a llamar yo al señor VanDeusen, si no, para preguntarle si les esperaba? De lo contrario no les habría dejado pasar.
—¿Cómo se llamaban? —preguntó Laurie. Había sacado papel y bolígrafo.
—No me acuerdo —dijo Clark—. El sábado por la noche entra un centenar de personas.
Laurie se desanimó de haber estado tan tentadoramente cerca de un primer descubrimiento. Aunque no pudiera conseguir los nombres, era todo un avance. Una vez más dos individuos habían sido vistos en la escena de la sobredosis poco antes de que ocurrieran las muertes.
—¿Vio salir otra vez a esos dos hombres? —preguntó.
—No —dijo Clark—. Claro que yo terminé mi servicio no mucho después de que llegaran.
Laurie le dio las gracias antes de colgar. También le agradeció repetidamente a Carl su incalculable ayuda antes de salir del edificio.
Aunque el día era frío y desapacible, Laurie decidió encogerse bajo el paraguas y andar un trecho antes de coger un taxi para ir a su casa. Necesitaba meditar sobre lo que había sabido y calcular su significado a la luz del conjunto de sus casos.
El descubrimiento más significativo era con mucho la aparición de los dos desconocidos. Laurie se preguntó si estarían complicados en el tráfico de drogas. Se decía si semejante revelación bastaría para interesar a la brigada de narcóticos. Empezó a confiar en que Lou podría cambiar de opinión ahora que habían aumentado las similitudes entre los casos.
Laurie deseaba poder hablar con el inquilino que se quejó de los ruidos. ¿Qué era lo que había oído y cuándo? Al ponerse a llover en serio, Laurie paró un taxi y se dirigió a su despacho. Mientras tomaba una ensalada y té caliente, sacó todo el material concerniente a su serie e hizo una lista nueva de sus casos poniéndolos por orden. Empezó dos columnas más al lado de los nombres: «Encontrado por» y «¿Dos extraños en el lugar?».
Dedicó el resto de la tarde a completar los espacios en blanco. Sabía que le iba a llevar mucho tiempo, pero Laurie era consciente de que debía ser concienzuda si pretendía que alguien creyera en su hipótesis.
A última hora de la tarde, Laurie estaba convencida de que sus esfuerzos habían merecido la pena. En todos los casos los cuerpos habían sido descubiertos por un portero o superintendente que había ido a investigar la llamada de algún inquilino que se había quejado de ruidos extraños procedentes del apartamento del fallecido. Con la información casi al completo en una hoja de papel, Laurie se fue a casa convencida más que nunca de que algo siniestro estaba en marcha. Había demasiadas coincidencias. Solo necesitaba persuadir a alguien importante para que hiciese algo al respecto.
Era de noche cuando llegó a su casa. No estaba segura de cuál era el siguiente paso. Por pura curiosidad, Laurie abrió el Times del domingo para ver si la prensa había recogido la noticia del banquero y de la alumna de la Universidad de Columbia muertos por sobredosis. Encontró una pequeña referencia a las muertes en un rincón de una página interior. El hecho aparecía en el artículo como un caso de sobredosis y no se hacía mención alguna a otros sucesos demográficamente similares de días anteriores. Un día más y otra oportunidad perdida de alertar a la población.
Laurie decidió probar si Lou estaba en casa. No estaba segura de tener bastantes datos para convencerle de nada, pero tenía muchas ganas de ponerle al corriente de sus descubrimientos. Le respondió el contestador automático, pero no quiso dejar un mensaje.
Después de colgar, Laurie sopesó la posibilidad de telefonear a Bingham. Convencida de que sería como hablar con la pared, en el mejor de los casos, y que podía provocar su despido, en el peor, desistió de ello. Él había dejado bien claro que no tenía intención de hacer nada, al menos hasta que hablara con el concejal de sanidad.
Los ojos de Laurie fueron del teléfono al periódico abierto. Lentamente, la idea de dejar que la historia se filtrara por sí misma empezó a rondarle la cabeza. Ya había tenido una mala experiencia la última vez al darle su opinión a Bob Talbot, pero, para hacerle justicia, ella no había especificado que sus comentarios fueran confidenciales.
Pensando en esto, Laurie sacó su agenda para ver si tenía el teléfono de Talbot. Así era, en efecto. Le telefoneó.
—Vaya, vaya —dijo él al saber que era Laurie—. Tenía miedo de no tener nunca más noticias tuyas. No supe hacer otra cosa, que pedirte disculpas.
—Mi reacción fue exagerada —admitió Laurie—. Siento no haber vuelto a dirigirte la palabra. Lo que pasa es que me gané una buena regañina del jefe por culpa de tu artículo.
—Me disculpo otra vez —dijo Bob—. ¿Qué ocurre?
—Tal vez te sorprenda —dijo Laurie—, pero puede que tenga un buen artículo para ti, algo grande.
—Soy todo oídos —dijo Bob.
—Prefiero no hablar por teléfono —contestó Laurie.
—Por mí no hay inconveniente —dijo él—. ¿Qué tal si te invito a cenar?
—Aceptado —convino Laurie.
Se encontraron en P. J. Clark, un restaurante en la esquina de la Calle 55 y la Tercera Avenida. Tuvieron suerte de encontrar mesa en una noche lluviosa de domingo, y más aún porque la mesa se hallaba junto a la pared del fondo, donde el alboroto era menor y se podía hablar. Después que un camarero irlandés de ojos claros tomara nota y dejara sobre la mesa dos rebosantes jarras de cerveza, Laurie empezó.
—En primer lugar, no estoy segura de que sea lo correcto hablar contigo. Pero mi situación es desesperada. Sé que he de hacer algo.
Bob asintió.
—Quiero que me prometas que no utilizarás mi nombre.
—Palabra de boy scout —dijo Bob, levantando dos dedos. Luego sacó un lápiz y una libreta.
—No sé por dónde empezar —explicó Laurie.
Al principio vacilaba, pero a medida que iba explicando los casos recientes, se animó un poco. Empezó por Duncan Andrews y las primeras sospechas que la llevaron a la doble muerte de George VanDeusen y Carol Palmer. Destacó que todas las víctimas eran gente soltera, culta y que triunfaba en la vida, sin indicios de consumo de drogas ni actividades ilegales pasadas. Hizo mención asimismo de la presión a que el centro forense había sido sometido en cuanto a mantener en secreto el caso de Duncan Andrews.
—Es una lástima que fuera el primero, porque me parece que si Bingham se niega a rechazar mi teoría es sobre todo porque mi serie empezó con él.
—Pero es increíble —dijo Bob cuando Laurie hubo de hacer una pausa al llegar la comida—. No he visto ni una sola línea de esto ni en la prensa ni en otros medios. Nada. Cero.
—En el Times de esta mañana hablaban de la doble muerte —dijo Laurie—. Pero estaba medio escondido, apenas un suelto. De los otros casos no se ha hablado para nada. Es verdad.
—¡Qué notición! —se admiró Bob, mirando el reloj—. Si quiero que salga en el diario de mañana tengo que ponerme en movimiento.
—Es que hay más —dijo Laurie.
Añadió que la cocaína implicada en la serie procedía de una sola fuente, que probablemente estaba contaminada por un compuesto altamente letal, además de ser muy potente, y que probablemente era distribuida por un solo traficante que se había puesto en contacto no se sabe cómo con gente joven de nivel socioeconómico alto.
—Bueno, no es exactamente así —se corrigió Laurie—. Puede que sean dos. En la mayoría de los casos investigados, se ha visto a dos hombres entrando en casa de la víctima.
—¿Por qué dos, digo yo? —preguntó Bob.
—No tengo la menor idea —admitió Laurie—. Todo el asunto está rodeado de misterio.
—¿Ya está? —dijo Bob.
Estaba ansioso por irse. Ni siquiera había tomado la comida.
—No, hay más —dijo Laurie—. Empiezo a sospechar que estas muertes no son accidentales sino intencionadas. En otras palabras, que se trata de asesinatos.
—Esto se pone cada vez mejor… —dijo Bob.
—Todos los cadáveres fueron encontrados poco después de haber muerto —continuó Laurie—. Esto, de por sí, ya es raro. Normalmente, cuando muere alguien que vive solo no se le encuentra hasta unos días después. En todos los casos que he investigado, el cuerpo se descubrió gracias a una llamada telefónica. En dos las víctimas llamaron de antemano a su pareja respectiva. En todos los demás, un inquilino anónimo del mismo edificio avisó al portero quejándose de ruidos extraños que salían del apartamento de la víctima. Pero ahí está el gazapo: está comprobado que las quejas por ruidos se produjeron varias horas después del momento de la muerte.
—¡Santo Dios! —dijo Bob, mirándola a los ojos—. ¿Y la policía? —preguntó—. ¿Por qué no están metidos en esto?
—Nadie se traga mi teoría de la serie. La policía no sospecha nada de nada. Según ellos estos casos son simples sobredosis.
—¿Y qué me dices del doctor Harold Bingham?
—Hasta ahora no ha movido un dedo —dijo Laurie—. Yo creo que quiere ponerse a resguardo de una posible patata caliente. El padre de Duncan Andrews se presenta como candidato a un puesto político; los suyos han estado amenazando verbalmente al alcalde y este a Bingham. Lo que sí dijo es que hablaría con el concejal de sanidad.
—Si se trata de homicidios, estamos hablando de algo así como un asesino ritual —dijo Bob—. ¡Menuda historia!
—Creo que es importante advertir a la población. Si con ello podemos salvar una sola vida, ya merece la pena. Por eso te he llamado. Hemos de correr la voz de que esta droga contiene un contaminante.
—¿Es todo? —preguntó Bob.
—Creo que sí —dijo Laurie—. Te llamaré si recuerdo algo importante que no te haya dicho.
—¡Magnífico! —dijo Bob, poniéndose de pie—. Siento irme corriendo, pero si quiero que salga mañana por la mañana, debo ir enseguida a ver al director del periódico.
Laurie se quedó mirando cómo Bob serpenteaba entre el gentío que esperaba mesa. Mirando su ternera que nadaba en una charca de aceite, Laurie decidió que tampoco tenía hambre.
Iba a levantarse cuando el camarero irlandés volvió con la cuenta.
Laurie buscó a Bob con la mirada, pero este ya se había ido. Esa era su manera de ofrecerse a pagar la dolorosa.
* * *
—¿Qué hora es? —preguntó Angelo.
—Las siete y media —dijo Tony, comprobándolo en el Rolex que se había llevado de casa de los Goldburg. Habían aparcado en la Quinta Avenida, al norte de la intersección de la Calle 72 con el East Drive de Central Park. Estaba en la parte de la avenida que daba al parque, pero desde allí podían ver sin problemas la entrada a la casa de apartamentos que les interesaba.
—A este Kendall Fletcher le cuesta mucho ponerse los pantalones de correr —dijo Angelo.
—Me ha dicho que iba a hacer jogging —dijo Tony a la defensiva—. No sé por qué no has llamado tú si no ibas a creerme…
—Sale alguien —dijo Angelo—. ¿Qué opinas? ¿Puede ser Kendall Fletcher, el banquero?
—Con esa pinta parece todo menos banquero —dijo Tony—. No comprendo eso del jogging. ¿Qué gracia tiene disfrazarse de Peter Pan y ponerse a dar vueltas por el parque que a estas horas de la noche? Es como pedir a voces que te atraquen.
—Me parece que es él —dijo Angelo—. Por la edad. ¿Cuántos años dijiste que tenía Kendall?
Tony sacó de la guantera una hoja de papel escrita a máquina y se sirvió de la lamparita interior para buscar el nombre de Kendall Fletcher. Luego leyó: Kendall Fletcher, veinticuatro años, vicepresidente de Citicorp.
—Debe de ser él —dijo Angelo. Arrancó el coche. Tony devolvió la lista a la guantera. Kendall Fletcher había salido de su casa vestido para correr. Cruzó la Quinta Avenida a la altura de la Calle 72 y en cuanto llegó al parque se puso a correr.
Angelo enfiló el East Drive. Tony y él no sacaban ojo de encima del confiado Kendall mientras este bajaba por el cruce de la Calle 72 hasta el paseo y de allí torcía al norte por el carril de jogging. Angelo adelantó al banquero un centenar de metros y luego se arrimó a un lado de la calzada. Con los intermitentes encendidos, él y Tony se bajaron del coche.
Kendall no era el único que corría por el paseo. Mientras Angelo y Tony le veían aproximarse, otra media docena de personas pasó de largo.
—Yo es que no los entiendo —dijo Tony con extrañeza. Justo antes de que Kendall llegara a su altura, Angelo y Tony se metieron en el carril de correr.
—¿Kendall Fletcher? —preguntó Angelo. Kendall se detuvo.
—¿Sí? —dijo.
—Policía —dijo Angelo, mostrando su placa de Ozone Park. Tony blandió la suya—. Sentimos mucho molestarle ahora que está corriendo —prosiguió el primero—, pero queremos que nos acompañe al centro para hablar sobre una investigación de Citicorp.
—No me parece buen momento —dijo Kendall.
La voz sonaba firme pero los ojos le delataban. Estaba muy nervioso.
—Me parece que no querrá hacer una escena —dijo Angelo—. Serán solo unos minutos. Queríamos hablar con los vicepresidentes antes de convocar un gran jurado.
—Voy en pantalón de deporte —dijo Kendall.
—No se apure —dijo Angelo—. Tendremos gusto en acompañarle a casa para que pueda cambiarse. Si coopera, dentro de una hora estará corriendo otra vez.
Kendall se mostraba cauteloso, pero finalmente accedió y fueron los tres en el coche de Angelo a su apartamento de la Quinta Avenida.
Tras dejar una tarjeta en el tablero de mandos, Angelo y Tony se bajaron del coche y siguieron a Kendall hasta el edificio. Tony llevaba el viejo maletín de cuero negro del doctor Travino. Pasaron juntos por delante del portero, que les ignoró, se metieron en el ascensor y subieron a la vigésima quinta planta.
Nadie dijo una palabra mientras Kendall abría la puerta de su apartamento, entraba y dejaba abierto para que pasasen Angelo y Tony.
Tony asintió varias veces con la cabeza mientras examinaba el apartamento.
—Bonita casa —dijo, dejando el maletín sobre la mesa de centro.
—¿Puedo ofrecerles algo mientras me cambio? —preguntó Kendall, y se dirigió hacia el bar.
—No —dijo Tony—. Estamos de servicio, ya sabe. No bebemos cuando trabajamos.
Angelo ojeó el apartamento mientras Tony vigilaba a Kendall, quien a su vez vigilaba a Angelo entre confuso y curioso.
—¿Qué está buscando? —le dijo Kendall a Angelo en voz alta.
—Solo miro que no haya nadie más por aquí —dijo Angelo mientras volvía de echar un vistazo a la cocina.
Luego desapareció camino del dormitorio principal.
—¡Eh, oiga! —gritó Kendall—. ¡No puede registrar mi casa! —Se volvió a Tony—. Para eso necesitan una orden.
—¿Una orden? —inquirió Tony—. Ah, sí, la orden. Siempre nos la olvidamos.
Volvió Angelo.
—Quiero ver otra vez su placa —dijo Kendall—. Esto es un atropello.
Angelo buscó en su americana Brioni y sacó su pistola Walther.
—¿Qué le parece esta? —dijo, indicando con un gesto a Kendall que se sentara.
Tony abrió con un golpe seco los pasadores de su maletín de médico.
—¿Qué es esto, un robo? —preguntó Kendall, mirando fijamente el arma. Se sentó—. ¡Adelante! Llévense lo que quieran.
—Te traigo un regalito —dijo Tony, sacando del maletín una bolsa de plástico alargada y transparente además de un pequeño cilindro.
Angelo se situó detrás de Kendall, pistola en mano. Kendall observaba con nerviosismo como Tony empleaba el cilindro para inflar la bolsa de plástico con un gas que evidentemente era más ligero que el aire. Una vez llena la bolsa, Tony tapó el extremo y guardó el cilindro en el maletín. Con la bolsa de plástico en la mano, se acercó a Kendall.
—¿Qué pasa? ¿Qué se proponen? —preguntó Kendall.
—Hemos venido a ofrecerle un viaje alucinante —dijo Tony con una sonrisita.
—A mí no me interesan los viajes —dijo Kendall—. Cojan lo que quieran y váyanse.
Tony abrió la base de la bolsa de plástico de modo que parecía más bien un globo transparente de aire caliente. Luego, sosteniendo dos lados de la base, se la encasquetó a Kendall en la cabeza.
Lo inesperado del movimiento cogió a Kendall por sorpresa. Este trató de agarrarse a los brazos de Tony y consiguió parar la bolsa a la altura de los hombros. Como intentaba ponerse de pie, Angelo le rodeó el cuello con el brazo que sostenía la pistola, mientras con la otra mano sujetaba la muñeca derecha de Kendall en un intento de liberar a Tony de su presa.
Durante unos segundos forcejaron los tres uno con el otro. Kendall, que a estas alturas estaba aterrorizado, abrió la boca y mordió a Angelo en el antebrazo a través de la bolsa.
—¡Aaaaah! —gritó Angelo, notando cómo los incisivos del otro le traspasaban la piel.
Angelo soltó el brazo de Kendall y estaba a punto de darle un puñetazo en la cara cuando vio que ya no era necesario.
Tras haber inspirado unas pocas veces dentro de la bolsa de plástico, los párpados de Kendall se ablandaron y todo su cuerpo, incluida la mandíbula, quedó flojo. Mientras Tony caía al suelo manteniendo la bolsa sobre la cabeza de Kendall, Angelo recuperó su brazo dolorido. Angelo se desabrochó rápidamente el gemelo y se subió la manga. En la cara interna del antebrazo, a unos siete centímetros del codo, tenía un redondel elíptico de perforación múltiple que correspondía a la dentadura de Kendall. Varias de las heridas sangraban.
—¡Ese hijo puta me ha mordido! —dijo indignado, y se guardó el arma en la pistolera—. En este trabajo nunca sabe uno a qué se expone.
Tony se levantó y volvió por su maletín.
—Cada vez que usamos el gas me quedo maravillado —dijo—. Hay que ver cuánto sabe el viejo Doc Travino. —Tony extrajo una jeringa y un trozo de tubo de goma que utilizó como torniquete en el brazo de Kendall—. ¡Fíjate qué venas, tú! —dijo—. Pero si parecen puros. Así no hay manera de equivocarse. ¿Quieres hacerlo tú o lo hago yo?
—Hazlo tú —dijo Angelo—. Será mejor que le quites la bolsa de la cabeza. A ver si metes la pata como con Robert Evans…
—Bueno —dijo Tony, y soltó la bolsa de plástico agitándola—. ¡Uf! —continuó—. Qué olor más dulzón. No me gusta nada.
—Dale la coca de una vez —dijo Angelo—. Se va a despertar antes de que acabes.
Tony cogió la aguja y la hundió en una de las prominentes venas de Kendall.
—¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? —dijo Tony, contento de haber acertado a la primera.
Desató el torniquete y a continuación empujó el émbolo, vaciándole la jeringa en el brazo.
Tony dejó la jeringa usada sobre la mesita y guardó el resto de su parafernalia en el maletín. Al mismo tiempo sacó un pequeño sobre de papel cristal. Después le metió a Kendall una pequeña cantidad de polvo blanco en las fosas nasales. Por último se aplicó un poco en el pulgar y lo esnifó.
—Me encantan las sobras —dijo con júbilo.
—¡Deja eso ahora mismo! —ordenó Angelo.
—Es que no lo puedo resistir —dijo Tony, dejando el sobrecito junto a la jeringa—. ¿Qué te parece? ¿Lo metemos en la nevera?
—Vamos a dejarlo correr —dijo Angelo—. He estado hablando de ello con Travino. Me ha dicho que mientras el cuerpo no esté fuera más de doce horas, no hay problema. Y tal como nos lo hemos montado, a todos los encuentran antes de doce horas.
Tony miró en torno suyo.
—¿Lo he cogido todo? —preguntó.
—Parece que sí —dijo Angelo—. Sentémonos a ver cómo le va el viaje a Kendall.
Tony se sentó en el sofá mientras Angelo lo hacía en el sillón que había ocupado Kendall.
—Bonito apartamento —dijo Tony—. ¿Qué te parece si echamos una ojeada a ver si hay alguna cosa que merezca la pena llevarse?
—¿Cuántas veces he de decírtelo? Cuando hacemos los viajes no nos llevamos nada, ¿entiendes?
—Es una pena —dijo Tony tristemente mientras examinaba la sala.
Unos minutos después, Kendall se agitó e hizo un chasquido con los labios. Luego, gimiendo, rodó sobre el abdomen.
—¡Eh!, nene —le dijo Tony—. ¿Cómo estás? ¡Vamos, dime algo!
Kendall consiguió sentarse erguido. Su cara pálida mostraba una expresión ausente.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Tony—. Con la de nieve que te corre por las venas, tendrías que estar en la gloria.
Sin previo aviso, Kendall vomitó sobre la alfombra.
—¡Vaya, hombre! —exclamó Tony mientras se hacía a un lado—. Es repugnante.
Kendall tosió violentamente y luego levantó los ojos hacia Tony y Angelo. Tenía los ojos vidriosos. Parecía aturdido.
—¿Cómo estás? —preguntó Angelo.
La boca de Kendall trató de formar unas palabras, pero él parecía incapaz de pronunciarlas. De pronto, los ojos le rodaron hasta mostrar solo el blanco y después empezó a convulsionarse.
—Ahora —dijo Angelo—. Larguémonos de aquí.
Tony recogió el maletín y siguió a Angelo hasta la puerta. Angelo atisbó por la mirilla. No habiendo nadie a la vista, abrió la puerta y asomó la cabeza.
—No hay nadie en el corredor —dijo—. ¡Adelante! Salieron del apartamento a toda prisa y corrieron hacia la caja de la escalera. Después de bajar una planta, más tranquilos, esperaron el ascensor.
—¿Tienes hambre? —preguntó Tony.
—Un poco —dijo Angelo.
Para que no les viera el portero, salieron del ascensor en el primer piso y volvieron a bajar por la escalera, saliendo del edificio por la puerta de servicio.
Angelo se detuvo al llegar al coche. Estaba pasmado.
—¡Fíjate! —dijo—. Es increíble. Nos han puesto una multa. Espero que el guripa que nos ha dejado el regalito no intente venir en coche por Ozone Park.
—¿Cuál es el próximo? —preguntó Tony en cuanto estuvieron sentados en el coche—. ¿Otro trabajito o a cenar?
—No sé qué es lo que más te gusta —dijo Angelo, moviendo la cabeza—, si matar o comer.
Tony sonrió.
—Depende del humor en que esté.
—Creo que deberíamos dar el otro golpe —dijo Angelo—. Así cuando paremos a comer será el momento justo de llamar al portero para decirle que se oyen ruidos en el veinticinco G.
—Como tú digas.
Tony se retrepó en su asiento. La esnifada de cocaína le hacía sentirse magníficamente. De hecho se veía capaz de hacer hasta lo más difícil.
Mientras Angelo se alejaba de la acera, Franco Ponti ponía su coche en marcha. Dejó que pasaran varios vehículos antes de incorporarse al tráfico de la Quinta Avenida. Había estado mirando cómo Angelo y Tony recogían al corredor en el parque y le escoltaban de vuelta a su apartamento. Aunque no había tenido conocimiento de lo que allí aconteció, creía poder adivinarlo. Pero la pregunta no era qué había sucedido, sino por qué.