7.45, sábado, Manhattan
Como era sábado, Laurie no había puesto el despertador. Pero igualmente se despertó antes de las ocho, nuevamente preocupada por esa pesadilla con Shelly. Laurie se preguntaba de una forma vaga si serviría de algo acudir a un especialista.
Aunque no estaba de retén, Laurie había decidido acercarse al trabajo. A despecho de sus intenciones, su empeño por adelantar el trabajo pendiente la noche anterior después que Lou la dejase en casa no había fructificado. El vino y el trabajo eran una mala combinación para ella.
Al salir de su casa, Laurie se sorprendió de ver que hacía un tonificante día de otoño. El sol había adoptado ya su típico aspecto invernal, pero el cielo estaba despejado y la temperatura era agradable. Por ser sábado, la circulación rodada y sus humos correspondientes eran mínimos en la Primera Avenida. Laurie disfrutó de su paseo hasta la Calle 30.
En cuanto llegó al trabajo, Laurie fue directamente a la oficina de Identificación para ver cuáles eran los casos del día. Respiró al comprobar que no había nuevos candidatos a engrosar su serie de sobredosis. El programa constaba de los clásicos homicidios y accidentes del viernes por la noche que reflejaban una dosis normal de asesinato y caos en la Gran Manzana.
Acto seguido, Laurie se dirigió al laboratorio de Toxicología. Le consoló no tener que rehuir a John DeVries. Seguro que no estaría, siendo sábado. Se alegró de encontrar al trabajador Peter en su lugar habitual delante del cromatógrafo de gases más nuevo.
—Nada que añadir con respecto al contaminante —le dijo Peter—, pero con esa nueva muestra que conseguí ayer, puede que tengamos suerte.
—¿Qué clase de muestra? —preguntó Laurie—. ¿Sangre?
—No —dijo Peter—, cocaína pura extraída del intestino.
—¿Del intestino de quién?
Peter comprobó la etiqueta que tenía delante.
—De Wendell Morrison. Uno de los casos que hizo ayer Fontworth.
—¿Y cómo consiguió una muestra del intestino? —preguntó Laurie.
—En eso no puedo ayudarla —dijo Peter—. No tengo ni idea de cómo lo hizo, pero la cantidad que me dio facilita mucho el trabajo.
—Me alegro —dijo Laurie, perpleja por esta inesperada noticia—. Avíseme si encuentra algo.
Laurie salió del laboratorio y se fue al despacho. Después de buscar su número en el directorio de la casa, telefoneó a George Fontworth a su domicilio particular. George contestó a la segunda; Laurie se tranquilizó al saber que no le había despertado.
—No me digas que estás en el trabajo —dijo él cuando supo quién le llamaba.
—¿Qué le voy a hacer? —dijo Laurie.
—Ni siquiera te toca retén —dijo George—. No trabajes tanto. Nos vas a hacer quedar mal a todos.
—Seguro. —Laurie se rió—. Por aquí no hay ni un alma a quien pueda impresionar. Ya sabes lo que te dijo Calvin ayer: ni cruzar una palabra conmigo.
—Fue una gran estupidez —concedió George—. ¿Qué te cuentas?
—Estoy intrigada por el primer caso que hiciste ayer, Wendell Morrison.
—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó George.
—Me han dicho en Toxicología que les habías dado una Muestra de cocaína del intestino del muerto. ¿Cómo la obtuviste?
—El doctor Morrison tomó la droga por vía oral —dijo George.
—Creí que habías dicho que los dos se la inyectaron —comentó Laurie.
—Solo el segundo caso —dijo George—. Cuando me preguntaste por el modo de administración, yo pensé que solo te referías al segundo.
—Todos mis casos tomaron la droga por vía intravenosa, pero uno de los de Dick Katzenburg la ingirió por vía oral después de intentarlo por vía intravenosa.
—Lo mismo que el doctor Morrison —dijo George—. Sus fosas cubitales parecían acericos. El tipo estaba gordo y tenía las venas gruesas, pero tratándose de un médico cabía pensar que sería más mañoso con la punción.
—¿Seguía habiendo mucha cocaína en el intestino?
—Para parar un tren —dijo George—. Hay que ver lo que se comió ese tipo. Parte del intestino estaba infartado allí donde la cocaína había cortado el suministro de sangre. Fue como ocurre a veces al pasar la cocaína: al camello se le rompe el condón donde la tiene escondida.
—¿Había algo más a destacar?
—Sí —dijo George—. Tenía un accidente cerebrovascular de resultas de un pequeño aneurisma. Debió reventársele durante un ataque.
Antes de colgar, Laurie le habló del fragmento de tejido que había cogido de debajo de una uña de Julia Myerholtz.
—Confío en que no te importe que me meta en tu caso —dijo Laurie.
—No, por Dios —contestó George—. Es que me sabe mal que se me pasara por alto. Con todas esas escoriaciones que ella misma se había hecho, habría tenido que mirarle debajo de las uñas.
Después de desearle a George un buen fin de semana, Laurie se puso por fin a trabajar en sus papeles. Pero tal como había experimentado últimamente, no podía apartar su mente del preocupante cariz que estaba tomando su serie de sobredosis. Pese a lo hablado con Lou, seguían inquietándola ciertos detalles del caso Myerholtz.
Laurie sacó las carpetas de los tres casos que había realizado el jueves: Stuart Morgan, Randall Thatcher y Valerie Abrams. En un bloc de notas garabateó la dirección de cada uno.
Apenas un minuto después, Laurie salía por la puerta. Tomó un taxi y visitó uno por uno los tres escenarios. Laurie habló con los respectivos porteros. Después de identificarse, Laurie obtuvo los nombres y números de teléfono de los porteros que habían estado de servicio la noche del miércoles.
De vuelta en su despacho, Laurie se puso a hacer llamadas. La primera fue a Julio Chávez.
—¿Conocía usted a Valerie Abrams? —preguntó Laurie tras darse a conocer.
—No —dijo Julio—. Al menos no la recuerdo.
Lou debía de tener razón, se dijo Laurie después de darle las gracias y colgar. Probablemente estaba perdiendo el tiempo. Aun así, no pudo aguantarse las ganas de marcar el número del siguiente en la lista: Ángel Méndez, portero de noche del apartamento de Stuart Morgan.
Laurie se presentó como había hecho antes y luego preguntó a Ángel si conocía a Stuart Morgan. La respuesta fue: «¡Claro que sí!».
—¿Vio usted al señor Morgan el miércoles por la noche? —preguntó Laurie a continuación.
—Claro —dijo Ángel—. Veía todas las noches al señor Morgan. Después del trabajo iba siempre a hacer jogging.
—¿También el miércoles por la noche? —preguntó Laurie.
—Como todas las otras noches —le dijo Ángel.
Laurie volvió a preguntarse sobre la poca lógica que tenía el que un joven que se cuidaba tanto corriera cada noche a meterse en casa para drogarse. No tenía mucho sentido.
—¿Le pareció que estaba como siempre? —preguntó—. ¿Estaba deprimido?
—Cuando salió parecía encontrarse bien —dijo Ángel—. Pero no se fue tan lejos como otras veces. Al menos volvió muy pronto. Ni siquiera venía sudando. Lo recuerdo porque le dije que hoy no había sudado la camiseta.
—¿Y qué contestó él? —preguntó Laurie.
—Nada —dijo Ángel.
—¿Era normal que no contestara nada?
—Solo si estaba con alguien más.
—¿Iba el señor Morgan acompañado de otras personas cuando volvió de hacer jogging? —preguntó ella.
—Sí —dijo Ángel—. Iba con dos desconocidos. Laurie se irguió en su silla.
—¿Puede describir a esos desconocidos? —preguntó. Ángel se rió.
—Pues me parece que no —dijo—. Veo a muchas personas a lo largo del día. Solo me acuerdo de que iba con unos desconocidos porque no me saludó.
Laurie le dio las gracias y colgó. Por algo había que empezar. Aún le resonaba en los oídos la advertencia de Lou respecto a que no jugara a detective, pero esta sorprendente similitud con el caso Myerholtz podía ser el inicio de un magnífico punto de partida.
Finalmente, Laurie telefoneó al último de la lista: David Wong. Desafortunadamente, David no recordaba haber visto a Randall Thatcher. Laurie colgó después de darle las gracias:
Estaba decidida a ocuparse de un caso más antes de volver al papeleo. Fue a Histología y pidió los portaobjetos de Mary O’Connor. Una vez en su despacho, examinó al microscopio los del corazón para estudiar la extensión de la arteriosclerosis, que resultó ser moderada tal como Paul había dicho a grosso modo. Ella tampoco registró ninguna miopatía.
Descartado esto, Laurie no vio otra razón para demorar su trabajo. Apartó el microscopio, desplegó sus casos por terminar y se esforzó por poner manos a la obra.
* * *
—¿Esto es todo? —preguntó Lou, agitando una hoja de papel escrita a máquina.
—No hemos podido conseguir más —le dijo Norman.
—Esto es puro galimatías médico. ¿Qué coño es «queratocono»? O esta otra joya: «queratopatía bullosa pseudofáquica». ¿Quieres hacer el favor de decirme qué mierda es todo esto?
—¿No querías los diagnósticos de las víctimas que se visitaban con el doctor Jordan Scheffield? —dijo Norman—. Pues eso es lo que hemos podido investigar.
Lou volvió a leer la hoja. Martha Goldburg, queratopatía bullosa pseudofáquica; Steven Vivonetto, queratitis intersticial; Janice Singleton, herpes zóster; Henriette Kaufman, distrofia endotelial de Fuchs; Dwight Sorenson, queratocono.
—Confiaba en que todos tuvieran lo mismo —murmuró Lou—. Esperaba pillar en falta a ese escurridizo de Scheffield.
Norman se encogió de hombros.
—Lo siento —dijo—. Puedo hacer que alguien te traduzca todo eso al cristiano, caso de que haya algún modo, que lo dudo.
Lou se retrepó en la silla.
—¿Tú qué piensas? —preguntó.
—Mis ideas no son muy brillantes —dijo Norman—. Cuando vi que salía el nombre de ese doctor por todas partes, pensé que tal vez teníamos algo. Pero ahora ya no me lo parece.
—¿Algún paciente descontento? —preguntó Lou.
—En este terreno, solo hay una respuesta afirmativa —dijo Norman—: los Goldburg. Harry Goldburg ha iniciado un pleito contra el doctor Scheffield por incompetencia después de que este le extrajera las cataratas a su mujer. Por lo visto hubo complicaciones y ella no veía gran cosa con ese ojo.
—Y todo esto, ¿qué es? —dijo Lou, agarrando una gruesa carpeta llena de papeles mecanografiados.
—Es el resto del material que han reunido los equipos de investigación —dijo Norman.
—Santo cielo —dijo Lou—. Por lo menos hay quinientas páginas.
—Cuatrocientas, más bien. Todavía no he dado con nada interesante, pero he pensado que era mejor que tú también te lo miraras. Y ya puedes espabilar: cuanta más gente entrevistemos, más material se acumulará.
—¿Qué hay de Balística? —preguntó Lou.
—Aún no nos han dicho nada —dijo Norman—. Siguen con los homicidios del mes pasado. Pero en principio la opinión es que solo hubo dos armas: una del calibre veintidós y otra del veinticinco.
—¿Y el ama de llaves? —preguntó Lou.
—Todavía vive pero aún no ha recuperado el conocimiento —dijo Norman—. Le dispararon a la cabeza y está en coma.
—¿La tienes vigilada? —preguntó Lou.
—Desde luego —dijo Norman—. Las veinticuatro horas.
* * *
Tras haber avanzado bastante en su trabajo de papeleo, Laurie tenía ya un buen montón de casos terminados. Solucionado esto, cogió las historias de las muertes por sobredosis. Laurie las clasificó y separó los tres casos que quería: Duncan Andrews, Robert Evans y Marion Overstreet. Eran los casos cuya autopsia había realizado ella el martes y el miércoles. Copió las direcciones y recogió todo lo demás.
Laurie hizo la misma excursión que por la mañana, solo que esta vez se encontró con que los porteros a quienes quería interrogar estaban de nuevo de servicio.
No salió contenta del resultado obtenido en las residencias de Evans y Overstreet. En ambos casos el portero no pudo decirle gran cosa sobre la noche en cuestión. Pero en casa de Andrews fue distinto.
Cuando el taxi paró junto al edificio, Laurie reconoció la marquesina azul con festones y la puerta de hierro forjado que vio la primera vez. Al salir del taxi, reconoció incluso al portero. Era el mismo que estaba de servicio en ocasión de su aciaga visita anterior. Pero no se desanimó por ello. Aunque pensaba que existía la remota posibilidad de que su visita llegara a oídos de Bingham, estaba deseando arriesgarse.
—¿En qué puedo servirla? —preguntó el portero.
Laurie esperó a ver si el portero daba señales de reconocerla. No fue así.
—Vengo del servicio de inspección médica —dijo—. Soy la doctora Montgomery. ¿Se acuerda que vine el martes?
—Me parece que sí —dijo el portero—. Me llamo Oliver. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Ha venido para subir al apartamento de los Andrews?
—No. No quiero molestar —dijo Laurie—. Solo quería hablar con usted. ¿Trabajó usted el domingo por la noche?
—En efecto —dijo Oliver—. Yo libro el lunes y el jueves.
—¿Recuerda haber visto al señor Andrews la noche en que murió?
—Creo que sí —dijo él después de pensar un poco—. Le veía casi cada noche.
—¿Recuerda si estaba solo? —preguntó Laurie.
—Eso no puedo decírselo. Con la gente que entra y sale, me resultaría difícil recordar una cosa así, sobre todo cuando ha pasado una semana. Quizá si fuera el mismo día o si sucediera algo fuera de lo normal. ¡Un momento! —exclamó de pronto el portero—. Puede que sí. Ahora recuerdo que una noche vino acompañado de unas personas. Lo recuerdo porque el señor Andrews me llamó por otro nombre. Me confundió con el superintendente.
—¿Le conocía a usted por el nombre? —preguntó Laurie.
—Por supuesto —dijo Oliver—. Yo trabajo aquí desde antes de que él se mudara. De eso hace cinco años.
—¿Cuántos hombres habían con él? —preguntó Laurie.
—Creo que dos. O tal vez tres.
—Pero no está convencido de si era esa noche u otra.
—Seguro no lo estoy —concedió Oliver—. Pero me acuerdo de que me llamó Juan y que eso me confundió. Bueno, es que él sabía que mi nombre es Oliver…
Laurie le dio las gracias al portero y se fue a casa. ¿Qué podía pensar de esta curiosa racha de similitudes? ¿Quiénes eran los dos hombres?, ¿eran los mismos en todos los casos?, ¿qué quería decir que un hombre joven, dinámico e inteligente confundiera los nombres del portero y el superintendente de su casa? Probablemente nada. Pudo ser que Duncan estuviera pensando llamar a Juan por un problema doméstico sin importancia.
Al llegar a su casa, Laurie lanzó una mirada valorativa al interior mientras iba hacia el ascensor. Se fijó en las baldosas desportilladas y agrietadas del suelo, y en la pintura que se desprendía de las paredes. En comparación con los edificios que acababa de visitar, era una casucha. Lo más deprimente era que todas las víctimas de sobredosis tenían la edad de Laurie o menos, y que económicamente habían prosperado muchísimo más. Laurie pagaba ya un alquiler mayor del que pensaba que podía permitirse con su sueldo y, en cambio, vivía en una especie de pocilga. Era deprimente.
Tom consiguió levantarle el ánimo en cuanto entró en el apartamento. Como había dormido todo el día así como la noche anterior, el minino era puro nervio. Con una destreza realmente pavorosa para el salto, Tom iba haciendo carambolas de las paredes a los muebles en un fantástico despliegue de vivacidad que a Laurie la hizo desternillar de risa.
No acostumbrada al lujo de tener tiempo libre que dedicar a sí misma, Laurie aprovechó al máximo las siguientes horas para dormir un rato y darse un baño después. Puesto que Jordan no había dejado un mensaje diciendo lo contrario, supuso que los planes para ir a cenar no habían cambiado desde que quedaran a las nueve de la noche.
Tras media hora decidiendo lo que iba a ponerse, incluido el probarse tres conjuntos, Laurie estaba lista a las nueve menos cinco. A diferencia de las anteriores citas, el propio Jordan se presentó a las nueve en punto.
—Ahora sí que mis vecinos tendrán algo de que hablar —le dijo Laurie—. Seguro que creían que estaba saliendo con Thomas.
Jordan había reservado mesa en Four Seasons, un restaurante en el cual, como todos los favoritos de él, Laurie no había comido nunca. Aunque la comida era excelente, el servicio impecable y el vino delicioso, Laurie no pudo evitar compararlo desfavorablemente con el anónimo restaurante al que Lou la había llevado la noche anterior. El caos y el bullicio de aquel sitio tan pequeño tenían algo de encantador. El Four Seasons, en cambio, de tan tranquilo aturdía. Ya que los únicos ruidos eran el tintineo del hielo en los vasos o el retintín de los cubiertos sanserif contra la porcelana, Laurie se sentía forzada a hablar en susurros. Y la severa geometría de la decoración era tan deliberadamente intimidante que se sentía cohibida. Laurie se atragantó con el agua al ocurrírsele una engorrosa idea: ¿y si lo que tanto le gustaba de ese restaurante era la compañía?
Jordan estaba relajado y hablador.
—Las cosas no podrían ir mejor —dijo de su profesión—. Tengo una sustituta para Marsha que es diez veces mejor que ella. No sé por qué me preocupaba tanto sustituir a Marsha. En cuanto a la cirugía, todo va de perlas. Nunca había operado tanto en tan poco tiempo. Solo espero que esto siga así. Ayer me telefoneó mi contable y me dijo que este mes voy a batir el récord.
—Me alegro por usted —dijo Laurie.
Estaba tentada de contarle lo que había descubierto hoy, pero Jordan no le daba ocasión de hablar.
—Estoy dándole vueltas a la idea de añadir una sala adicional de exploración —dijo—. Y quizá cogeré un socio joven para que se ocupe de los pacientes basura.
—¿A qué se refiere? —preguntó Laurie.
—A los que no pasan por el quirófano —dijo Jordan. Buscó un camarero con la mirada y le llamó para encargar una segunda botella de vino.
—Hoy he visto los portaobjetos de Mary O’Connor —dijo Laurie.
—Preferiría seguir hablando de cosas más alegres —respondió Jordan.
—¿No quiere saber lo que he descubierto? —preguntó Laurie.
—No especialmente —contestó Jordan—. A menos que sea algo sorprendente. No puedo extenderme más en ese caso. Tengo que seguir adelante. Al fin y al cabo, su estado médico general no era responsabilidad mía sino más bien del internista. No es como si hubiera muerto en el quirófano.
—¿Qué me dice de los otros pacientes que fueron asesinados? —preguntó Laurie—. ¿Quiere hablar de ellos?
—La verdad es que no. ¿Para qué, quiero decir? Ya no podemos hacer nada por esas personas.
—Solo pensaba que tal vez tendría necesidad de hablar de ello —dijo Laurie—. Es lo que me pasaría a mí, de estar en su piel.
—Es que me deprime —admitió Jordan—. Pero hablar de ello no me ayuda. Prefiero centrar mi atención en las cosas positivas de mi vida.
Laurie examinó el rostro de Jordan. Lou había dicho que se había puesto nervioso al preguntarle por la muerte de sus pacientes. Laurie no veía el menor nerviosismo. Lo único que podía afirmar era que veía un rechazo deliberado: Jordan no estaba dispuesto a pensar en nada desagradable.
—¿Cosas positivas como el haber operado ayer a Paul Cerino? —dijo Laurie.
Si Jordan captó el tono jocoso de sus palabras, no lo dejó entrever.
—Ha dado en el clavo —dijo, respondiendo con ganas a un cambio de tema en la conversación—. Estoy impaciente por operarle del otro ojo y no verle nunca más.
—¿Qué día va a ser la operación?
—Dentro de una semana, aproximadamente —dijo Jordan—. He de asegurarme primero que el otro ojo funcione bien. Cada vez que pienso en la posibilidad de una complicación, me dan escalofríos. No es que crea que pueda haberlas. Su caso fue la mar de bien. Pero se negó a quedarse una noche en el hospital, así que no estoy seguro de que le estén dando la medicación que necesita.
—Bien, en todo caso, no sería culpa suya, Jordan —dijo Laurie.
—No estoy muy seguro de que Cerino lo viera así —dijo Jordan.
Después del postre y los cafés, Laurie accedió a volver al apartamento de Jordan en la Trump Tower. En cuanto entró se quedó impresionada. Directamente delante suyo, casi a la misma altura del apartamento, estaba la cima iluminada del Crown Building. Al entrar en el salón, Laurie pudo admirar la Primera Avenida hasta el Empire State y el World Trade Center al fondo, en dirección sur. Hacia el norte se veía un trozo de Central Park con sus serpenteantes caminos iluminados.
—Es colosal —dijo Laurie.
La visión del skyline de Nueva York la había dejado traspuesta. Mientras barría el horizonte con la mirada, reparó en que Jordan estaba justo detrás de ella.
—Laurie —dijo él con dulzura.
Al darse la vuelta, Laurie se vio envuelta en los musculosos brazos de Jordan. Su cara angulosa estaba iluminada por el reflejo de la luz que entraba a chorros por las ventanas desde el dorado ápice del Crown Building. Con los labios ligeramente separados, Jordan se inclinó con la intención de besarla.
—Oye —dijo ella, soltándose—. ¿Qué tal una copita de sobremesa?
—Tus deseos son órdenes —dijo Jordan con una sonrisa desconsolada.
Laurie se sorprendía un poco de su actitud. Desde luego no era tan ingenua para creer que no se esperaba algo así de Jordan. Después de todo, había salido con ese hombre casi tres noches consecutivas y, además, le parecía atractivo. Sin embargo, estaba empezando a reconsiderar seriamente la opinión que tenía de él.
* * *
—¿Y bien? —masculló Tony cuando Angelo volvió de telefonear desde la cabina que había junto al lavabo de caballeros. Tony tenía la boca llena. Acababa de meterse en ella una auténtica paleta de tortellini con panna. Se limpió un redondel de queso y nata de los labios con la servilleta.
Angelo y Tony estaban en Astoria, un restaurante-tienda que abría toda la noche. La idea había sido de Tony, pero a Angelo no le importó ya que de todos modos tenía que llamar a Cerino.
—¿Y bien? —repitió Tony después de engullir los tortellini que tenía en la boca. Los acompañó con agua mineral.
—Me gustaría que no hablaras con la boca llena —dijo Angelo al sentarse a la mesa—. Me pone enfermo.
—Perdona —dijo Tony.
Estaba ocupado apuñalando tortellini con su tenedor como preparativo para el siguiente bocado.
—Quiere que salgamos otra vez esta noche —comentó Angelo.
Tony se metió el luego farfulló:
—¡Cojonudo!
Al ver una vez más el amasijo de pasta en la boca de Tony, Angelo alargó el brazo, cogió el plato de Tony y lo aplastó boca abajo contra el salvamantel.
El brusco ademán hizo dar un respingo a Tony, quien se miró el plato volcado con verdadera sorpresa.
—¿Por qué has hecho eso? —lloriqueó.
—Te he dicho que no comieras con la boca abierta —le espetó Angelo—. Trato de hablar contigo y tú no paras de comer.
—Está bien, perdona.
—Además, me cabrea que Cerino nos mande salir ahora —dijo Angelo—. Yo creía que ya habíamos terminado con esta mierda.
—Bueno, al menos hay una —dijo Tony—. ¿Qué tenemos que hacer?
—Hemos de concentrarnos en la parte de los proveedores —dijo Angelo—. Es posible que se haya terminado la lista de demanda. Ahí es donde nos metemos en problemas.
—¿Cuándo? —preguntó Tony.
—En cuanto metas tu culo en el coche —dijo Angelo.
Quince minutos después, mientras se acercaban a Queensboro Bridge, Angelo dijo en voz alta:
—Hay otra cosa que me preocupa. El momento no me gusta nada. No me parece oportuno hacerlo un sábado por la noche, a última hora. Puede que tengamos que realizar cambios y usar la imaginación.
—¿Y por qué no usamos el teléfono? —dijo Tony—. Así nos aseguramos de que todo va de puta madre antes de hacer nada más.
Angelo lanzó una mirada en dirección a Tony. A veces el muchacho le sorprendía de verdad. No siempre era un estúpido.