16.30, viernes, Manhattan
Laurie dudaba en ir de nuevo al laboratorio. No quería arriesgarse a tener otra reyerta con John DeVries. Pero tratar de seguir con el papeleo en esas circunstancias le parecía absurdo. Estaba demasiado distraída. Decidió ir a buscar a Peter. Seguro que ya tendría más resultados.
—Sé que prometió llamarme si encontraba algo —dijo Laurie cuando dio con él—, pero no he podido evitar hacer un alto para ver cómo le iban las cosas.
—Aún no he encontrado ningún contaminante —dijo Peter—. Aunque sí he podido saber una cosa que podría ser importante. La cocaína se metaboliza en el organismo de muchas maneras distintas y cada una produce sus propios metabolitos. Uno de los metabolitos se llama benzoilergonina. Calculando la proporción de cocaína y benzoilergonina en la sangre, la orina y el cerebro de sus víctimas, puedo saber la cantidad de tiempo transcurrido entre la inyección y la muerte.
—¿Y qué es lo que ha descubierto? —preguntó Laurie.
—He descubierto que fue bastante uniforme —dijo Peter—. Apenas una hora en trece de los catorce casos. Pero en uno fue diferente. Por alguna razón, Robert Evans no presentaba señales de benzoilergonina.
—Lo que quiere decir…
—Que Robert Evans murió muy rápido —dijo Peter—. En veinte minutos, quizá. Puede que menos, no puedo asegurarlo.
—¿Cuál cree que es el significado? —inquirió Laurie.
—No lo sé —dijo Peter—. El detective médico es usted, no yo.
—Imagino que pudo sufrir una arritmia cardíaca instantánea.
Peter se encogió de hombros.
—Cualquier cosa —dijo—. No me he rendido aún con lo del contaminante. Si encuentro algo, va a ser en nanomoléculas…
Laurie se sintió desanimada al salir del departamento de toxicología. Pese a todos sus esfuerzos no le parecía haber avanzado lo más mínimo desde que empezó a investigar estos inverosímiles casos de sobredosis. Con la intención de hablar de nuevo con George Fontworth y hacer que le aclarase qué le había sorprendido de las autopsias, Laurie bajó hasta la planta sótano y asomó la cabeza por la sala de autopsias. No vio a George, pero sí a Vinnie, a quien le preguntó por aquel.
—Se ha ido hace como una hora —dijo Vinnie.
Laurie subió al despacho de George. La puerta estaba abierta pero él no estaba dentro. Como el despacho era contiguo a uno de los laboratorios de serología, Laurie entró y preguntó si alguien había visto a George.
—Tenía hora con el dentista —dijo uno de los técnicos—. Ha dicho que vendría más tarde, pero que no sabía cuándo. Laurie asintió con la cabeza.
Al salir del laboratorio se detuvo junto al despacho de George. Desde donde estaba se veían las carpetas de los dos casos de sobredosis que George había hecho ese día.
Mirando por encima del hombro para asegurarse de que nadie la veía, Laurie entró en el despacho y abrió la carpeta de encima. Era el informe de Julia Myerholtz, el caso en el que George estaba trabajando cuando Laurie se había acercado a su mesa. Leyó rápidamente las notas de autopsia escritas por George e inmediatamente comprendió lo que él había querido decir con «sorpresa». Estaba claro que su reacción había sido la misma que la de Laurie con Duncan Andrews.
Al examinar el informe del investigador forense, Laurie se fijó en que la víctima había sido identificada en el lugar mismo de la muerte por «Robert Nussman, su novio».
Laurie cogió un pedazo de papel de una libreta que había sobre la mesa de George y garabateó la dirección de Julia. Estaba a punto de abrir la segunda carpeta cuando oyó que alguien se acercaba por el pasillo. Tímidamente, Laurie cerró la carpeta, se guardó el papel en el bolsillo y salió de nuevo al corredor. Saludó con la cabeza a uno de los técnicos de histología que pasaba en ese momento y le sonrió sintiéndose culpable.
Aunque Bingham la había castigado por ir al apartamento de Duncan Andrews, Laurie decidió que iría al piso de Julia Myerholtz. Al llamar a un taxi, se autoconvenció de que el enfado de Bingham tenía que ver sobre todo con el hecho insólito de que el caso fuera una auténtica patata caliente política. Bingham no se había opuesto en concreto a que hubiera habido un registro del lugar…, o esa era la explicación racional que Laurie daba al hecho.
El apartamento de Julia se hallaba en un gran edificio de lujo de la Calle 75 Este. A Laurie le sorprendió bastante que el portero saliese a la acera para abrirle la puerta mientras ella pagaba el taxi. Fue una sorpresa para ella experimentar las costumbres de que disfrutaban algunas personas de la ciudad. El ambiente era a todas luces distinto del de su casa en Kips Bay.
—¿Puedo ayudarla en algo, señora? —preguntó el portero.
Tenía un acento irlandés muy cerrado.
Laurie mostró su placa de inspector médico y pidió ver al superintendente. Unos minutos después apareció un hombre en el vestíbulo.
—Quisiera ver el apartamento de Julia Myerholtz —le dijo Laurie—. Pero antes de subir, quiero estar segura de que en este momento no hay nadie arriba.
El superintendente preguntó al portero si el apartamento estaba vacío.
—Naturalmente —dijo el portero—. Sus padres no llegan hasta mañana. ¿Quiere la llave?
El superintendente asintió. El portero abrió un armarito, sacó una llave y se la entregó a Laurie.
—Désela a Patrick cuando se marche —dijo el superintendente.
—Preferiría que me acompañase usted.
—Tengo un escape de agua en el sótano —explicó el superintendente—. Pierda cuidado; es el nueve C. Saliendo del ascensor a la derecha.
El ascensor se detuvo en el 9 y Laurie salió. Solo por asegurarse, llamó varias veces al timbre del 9C e incluso golpeó con la mano antes de entrar. No tenía ganas de tropezarse otra vez con los allegados del muerto.
La primera cosa en que Laurie se fijó fueron los cascos de una estatua vaciada en yeso blanco esparcidos por el suelo del vestíbulo. A juzgar por los fragmentos más grandes, Laurie dedujo que se trataba de una réplica del David de Miguel Ángel.
El espacioso apartamento estaba decorado en un estilo confortable y rústico. Laurie fue vagando de habitación en habitación, no muy segura de lo que andaba buscando.
En la cocina, Laurie abrió el frigorífico. Estaba repleto de comida sana: yogur, brotes de soja, verduras frescas y leche desnatada.
La mesa de centro del living estaba llena de libros de arte y revistas: American Health, Runner’s World, Triathlon y Prevention. En las cuatro paredes había estanterías con más libros de arte. Laurie se fijó en una placa que había sobre la repisa de la chimenea. Se acercó para leer la inscripción: «Triatlón de Central Park, Tercer puesto, 30-34».
En el dormitorio descubrió una bicicleta estática y montones de fotografías enmarcadas, en la mayoría de las cuales salía una atractiva mujer junto a un joven apuesto en varios escenarios al aire libre: montados en sendas bicicletas con un fondo de montañas, haciendo camping en un bosque o terminando una carrera.
Mientras volvía a la sala de estar, Laurie trató de imaginar qué motivo podía haber tenido una atleta aficionada como Julia Myerholtz para consumir drogas. No tenía ningún sentido. La comida sana, las revistas y su probada habilidad no cuadraban con la cocaína.
Sus reflexiones fueron bruscamente interrumpidas al oír que una llave se introducía en la cerradura. Momentáneamente dominada por el pánico, como si esperara ver a Bingham entrando por aquella puerta, Laurie pensó en huir. El joven que entró en el piso parecía tan sorprendido como Laurie de encontrar a alguien en el apartamento. Laurie le reconoció como el hombre que aparecía en muchas de las fotos del dormitorio.
—Doctora Laurie Montgomery —dijo Laurie, abriendo su placa de un golpe seco—. Soy del servicio de inspección médica, estoy investigando la muerte de Julia Myerholtz.
—Soy Robert Nussman, su novio.
—No quiero causarle molestias —dijo Laurie, haciendo ademán de irse—. Puedo venir en cualquier otro momento. —No quería que a Bingham le llegasen noticias de su visita.
—No, no. Quédese, por favor —dijo Robert—. Yo solo estaré un momento.
—Ha sido una tragedia —dijo Laurie. Se sentía en la necesidad de decir algo.
—Dígamelo a mí.
Robert pareció entristecerse de repente. Actuaba también como quien necesita hablar.
—¿Sabía usted que ella tomaba drogas? —preguntó Laurie.
—Julia no tomaba drogas —dijo él—. Ya sé que eso es lo que dicen —añadió, ruborizándose—, pero le aseguro que Julia nunca las probó. No iba con ella. Llevaba una vida totalmente sana. Ella me convenció para correr. —Se sonrió al recordarlo—. La primavera pasada me hizo hacer mi primer triatlón. Es totalmente impensable. Dios mío, si ni siquiera bebía…
—Lo siento —dijo Laurie.
—Tenía mucho talento —dijo Robert, compungido—, mucha fuerza de voluntad y era muy legal. Se preocupaba de la gente. También era religiosa: sin exagerar, pero lo suficiente. Y estaba metida en cantidad de cosas, asociaciones para la gente sin hogar, antisida, de todo.
—Tengo entendido que la identificó aquí mismo —dijo Laurie—. ¿Fue usted quien la encontró?
—Sí —logró decir Robert, y apartó la mirada para contener las lágrimas.
—Debió de ser horrible —dijo Laurie. Con clara intensidad le vinieron a la memoria los recuerdos del día en que encontró a su hermano. Hizo lo que pudo por desecharlos—. ¿Dónde estaba ella cuando la encontró?
Robert señaló hacia el dormitorio.
—¿Estaba aún con vida? —preguntó Laurie con dulzura.
—Más o menos —dijo Robert—. Respiraba solo a intervalos. Le hice la reanimación cardiopulmonar hasta que llegó la ambulancia.
—¿Cómo fue que vino usted? —preguntó Laurie.
—Ella me había telefoneado antes. Me dijo que viniera más tarde.
—¿Eso era normal? —preguntó Laurie. Robert parecía confuso.
—No lo sé. Supongo que sí.
—¿Hablaba como de costumbre? —preguntó Laurie—. ¿Sabría decir si ya había consumido algún tipo de droga?
—Yo no creo que hubiera tomado nada —dijo Robert—. No daba la impresión de estar colocada. Pero tampoco diría que su voz sonara como siempre. Parecía tensa. De hecho, yo tenía un poco de miedo de que quisiera decirme algo malo, como que quería romper, por ejemplo.
—¿Tenían problemas? —preguntó Laurie.
—No —dijo Robert—. Las cosas iban la mar de bien. Bueno, eso creo yo. Solo que hablaba en un tono entre extraño y ocurrente.
—¿Qué me dice de la estatua rota junto a la puerta?
—La vi en cuanto pisé el apartamento —dijo Robert—. Era su más preciada propiedad. Tenía unos doscientos años de antigüedad. Cuando vi que se había roto, supe que algo malo pasaba.
Laurie miró en dirección de la estatua hecha añicos y se preguntó si Julia habría podido romperla en mitad de un ataque. De ser así, ¿cómo consiguió llegar del vestíbulo al dormitorio?
—Gracias por su colaboración —dijo—. Espero no haberle molestado con mis preguntas.
—No —dijo Robert—. Pero ¿para qué preocuparse tanto? Pensaba que los forenses solo hacían autopsias y que solo se veían envueltos en asesinatos, como Quincy.
—Tratamos de ayudar a los vivos —dijo Laurie—. Es nuestro trabajo. Lo que más me gustaría es evitar nuevas tragedias como la de Julia. A medida que pasan los días me veo más capaz de hacerlo.
—Si tiene más preguntas que hacer, llámeme —dijo Robert, y le tendió su tarjeta—. Si resulta que no fue por drogas, dígamelo, por favor. Sería importante, porque…
Súbitamente embargado por la emoción, Robert no pudo continuar.
Laurie asintió con la cabeza. Le dio a Robert su tarjeta de inspector médico tras garabatear su teléfono en el reverso.
—Si quiere saber alguna cosa o se acuerda de algo que le parezca que yo debo saber, telefonéeme, por favor. Puede hacerlo a cualquier hora.
Dejando a Robert solo con sus aflicciones, Laurie salió del apartamento y abordó el ascensor. Mientras bajaba, recordó que Sara Wetherbee había dicho que Duncan Andrews la había invitado a ir a su casa el día que tomó la sobredosis. Laurie pensó que ambas invitaciones eran muy extrañas. Si tanto Julia como Duncan se habían dado tanta maña en ocultar su drogadicción, ¿por qué invitar a nadie a casa la noche misma de su desenfreno?
Laurie devolvió la llave a Patrick, el portero, y le dio las gracias al salir. Estaba a media docena de pasos de la puerta cuando giró en redondo y volvió a entrar.
—¿Estaba usted de servicio anoche? —le preguntó.
—Naturalmente que sí —dijo Patrick—. De tres a once. Ese es mi turno.
—¿Pudo ver a Julia Myerholtz ayer tarde? —preguntó Laurie.
—Sí. La veía casi cada tarde, a última hora.
—Supongo que se ha enterado de lo que pasó —dijo Laurie. No quería dar ninguna información de la que el portero no estuviese al corriente.
—Sí, señora —dijo Patrick—. Consumía drogas como hacen muchos jóvenes. Es una verdadera pena.
—¿Parecía deprimida cuando llegó? —preguntó Laurie.
—Deprimida no es lo que yo diría. Pero no actuaba con normalidad.
—¿En qué sentido lo dice?
—No me saludó —dijo Patrick—. Siempre saludaba, excepto ayer noche. Aunque tal vez fue porque no iba sola.
—¿Recuerda quién iba con ella? —preguntó Laurie con gran interés.
—Sí —dijo Patrick—. Generalmente no me acuerdo de esas cosas porque no para de entrar y salir gente. Pero como la señorita Myerholtz no había saludado al pasar, me fijé en quienes la acompañaban.
—¿Les reconoció? —dijo Laurie—. ¿Habían venido anteriormente?
—No sé quiénes eran —dijo Patrick—. Y creo que no les había visto nunca. Uno era alto, delgado, e iba bien vestido. El otro era musculoso y más bien bajo. Ninguno dijo nada al entrar.
—¿Les vio cuando se fueron? —preguntó Laurie.
—No —dijo Patrick—. Debieron de marcharse cuando yo estaba descansando.
—¿A qué hora entraron? —preguntó Laurie.
—A media tarde —dijo Patrick—. Como a las siete.
Laurie le dio las gracias a Patrick otra vez y paró un taxi para volver al despacho. Casi había anochecido. Los rascacielos estaban ya iluminados y la gente se apresuraba a volver a sus casas. Mientras el taxi se dirigía al centro entre el denso tráfico, Laurie pensó en lo que acababa de hablar con el novio y con el portero. Sentía curiosidad por esos dos hombres que Patrick le había descrito. Aunque probablemente se trataba de compañeros de trabajo o amigos de Julia, el hecho de que hubieran ido a verla la misma noche de la sobredosis les confería cierta importancia. Laurie pensó que ojalá hubiera algún modo de averiguar su identidad a fin de poder hablar con ellos. Se le ocurrió incluso que podían haber sido traficantes de droga. ¿Acaso Julia pudo haber tenido una vida privada de la que su novio no estaba al corriente?
De vuelta en el centro forense, Laurie fue en primer lugar al despacho de George para ver si había vuelto del dentista. Había venido, sí, pero se había ido otra vez. Decepcionada, Laurie probó de abrir la puerta pero estaba cerrada con llave. Ya que no podía hablar con George, había pensado en conseguir la dirección de la otra víctima de sobredosis, Wendell Morrison.
Al llegar a su despacho, Laurie colgó su abrigo, cogió unos guantes de goma y bajó al depósito. El técnico nocturno del depósito, Bruce Pomowski, estaba en la oficina del depósito de cadáveres.
—¿Sabes algo de los restos de Myerholtz? —preguntó Laurie—. ¿Se los han llevado ya?
—¿Era uno de los casos de hoy? —preguntó Bruce.
—Sí —dijo Laurie.
Bruce abrió un grueso libro de registro y recorrió con el índice la lista de entradas del día. Al llegar a Myerholtz, pasó el dedo de través al otro extremo de la página.
—Aún no lo han recogido —dijo—. Estamos esperando que nos llame una funeraria de fuera de la ciudad.
—¿Está en el cuarto frigorífico? —preguntó Laurie.
—Sí —dijo Bruce—. Debe de estar en una de las primeras camillas.
Laurie le dio las gracias y se dirigió por el pasillo hacia el cuarto frigorífico. De noche, el ambiente del depósito cambiaba radicalmente. Durante el día la actividad era frenética. Pero ahora Laurie podía oír cómo resonaba el ruido de sus tacones al avanzar por los pasillos embaldosados de azul vacíos y casi a oscuras. Al momento recordó la reacción de Lou cuando estuvieron aquí el martes por la mañana. Lou había dicho que era un sitio espeluznante.
Laurie se detuvo y miró al suelo manchado que Lou le había hecho notar. Luego alzó los ojos a los rimeros de ataúdes de madera de pino destinados a Potter’s Field, que contenían los despojos de personas no reclamadas y sin identificar. Se puso a andar otra vez. Era asombroso cómo su estado mental normal protegía de su conciencia el aspecto desagradable del depósito. Para que ella lo apreciara había hecho falta un extraño como Lou y una hora en que el depósito estaba vacío de seres vivos.
Al llegar a la pesada y enorme puerta de acero inoxidable del cuarto frigorífico, Laurie se puso los guantes y presionó el grueso tirador para soltar el pestillo. De un fuerte tirón, abrió la pesada puerta y una fría bruma pegajosa se le enroscó en los pies. Laurie alargó el brazo para encender la luz.
Reaccionando a su disposición de ánimo de momentos atrás, Laurie examinó el interior del frigorífico desde la perspectiva de una persona ajena a la profesión y no del patólogo forense que era. La visión era horripilante, sin más. Las paredes estaban abarrotadas de estanterías de madera donde descansaba una truculenta colección de fríos cadáveres y fragmentos de cuerpos que habiendo sido examinados en autopsia esperaban ser reclamados por alguien. La mayoría estaban desnudos, aunque había algunos cubiertos por sábanas manchadas de sangre y otros fluidos corporales. Era algo así como una visión terrenal de los infiernos.
El centro de la estancia estaba atiborrado de viejas camillas de ruedas, cada cual con un cadáver. Una vez más, los había tapados y los había desnudos y mirando al techo sin expresión como en una especie de macabro dormitorio colectivo.
Sintiendo unos escrúpulos poco propios de ella, Laurie traspasó el umbral buscando nerviosamente con la vista la camilla en la que estaba Julia Myerholtz. La pesada puerta se cerró a sus espaldas con un golpe seco.
Irracionalmente, Laurie giró sobre sus talones y se precipitó hacia la puerta, temerosa de haberse quedado encerrada en el frigorífico. Pero el picaporte cedió para que la puerta se abriera sobre sus voluminosos goznes.
Laurie volvió adentro, perpleja ante el poder de su imaginación, y empezó metódicamente a revisar los cuerpos que habían en las camillas de ruedas. A efectos de identificación, cada cadáver tenía atada al dedo gordo del pie derecho una etiqueta de papel manila con el nombre. Encontró a Julia no muy lejos de la entrada. Su cuerpo era de los que estaban tapados.
Laurie se acercó a la cabeza y retiró la sábana. Miró la pálida piel de la mujer y sus delicadas facciones. Juzgando solo por su aspecto, habría dicho que estaba dormida de no ser por su palidez. Pero la brutal incisión en forma de Y griega, producto de la autopsia, desvaneció toda esperanza de que pudiera estar viva.
Al mirar de cerca, Laurie se fijó en las múltiples áreas contusionadas de la cabeza, indicativo de su probable actividad epiléptica. En su imaginación, Laurie veía a la pobre mujer tropezando con la estatua de David y haciéndola caer al suelo. Laurie echó un vistazo a la lengua, que no había sido extirpada. Pudo ver que se la había mordido brutalmente: más pruebas de un ataque epiléptico.
A continuación, Laurie buscó el orificio intravenoso por donde Julia se había inyectado. Lo encontró tan fácilmente como los otros. También vio que Julia se había rascado los brazos igual que había hecho Duncan Andrews.
Seguramente habría sufrido las mismas alucinaciones. Pero Laurie reparó en que los arañazos de Julia eran más profundos, casi como si hubieran sido hechos con un cuchillo.
Examinando las bien cuidadas uñas de Julia, Laurie pudo ver el porqué de aquellos profundos arañazos. Julia tenía las uñas largas impecablemente lacadas. Mientras admiraba aquellas uñas de mujer, Laurie se fijó en un pequeño fragmento de tejido que había quedado encajado bajo la uña del dedo medio de la mano izquierda.
Después de ver que no había más rastro de tejido en las otras uñas, Laurie se llegó a la sala de autopsias por dos frascos de muestras y un escalpelo. De vuelta al lado de Julia, Laurie desmenuzó un trocito de tejido y lo metió en uno de los frascos. Con el escalpelo cortó una tirita de piel de junto a la herida de la autopsia y la deslizó en el otro frasco de muestras.
Tras cubrir el cuerpo con la sábana, Laurie llevó los frascos al laboratorio de ADN, donde les puso la etiqueta correspondiente y firmó su registro de entrada. En el formulario solicitó una copia. Aunque estaba bien claro que la mujer se había rascado, Laurie creyó oportuna una comprobación. Que el servicio de inspección médica estuviera a tope de trabajo no era motivo para dejar de ser concienzudo. Con todo, a Laurie le consoló que fuera de noche y que el laboratorio estuviese desierto. Habría preferido no tener que dar explicaciones sobre la necesidad de este análisis.
Laurie volvió andando a su despacho. Como todos los demás se habían ido, creyó que podría sacar provecho del silencio ambiental y dedicarse a completar parte del papeleo que había descuidado tan solícitamente.
Sintiéndose todavía un poco tensa debido a su reacción al cerrarse la puerta del frigorífico, Laurie estaba en mala disposición para hacer frente a lo que le aguardaba en su despacho. Justo cuando Laurie acababa de entrar en él, una figura gritó y dio un salto hacia ella.
Laurie lanzó un grito desde lo más profundo de su ser. Fue un puro acto reflejo y su potencia fue tal que resonó por todo el pasillo de hormigón como una partícula de carga subatómica en un acelerador. Laurie había perdido el control. Simultáneamente, su corazón le dio un brinco en el pecho.
Pero el ataque que ella se temía no llegó a ocurrir. Su cerebro, en cambio, transformó el mensaje para decirle que la aterradora figura había gritado «¡Buuu!», cosa que un violador loco o un espíritu maligno y sobrenatural difícilmente habrían chillado. Al mismo tiempo su cerebro identificó la cara como perteneciente a Lou Soldano.
Todo ello había sucedido en un abrir y cerrar de ojos, y para cuando Laurie fue capaz de responder, el miedo se había transformado en ira.
—¡Lou! —exclamó—. ¿Por qué ha hecho esto?
—¿La he asustado? —preguntó tímidamente Lou.
Veía que el rostro de ella se había puesto lívido. A Lou le resonaba aún el grito en los oídos.
—¿Asustado? —chilló Laurie—. Terror es lo que he sentido. Y no me gusta que me den esos sustos. No vuelva a hacerlo nunca.
—Lo siento —dijo Lou con pesar—. Supongo que ha sido una chiquillada. Pero es que este sitio me crispa los nervios.
—Podría aplastarle las narices ahora mismo —dijo ella, blandiendo el puño cerrado delante de la cara de él.
Su ira se había aplacado ya, sobre todo al oír las disculpas de Lou y su aparente remordimiento. Laurie rodeó su escritorio y se derrumbó en la silla.
—¿Se puede saber qué hace aquí a estas horas?
—Literalmente, pasaba por aquí —dijo Lou—. Quería hablar con usted, así que aparqué en la rampa de carga del depósito esperando encontrarla aquí. Realmente no tenía muchas esperanzas, pero el tipo de abajo me ha dicho que acababa de estar en su despacho.
—¿De qué quería hablar conmigo?
—De su novio, Jordan —dijo Lou.
—Que no es mi novio… —le espetó Laurie—. Si insiste en llamarle así, acabará por disgustarme.
—¿Dónde está el problema? —preguntó Lou—. A mí me parece un término relativamente exacto. Sale con él todas las noches, ¿o no?
—Mi vida social es solo asunto mío —dijo Laurie—. Pero para su información, sepa que no «salgo» con él todas las noches. Queda claro que no voy a salir esta noche.
—Bueno, tres de cuatro no está mal —dijo Lou—. Pero mire, vamos al grano: quería que supiera que he hablado con Jordan acerca de esos pacientes suyos que han liquidado profesionalmente.
—¿Y qué ha dicho él? —preguntó Laurie.
—Poca cosa. Se ha negado a hablar en concreto de ninguno de sus pacientes.
—Bravo por él.
—Pero más importante que sus palabras ha sido su actitud. Estaba realmente nervioso mientras hablaba conmigo. No sé qué pensar de todo esto.
—No habrá pensado que está metido en esos asesinatos de un modo u otro, ¿verdad?
—No —dijo Lou—. Que se aproveche de que no ven ni torta, y no va en broma, vale, pero matarlos, no. Sería como matar a la gallina de los huevos de oro. Ahora, eso sí, estaba pero que muy nervioso. Algo le ronda por la cabeza. Creo que sabe algo.
—Yo creo que tiene motivos de sobra para estar nervioso —dijo Laurie—. ¿Le ha dicho que Cerino le amenazó?
—Pues no —dijo Lou—. ¿De qué forma lo hizo Cerino?
—Jordan no llegó a decirlo, pero si Cerino es la clase de individuo que usted dice que es, ya se puede imaginar.
Lou asintió.
—Me pregunto por qué se lo callaría Jordan.
—Probablemente no cree que usted pueda protegerle. ¿Podría usted?
—Probablemente no —dijo Lou—. O no para siempre. A alguien de tanta categoría como Jordan Scheffield, no.
—¿Se ha enterado de algo útil hablando con él? —preguntó Laurie.
—Lo que sí supe es que las víctimas no tenían el mismo diagnóstico —dijo Lou—. Al menos, esas fueron sus palabras. Es que se me había ocurrido una idea de bombero. Supe también que no tienen otra relación clara con Jordan Scheffield aparte de ser pacientes suyos. Le he preguntado de todas las maneras que he podido. O sea que, por desgracia, no me he enterado de mucho.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—¡Esperar! —dijo Lou—. Aparte, haré que mis equipos de investigación indaguen los diagnósticos de cada uno. Es posible que de ahí saquemos alguna cosa. Ha de haber algo en todo este asunto que se me escapa.
—Es lo que me pasa a mí con las sobredosis —dijo Laurie.
—A propósito —dijo Lou—. ¿Qué hace aquí tan tarde?
—Confiaba en terminar parte de mi trabajo. Pero con este pulso tan acelerado, gracias a sus bromitas, sería mejor que me llevara los papeles a casa y lo intentara allí.
—¿Vamos a cenar? —preguntó Lou—. ¿Le apetece venir conmigo a Little Italy? ¿Le gusta la pasta?
—Me encanta.
—¿Qué responde entonces? —preguntó Lou—. Ya me ha dicho que no va a salir con el bueno del doctor, y esa es su excusa preferida.
—Qué obstinado…
—Pues claro, soy italiano.
* * *
Laurie se hallaba en el Caprice rumbo a la ciudad. No sabía si era buena idea ir a cenar con aquel hombre, pero lo cierto es que no se le había ocurrido una razón para no hacerlo. Y a pesar de que él se había mostrado bastante grosero en ocasiones anteriores, ahora parecía de lo más encantador mientras le deleitaba con historias acerca de su infancia en Queens.
Aunque Laurie se había criado en Manhattan, no había estado nunca en Little Italy. Mientras recorrían Mulberry Street en el coche de Lou, ella disfrutaba como nunca de aquel ambiente. Había multitud de restaurantes y la gente paseaba por las calles en tropel. Como la propia Italia, el lugar parecía rebosante de vida.
—Es italiano, no hay duda —dijo Laurie.
—Lo parece, ¿verdad? —dijo él—. Pero le contaré un secretito. La mayor parte de la propiedad inmueble está en manos de chinos.
—Qué raro —dijo Laurie, un poco decepcionada aunque sin saber por qué.
—Esto había sido un barrio italiano —dijo Lou—, pero casi todos los italianos se mudaron a la periferia, a barrios como Queens. Y los chinos con olfato para los negocios vinieron y lo compraron todo.
Dejaron el coche en una zona de aparcamiento restringido. Laurie indicó la señal con el dedo.
—¡Por favor! —dijo Lou, colocando una tarjetita junto al volante, en el tablero—. De vez en cuando tengo derecho a aprovecharme de ser parte de la flor y nata de Nueva York.
Lou la llevó por una calle estrecha hasta un restaurante poco visible.
—No tiene ni nombre —dijo Laurie al entrar.
—No lo necesita.
El interior era una mezcla muy kitsch de manteles a cuadros rojos y blancos y espalderas con hiedra artificial y parras de plástico. Una vela metida en un jarroncito con la cera derramándose por los lados servía para alumbrar las mesas. De las paredes colgaban unos cuantos cuadros horteras de Venecia. Había una treintena de mesas chocando casi unas con otras en la angosta sala; todas parecían ocupadas. Los camareros se daban prisa en atender a la exigente clientela. Todo el mundo parecía conocerse por el nombre de pila. Un murmullo de voces planeaba por el restaurante, y el ambiente estaba impregnado del olor suculento y apetitoso a especias y hierbas aromáticas.
Laurie descubrió de pronto que tenía mucha hambre.
—Creo que deberíamos haber reservado una mesa —dijo.
Lou le indicó por gestos que tuviera paciencia. Pocos minutos después una mujer muy gorda y muy italiana vino a darle a Lou un envolvente abrazo. Él se la presentó a Laurie. Se llamaba Marie.
Como por arte de magia, apareció una mesa libre y Marie hizo que Laurie y Lou tomaran asiento.
—Me da la impresión de que aquí es bastante conocido —dijo Laurie.
—Con la de veces que he comido aquí, no me extraña. He conseguido que uno de sus chavales vaya a la escuela superior.
Para disgusto de Laurie no había menú. Tuvo que oír los platos del día de voz de un camarero que los recitaba con un marcado acento italiano. Pero tan pronto este hubo terminado su impresionante letanía, Lou se inclinó para animarla a escoger ravioli o manicotti. Laurie optó rápidamente por los ravioli.
Con la cena encargada y una botella de vino blanco sobre la mesa, Lou decepcionó a Laurie al encender un cigarrillo.
—¿Y si llegamos a un acuerdo? —dijo Laurie—. Podría usted fumar solo uno…
—Por mí de acuerdo.
Después de beber un vaso de vino, Laurie empezó a tomarle gusto al caótico ambiente del lugar. Cuando llegaron los platos, apareció también el chef y dueño del local, Giuseppe, a presentar sus respetos.
A Laurie le pareció una cena maravillosa. Tras las últimas noches en sitios tan formales, este animado restaurante era un alivio que agradecía. Todos parecían conocer y querer a Lou, quien fue objeto de numerosas bromas bienintencionadas por haber traído a Laurie consigo: al parecer solía cenar a solas.
Para postre, Lou insistió en que salieran a dar una vuelta hasta una cafetería de estilo italiano donde servían descafeinado exprés con gelato.
Sentados frente a sendos cafés con helado, Laurie miró a Lou y le dijo:
—Lou, quiero preguntarle una cosa.
—Oh, oh —dijo Lou—. Esperaba que podríamos evitar cualquier tema potencialmente penoso. Haga el favor de no pedirme otra vez que vaya a los de narcóticos.
—Solamente quiero su opinión.
—De acuerdo —dijo Lou—. Eso ya no me alarma tanto. Adelante, diga.
—No quiero que se ría de mí, ¿vale? —dijo Laurie.
—Esto se pone interesante.
—No hay ninguna razón perentoria para que haya pensado en esto —dijo Laurie—. Solo algunas cositas que me molestan.
—Puede pasarse toda la noche si continúa a este paso —dijo Lou.
—Se trata de mi serie de casos de sobredosis —dijo Laurie—. Quiero saber cuál sería su opinión si le digo que fueron homicidios y no sobredosis por accidente.
—Siga —dijo Lou.
Sin pensarlo, cogió otro cigarrillo y lo encendió.
—Llegó un caso de una mujer que había muerto de repente en el hospital —dijo Laurie—. Tenía múltiples dolencias cardíacas. Pero mirándola de cerca y examinándola con detenimiento, era difícil quitarse de la cabeza la idea de que la habían asfixiado. El caso ha sido firmado como «natural» principalmente por los otros detalles, dónde se encontraba la víctima, el hecho de que fuera obesa y su historial de enfermedades cardíacas. Pero si esa señora hubiera sido hallada en cualquier otra parte, podría haberse considerado homicidio.
—¿Qué relación tiene esto con sus sobredosis? —preguntó Lou.
Se inclinó sobre la mesa, el cigarrillo metido en la comisura de los labios. El humo le hacía entrecerrar los ojos.
—He empezado a pensar en mis casos a la misma luz. Dejando aparte el hecho de que a estas personas las encontraran solas en sus casas con una jeringa al lado, es difícil no ver asesinatos en ese contexto. Pero ¿y si la cocaína no se la administraron ellos?
—¡Caray! Eso sí que cambiaría las cosas —dijo Lou. Se retrepó en la silla y se sacó el cigarrillo de la boca—. Es cierto; se han cometido homicidios con drogas. De eso no hay duda. Aunque el motivo suele ser más patente: robo, sexo, herencias… Muchos camellos de pacotilla han muerto así a manos de sus clientes descontentos. Esa serie de casos suyos no encaja en este molde. Yo creía que la razón de que esos casos sean tan sorprendentes es el hecho de que todos los fallecidos eran al parecer ciudadanos de pro sin historia de drogadicción ni problemas con la justicia.
—Eso es verdad —admitió Laurie.
—¿Quiere decir que piensa que a estos yuppies les forzaron a pincharse cocaína? Laurie, bájese de la nube. Habiendo drogadictos que están dispuestos a pagar lo que haga falta y más, ¿qué sentido tendría ponerse a emprender una cruzada personal para librar a la ciudad de la flor y nata de su ciudadanía? ¿Qué saldrían ganando? ¿No es más probable que esas personas fueran realmente consumidores de droga a escondidas y quién sabe si también traficantes?
—Yo no lo creo —dijo Laurie.
—Además —prosiguió Lou—, ¿no me dijo que en vez de esnifarla se la inyectaban?
—Así es.
—Bien, ¿cómo puede uno pinchar a nadie si este no coopera? Mire, en los hospitales las enfermeras tienen que sudar lo suyo para pinchar a los enfermos, ¿no? ¿Va a decirme que una víctima que trata de negarse a que la inyecten puede ser pinchada en contra de su voluntad? ¿Cómo se come eso?
Laurie cerró los ojos. Lou había tropezado con el punto más débil de su teoría del homicidio.
—Si fueron inyectados en contra de su voluntad, habría señales de lucha. ¿Las ha habido?
—No —confesó Laurie—. Me parece que no, al menos. —De pronto, recordó la estatua destrozada en el apartamento de Julia.
—Solo hay otra forma en que se me ocurre que pudiera suceder, y es si las víctimas hubieran sido drogadas a más no poder con algún tipo de cóctel narcótico. Corríjame si me equivoco, pero de ser así los del servicio de inspección médica habrían encontrado una droga como esa si la hubiera habido, ¿no es cierto?
—Tiene toda la razón —concedió Laurie.
—Todo aclarado, pues —dijo Lou—. No puedo culparla por pensar en la hipótesis del homicidio, pero creo que como posibilidad es totalmente remota.
—Hay otros hechos que han suscitado mis sospechas —insistió Laurie—. Hoy he ido al apartamento de uno de los casos más recientes y el portero me ha dicho que la noche en que murió la mujer se presentó con dos hombres que él no había visto nunca.
—Laurie, no me diga que solo porque una mujer llega a casa con dos hombres a los que el portero no reconoce se puede engendrar tamaña teoría conspiratoria. Por favor…
—¡Está bien! ¡Vale! —dijo Laurie—. No se ponga así. ¿No le gusta que hable del asunto? Lo que pasa es que todo esto me preocupa y me molesta como si fuera un dolor de muelas intelectual.
—¿Qué más? —preguntó Lou pacientemente.
—En dos de los casos, la víctima telefoneó al novio o la novia respectivos aproximadamente una hora antes, pidiendo que fueran a su casa.
—¿Y…? —dijo Lou.
—Y nada. Es todo. Solo que pensé que era curioso que unas personas que supuestamente estaban ocultando su adicción invitasen a sus parejas no drogadictas si tenían intención de pasar una noche de orgía cocaínica.
—Esas personas podían haber llamado por mil y una razones distintas. No creo que en ninguno de los dos casos tuvieran la menor idea de que su viaje iba a terminar como lo hizo. Si acaso, no hace sino confirmar la idea de que se administraron la droga ellos mismos. Seguramente creían en el mito de los poderes afrodisíacos de la coca y querían que sus respectivas parejas estuvieran presentes en el momento del apogeo.
—Pensará usted que soy una imbécil —dijo Laurie.
—En absoluto —insistió Lou—. Está bien ser suspicaz, sobre todo en su profesión.
—Gracias por escucharme. Le agradezco su paciencia.
—Es un placer —dijo Lou—. No dude en consultarme lo que sea, siempre que lo desee.
—Bien, me ha encantado la cena —dijo Laurie—, pero ya es hora de que vaya pensando en volver a casa. Aún tengo que cumplir mi promesa de trabajar un poco.
—Si le ha gustado este restaurante —dijo Lou—, me encantaría llevarla a uno que hay en Queens. Está en pleno barrio italiano. Auténtica cocina del norte de Italia. ¿Qué le parece mañana?
—Gracias por la invitación —dijo Laurie—. Pero tengo planes para mañana por la noche.
—Oh, claro —dijo Lou con sarcasmo—. Mira que olvidarme del doctor Limu…
—¡Por favor, Lou! —dijo Laurie.
—Vamos —dijo Lou, retirando su silla—. La llevaré a su casa. Si soporta usted mi humilde y destartalado Caprice…
Laurie hizo rodar los ojos.
* * *
Franco Ponti aparcó su Cadillac negro delante del restaurante Neapolitan de Corona Avenue, más arriba del Vesubio, y bajó del vehículo. El mozo le reconoció y al momento le aseguró que su coche quedaba en buenas manos. Franco le dio un billete de diez dólares y cruzó la puerta.
A esa hora del viernes por la noche, el restaurante estaba en plena actividad. Un acordeonista iba de mesa en mesa dando una serenata a los clientes. Una atmósfera de jovialidad puntuaba, entre risas y alboroto, la noche. Franco se detuvo un momento al traspasar la cortina de terciopelo rojo que separaba el vestíbulo del comedor. Enseguida divisó a Vinnie Dominick, Freddie Capuso y Richie Herns en uno de los reservados en compañía de un par de rollizas minifalderas.
Franco fue directamente hacia la mesa. Vinnie, al verle, dio unas palmaditas a las chicas y les dijo que fueran a empolvarse la nariz. En cuanto se fueron, Ponti se sentó.
—¿Quieres beber algo? —preguntó Vinnie.
—Me iría bien un poco de vino —dijo Franco.
Vinnie chasqueó los dedos. Al instante apareció un camarero esperando órdenes. Con la misma rapidez, el camarero volvió con la copa. Vinnie le sirvió a Franco un poco de vino de la botella que había sobre la mesa.
—¿Has conseguido algo para mí? —preguntó Vinnie. Franco tomó un sorbo y giró la botella para mirar la etiqueta.
—Angelo Facciolo y Tony Ruggerio están ahora con Cerino. O sea que no están ocupados. Pero anoche no pararon. No sé lo que hicieron a última hora de la tarde porque los perdí de vista, pero después de comer una pizza a eso de medianoche les volví a cazar, y la verdad es que no estuvieron un momento quietos. ¿Has leído lo de esos asesinatos en Manhattan?
—¿Quieres decir ese pez gordo de la banca y el tipo de la casa de subastas? —preguntó Vinnie.
—Los mismos —dijo Franco—. Angelo y Tony hicieron los dos trabajos. Fue una chapuza. Por poco les echan el guante las dos veces. Hasta yo tuve que cuidarme de que no me detuvieran por preguntar, sobre todo en el caso del banquero. Estaba aparcado delante de la casa cuando llegó la poli.
—¿Para qué coño los liquidaron? —dijo Vinnie.
Se le había puesto la cara colorada y sus ojos empezaban a salírsele de las órbitas.
—Aún no lo sé —dijo Franco.
—¡La poli está cada día más nerviosa! —bramó Vinnie—. Y en cuantos más líos intervienen, peor para el negocio. Hemos tenido que cerrar provisionalmente la mayor parte de nuestros garitos. —Vinnie traspasó a Franco con la mirada—. Tienes que averiguar qué está pasando.
—He lanzado varios cables —dijo Franco—. Preguntaré por ahí mientras sigo a Angelo y Tony. Alguien tiene que saberlo.
—No puedo quedarme sentado mientras lo echan todo a perder —dijo Vinnie—. He de hacer algo.
—Dame un par de días más —dijo Franco—. Si no consigo nada, puedo librarme de esos dos.
—Pero eso significaría la guerra —observó Vinnie—. No estoy seguro de estar preparado para eso. El negocio se resentiría aún más.
* * *
—¿Sabe una cosa, Doc? —dijo Cerino—. Ha sido mejor de lo que creía. La verdad es que estaba preocupado, pero no he notado nada de nada. ¿Cómo ha ido la operación?
—De maravilla —dijo Jordan. Sostenía una linterna de bolsillo con la que iluminaba el ojo que acababa de intervenir—. Y ahora tiene muy buen aspecto. La córnea es transparente como el agua y la cámara se ve perfectamente.
—Si usted está contento, yo también —dijo Cerino.
Cerino estaba en una de las habitaciones privadas del ala Goldblatt del Manhattan General Hospital. Jordan estaba realizando sus últimas rondas postoperatorias, pues había concluido el último de sus trasplantes de córnea solo media hora antes. En ese día solo había hecho cuatro. Angelo estaba apoyado en la pared del fondo. En una butaca junto a la puerta del baño, Tony dormía a pierna suelta.
—Lo que haremos es esperar unos días a que el ojo se recupere —dijo Jordan enderezándose—. Si todo va bien, y estoy seguro de que será así —añadió rápidamente—, operaremos el otro ojo. Quedará usted como nuevo.
—¿Significa que también voy a tener que esperar para la otra operación? —quiso saber Cerino—. Eso no me lo había dicho. Cuando empezamos solo me dijo que tendría que esperar para la primera.
—Relájese —ordenó Jordan—. Procure que no le suba la presión sanguínea. Conviene dar un poco de tiempo entre ambas operaciones a fin de que su ojo pueda recuperarse antes de que empiece a trabajar en el otro. Y al paso que hemos ido hoy, no creo que haya de esperar mucho.
—No me gusta que los médicos den sorpresas —le advirtió Cerino—. No entiendo a qué viene ese segundo período de espera. ¿Está seguro de que el ojo que me ha operado funciona bien?
—Magníficamente —le aseguró Jordan—. Nadie podría haberlo hecho mejor, créame.
—Si no le creyera no estaría aquí tumbado —dijo Cerino—. Pero si todo ha ido tan bien y si he de esperar unos días más, qué pinto yo en esta habitación tan deprimente. Quiero irme a casa.
—Es mejor que se quede. Necesita medicación para el ojo. Si se presentara alguna infección…
—Cualquiera puede ponerme un par de gotas en el ojo —dijo Paul—. Mi esposa Gloria se las apaña muy bien desde que pasó todo esto. ¡Quiero salir de aquí!
—Si está decidido a irse, no puedo retenerle —dijo Jordan, nervioso—. Pero al menos haga todo lo posible por descansar y estarse quieto.
Tres cuartos de hora más tarde un celador llevaba a Cerino en silla de ruedas hasta el coche de Angelo. Tony había dejado ya el sedán negro junto al bordillo, frente a la entrada del hospital. Tenía el motor en marcha.
Cerino había pagado en efectivo la factura del hospital, cosa que había sorprendido a la cajera que estaba de turno. Al chasquido de los dedos del jefe, Angelo había sacado varios billetes de cien dólares de un fajo grande que llevaba en el bolsillo hasta sobrepasar el total de la cuenta.
—Quita esas manos —dijo Cerino viendo que Angelo trataba de ayudarle a bajarse de la silla de ruedas cuando llegaron al coche y el celador accionó los frenos—. Puedo hacerlo solo. ¿Te crees que soy un inválido?
Cerino consiguió ponerse recto y osciló unos instantes al apoyar su considerable mole sobre sus dos piernas. Iba vestido de calle. Sobre el ojo operado tenía un refuerzo metálico en el que se habían practicado numerosos agujeritos.
Lentamente, Cerino logró situarse en el asiento del acompañante y dejó que Angelo le cerrase la portezuela. Angelo ocupó el asiento trasero. Tony arrancó, pero al llegar a la calzada calculó mal el bordillo. El coche dio un bote.
—¡Me cago en diez! —aulló Cerino.
Tony se encogió sobre el volante.
Pasaron por Midtown Tunnel para coger el Long Island Expressway. Cerino empezaba a mostrarse más comunicativo.
—Sabéis una cosa, chicos —dijo, radiante—. ¡Me encuentro perfectamente! Por fin, tantas preocupaciones y tantos planes… Como le he dicho al doctor, no ha sido ni la mitad de lo que me esperaba. Claro que el primer pinchazo sí que lo he notado.
Angelo reculó en su asiento. Desde el primer momento se había mostrado muy reacio a tener que entrar en el quirófano. Cuando vio que Jordan apuntaba al rostro de Cerino con aquella aguja descomunal, justo debajo del ojo, por poco se desmaya. Angelo odiaba las agujas.
—Pero después del pinchazo —prosiguió Cerino— no he sentido nada. Incluso me he dormido. Increíble, ¿no? Increíble. ¿Verdad, Tony?
—Sí, increíble —dijo Tony nerviosamente.
—Cuando hube despertado se había acabado todo —dijo Cerino—. Puede que Jordan sea un estúpido, pero como cirujano es cojonudo. ¿Y sabes una cosa? Creo que es listo. Sé que es un tipo práctico. Sé que podríamos hacer negocios, él y yo. ¿Tú qué opinas, Angelo?
—Es una idea interesante —dijo Angelo sin entusiasmo.