6.45, viernes, Manhattan
Normalmente, Laurie se habría alegrado de dormir la noche de un tirón. Aunque no había llamado nadie del servicio de inspección médica para informarle de algún nuevo caso de sobredosis que añadir a su serie, se preguntaba si eso quería decir que no había habido tales casos o, como le sugería su intuición, que sí los había y no la habían avisado. Se vistió lo más rápido que pudo y ni se molestó siquiera en tomar café, tales eran sus ganas de llegar al trabajo y averiguarlo.
Solo entrar en el edificio pudo darse cuenta de que había sucedido algo fuera de lo normal. Una vez más, los periodistas se apiñaban en la recepción. Laurie sintió que se le apretaba el nudo en el estómago al preguntarse qué podía significar su presencia.
Laurie se dirigió directamente a la oficina de Identificación y se sirvió una taza de café antes de hacer nada más. Vinnie, como de costumbre, estaba con la nariz metida en la página de deportes. Por lo visto no había llegado aún ninguno de los otros inspectores médicos adjuntos. Laurie cogió el papel donde constaba el programa de autopsias para ese día.
Al recorrer la lista con la mirada, vio que había cuatro sobredosis. Dos estaban programadas para Riva y las otras dos para George Fontworth, un compañero que llevaba cuatro años en el servicio. Laurie echó un vistazo a las carpetas destinadas a Riva y se fijó en la hoja del informe de Investigación. A juzgar por las direcciones, ambas en Harlem, Laurie se figuró que se trataba de las típicas muertes por crack. Aliviada, Laurie dejó la carpeta en su sitio. Luego cogió las dos de George. Al leer el primer informe de Investigación, se le aceleró el pulso. ¡El fallecido era Wendell Morrison, de treinta y seis años, doctor en medicina!
Temblándole la mano, Laurie abrió la última carpeta: ¡Julia Myerholtz, veintinueve años, historiadora!
Laurie exhaló el aire. No se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Su intuición no le había fallado: dos casos más de sobredosis de cocaína con demografía similar a los otros. Experimentó una mezcla de sentimientos, incluidas la ira por no haber sido avisada y la confirmación de que sus temores se habían cumplido. Al mismo tiempo le supo mal que hubiera habido otras dos muertes que habrían podido ser evitadas.
Laurie fue directamente al despacho de investigación forense, donde buscó a Bart Arnold. Llamó con energía a la puerta y entró antes de que la invitaran a pasar.
—¿Por qué no se me ha avisado? Hablé contigo expresamente para esto. Te dije que quería que me llamasen si llegaban casos de sobredosis que se ajustaran a ciertos parámetros demográficos. Anoche hubo dos. No me avisó nadie. ¿Por qué?
—Se me dijo que no había que avisarte —dijo Bart.
—¿Por qué? —inquirió Laurie.
—Nadie me dio una explicación —dijo Bart—. Pero yo pasé el recado a los médicos de turno cuando llegaron.
—¿Quién te dijo que lo hicieras? —preguntó Laurie.
—El doctor Washington —aseguró Bart—. Lo siento, Laurie. Te lo habría dicho yo, pero ya te habías marchado.
Laurie se dio bruscamente la vuelta y salió del despacho de Bart. Estaba más enfadada que dolida. Sus peores temores se habían confirmado: no es que se les hubiera pasado por alto, sino que alguien estaba intentando deliberadamente quitarle de en medio. Al lado del cuartito del policía adjunto estaba Lou Soldano.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntó Lou.
Laurie le miró a los ojos. ¿Es que ese tipo no dormía nunca? Una vez más, daba la impresión de haber pasado la noche levantado. Iba sin afeitar y tenía los ojos enrojecidos. El pelo, que llevaba muy corto, se le apelotonaba sobre la frente.
—Estoy muy ocupada, teniente —dijo Laurie.
—Es solo un minuto —repitió Lou—. Por favor.
—Está bien —cedió Laurie—. ¿De qué se trata?
—Anoche tuve ocasión de pensar un poco —dijo Lou—. Quería disculparme por las bobadas que le dije ayer tarde. Me expresé con demasiado énfasis. Lo siento.
Lo último que Laurie esperaba de él era una disculpa, y le satisfizo escucharla, ahora que se la ofrecía.
—Le diré, a modo de explicación —prosiguió Lou—, que el comisario en jefe me está presionando mucho a causa de los asesinatos al estilo hampa. Dice que como yo estuve en la sección de Crimen Organizado, me toca a mí resolverlos. Y por desgracia es un hombre con poca paciencia.
—Supongo que los dos vamos de cabeza —dijo Laurie—. Pero acepto sus excusas.
—Gracias —dijo Lou—. Al menos he superado un obstáculo.
—¿Y qué le trae por aquí esta mañana?
—¿No se ha enterado de los homicidios?
—¿Qué homicidios? —preguntó Laurie—. Tenemos homicidios cada día.
—Como estos, no —dijo Lou—. Otra vez el hampa. Golpes dados por profesionales. Dos matrimonios, aquí en Manhattan.
—¿Flotando en el río? —preguntó Laurie.
—No, no —dijo Lou—. Muertos en sus casas. Ambas parejas eran gente acomodada. Y el más rico de los matrimonios tenía también vínculos políticos.
—Vaya… —dijo Laurie—. Más presiones aún.
—Y que lo diga —afirmó Lou—. El alcalde está lívido, como lo oye. Ya le ha dado la bronca al jefe de policía, y a ver si sabe quién le sirve de diana al jefe de policía: su seguro servidor.
—¿Tiene alguna idea de lo que pasa? —preguntó Laurie.
—Ojalá pudiera decir que sí —dijo Lou—. Se está cociendo algo grande, pero a fe mía que no tengo ni la más mínima pista. Anteanoche hubo tres golpes parecidos en Queens. Ahora estos dos de Manhattan. Y no parece que haya conexión con el crimen organizado. Con los dos de ayer noche, seguro que no. Pero el modus operandi de los asesinos es claramente hampón.
—O sea que ha venido a las autopsias, ¿no?
—Sí —dijo Lou—. A lo mejor encuentro trabajo cuando me despidan del departamento de policía. Paso más tiempo aquí que en mi despacho.
—¿Quién lleva los casos? —preguntó Laurie.
—El doctor Southgate y el doctor Besserman —dijo Lou—. ¿Qué tal son?, ¿buenos?
—Excelentes médicos. Y los dos con mucha experiencia.
—Tenía la esperanza de que le hubieran tocado a usted —dijo Lou—. Empezaba a pensar que trabajábamos bien los dos juntos.
—Con Southgate y Besserman está en buenas manos —le aseguró ella.
—Le haré saber lo que descubramos —dijo Lou, manoseando el sombrero.
—Sí, por favor —dijo Laurie.
De pronto había tenido la misma sensación que días atrás. Lou le pareció terriblemente cohibido, como si quisiera decir algo pero no pudiera.
—Bueno, yo… me alegro de haberme tropezado con usted —dijo él, evitando mirarla a los ojos—. Bien, ya nos veremos. Adiós.
Lou se dio la vuelta y empezó a andar hacia el cuartito del policía.
Laurie permaneció un momento observando los pesados andares de Lou y de nuevo sintió el impacto de la soledad de aquel hombre. Entonces se preguntó si lo que él había querido era invitarla otra vez a salir.
Laurie se olvidó por momentos de dónde estaba y qué había venido a hacer. Pero su enfado recuperó posiciones en cuanto recordó que Calvin intentaba apartarla de su serie de sobredosis. Con renovada determinación, se dirigió al despacho de Calvin y llamó a la puerta, que estaba abierta. Antes de que él tuviera ocasión de abrir la boca, Laurie estaba enfrente suyo.
Halló a Calvin sentado detrás de una montaña de papeles. Calvin miró por encima de sus gafas metálicas de leer, que parecían enanas en su cara grande. No parecía alegrarse de ver a Laurie.
—¿Qué hay, Montgomery?
—Anoche hubo dos sobredosis más, parecidas a las que me interesan a mí —empezó Laurie.
—No me dice nada que yo no sepa —dijo Calvin.
—Ya sé que hoy tengo programado papeleo, pero le agradecería que me dejase hacer las autopsias. Algo me dice que estos casos están relacionados. Si los hago todos yo, puede que establezca alguna conexión…
—Ya hablamos de eso por teléfono —dijo Calvin—. Le advertí que me parecía que se estaba sobrepasando. Ahora ya no es ni siquiera objetiva.
—Por favor, doctor Washington —imploró Laurie. Detestaba rogarle a nadie.
—¡Que no! ¡Maldita sea! —explotó Calvin, dando una fuerte palmada sobre la mesa y haciendo volar algunos de sus papeles. Luego se puso de pie—. George Fontworth se está ocupando de las sobredosis y quiero que usted se limite a lo suyo. Lleva retraso en la firma de varios casos. Creo que no he de recordárselo. No me venga con provocaciones. Y menos con los problemas que ya tiene este despacho.
Laurie asintió y salió del despacho de Calvin. De no haber estado tan enfadada, probablemente se habría echado a llorar. Se dirigió directamente al despacho de Bingham.
Laurie tuvo la impresión de que Bingham estaba hablando con alguien del ayuntamiento, pues su modo de conversar le recordó a cuando ella hablaba con su madre. Bingham solo decía «sí», «no faltaba más» y «por supuesto».
Cuando Bingham finalmente colgó y miró a Laurie, esta se dio cuenta de que ya estaba más que enfadado. No era el momento oportuno para visitas. Pero ya que estaba allí, y no podía acudir a nadie más, Laurie siguió adelante con su plan.
—Alguien está impidiendo deliberadamente que siga ocupándome de los casos de sobredosis —dijo. Intentaba hablar con firmeza pero su voz rebosaba emoción—. El doctor Washington no quiere dejarme hacer las pertinentes autopsias. Hizo lo posible para que anoche no me avisaran. No creo que excluirme de estos casos vaya en interés del departamento, ni mucho menos.
Bingham se llevó las manos a la cara y se la frotó, especialmente los ojos. Al levantar la vista de nuevo, tenía los ojos enrojecidos.
—Hemos de vérnoslas con la mala prensa por supuesta negligencia en el caso del asesinato en Central Park; tenemos una epidemia de brutales homicidios que superan la habitual confusión nocturna de Nueva York; y para colmo, me viene usted a causar problemas. No puedo creerlo, Laurie. De verdad que no.
—Quiero que se me permita seguir con estos casos —dijo Laurie sin alterar el tono—. Son ya catorce como mínimo. Tendría que haber alguien controlando el asunto, y creo que yo soy la persona adecuada. Estoy convencida de que estamos al borde de una catástrofe de alcance considerable. Si existe un contaminante, y estoy segura de que así es, habría que hacer una advertencia al público en general.
Bingham no acababa de creérselo. Mirando intensamente al techo y elevando las manos hacia las alturas, murmuró para sí: «Lleva en plantilla como cinco meses y me está diciendo cómo llevar el departamento». Movió la cabeza y luego volvió a dirigir su atención a Laurie. Esta vez habló en un tono más duro.
—Calvin es un administrador muy dotado. Más que eso. Es excelente. Su palabra es ley. ¡Me ha entendido! Eso es todo; asunto concluido.
Dicho esto, Bingham se concentró en el montón de cartas apiladas en el buzón interior de su despacho.
Laurie fue directa al laboratorio. Había decidido que era mejor no quedarse quieta. Si dejaba de moverse y se paraba a pensar en las dos últimas entrevistas, podía hacer alguna locura de la que luego se arrepentiría.
Buscaba a Peter Letterman pero en cambio se topó con John DeVries.
—Gracias por recomendarme al jefe —dijo ella con sarcasmo.
Estaba tan enojada que no pudo contenerse.
—No me gusta que me fastidien —dijo John—. Ya se lo advertí.
—No le estaba fastidiando —protestó Laurie—. Simplemente le pedía que hiciese su trabajo. ¿Ha encontrado algún contaminante?
—No —dijo John, y la empujó para pasar sin darle la cortesía de una respuesta más detallada.
Laurie movió la cabeza. Se preguntó si sus días en el Servicio de Inspección Médica de Nueva York estaban contados.
Encontró a Peter en su rincón del laboratorio, trabajando en el mayor y más moderno de los cromatógrafos de gases.
—Creo que debería procurar no toparse con John —dijo Peter—. No he podido evitar oír lo que decían.
—Créame. No era a él a quien buscaba —respondió Laurie.
—Yo tampoco he encontrado ningún contaminante —dijo Peter—. Pero he puesto algunas muestras en este cromatógrafo de gases, que contiene lo que llaman una «trampa». Si tiene que salir alguna cosa, no será en otro aparato que en este.
—Siga en ello —dijo Laurie—. Tenemos ya catorce casos.
—He podido enterarme de una cosa —dijo Peter—. Como ya sabe, la cocaína se hidroliza naturalmente en benzol-Lergonina, ergonina metil ester y ergonina.
—Sí —dijo Laurie—. Siga.
—Cada lote de cocaína fabricado tiene un porcentaje único de dichos hidrolizados. De modo que analizando las concentraciones se puede conseguir una conjetura bastante informada por lo que hace al origen de las muestras.
—¿Y? —preguntó Laurie.
—Todas las muestras que he sacado de las jeringas tienen los mismos porcentajes —dijo Peter—. Lo que significa que la cocaína viene de la misma partida.
—Es decir, de la misma fuente —agregó Laurie.
—Exacto —dijo Peter.
—Es lo que me figuraba —dijo Laurie—. Vale la pena haber conseguido pruebas.
—Le avisaré si encuentro algún contaminante con esta máquina.
—Sí, por favor —dijo Laurie—. Creo que si consigo una prueba de ese contaminante, el doctor Bingham se decidirá a hacer público un comunicado.
Pero mientras volvía a su despacho, Laurie se preguntó si era posible estar seguro de nada.
* * *
—¡No me cojas del brazo! —gritó Cerino. Angelo había intentado guiarle hasta la entrada del consultorio de Jordan Scheffield—. Veo más de lo que tú te crees.
Cerino llevaba su bastón de punta roja pero no lo utilizaba. Tony entró el último y cerró la puerta.
Una de las enfermeras de Jordan los guió por el pasillo y se cercioró de que Cerino estuviera cómodamente instalado en una de las sillas de exploración.
Cuando Cerino acudía al consultorio de Jordan, no usaba la entrada normal y se saltaba igualmente la sala de espera. Era el acostumbrado modus operandi de todos los pacientes de lujo de Jordan.
—¡Santo Dios! —exclamó la enfermera cuando vio la cara de Tony. Un profundo arañazo se extendía desde la parte frontal de la oreja izquierda hasta la comisura de la boca—. Ese corte de la mejilla tiene mal aspecto… ¿Cómo se lo hizo?
—Fue un gato —dijo Tony, llevándose tímidamente una mano a la cara.
—Supongo que estará vacunado contra el tétanos —dijo la enfermera—. ¿Quiere que le lavemos la herida?
—No —dijo Tony, confuso por la atención recibida en presencia de Cerino.
—Si cambia de opinión, dígamelo —le aconsejó la enfermera, camino de la puerta.
—Dame una cerilla —dijo Paul tan pronto la enfermera hubo salido de la habitación.
Angelo le encendió rápidamente el cigarrillo a Paul y sacó uno para él.
Tony se buscó una silla junto a la pared y se sentó. Angelo permaneció de pie a la izquierda de Cerino y un poco hacia atrás. Tanto Tony como él estaban agotados, después que Cerino les sacara de la cama para hacer una inesperada visita a su médico. Ambos sufrían también las consecuencias de lo sucedido en los dos últimos golpes, especialmente Angelo.
—Otra vez en Disneylandia —dijo Paul.
La sala dejó de girar y la pared se elevó. Jordan estaba situado a un extremo de su despacho con la historia de Cerino en las manos. Al avanzar, olió inmediatamente el humo de los cigarrillos.
—Disculpen —dijo—. No se puede fumar aquí.
Angelo miró en torno suyo, nervioso, buscando algún sitio donde dejar el cigarrillo. Cerino le cogió del brazo para que se quedara donde estaba.
—Si queremos fumar, fumaremos —dijo Paul—. Como le dije cuando me telefoneó, me ha decepcionado usted un poquito, y no me importa repetírselo.
—Es que el instrumental… —dijo Jordan—. El humo lo perjudica.
—A la mierda el instrumental, Doc —dijo Paul—. Qué es eso de ir contando lo que me pasa por toda la ciudad…
—¿De qué está hablando? —preguntó Jordan.
Sabía que Cerino estaba molesto por algo a raíz de su conversación telefónica. Había supuesto que era por lo que tardaba en encontrar una córnea adecuada a su trasplante. Pero las quejas de Cerino le sorprendieron absolutamente.
—Hablo de un detective que se llama Lou Soldano —dijo Paul—. Y de una tía que se llama Laurie Montgomery. Usted habló con la tía, la tía se lo dijo al detective y el detective me lo dijo a mí. Entérese bien, Doc. Estoy muy cabreado. Procuraba mantener en secreto los detalles de mi accidente. Con fines profesionales, ya sabe.
—Los médicos solemos hablar de nuestros casos —dijo Jordan, sintiéndose de pronto muy acalorado.
—Pare el carro, Doc —dijo Paul, burlón—. He sabido que esta supuesta colega es inspector médico. Y por si no se había enterado, todavía no me he muerto. Aunque ustedes dos hubieran estado consultándose quién sabe por qué, ella no habría ido con el cuento a un detective de homicidios. Tendrá que darme una explicación mejor.
Jordan se veía perdido. No se le ocurría una excusa plausible.
—Lo que cuenta, doctor, es que no ha respetado la confianza que yo le había otorgado. ¿No es así como lo dicen entre ustedes los médicos? Si no me equivoco, me sería fácil ir a un abogado y ponerle un pleito por conducta contraria a la ética profesional, ¿no es así?
—No sé qué decirle…
Jordan no pudo siquiera completar una frase. De pronto se daba cuenta de su vulnerabilidad legal.
—Mire, no quiero oír más ambigüedades —le dijo Paul—. Es probable que no acuda a un abogado. ¿Sabe por qué? Tengo montones de amigos más baratos que los abogados y muchísimo más eficientes. Sabe, Doc, mis amigos son un poco como usted: especialistas en rótulas, tibias y nudillos. Ya me imagino lo que sería para el ejercicio de su profesión que la puerta de un coche le aplastara la mano.
—Señor Cerino… —dijo Jordan en tono conciliatorio, pero Paul le cortó.
—Creo que me he expresado con claridad, Doc. Confío en que no vuelva a irse de la lengua. ¿De acuerdo?
Jordan asintió. Le temblaban las manos.
—Y ahora, Doc, no pretendo que se ponga nervioso. Solo quiero que esté en buena forma, porque lo que tiene que hacer es arreglarme el ojo. Me gustó mucho que me llamase su enfermera esta mañana para decirme que podía venir a operarme.
—Yo también me alegro —dijo Jordan, tratando de recuperar parte de su profesionalidad y compostura—. Ha tenido suerte de que todo haya ido tan deprisa. El período de espera ha sido muchísimo más corto de lo acostumbrado.
—Para mí, no —dijo Paul—. En mi profesión hace falta tener todos los sentidos y más, si los hubiera. Corren por ahí unos cuantos petardistas que disfrutarían viéndome comer hierba o algo peor. Conque manos a la obra.
—Por mí, estupendo —dijo Jordan nervioso.
Dejó la historia médica de Cerino sobre el soporte de lentes. Arrastrando un pequeño taburete de ruedas, se puso a la altura de la butaca de examen oftálmico en que estaba Cerino. Jordan hizo oscilar el campímetro e indicó a Cerino que apoyase la barbilla en el soporte que había a tal efecto.
Alargando el brazo, Jordan encendió el campímetro con su tremulosa mano. En ese instante le llegó una vaharada de ajo del aliento de Cerino.
—Entiendo que ha tenido usted más trabajo en el quirófano de lo habitual —dijo Paul.
—Sí, es verdad —contestó Jordan.
—Como hombre de negocios que soy, imagino que le gustaría operar todo lo posible —dijo Cerino—. Supongo que la pasta gansa se saca de ahí.
—Eso también es cierto —dijo Jordan.
Movió el haz de luz para que apuntara directamente sobre la muy dañada córnea.
—Tengo algunas ideas para que su quirófano mantenga este ritmo —dijo Cerino—. ¿Le interesa conocerlas?
—Por supuesto —dijo Jordan.
—Primero, arrégleme esto, Doc. Si lo hace, seguiremos siendo amigos. Y después, ¿quién sabe? Tal vez podamos hacer negocios.
Jordan no estaba seguro de querer ser amigo de aquel tipo, pero enemigo suyo, desde luego que no. Le daba en la nariz que los enemigos de Cerino no vivían mucho. Estaba decidido a emplearse a fondo con Cerino. Y ya había tomado una resolución: no mandarle factura.
* * *
Laurie dejó el bolígrafo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla. Se había esforzado en centrar su atención en su trabajo de papeleo, pero estaba adelantando muy poco. No dejaba de pensar en aquellas sobredosis. Le parecía increíble no estar abajo en la sala de autopsias trabajando en los dos casos que habían entrado por la noche.
Había resistido a la tentación de bajar sin ser vista y mirar cómo Fontworth hacía su trabajo. Calvin se habría puesto hecho una fiera de haberla visto por allí.
Laurie consultó su reloj. Le pareció que ya era lo bastante tarde para bajar a ver si Fontworth había encontrado alguna cosa. Acababa de levantarse cuando apareció Lou.
—¿Se va? —preguntó él.
Laurie se volvió a sentar.
—Será mejor que no —dijo.
—¿Y eso? —dijo Lou.
Laurie supo que él no estaba seguro de lo que hablaba.
—Es una larga historia —dijo Laurie—. ¿Qué tal le va? Parece muy cansado.
—Lo estoy —admitió Lou—. Estoy levantando desde las tres. Además, hacer autopsias con otro que no sea usted es como estar trabajando.
—¿Han acabado ya?
—No, qué va —dijo Lou—. Yo sí que estoy acabado. Ya no podía tenerme en pie. Seguramente van a tener que quedarse los dos hasta mañana para terminar los cuatro casos y el perro.
—¿El perro?
—En una de las casas el asesino mató al perro además de matar al hombre y a la mujer. No, es broma. Al perro no le hacen la autopsia.
—¿Se ha averiguado algo útil? —preguntó Laurie.
—No lo sé. El calibre de las balas parece similar al de los casos de Queens, pero habrá que ver lo que dice Balística antes de asegurar que proceden de la misma arma. Y claro está que para eso faltan semanas.
—¿Se le ha ocurrido alguna cosa? —preguntó Laurie.
Lou movió la cabeza.
—Me temo que no. Lo de Queens hacía pensar en un ajuste de cuentas relacionado con el negocio de restaurantes, pero los casos que hay abajo no tienen nada que ver con ese ramo. Uno de los tipos era un pez gordo de la banca que había contribuido considerablemente a la campaña del alcalde. El otro es un ejecutivo de una de las mayores firmas de subastas.
—¿Sigue sin haber conexión con el crimen organizado? —preguntó Laurie.
—Nada —dijo Lou—. Pero estamos en ello. No hay duda de que se trataba de golpes profesionales. Tengo otros dos equipos investigando los dos casos de Manhattan. Entre los tres equipos de Queens y estos dos nuevos, me he quedado sin efectivos. La única cosa positiva hasta el momento es que el ama de llaves de una de las casas sigue con vida. Si sale de esta, tendremos un primer testigo.
—Me gustaría tener un punto de partida con mi serie —dijo Laurie—. Ojalá alguna de estas sobredosis no muriera. Me gustaría disponer de efectivos humanos para tratar de encontrar esa coca que está matando a tantas personas.
—¿Cree que viene de una sola fuente?
—No es que lo crea, lo sé —dijo Laurie, y explicó la forma en que Peter lo había determinado científicamente.
En ese momento sonó el emisor de Lou, quien comprobó el número.
—Hablando de efectivos humanos —dijo—, es uno de mis muchachos. ¿Puedo usar su teléfono?
Laurie asintió.
—¿Qué hay, Norman? —preguntó Lou en cuanto obtuvo comunicación.
A Laurie le halagó que Lou pasara la llamada por el altavoz de modo que ella pudiera escuchar.
—Nada, seguramente —dijo Norman—. Pero he pensado que tenía que decírtelo de todos modos. He encontrado algo en común en los tres casos: un médico.
—¿De veras? —dijo Lou. Miró a Laurie levantando las cejas. No era precisamente el punto de partida que había estado buscando—. Mira, Norman, esta clase de asociación no va a servirnos de mucho en un caso de asesinato como este.
—Lo sé —dijo Norman—. Pero es lo único que hemos podido sacar. ¿Recuerdas haber dicho que Steven Vivonetto y Janice Singleton eran enfermos terminales?
—Claro —dijo Lou—. ¿Es que uno de los Kaufman era también terminal?
—No, pero Henriette Kaufman estaba bajo tratamiento médico. Y se visitaba con el mismo doctor que Steven Vivonetto y Janice Singleton. Naturalmente estos dos iban a ver a un montón de médicos, pero había uno que los visitaba a los tres.
—¿Qué clase de médico?
—Un oculista —dijo Norman—. Su nombre es Jordan Scheffield.
Lou se puso bizco. No podía creer lo que acababa de oír. Cuando miró a Laurie vio que sus ojos registraban la misma sorpresa.
—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó Lou.
—Pura casualidad —repuso Norman—. Cuando me dijiste que Steven y Janice eran terminales, me puse a revisar la salud de todos los muertos. No me di cuenta de que había una relación hasta que volví a mi despacho y empecé a repasar todo el material que nos había llegado. ¿Es importante?
—No lo sé —dijo Lou—. Es muy extraño, eso sí.
—¿Quieres que siga con la pista?
—Ni siquiera sé por dónde hay que seguir. Déjame que lo piense y te vuelvo a llamar. Continúa con la investigación, mientras tanto.
Lou colgó el teléfono.
—Qué pequeño es el mundo. O eso o es que su novio sale mucho.
—No es mi novio —dijo Laurie, enfadada.
—Perdone —dijo Lou—. Lo había olvidado. Ese conocido suyo que resulta ser amigo suyo.
—Sabe, la noche en que desapareció Marsha Schulman, Jordan me contó que habían entrado en su oficina y que le habían removido las historias clínicas.
—¿Habían robado alguna? —preguntó Lou.
—No —dijo Laurie—. Al parecer, habían hecho unas fotocopias. Le hice buscar la historia de Cerino; era una de las que habían sido tocadas.
—¡No me diga! —exclamó Lou.
Durante unos minutos, permaneció absorto y en silencio.
Laurie también estaba callada.
—No tiene mucho sentido —dijo Lou al fin—. ¿Es posible que el clan Lucia esté implicado porque Cerino va a visitarse con Scheffield? Trato de hacer encajar al rival de Cerino, Vinnie Dominick, en todo esto, pero no le veo el sentido.
—Lo que sí podemos hacer es comprobar si alguno de los homicidios estilo hampa que han llegado hoy era paciente de Jordan.
La cara de Lou se iluminó.
—Oiga, es muy buena idea.
Su sonrisa dejó bien claro que estaba bromeando. Fingiendo que se había enfadado, Laurie le arrojó un clip a Lou.
Cinco minutos después, con los pijamas puestos, Laurie y Lou entraban en la sala de autopsias. Por suerte, no había rastro de Calvin.
Southgate y Besserman iban cada cual por su segundo caso. Southgate había casi terminado; los Kaufman era casos realmente sencillos debido a la limpia herida en la cabeza. Los de Besserman eran más difíciles. Primero estaba Dwight Sorenson, con tres entradas de bala por examinar El trabajo había sido arduo y penoso, hasta el punto que Besserman iba a empezar con Amy Sorenson cuando Lou y Laurie llegaron.
Con permiso de los respectivos doctores, Laurie y Lou echaron un vistazo a las carpetas de cada caso. Desgraciadamente, las historias médicas eran pobres.
—Tengo una idea mejor —dijo Laurie.
Se acercó al teléfono y llamó a Cheryl Myers.
—Cheryl, tengo que pedirte un favor —dijo.
—¿Cuál? —preguntó Cheryl alegremente.
—¿Sabes los cuatro homicidios de Manhattan que llegaron hoy? —dijo Laurie—. ¿Esos que han hecho poner el grito en el cielo a todo el mundo? Pues necesito saber si alguno; de ellos se visitó con un oftalmólogo de nombre Jordan Scheffield.
—Vale —dijo Cheryl—. Te llamo dentro de unos minutos; ¿dónde estás?
—Abajo, en el hoyo —dijo Laurie.
Laurie le dijo a Lou que lo sabrían enseguida. Luego se, acercó a George Fontworth. Estaba terminando con su segundo caso de sobredosis: Julia Myerholtz.
—Calvin ha dicho que mejor que no hable contigo —le dijo George—. No quiero que se cabree.
—Solo dime una cosa. ¿Se inyectó la cocaína?
—Sí —dijo George.
Sus ojos recorrieron rápidamente la sala como si esperase ver aparecer a Calvin hecho una fiera.
—¿Eran normales las autopsias a excepción de las señales de sobredosis y de intoxicación? —preguntó Laurie.
—Sí —dijo George—. Vamos, Laurie, no me pongas en un aprieto.
—Solo una cosa más. ¿Alguna sorpresa?
—Una solamente —dijo George—. Pero tú ya lo sabes. Yo no me había enterado de que esta clase de casos siguiera los trámites de rigor. Creo que deberían haber pasado por la conferencia del jueves.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Laurie.
—Por favor —dijo George—. No te hagas la tonta. Me ha dicho que era cosa tuya.
—No sé de qué me estás hablando —insistió Laurie.
—¡Dios mío! —dijo George—. Ahí está Calvin. Adiós, Laurie.
Laurie se volvió a tiempo de ver la voluminosa silueta de Calvin entrando por la puerta batiente. Incluso vestido con el pijama y los guantes protectores, ese cuerpo era imposible de confundir. Laurie se apartó enseguida de la mesa de George y fue en línea recta hacia la hoja de las autopsias del día. Quería tener una coartada en caso de que Calvin le preguntase qué hacía allí. Rápidamente buscó el nombre de Mary O’Connor y comprobó que su autopsia se había asignado a Paul Plodgett. Paul estaba en la mesa del fondo, junto a la pared. Laurie se reunió con él.
—He encontrado cantidad de cosas —dijo Paul cuando Laurie le preguntó qué tal iba la autopsia.
Laurie miró por encima del hombro; Calvin había ido directamente a la mesa de Besserman.
—¿Cuál supones que fue la causa de la muerte? —preguntó Laurie.
Era un consuelo que Calvin no la hubiera visto, o que si así fuera, no pareciera preocupado por su presencia.
—Cardiovascular, sin ninguna duda —dijo Paul, mirando el cuerpo de Mary O’Connor estirado en la mesa.
La mujer era bastante gruesa. Tenía la cara y la cabeza de un azul intenso, casi morado.
—¿Mucha patología? —preguntó Laurie.
—La suficiente —dijo Paul—. Enfermedad coronaria moderada, para empezar. Además, la válvula mitral estaba muy deformada. El propio corazón parecía tremendamente fofo. Ya ves, hay bastantes candidatos a culpable.
Laurie pensó que a Jordan le gustaría saberlo.
—Está moradísima —observó Laurie.
—Es verdad —dijo Paul—. Congestión importante en la cabeza y los pulmones. Debió de haber un tremendo esfuerzo agónico. La pobre señora no quería morir. Por lo visto, hasta se mordió el labio.
—¿De veras? —dijo Laurie—. ¿Crees que tuvo algún ataque?
—Puede ser —dijo Paul—. Pero parece más bien una escarificación, como si se hubiera masticado el labio.
—A ver…
Paul alargó el brazo para mostrarle el labio superior de Mary O’Connor.
—Tienes razón —dijo Laurie—. ¿Y la lengua?
—Normal —dijo Paul—. Por eso dudo de que hubiera ataque. Puede que tuviese mucho dolor terminal. A lo mejor el análisis microscópico del corazón da algún síntoma patognomónico, pero apuesto a que este será un caso típico de golpe de gracia, como mínimo específicamente. Por lo demás, sé que fue cardiovascular.
Laurie asintió pero miró a Mary O’Connor. El caso tenía algo que la molestaba. Había desatado un recuerdo que Laurie no conseguía determinar.
—¿Qué me dices de las petequias que tiene en la cara? —preguntó.
—Cuadran con una dolencia cardíaca terminal —dijo Paul.
—¿Tan pronunciadas?
—Ya te he dicho que debió de haber un gran esfuerzo agónico —insistió Paul.
—¿Te importaría decirme lo que encuentres en el microscopio? Era paciente de un amigo mío. Sé que a él le interesará saberlo.
—Lo haré —dijo Paul.
Laurie se fijó en que Calvin estaba ahora con Fortworth. Lou se había ido acercando a la mesa de Southgate. Laurie fue hacia él.
—Lo siento —dijo ella cuando se puso al lado de Lou.
—Tranquila —dijo Lou—. Empiezo a sentirme como en casa.
—¡Eh, Laurie, al teléfono! Es para ti —gritó una voz por sobre el ruido de fondo de la sala de autopsias.
Laurie fue al aparato avergonzada de que su presencia hubiera sido difundida tan flagrantemente. No se atrevió a mirar a Calvin. Cogió el auricular: era Cheryl.
—Ojalá siempre me pidieras cosas tan sencillas —dijo Cheryl—. Llamé al consultorio del doctor Scheffield y la secretaria no ha podido ser más servicial. Henriette Kaufman y Dwight Sorenson eran pacientes del doctor. ¿Te sirve de algo?
—Aún no lo sé —dijo Laurie—. Pero es muy interesante. Gracias.
Laurie volvió con Lou y le dijo lo que acababa de saber.
—¡Caramba! —dijo él—. Esto va más allá de la pura casualidad. O al menos, eso creo yo.
—Las posibilidades de que eso haya ocurrido casualmente son extraordinariamente pequeñas —dijo Laurie.
—¿Pero qué significa? —preguntó Lou—. Me parece un modo terriblemente raro de llegar a Cerino, si es que de eso se trata. No tiene sentido.
—Yo opino igual —dijo Laurie.
—En cualquier caso —dijo Lou—, tengo que comprobarlo inmediatamente. Seguiremos en contacto.
Y se fue antes de que Laurie tuviera ocasión de decir adiós.
Laurie se aventuró a echar una última ojeada a Calvin. Seguía hablando con George y no parecía que su presencia le inquietara en absoluto.
Laurie telefoneó a Jordan en cuanto pudo. Como siempre, estaba operando. Dejó recado de que le llamara cuando pudiese. No tuvo más suerte que un rato antes cuando intentó reanudar el trabajo. Tenía la cabeza ocupada en lo precario de su situación laboral por haberse enemistado con tanta gente, en su serie de sobredosis y en la extraña coincidencia de que Jordan hubiera estado tratando a cinco víctimas de asesinatos del hampa.
Sus pensamientos volvieron a Mary O’Connor. Súbitamente, recordó lo que le había rondado por la cabeza un rato antes. Las escarificaciones del labio, las floridas petequias y el amoratamiento de la cara eran signos de «burkismo»[2], sofocación mediante compresión del tórax con oclusión de la boca.
Con esa idea en mente, Laurie llamó a la sala de autopsias y preguntó por Paul.
—Se me ha ocurrido una cosa —dijo Laurie cuando le pusieron con él.
—Suelta —dijo Paul.
—¿Qué opinas de una sofocación como posible causa en el caso O’Connor?
Su sugerencia fue recibida con un silencio.
—¿Y bien? —preguntó Laurie.
—La víctima estaba en el Manhattan General —explicó Paul—. En una habitación individual del ala Goldblatt.
—Procura olvidarte de eso —dijo Laurie—. Limítate a los hechos.
—Pero como patólogos forenses, se supone que hemos de tener en cuenta el entorno. Si no lo hiciésemos, erraríamos muchísimos diagnósticos.
—Sí, lo comprendo —dijo Laurie—, pero a veces el entorno puede conducir a error. ¿Qué me dices de los homicidios que se disfrazan de suicidio?
—Eso es distinto.
—¿Ah, sí? —preguntó Laurie—. Bueno, solo quería que lo tuvieras en cuenta. Piensa en las escarificaciones del labio; las petequias y la enorme congestión de cara y cabeza.
En cuanto Laurie colgó el auricular, sonó el teléfono. Era Jordan.
—Me alegro de que me haya llamado —dijo él—. Iba a telefonearla yo. Estoy en plena operación y solo tengo un segundo. Hoy hay muchos casos, incluido, le gustará saberlo, el señor Paul Cerino.
—Me alegro de… —dijo Laurie.
—Y he de pedirle un favor —le cortó Jordan—. Para poder programar a Cerino, he tenido que hacer malabarismos. Conque voy a estar aquí metido hasta tarde. ¿Podemos aplazar nuestra cita? ¿Qué le parece mañana por la noche?
—Bueno —dijo Laurie—. Pero Jordan, es que tengo que hablarle ahora mismo de algunas cosas.
—Que sea rápido —dijo Jordan—. El próximo paciente ya está en la sala de operaciones.
—Primero, sobre Mary O’Connor. Padecía del corazón.
—Eso me tranquiliza —dijo Jordan.
—¿Sabe algo de su vida privada?
—No mucho.
—¿Qué le parece si le digo que fue asesinada?
—¡Asesinada! —farfulló Jordan—. ¿Lo dice en serio?
—No sé —admitió Laurie—. Pero si usted me contara que la mujer tenía veinte millones de dólares y que estaba a punto de desheredar a su malvado nieto, la posibilidad de asesinato encajaría con lo que pienso.
—Vivía bien pero no era rica —dijo Jordan—. Oiga, ¿he de recordarle que me iba a consolar de su muerte y no a hacerme sentir peor?
—El médico que hizo la autopsia está convencido de que murió de una dolencia cardíaca.
—Así está mejor —dijo Jordan—. ¿En qué basa la suposición de asesinato?
—En mi fértil imaginación —dijo Laurie—. Y en ciertas noticias bastante sorprendentes. ¿Está usted sentado?
—Por favor, Laurie, no me venga con jueguecitos. Hace diez minutos que debería estar operando.
—¿Le dicen algo los nombres de Henriette Kaufman y Dwight Sorenson? —inquirió Laurie.
—Son dos pacientes míos. ¿Por qué?
—Eran pacientes suyos —dijo Laurie—. Los dos fueron asesinados anoche así como sus respectivos cónyuges. Las autopsias están en marcha.
—¡Santo Dios! —exclamó Jordan.
—Y eso no es todo —dijo Laurie—. Anteanoche fueron asesinados otros tres pacientes suyos. Por la forma en que fueron muertos se supone que existe una relación con el crimen organizado. Al menos, eso es lo que me han dicho.
—¡Oh, Dios mío! Y esta misma mañana, Paul Cerino estaba amenazándome en mi consultorio. Esto es una pesadilla…
—¿De qué forma le amenazó? —preguntó Laurie.
—Prefiero no hablar de ello —dijo Jordan—. Pero se ha enfadado mucho y creo que eso se lo debo a usted.
—¿A mí?
—No pensaba hablar de ello hasta que nos viéramos —dijo Jordan—, pero ya que estamos…
—¿Qué?
—¿Por qué le contó a un tal detective Soldano que estaba tratando a Cerino?
—No pensé que fuera ningún secreto —dijo Laurie—. Después de todo, usted lo mencionó en la cena en casa de mis padres.
—Supongo que tiene razón —dijo Jordan—. Pero ¿por qué, entre todas las personas, tuvo que decírselo a un policía de homicidios?
—Había venido a ver las autopsias —dijo Laurie—. El nombre de Cerino surgió en relación con unos homicidios de varias víctimas de ejecuciones del hampa habían sido rescatadas del East River.
—Por el amor de Dios… —dijo Jordan.
—Lamento ser el mensajero de tan tristes noticias.
—Usted no tiene la culpa —dijo Jordan—. Y me figuro que es mejor que yo lo sepa. Doy gracias de que esta tarde le toca a Cerino. Tal como están las cosas, cuanto antes me libre de él, mejor.
—Pero tenga cuidado —dijo Laurie—. Está pasando algo raro. Solo que no sé bien de qué se trata.
Jordan no necesitaba que Laurie le recordase que debía tener cuidado sobre todo después que Cerino le amenazara con aplastarle las manos. Y ahora la noticia de que cinco de sus pacientes habían sido asesinados y otro más estaba muerto, seguramente asesinado… Era más de lo que podía aguantar.
Preocupado por estas circunstancias tan extrañas aunque aterradoras, Jordan se levantó de la silla en la sala de médicos del Manhattan General Hospital y caminó pesadamente hacia la sala de operaciones. Se preguntaba si debería acudir a la policía para comunicarles que Cerino le había amenazado. Aunque, si se decidía a ir, ¿qué iban a hacer ellos? Nada, probablemente. ¿Qué iba a hacer Cerino? Seguramente, cumplir su amenaza. La sola idea le hizo estremecer de miedo. Jordan deseó que Cerino no hubiera entrado nunca en su consultorio.
Mientras se lavaba las manos, intentó pensar por qué razón habrían matado a cinco o quizá seis pacientes suyos. ¿Y Marsha? Pero por más que lo intentaba, no conseguía dar con un motivo. Sosteniendo las manos en alto, se abrió paso hacia la sala de operaciones.
Para Jordan, la cirugía constituía una experiencia catártica. Era un alivio ser capaz de concentrarse en el severo procedimiento de un trasplante de córnea. En las horas que siguieron se olvidó por completo de todo, amenazas, gánsteres, Marsha Schulman y homicidios por resolver.
—Magnífico trabajo —observó el residente de primer año una vez que Jordan hubo terminado.
—Gracias —dijo el otro, radiante. Luego, dirigiéndose a las enfermeras, agregó—: Estaré en la sala de médicos. Despéjenme esto lo antes posible. El siguiente caso es uno de mis pacientes de excepción.
—Sí, alteza —dijo en broma la auxiliar de quirófano.
Yendo hacia el vestíbulo, Jordan pensaba que era una suerte que le tocase ahora a Cerino. Solo deseaba haber terminado ya. Aunque rara vez se le presentaban complicaciones, estas podían ocurrir. Tembló de pensar en las consecuencias de una infección postoperatoria: no por Cerino, sino por él mismo.
Absorto en sus temores, Jordan no reparó en lo que tenía a su alrededor. Y cuando se hundió en uno de los sillones del vestíbulo y cerró los ojos ni siquiera paró atención en el hombre que estaba sentado justo enfrente de él.
—¡Buenas tardes, doctor!
Jordan abrió los ojos. Era Lou Soldano.
—Su secretaria me ha dicho que estaba usted aquí —dijo Lou—. He insistido en que era importante que hablara con usted. Espero que no le importe.
Jordan se irguió de golpe y sus ojos recorrieron nerviosos la habitación. Sabía que Cerino debía andar cerca, probablemente en el antequirófano. Lo cual quería decir que ese individuo alto y flaco debía de rondar por allí. Cerino había insistido en ello y la administración del hospital había accedido a su petición. Jordan no quería para nada que el hombre de Cerino le viese con Lou Soldano. No deseaba verse obligado a dar explicaciones.
—Han ocurrido ciertas cosas… —prosiguió Lou—. Espera que pueda usted aclarármelas.
—Tengo otra operación —dijo Jordan, haciendo ademán de levantarse.
—Siéntese, doctor —dijo Lou—. Solo le robaré un minuto. Al menos de momento. Hemos hecho indagaciones sobre cinco homicidios recientes que sospechamos fueron cometidos por la misma o mismas personas, y el único modo en que hemos podido relacionarlos hasta ahora, aparte de la manera en que fueron asesinados, es que eran pacientes suyos. Naturalmente nos gustaría preguntarle si tiene usted idea de cuál es el motivo.
—Me han informado de ello hace una hora escasa —dijo Jordan, nervioso—. No tengo ni la menor idea de cuál pueda ser la razón. Pero sí puedo decirle que yo no tengo nada que ver en todo esto.
—¿Podemos suponer, entonces, que han pagado todos sus facturas? —preguntó Lou.
—Teniendo en cuenta las circunstancias —le espetó Jordan—, no me parece un comentario divertido.
—Perdone mi humor negro —dijo Lou—. Pero haciendo un cálculo de lo que le ha costado ese consultorio y sabiendo que posee una limu…
—Oiga, no tengo por qué hablar con usted si no quiero —dijo Jordan, interrumpiendo de nuevo a Lou y haciendo una vez más ademán de levantarse.
—No tiene por qué hablar conmigo ahora —dijo Lou—, es verdad. Pero tendrá que hacerlo tarde o temprano, así que lo mejor sería que intentara cooperar. La situación es muy seria, al fin y al cabo.
Jordan volvió a sentarse.
—¿Qué es lo que quiere de mí? No tengo nada que añadir a lo que ya sabe. Estoy seguro de que sabe usted mucho más que yo.
—Hábleme de Martha Goldburg, Steven Vivonetto, Janice Singleton, Henriette Kaufman y Dwight Sorenson.
—Eran pacientes míos —dijo Jordan.
—¿Cuál era el diagnóstico de cada uno? —preguntó Lou, sacando lápiz y libreta.
—Eso no puedo decírselo. Es información que no puedo divulgar. Y no me venga otra vez con que hablé del caso Cerino con la doctora Montgomery. Cometí un error mencionándolo.
—Si acudo a los familiares, obtendré esa información —dijo Lou—. ¿Por qué no me facilita las cosas?
—Es asunto de las familias contárselo si así lo desean —dijo Jordan—. No estoy en libertad de divulgar esa información.
—Muy bien —dijo Lou—. Hablemos de generalidades, pues. ¿Tenían todos el mismo diagnóstico?
—No —dijo Jordan.
—¿No? —inquirió Lou. De pronto pareció aflojarse visiblemente—. ¿Está seguro?
—Claro que estoy seguro —dijo Jordan.
Lou miró su libreta en blanco y reflexionó unos segundos. Luego, levantando los ojos, preguntó:
—¿Tenían esos pacientes alguna relación entre sí, ni que fuera remota? Por ejemplo, ¿coincidían normalmente en el día de visita o algo parecido?
—No.
—¿Es posible que sus historiales hubieran estado juntos por algún motivo?
—No, los guardo por orden alfabético.
—¿Alguno de estos pacientes pudo ser visitado el mismo día que Cerino?
—Eso no sabría decírselo —admitió Jordan—. Pero le diré una cosa. Cuando el señor Cerino venía a verme, no veía nunca a ningún otro paciente, ni ningún otro paciente le veía a él.
—¿Está seguro de eso? —preguntó Lou.
—Completamente —dijo Jordan.
—De acuerdo. Seguiremos en contacto, estoy seguro. Lou se puso el sombrero y salió del vestíbulo.
Jordan le siguió hasta la puerta y se quedó mirando cómo se alejaba por el largo pasillo hacia los ascensores centrales del hospital. Vio cómo pulsaba el botón, esperaba y luego entraba en el ascensor.
Jordan escudriñó entonces el pasillo en busca del hombre de Cerino. Atravesando el recibidor, se asomó a la sala de espera del quirófano. Se sintió más tranquilo al no ver al individuo flaco por ninguna parte.
Jordan suspiró. Era un alivio que Lou se hubiera ido por fin. La entrevista había dejado a Jordan más consternado que nunca, y no solo por temor a que el hombre de Cerino hubiera podido verles hablando. Jordan se daba cuenta de que no le caía bien al policía y ello podía significar problemas. Jordan se temía que iba a tener que vérselas con él en un futuro.
En el vestuario de hombres, Jordan se mojó la cara con agua fría. Necesitaba recobrarse a fin de tranquilizarse un poco antes de ir a la sala de operaciones. Pero no le fue fácil. Estaban pasando muchas cosas. Su cabeza hervía de agitación. Una de las cosas que más le turbaba era que existía efectivamente un modo de que los cinco homicidios estuvieran relacionados, incluida Mary O’Connor. Jordan se había dado cuenta mientras hablaba con Lou, pero había optado por no decir nada. Y el hecho de haber tomado esa postura le desconcertaba. No sabía si el motivo de no haberlo mencionado era no estar seguro de lo que quería decir o bien si no lo había hecho por miedo. Por descontado, Jordan no quería convertirse también en víctima.
Camino del quirófano, donde Paul Cerino esperaba para ser operado, Jordan decidió que lo más seguro era no hacer nada. Después de todo, estaba entre dos fuegos.
Jordan se detuvo de repente. Se había dado cuenta de otra cosa. Pese a tantos problemas, su actividad quirúrgica era mayor que nunca. Eso debía de jugar algún papel. Mientras empezaba a andar otra vez, todo empezó a cobrar un grotesco y malicioso sentido. Jordan aceleró el paso. Decididamente, la mejor manera de llevar el asunto era haciéndose el tonto. Sin duda, era el modo más seguro. Y además le gustaba la cirugía.
Jordan empujó la puerta del quirófano y se acercó a Cerino, que estaba sensiblemente sedado.
—Estará usted listo enseguida —dijo Jordan—. Relájese.
Después de darle a Cerino una palmadita en el hombro, Jordan se dio la vuelta y fue a lavarse las manos. Al pasar junto a uno de los enfermeros que iban en pijama, vio que en realidad no era un enfermero. Jordan le había reconocido por los ojos. Era el flaco.