Noviembre, 6.45, lunes, Nueva York
La alarma del viejo Westclox de cuerda siempre conseguía arrancar violentamente a Laurie Montgomery de las profundidades del bendito sueño. Aunque poseía ese reloj desde el primer año de universidad, no había llegado a acostumbrarse a su temible estruendo. Siempre la despertaba con un susto, a lo que ella respondía invariablemente lanzándose contra el maldito artefacto como si su vida dependiese de parar el despertador tan pronto como fuese humanamente posible.
Esta lluviosa mañana de noviembre no fue una excepción. Mientras dejaba nuevamente el despertador en el alféizar, Laurie percibió los fuertes latidos de su corazón. La eficacia de ese episodio cotidiano radicaba en la consiguiente descarga de adrenalina. Incluso de haber podido volver a la cama, no habría llegado a pegar ojo. Y lo mismo le pasaba a Tom, su gatito atigrado y semisalvaje de año y medio, que había salido de lo más profundo del armario al oír la alarma.
Resignada a empezar una jornada más, Laurie se levantó, removió los dedos dentro de sus pantuflas de badana y fue a conectar el r para ver las noticias locales.
Vivía en un pequeño apartamento de un solo dormitorio en la Calle 19, entre la Primera y Segunda avenidas, en un edificio de seis pisos. Su casa estaba en la quinta planta, en la parte de atrás. Sus dos ventanas daban a un laberinto de patios traseros.
Puso en marcha la máquina de café que tenía en su diminuta cocina. La noche antes lo había preparado poniendo un filtro con café y la cantidad exacta de agua. Con la cafetera funcionando, arrastró los pies hasta el cuarto de baño y se miró en el espejo.
—¡Uf! —dijo, girando la cabeza de un lado a otro para comprobar los desperfectos de otra noche sin dormir lo suficiente.
Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. A Laurie no le sentaban bien las mañanas. Era una noctámbula consumada y solía leer hasta altas horas de la noche. Le encantaba leer, tanto si era un voluminoso libro de patología como si se trataba de un popular best seller. Sus gustos eran muy variados en cuanto a ficción. En sus estanterías se amontonaban libros de todo tipo, desde novela negra y sagas románticas hasta volúmenes de historia, ciencias en general e incluso sicología. Aquella noche había sido una novela de asesinatos y estuvo leyendo hasta que terminó el libro. Cuando apagó la luz no tuvo arrestos para mirar la hora. Como de costumbre, por la mañana se juró a sí misma que nunca volvería a estar despierta hasta tan tarde.
Con la ducha, la mente de Laurie empezó a despejarse lo suficiente para repasar las cuestiones que se le planteaban ese día. En la actualidad cumplía su quinto mes como inspectora médica adjunta en el Centro de Medicina Forense de la ciudad de Nueva York. El fin de semana pasado, Laurie había tenido que estar disponible, lo cual significaba trabajar sábado y domingo. Había realizado seis autopsias: tres un día y otras tres el siguiente. Varios de los casos necesitaron un seguimiento adicional antes de darlos por terminados, de modo que empezó a hacer mentalmente una lista de lo necesario.
Laurie se secó enérgicamente al salir de la ducha. Daba gracias de que hoy iba a ser un día de «papeleo», es decir, que no le encargarían ninguna autopsia más. Así pues, dispondría de tiempo para hacer las anotaciones necesarias de las autopsias ya realizadas. Estaba esperando material sobre unos veinte casos procedentes del laboratorio, de los investigadores médicos, de los hospitales locales o de la policía. Esta avalancha de documentación era lo que constantemente amenazaba con abrumarla.
Laurie se sirvió café en la cocina. Luego volvió con la taza al cuarto de baño para maquillarse y secarse el pelo. Arreglarse el pelo era lo que le llevaba más tiempo. Lo tenía espeso, largo y de un color castaño rojizo cuyas mechas gustaba de dar brillo con henna una vez al mes. Laurie estaba orgullosa de su pelo, que consideraba su mejor peculiaridad. Su madre siempre la estaba animando a que se lo cortara, pero a Laurie le gustaba llevarlo largo hasta los hombros y hacerse trenza o recogérselo en lo alto de la cabeza. En cuanto al maquillaje, Laurie defendía siempre la teoría de que «menos es más»: un poquito de perfil para realzar sus ojos verdeazulados, unos toques de lápiz para definir sus finas cejas rubiorrojizas y una breve aplicación de rimel, para completar su rutina con unos toques de rosa coral y lápiz de labios. Satisfecha del resultado, cogió su taza de café y se retiró al dormitorio.
Había empezado «Buenos días, América». Escuchó sin prestar demasiada atención mientras se ponía la ropa que había dispuesto la noche antes. La patología forense seguía siendo con mucho cosa de hombres, pero ello animaba a Laurie a realzar su feminidad mediante su vestido. Se puso una falda verde y un jersey de cuello cisne a juego. Al contemplarse en el espejo, se gustó. Era la primera vez que se ponía este conjunto. Le hacía parecer más alta que su metro sesenta y dos e incluso más esbelta que sus cincuenta y dos kilos.
Después de beber su café, tomar un yogur y poner galletas para gato en el plato de Tom, Laurie se puso la trinchera con cierta dificultad. Luego cogió el bolso, el almuerzo —que también había dejado listo la noche anterior—, el maletín y salió del apartamento. Tardó un poco en cerrar toda la colección de cerraduras de la puerta, herencia del anterior inquilino. Laurie fue hacia el ascensor y pulsó el botón de bajada.
Casi en el mismo momento, tan pronto el vetusto ascensor empezaba su gimoteante subida, Laurie oyó el clic de la cerradura de Debra Engler. Al volver la cabeza, Laurie observó cómo la puerta del apartamento delantero se abría un poquito y alguien tiraba de la cadena de seguridad. El ojo inyectado en sangre de Debra la miraba fijamente. Encima del ojo había una greña enmarañada de cabello gris.
Laurie respondió al ojo entrometido con una mirada agresiva. Era como si Debra estuviera siempre acechando detrás de la puerta ante el menor ruido en el pasillo. Esa repetida intrusión exacerbaba a Laurie. Pese al hecho de que el pasillo era una zona común, aquello le parecía una violación de su intimidad.
—Será mejor que cojas el paraguas —dijo Debra con su ronca voz de fumadora.
El que Debra tuviese razón no hizo sino irritar aún más; a Laurie. Había olvidado el paraguas, ciertamente. Sin dar a Debra el menor signo de reconocimiento por temor a animarla en su irritante manía de vigilar, Laurie volvió hacia su puerta y se dispuso a repetir la complicada sucesión de apertura de cerrojos. Cinco minutos después, al entrar en el ascensor, vio que el ojo inyectado en sangre continuaba mirando resueltamente.
La exasperación de Laurie se desvaneció mientras el ascensor descendía con lentitud. Sus pensamientos giraron otra vez en torno al caso que la había estado preocupando sobre manera todo el fin de semana: un chico de doce años que había recibido un pelotazo en el pecho jugando a béisbol.
—La vida no es justa —murmuró Laurie en un susurro pensando en la prematura muerte del muchacho.
Las muertes de niños eran las más duras de concebir. Creyó que su paso por la facultad la haría insensible a ello pero no fue así. Y tampoco cuando estuvo de residente en anatomía patológica. Pero ahora que estaba en medicina forense, estas muertes le resultaban más difíciles aún de aceptar. ¡Eran tantos los que morían! Hasta el accidente la víctima del pelotazo había sido un niño sano, radiante de salud y vitalidad. Todavía recordaba su pequeño cuerpo tendido sobre la mesa de autopsias; la auténtica imagen de la salud, aparentemente dormido. Pero así y todo, Laurie tuvo que coger el escalpelo y destriparlo como a un pescado.
Laurie tragó saliva mientras el ascensor se detenía con un golpe sordo. Casos como el de este chico hacían que pusiera en cuestión la carrera que había elegido. Se preguntó si no tendría que haber estudiado pediatría y haber podido así tratar a niños vivos. El campo de la medicina por el que había optado podía resultar siniestro.
A pesar suyo, Laurie tuvo que agradecerle a Debra su advertencia en cuanto vio el día que hacía. El viento soplaba a ráfagas violentas y la lluvia prometida había empezado a caer. La vista de su calle en ese momento concreto hizo que pusiera en cuestión, tanto como su carrera, la elección del lugar donde vivir. No era agradable mirar esa calle cubierta de basura. Quizá debería haberse ido a una ciudad más limpia y nueva, como Atlanta, o a una ciudad donde siempre era verano como Miami. Laurie desplegó el paraguas y lo inclinó hacia el viento pugnando por avanzar por la Primera Avenida.
Mientras caminaba iba pensando en una de las ironías de su elección de carrera. Había escogido patología por varias razones. Por una parte, pensaba que teniendo un horario fijo sería más fácil de compaginar la medicina con el hecho de tener una familia. Pero el caso es que ella no tenía familia, a no ser que incluyera a sus padres, que, en realidad, no contaban mucho. Ni siquiera mantenía una relación significativa. Laurie nunca había pensado que a los treinta y dos años no tendría hijos propios, y mucho menos que seguiría soltera.
Un corto paseo en taxi con un conductor cuya nacionalidad no pudo deducir ni de lejos la llevó a la esquina de la Primera y Treinta. Le había sorprendido mucho encontrar taxi. En circunstancias normales la combinación de lluvia y hora punta significaba ausencia de taxis libres. Sin embargo, esta mañana había visto salir a alguien de un taxi en el momento que llegaba a la Primera Avenida. Pero aunque no hubiese podido conseguir uno, tampoco habría sido una catástrofe. Era una de las ventajas de vivir a solo once manzanas del trabajo. Muchos días hacía el trayecto a pie, tanto al ir como al volver.
Después de pagar el taxi, Laurie empezó a subir la escalera principal del Centro de Medicina Forense de la ciudad de Nueva York. El edificio, de seis pisos, quedaba eclipsado por el resto del Centro Médico de la Universidad de Nueva York y el Hospital Bellevue. Su fachada era de ladrillo azul con ventanas de aluminio y puertas batientes de un moderno y poco atractivo diseño.
Normalmente, Laurie no prestaba atención al edificio pero en esta lluviosa mañana de noviembre tampoco este iba a librarse de su visión crítica, lo mismo que su carrera y la calle donde vivía. El lugar era deprimente, debía confesarlo. Estaba meneando la cabeza, pensando si algún arquitecto podría haberse sentido satisfecho al hacer esta obra, cuando reparó en que el vestíbulo estaba a tope. La puerta principal, pese a la helada mañana, estaba abierta de par en par y se veía una lánguida columna de humo de cigarrillo saliendo del interior.
Sintiendo curiosidad, Laurie se abrió paso entre el gentío hasta llegar con dificultad a la sala de Identificación. Marlene Wilson, la recepcionista de siempre, estaba evidentemente abrumada por la insistencia de al menos dos personas apretujándose contra su mesa y haciéndole preguntas. Los medios de comunicación habían tomado el sitio por asalto con sus cámaras, magnetófonos, videos de televisión y focos. No cabía duda de que había sucedido algo fuera de lo común.
Tras una breve pantomima para recabar la atención de Marlene, Laurie consiguió meterse en la zona interior. Experimentó una ligera sensación de alivio cuando la puerta al cerrarse, extinguió el barullo de voces y el acre humo del cigarrillo.
Laurie se detuvo un momento a echar una ojeada a la triste sala donde los parientes del muerto eran llevados para hacer la identificación y tuvo la ligera sorpresa de ver que estaba vacía. Viendo el alboroto que había fuera, había imaginado encontrarse gente en la sala de identificación. Encogiéndose de hombros, continuó hacia la oficina de identificación. La primera persona con quien Laurie se encontró fue Vinnie Amendola, uno de los técnicos del depósito de cadáveres. Ajeno al pandemónium de la recepción, Vinnie estaba tomando café en una taza de plástico mientras examinaba las páginas de deportes del New York Post. Tenía los pies encima del borde de una de las mesas metálicas grises. Como de costumbre, antes de las ocho de la mañana, Vinnie estaba solo en el cuarto. Él se encargaba de preparar café para todos. Había otra cafetera, más grande, en la oficina de Identificación, un cuarto que servía para varias funciones, como por ejemplo de zona de reunión informal por las mañanas.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Laurie mientras cogía el programa de autopsias del día.
Aunque no le tocaba hacer ninguna, siempre sentía curiosidad por los casos que entraban.
Vinnie bajó el periódico:
—Problemas —dijo.
—¿Problemas de qué clase? —preguntó Laurie.
Por el pasillo que iba a la sala de Comunicaciones pudo ver que las dos secretarias del turno de día no daban abasto con los teléfonos. Los paneles que tenían enfrente parpadeaban de llamadas que esperaban turno. Laurie se sirvió una taza de café.
—«Colegiala asesinada». Un caso más —dijo Vinnie—. Una quinceañera que al parecer ha sido estrangulada por su novio. Sexo y drogas. Niños ricos, ya sabes. Ha sido cerca del Tavern On The Green. Con todo el entusiasmo que el primer caso despertó hace un par de años, la Prensa está aquí desde que trajeron el cuerpo.
Laurie chasqueó la lengua:
—Es horrible. Para todos: se ha perdido una vida y se ha echado a perder otra. —Se puso azúcar y un poquito de nata en el café—. ¿Quién lo lleva?
—El doctor Plodgett —dijo Vinnie—. Tuvo que salir a escena cuando le llamó el médico de turno. Serían las tres de la mañana.
Laurie suspiró.
—Pobre… —murmuró. Lo sentía por Paul. Llevar este caso le iba a representar un gran estrés porque, al igual que ella, no tenía mucha experiencia. Solo hacía un año que era adjunto. Laurie únicamente llevaba allí cuatro meses y medio—. ¿Dónde está Paul? ¿En su despacho?
—Qué va —dijo Vinnie—. Está haciendo la autopsia.
—¿Ya? ¿Por qué tanta prisa? —quiso saber Laurie.
—No me lo explico —contestó Vinnie—. Pero los que salían del turno de medianoche me han dicho que Bingham llegó sobre las seis. Paul debe de haberlo llamado.
—Este caso me intriga cada vez más —dijo Laurie.
El doctor Harold Bingham, de cincuenta y ocho años era el inspector médico en jefe de Nueva York, un puesto que le convertía en poderoso personaje del mundo forense.
—Creo que voy a bajar al hoyo a ver si me entero de lo que pasa —comentó Laurie.
—Yo que tú tendría cuidado —dijo Vinnie luchando con el diario para doblarlo—. Yo también he pensado en entrar ahí, pero la verdad es que Bingham está de un humor espantoso. Claro que esto no es nada extraño.
Laurie saludó con la cabeza a Vinnie al salir del cuarto. Para evitar la masa de periodistas que había en recepción fue a los ascensores por el camino más largo, pasando por Comunicaciones. Las secretarias estaban demasiado ocupadas para dar los buenos días. Laurie saludó con el brazo a uno de los dos detectives asignados por la policía al servicio de inspección médica. El policía estaba sentado en su cuartito contiguo a la sala de Comunicaciones. También él estaba hablando por teléfono.
Después de pasar por otra puerta, Laurie fue mirando en cada uno de los despachos de los investigadores forenses para decir hola, pero todavía no había nadie. Al llegar donde el ascensor principal, pulsó el botón de subida y, como de costumbre, tuvo que esperar la pausada respuesta del vetusto aparato. A su derecha, al fondo del pasillo, vio un hervidero de periodistas en la recepción. Laurie sintió pena por la pobre Marlene Wilson.
Mientras subía a su despacho en la quinta planta, Laurie trataba de comprender a qué se debía la temprana presencia de Bingham no solo en el despacho sino también en la sala de autopsias. Ambas cosas eran poco frecuentes y eso incitaba su curiosidad.
Como su compañera de oficina, la doctora Riva Mehta, no había llegado aún, Laurie solo estuvo unos minutos allí. Dejó el bolso, el almuerzo y el maletín en su taquilla, lo cerró con llave y se puso el pijama de color verde. Como no tenía que hacer ninguna autopsia, no se molestó en ponerse la acostumbrada segunda capa de ropa impermeable.
Laurie volvió a tomar el ascensor para ir al sótano, donde estaba el depósito de cadáveres. No se trataba de un sótano en el sentido exacto de la palabra, ya que estaba al nivel de la calle por la parte del edificio que daba a la Calle 30. Los cadáveres entraban y salían del depósito por una rampa de carga de la misma calle.
En el vestuario, que Laurie rara vez utilizaba como tal prefiriendo cambiarse en su despacho, se puso unas fundas para zapatos, un delantal, una mascarilla y una capucha.
Vestida como para una intervención quirúrgica, apareció en la puerta de la sala de autopsias.
El «hoyo», como se lo conocía cariñosamente, era una habitación mediana de unos quince metros de largo por nueve de ancho. En su momento fue considerada el no va más, pero ya no. Como ocurría con otras muchas entidades de la ciudad, su mantenimiento y modernización tan necesarios se habían resentido de la falta de fondos. Las ocho mesas de acero inoxidable estaban viejas y manchadas por incontables necropsias. De cada mesa colgaban anticuadas balanzas de resorte. Una serie de piletas, cajones para clichés de rayos X, antiguos armaritos con puerta de cristal y tuberías descubiertas llenaban las paredes. No había ninguna ventana.
Solo funcionaba una mesa: la segunda desde el fondo, a la derecha de Laurie. Al cerrarse la puerta detrás de Laurie, los tres médicos uniformados, enmascarados y encapuchados que había en torno a la mesa levantaron la cabeza para mirarla un momento antes de volver a su macabro quehacer. Sobre la mesa yacía el cuerpo desnudo y marfileño de la adolescente. Justo encima suyo, una sola fila de lámparas fluorescentes blancoazuladas iluminaba el cuerpo. El succionante ruido del agua que se escurría por un desagüe a los pies de la mesa empeoraba aún más la espeluznante escena.
Laurie tuvo la inmediata intuición de que debía darse la vuelta y marcharse, pero luchó contra esa sensación avanzando decidida hacia el grupo de médicos. Puesto que a todos los conocía bien, pudo reconocerlos pese al conjunto de gafas protectoras y máscaras que les tapaba la cara, Bingham estaba al otro lado de la mesa, de cara a Laurie. Era un hombre rechoncho de baja estatura, facciones gruesas y nariz abultada.
—¡Joder, Paul! —saltó Bingham—. ¿Es la primera vez que haces una disección de cuello? Tengo una rueda de prensa y tú te dedicas a hacer el tonto como un alumno de primer año de medicina. ¡Pásame el escalpelo!
Bingham le arrebató el instrumento de la mano y se inclinó sobre el cadáver. Un rayo de luz brilló en el borde de filo de acero inoxidable.
Laurie se aproximó a la mesa. Estaba a la derecha de Paul. Al notar su presencia, este volvió la cabeza y sus ojos se encontraron por un momento. Laurie supo que Paul estaba realmente fuera de sí e intentó proyectarle su apoyo con la mirada, pero Paul desvió la cabeza. Laurie lanzó entonces una mirada al técnico del depósito, quien evitó mirar en esa dirección. La atmósfera era explosiva.
Laurie bajó los ojos para ver lo que estaba haciendo Bingham. Había abierto el cuello del cadáver mediante una incisión bastante anticuada que iba desde la punta de la barbilla hasta lo alto del esternón. Había desollado la piel, apartándola a los lados como quien abre una blusa de escote subido. Bingham procedía ahora a soltar los músculos adyacentes al cartílago tiroides y al hueso hiodes. Laurie comprobó que había pruebas de trauma premortal con hemorragia en los tejidos.
—Lo que sigo sin entender —dijo bruscamente Bingham sin levantar los ojos de su trabajo—, es por qué no le metieron las manos… en bolsas…
Los ojos de Laurie y de Paul se encontraron de nuevo. Ella supo de inmediato que él no tenía excusa alguna. Deseaba ayudarle, pero no se le ocurría cómo. Compartiendo la incomodidad de su colega, Laurie se alejó de la mesa. Había hecho el esfuerzo de vestirse para ir a ver, pero ahora se iba de la sala de autopsias porque había demasiada tensión como para que mereciese la pena quedarse. No quería empeorarle las cosas a Paul concediéndole más público a Bingham.
De nuevo en su despacho, tras haberse despojado de la capa exterior de prendas protectoras, Laurie se sentó a su mesa y se puso a trabajar. Su primera ocupación consistía en completar cuanto pudiera de las tres autopsias que había hecho el domingo. El primer caso había sido el del chico de doce años. El segundo se trataba, sin duda alguna, de una sobredosis de heroína, pero Laurie quiso dar un repaso a los hechos. La víctima había sido hallada con toda la parafernalia habitual del drogadicto. Se conocía su adicción a la heroína. En la autopsia, los brazos de la víctima mostraron múltiples señales de inyección intravenosa, antiguas y recientes. Tenía un tatuaje en el brazo derecho: «Nacido para perder». Su interior mostraba las señales acostumbradas de muerte por asfixia más un edema pulmonar espumoso. Pese a que estaban pendientes los estudios microscópicos y de laboratorio, Laurie parecía a gusto con su conclusión de que la causa de la muerte era una sobredosis y el género de muerte, accidental.
El tercero lo era todo menos un caso claro. Una ayudante de vuelo de veinticuatro años había sido hallada en su casa en bata de baño, tras haber perdido supuestamente el conocimiento en el pasillo, junto al cuarto de baño, Su compañera de habitación la había encontrado en el suelo. Gozaba de buena salud y había vuelto de un viaje a Los Ángeles el día anterior. No se sabía que consumiera drogas.
Laurie había realizado la autopsia sin encontrar nada. Todos sus hallazgos eran completamente normales. Preocupada por el caso, Laurie hizo localizar al ginecólogo de la joven por uno de los inspectores médicos. Después de hablar con el médico, Laurie se convenció de que la mujer estaba totalmente sana. Él la había visitado solo unos meses antes.
Como había tenido un caso similar hacía poco, Laurie había mandado al inspector médico al apartamento del joven para que le trajese todos los electrodomésticos de uso personal que hubiera en el baño. Sobre la mesa de Laurie había una caja de cartón con una nota del inspector médico en la que decía que aquello era todo lo que había podido encontrar.
Con la uña del dedo pulgar, Laurie rasgó la cinta adhesiva con que estaba precintada la caja, levantó la tapa echó una ojeada al interior. La caja contenía un secador de pelo y un viejo rizador metálico. Laurie sacó ambos aparatos de la caja y los puso sobre la mesa. Del cajón inferior de la derecha, extrajo un aparato de medición eléctrica llamado voltiohmiómetro.
Laurie examinó en primer lugar la resistencia eléctrica entre las clavijas y el secador propiamente dicho. En ambos casos, la lectura marcó la máxima cantidad de ohmios o ausencia de corriente. Pensando que tal vez se habría equivocado de nuevo, probó el rizador de cabello. Para su sorpresa, el resultado fue positivo. Entre una de las clavijas y la funda del rizador, el voltiohmiómetro registraba cero ohmios, es decir, flujo ininterrumpido de corriente.
Con algunas herramientas básicas como un destornillador y unos alicates, Laurie abrió el rizador y encontró enseguida el cable gastado que hacía contacto con la funda metálica del aparato. Ahora estaba claro que la pobre ayudante de vuelo había sido víctima de una electrocución de bajo voltaje. Como solía suceder en estos casos, la víctima había sufrido una pequeña conmoción, lo cual no le había impedido deshacerse del aparato y salir del cuarto antes de perecer de una arritmia cardiaca mortal. La causa de la muerte era electrocución y la clase de muerte accidental.
Tras haberle hecho la «autopsia», Laurie dejó el rizador encima de la mesa, sacó su cámara fotográfica y dispuso las piezas de modo que fuese visible la conexión anormal. Luego se levantó para hacer una foto directamente desde arriba. Al mirar por el visor, se sintió satisfecha del caso. No pudo reprimir una sonrisa a sabiendas de que su trabajo era muy distinto de lo que la gente presumía. No solo había resuelto el misterio de la muerte prematura de la pobre mujer, sino que asimismo había salvado a otros de correr la misma suerte.
El teléfono sonó antes de que pudiese sacar la foto del rizador. Estaba tan sumamente concentrada que el ruido la sobresaltó. Con irritación apenas velada, contestó el teléfono. Era la operadora que le decía si le importaba coger la llamada de un médico desde el Manhattan General Hospital, añadiendo que había pedido hablar con el jefe.
—¿Entonces por qué me lo pasas a mí? —quiso saber Laurie.
—El jefe está liado en la sala de autopsias y no encuentro al doctor Washington. Alguien ha dicho que está fuera hablando con los periodistas, conque he empezado a marcar números de otros doctores. Usted ha sido la primera en responder.
—Pásamelo —dijo Laurie con resignación.
Se recostó en su silla de despacho. Confiaba en que la conversación durara poco. Si querían hablar con el jefe, no iban a contentarse con la persona que ocupaba el lugar más bajo del escalafón…
Laurie se presentó en cuanto le pasaron la comunicación. Resaltó el hecho de que era uno de los inspectores médicos adjuntos y no el jefe.
—Soy el doctor Murray —dijo su interlocutor—. Residente de último año. Necesito hablar con alguien sobre un caso de sobredosis que ha ingresado cadáver esta mañana.
—¿Qué es lo que desearía saber? —preguntó Laurie.
Donde ella trabajaba, los casos de muerte por drogas eran un asunto cotidiano. Su atención se desvió parcialmente al rizador de cabello. Se le había ocurrido una idea mejor para fotografiarlo.
—El nombre del paciente era Duncan Andrews —dijo el doctor Murray—. Varón, raza blanca, treinta y cinco años. Llegó sin actividad cardiaca ni respiración espontánea y una temperatura corporal que registramos en cuarenta y dos grados.
—Ajá —dijo tranquilamente Laurie.
Sosteniendo el auricular en la curva del cuello, montó de nuevo las piezas del rizador.
—Había evidencia masiva de actividad epiléptica —dijo el doctor Murray—. Le hicimos un electro y salió completamente plano. El resultado del laboratorio fue un nivel de cocaína en la sangre de veinte microgramos por milímetro.
—¡Uau! —exclamó Laurie dejando escapar una carcajada de asombro. El doctor había conseguido llamar su atención—. Demonios, a eso le llamo yo un buen nivel. ¿Cuál fue la vía de administración? ¿Oral? ¿Es que era uno de esos «camellos» que intentan pasar droga tragándose condones llenos de cocaína?
—No creo —dijo el doctor Murray dejando escapar a su vez una carcajada—. El tipo era una especie de mago de Wall Street. No fue por vía oral sino intravenosa.
Laurie tragó saliva mientras pugnaba por mantener soterrados unos viejos e indeseables recuerdos. La garganta se le había secado de golpe.
—¿También había heroína? —preguntó.
En los años sesenta se hizo famosa una mezcla de heroína y cocaína conocida por «speedball».
—Nada de heroína —dijo el doctor—. Solo cocaína, pero está claro que la dosis era de elefante. Si su temperatura era de cuarenta y dos cuando se la tomamos, a saber hasta dónde debió de subir.
—Bueno, parece bastante sencillo —dijo Laurie—. ¿Cuál es la pregunta? Si quiere saber si se trata de un caso para el forense, le diré que en efecto lo es.
—No, eso ya lo sabemos —dijo el doctor Murray—. El problema no es ese. La cosa es más complicada. El individuo fue encontrado por su novia, que vino con él. Pero después acudió la familia. Y ha de saber que la familia tiene contactos, no se si me entiende. El caso es que las enfermeras descubrieron que el señor Duncan Andrews llevaba en la cartera una tarjeta de donante de órganos, así que llamaron al coordinador de donaciones. Sin saber que era un caso para inspección médica, el coordinador de donaciones de órganos preguntó a la familia si permitirían la enucleación de los ojos, puesto que eran el único tejido aparte de los huesos que aún podía ser utilizado. Comprenderá que no solemos hacer mucho caso de las tarjetas de donantes a menos que la familia acceda. Pero esta familia accedió. Personalmente creo que es porque les gustaría creer que su hijo ha muerto de causa natural. En fin, sea como sea, queríamos hablarlo con ustedes por pura cuestión de trámite antes de hacer nada.
—¿Va en serio que la familia accedió? —dijo Laurie.
—Ya se lo he dicho, insistieron enérgicamente —observó el doctor Murray—. Según la novia, ella y el difunto habían hablado en varias ocasiones de la falta de órganos para trasplantes, y habían ido juntos al Depósito de órganos de Manhattan para poner su firma en respuesta al llamamiento que el organismo hizo el año pasado por televisión.
—El señor Duncan Andrews se ha regalado una buena dosis de cocaína —dijo Laurie—. ¿Había alguna nota de suicidio?
—No —dijo el doctor Murray—. Y tampoco es que estuviera deprimido, al menos eso dice su novia.
—Suena todo bastante insólito —comentó Laurie—. Personalmente no creo que respetar la petición de la familia pueda afectar a la autopsia, pero no estoy autorizada a tomar este tipo de decisión. Lo que sí puedo hacer es indagar en las altas esferas y llamarle inmediatamente.
—Se lo agradeceré —dijo el doctor Murray—. Si hemos de hacer alguna cosa será mejor pronto que tarde.
Laurie colgó el teléfono y, con cierta renuencia, dejó el rizador desmontado y bajó de nuevo al depósito. Sin ponerse la protección de rigor, Laurie asomó la cabeza por la puerta e inmediatamente se dio cuenta de que Bingham se había ido.
—¿El jefe te ha dejado que termines? —dijo Laurie a Paul alzando la voz. Paul se volvió hacia ella.
—Dad gracias a Dios por los pequeños favores —dijo Paul, su voz ligeramente amortiguada por la mascarilla—. Suerte que tenía que subir a la rueda de prensa que estaba programada. Imagino que me creerá capaz de coser el cadáver.
—Vamos, Paul —dijo Laurie como para animarle—. Piensa que Bingham siempre trata a la gente en la mesa de autopsias como si fueran incompetentes.
—Intentaré tenerlo presente —dijo Paul, no muy convencido.
Laurie dejó que la puerta se cerrase. Para subir a la primera planta utilizó las escaleras del fondo del depósito. No tenía sentido esperar el ascensor para subir ella sola.
El pasillo del primer piso estaba abarrotado de gente de la prensa y la televisión. Laurie consiguió llegar a la puerta doble que daba a la sala de Conferencias. Por encima de las cabezas de los periodistas pudo ver la brillante y calva coronilla de Bingham reflejando la chillona iluminación instalada para las cámaras de televisión. Bingham respondía a las preguntas del hemiciclo y sudaba copiosamente. Laurie se dio cuenta al momento de que era humanamente imposible poder hablar con él sobre el asunto del Manhattan General. Poniéndose de puntillas, Laurie escudriñó la sala en busca del doctor Calvin Washington, el inspector médico delegado. Normalmente era fácil distinguirle entre un montón de gente por su metro noventa y siete y sus ciento catorce kilos de hombre de color. Por fin, Laurie lo divisó de pie junto a la puerta que comunicaba la sala de Conferencias con el despacho del jefe.
Saliendo por la recepción y atajando después por las oficinas del jefe, Laurie consiguió acercarse a Calvin por detrás. Pero cuando llegó donde estaba, dudó. El doctor Washington tenía un carácter violento. Su físico y su humor intimidaban a la mayoría de la gente, incluida Laurie. Haciendo acopio de coraje, Laurie le tocó ligeramente en el brazo. Él se giró de inmediato. Sus ojos oscuros barrieron a Laurie de una mirada. Que no estaba contento parecía bastante claro.
—¿Qué hay? —preguntó en un susurro forzado.
—¿Puedo hablar un momento con usted? —preguntó Laurie—. Se trata de un asunto de trámites con referencia a un caso del Manhattan General.
Tras echar un vistazo a su sudoroso jefe, Calvin asintió con la cabeza. Pasó por delante de Laurie y fue a cerrar la puerta que daba a la sala de Conferencias.
—Esto de la «colegiala asesinada, dos» se ha puesto feo —dijo meneando la cabeza—. Detesto a los de la prensa. Nunca buscan la verdad, sea cual sea, no son más que una jauría en busca de chismes, y el pobre Harold está tratando de justificar por qué no le metieron las manos en bolsas.
—¿Por qué no llevaban guantes?
—Porque al médico de turno no se le ocurrió —dijo Calvin enfadado—. Y cuando llegó Plodgett el cuerpo ya estaba en el furgón.
—¿Cómo es que el médico de turno permitió que se llevaran el cadáver antes de que llegase Paul? —preguntó Laurie.
—¡Yo qué sé! —reventó Calvin—. Todo esto es un lío, un desastre de cojones.
Laurie se encogió:
—Odio tener que decirlo, pero creo que abajo hay otro problema en potencia.
—Vaya, ¿de qué se trata? —Inquirió Calvin.
—Lo que imagino que era la ropa de la víctima estaba en una bolsa de plástico encima del mostrador.
—¡Mierda! —soltó Calvin.
Se abalanzó sobre el teléfono de Bingham y marcó la extensión del «hoyo». En cuanto contestaron al teléfono, gritó que alguien acabaría en la mesa de autopsias si las ropas de la «colegiala asesinada, 2» estaban en una bolsa de plástico.
Sin esperar respuesta, Calvin aplastó el auricular contra la horquilla. Luego le lanzó a Laurie una mirada feroz como si el mensajero fuese el culpable de las malas noticias.
—No creo que ningún hongo haya destruido ninguna prueba con tanta rapidez —dijo Laurie, voluntariosa.
—No se trata de eso, en realidad —dijo bruscamente Calvin—. Esto es Nueva York y no el quinto infierno. Meteduras de pata como estas no se pueden tolerar y menos con tanta publicidad como ahora. Parece como si todo el caso tuviera gafe. En fin, ¿qué pasa con el Manhattan General?
Laurie le contó a Calvin en pocas palabras el caso de Duncan Andrews, y que el médico esperaba respuesta a su petición. Resaltó el hecho de que era la familia la que deseaba respetar la voluntad del difunto de donar sus órganos.
—Si en este Estado tuviéramos una ley de inspección médica decente, este problema no se plantearía siquiera —gruñó Calvin—. Creo que debemos respetar la petición de la familia. Dígale al doctor que en estas circunstancias lo que debe hacer es sacar los ojos, pero antes que nada fotografiarlos. Debería también obtener muestras vítreas del interior para el departamento de Toxicología.
—Se lo diré enseguida —dijo Laurie—. Gracias.
Calvin se despidió distraídamente con la mano mientras abría de nuevo la puerta de la sala de Conferencias. Laurie regresó cortando por la secretaría del jefe de servicio e hizo que Marlene la pasase al recibidor por el interfono. Tuvo que avanzar haciendo eses entre los periodistas y pasar por encima de los cables que alimentaban los focos de televisión. La rueda de prensa de Bingham seguía su curso. Laurie pulsó el botón de subida del ascensor.
—¡Ahhhh! —chilló como reacción a un deliberado pinchazo en las costillas.
Laurie giró sobre sus talones para castigar a quienquiera que fuese el autor. Esperaba encontrarse un colega, pero no fue así. Delante suyo había un extraño de treinta y pocos años. Llevaba puesta una trinchera abierta por delante; la corbata tenía el nudo aflojado. Su cara mostraba una sonrisa candorosa.
—¿Laurie? —dijo.
Laurie le reconoció al momento. Era Bob Talbot, un reportero del Daily News a quien ella conocía de la universidad. Hacía tiempo que no le veía y fuera de contexto le costó unos segundos reconocerle. A pesar de su enfado, le sonrió.
—¿Dónde te metes? —inquirió Bob—. Hace siglos que no te veo.
—Supongo que últimamente me he vuelto un poco solitaria —admitió Laurie—. Tengo un montón de trabajo y además he empezado a preparar mis exámenes de forense.
—Quien mucho trabaja poco tiempo tiene para divertirse, ya sabes —dijo Bob.
Laurie asintió, tratando de sonreír. Llegó el ascensor. Laurie entró y mantuvo la puerta abierta con una mano.
—¿Qué opinas de este nuevo «asesinato de colegiala»? —preguntó Bob—. Menudo lío se está armando.
—Por fuerza —dijo Laurie—. Es material que ni pintado para la prensa sensacionalista. Y encima parece ser que ya hemos metido la pata. Supongo que es un recordatorio de lo que pasó con el primer caso. Quizá demasiado para mis colegas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Bob.
—De entrada, las manos de la víctima no estaban metidas en bolsas —dijo Laurie—. ¿No has oído lo que decía el doctor Bingham?
—Claro que sí, pero según él no importa.
—Ya lo creo que importa —dijo Laurie—. Aparte, la ropa que llevaba la víctima terminó en una bolsa de plástico. ¡Vaya fallo! La humedad facilita el crecimiento de microorganismos que pueden afectar a las pruebas. Otra metedura de pata. Desgraciadamente el inspector médico que lleva el caso es uno de los nuevos. Por derecho le habría tocado a alguien con más experiencia.
—Parece que el novio ya ha confesado —dijo Bob—. ¿No te parece todo muy formal?
Laurie se encogió de hombros:
—Podría cambiar de opinión cuando haya empezado el proceso. Su abogado seguro que sí. De manera que como no haya un testigo, solo quedarán las pruebas y, en este tipo de casos, raramente hay testigos.
—Quizá tengas razón —dijo Bob asintiendo con la cabeza—. Veremos. Entretanto, es mejor que vuelva a la rueda de prensa. ¿Qué tal si cenamos algún día de esta semana?
—Lo pensaré —dijo Laurie—. No quiero ser esquiva, pero es verdad que he de estudiar si quiero aprobar. ¿Por qué no me llamas y lo hablamos?
Bob asintió mientras Laurie dejaba que se cerrase la puerta del ascensor. Pulsó el quinto. Una vez en su despacho, llamó al Manhattan General y le dijo al doctor Murray lo que le había explicado el doctor Washington.
—Gracias por tomarse la molestia —dijo el doctor Murray cuando Laurie hubo terminado—. En este tipo de circunstancias va bien tener algunas pautas.
—Procure hacer buenas fotos —le aconsejó Laurie—. Si no, los trámites podrían cambiar…
—No se preocupe —dijo el doctor Murray—. Tenemos un departamento fotográfico propio. Será un trabajo de profesionales.
Después de colgar el teléfono, Laurie volvió al rizador de pelo. Sacó media docena de fotos desde varios ángulos y con distinta iluminación. Solucionado el asunto del rizador, Laurie se concentró en el único caso que quedaba del domingo, el único y el más turbador: el chico de doce años.
Laurie se levantó de la mesa y fue otra vez a la primera planta para hablar con Cheryl Myers, una de las inspectoras médicas. Le explicó que necesitaba más testigos oculares del momento en que el muchacho recibió el pelotazo. Puesto que la autopsia no había dado evidencias positivas, iba a necesitar declaraciones personales en las que basar su diagnóstico de commotio cordis o muerte por golpe en el pecho. Cheryl prometió ponerse a ello inmediatamente.
De vuelta en la planta quinta, Laurie fue a Histología para ver si podían darse prisa con los portaobjetos del chico. Sabiendo lo turbada que estaba la familia, tenía ganas de concluir su parte de la tragedia. Los familiares solían llegar a un cierto tipo de aceptación en cuanto conocían la verdad. La aflicción se volvía más complicada por el aura de incertidumbre que rodeaba toda muerte por causa desconocida.
Mientras estaba en Histología, Laurie cogió algunas pruebas de casos que habían llegado a sus manos la semana anterior. Al pasar por Toxicología y Serología cogió unos informes. Al llegar a su despacho desparramó sobre la mesa todo el material que traía y se puso a trabajar. Sin contar una corta pausa para almorzar, Laurie estuvo todo el día revisando los portaobjetos, compulsando los informes del laboratorio, haciendo llamadas y completando el máximo número de fichas.
El hecho de saber que al día siguiente iban a asignarle al menos dos, y puede que hasta cuatro nuevos casos para autopsia, alimentaba su ansiedad; si no lograba estar al día con el papeleo, se vería desbordada. No había forma de aburrirse en el Servicio de Inspección Médica de Nueva York, puesto que cada año se recibían entre quince y veinte mil encargos para autopsia. El promedio diario era de dos homicidios y dos sobredosis por droga.
Hacia las cuatro de la tarde, Laurie empezó a aflojar la marcha. El volumen de trabajo y su intensidad habían hecho sus estragos. Cuando el teléfono sonó por centésima vez, Laurie respondió con voz cansada. Al comprobar que era la señora Sanford, la secretaria del doctor Bingham, se irguió en la silla por puro reflejo. No pasa todos los días que a uno le llame el gran jefe.
—El doctor Bingham desea verla en su despacho, si le parece oportuno —dijo la señora Sanford.
—Enseguida bajo —respondió Laurie.
Se sonrió por lo de «si le parece oportuno». Conociendo al doctor Bingham, lo más probable es que se tratara de una traducción hecha por la señora Sanford de: «¡Que baje la doctora Montgomery cuanto antes!». De camino, Laurie trató en vano de imaginar para qué quería verla el doctor Bingham.
—Pase —le dijo la señora Sanford, mirando a Laurie por encima de sus gafas de leer.
—¡Cierre la puerta! —ordenó el doctor Bingham tan pronto Laurie puso el pie en su despacho. Estaba sentado detrás de su impresionante mesa de despacho—. ¡Siéntese!
Laurie hizo lo que le decían. El tono airado de Bingham era una advertencia de lo que se le venía encima. Laurie comprendió enseguida que no estaba allí para que la elogiasen. Observó a Bingham quitándose las gafas de aro metálico y depositándolas sobre el cartapacio. Sus gruesos dedos manejaban las gafas con sorprendente habilidad.
Laurie examinó el rostro de Bingham. Sus acerados ojos azules parecían fríos, distantes. Sobre la punta de la nariz se distinguía una fina red de capilares.
—Usted sabe perfectamente que tenemos una oficina de relaciones públicas, ¿no es así? —empezó Bingham en un tono sarcástico, de enojo.
—Naturalmente —contestó Laurie cuando Bingham hizo una pausa.
—Entonces sabrá también que la responsable de toda información que se da tanto al público como a los medios de comunicación es la señora Donatello.
Laurie asintió con la cabeza.
—Y seguramente debe saber que, a excepción de mí mismo, todo el personal de este servicio debe reservarse sus opiniones personales por lo que concierne a asuntos de inspección médica.
Laurie no dijo nada. Aún no sabía adónde llevaba esta conversación.
De pronto, Bingham saltó de su butaca y empezó a ir de un lado a otro por detrás de su mesa.
—De lo que no estoy tan seguro —prosiguió— es de que haya comprendido que el hecho de ser inspector médico comporta importantes responsabilidades sociales y políticas. —Dejó de pasear arriba y abajo para mirar a Laurie—. ¿Entiende lo que le digo?
—Creo que sí —dijo Laurie, pero había una parte de la conversación que se le escapaba.
No tenía la menor idea de lo que había precipitado la diatriba.
—Con creerlo no basta —dijo bruscamente Bingham.
Se detuvo y se inclinó sobre su mesa, lanzándole a Laurie una mirada feroz.
Por encima de todo, Laurie deseaba mantener la serenidad. No quería parecer impresionable. Detestaba este tipo de situaciones. El enfrentamiento no era precisamente su fuerte.
—Por otra parte —le espetó Bingham—, el infringir las normas referentes a información privilegiada es algo que no toleraré. ¿Está claro?
—Sí —respondió Laurie luchando por contener las lágrimas. No estaba ni triste ni furiosa, solo enfadada. Con la cantidad de trabajo que había estado haciendo, no pensaba merecer semejante perorata—. ¿Puedo saber de qué se trata?
—Por supuesto —dijo Bingham—. Cuando la rueda de prensa sobre el asesinato de Central Park iba a terminar, se ha levantado un periodista y ha empezado a preguntar sobre el hecho de que usted había declarado abiertamente que este departamento no estaba llevando bien el caso. ¿Le dijo usted esto o no a un periodista?
Laurie se encogió en su asiento. Trató de devolverle la mirada a Bingham, pero acabó teniendo que desviar los ojos. Sentía un acceso de perplejidad, culpa, ira y resentimiento. Le sorprendía que Bob hubiera tenido tan poco juicio y menos respeto aún por su confidencia.
—Mencioné algo en ese sentido —consiguió decir al fin.
—Me lo imaginaba —dijo Bingham con presunción—. Sabía que el periodista no habría tenido valor para inventar semejante cosa. Bien, considérese advertida, doctora Montgomery. Eso es todo.
Laurie salió dando tumbos del despacho del jefe. Humillada, no se atrevió siquiera a intercambiar miradas con la señora Sanford por temor a perder el control de esas lágrimas que había estado reprimiendo. Deseando no tropezarse con nadie, Laurie corrió hacia las escaleras para no tener que esperar el ascensor.
Dio gracias de que su compañera de despacho estuviese aún en la sala de autopsias. Después de cerrar la puerta, Laurie se sentó a su mesa. Se sentía anonadada, como si todos esos meses de duro trabajo hubieran quedado en agua de borrajas por una estúpida indiscreción.
Con una súbita determinación, Laurie descolgó el teléfono. Quería llamar a Bob Talbot para decirle lo que pensaba de él. Pero empezó a dudar y finalmente dejó el auricular en su sitio. En ese momento no tenía fuerzas para un nuevo enfrentamiento, así que respiró hondo y soltó el aire muy despacio.
Intentó volver a su trabajo, pero no podía concentrarse. Abrió su maletín y puso en su interior varias de las fichas por terminar. Tras recoger sus otras pertenencias, Laurie tomó el ascensor a la planta sótano y salió por la rampa del depósito de cadáveres a la Calle 30. No quería arriesgarse a toparse con alguien en la recepción.
Mientras se dirigía al sur por la Primera Avenida seguía lloviendo, cosa que parecía encajar con su estado de ánimo. La ciudad tenía peor aspecto si cabe que por la mañana, con ese manto de humo acre flotando entre los edificios que se alineaban en la calle. Laurie anduvo con la cabeza gacha para evitar los grasientos charcos, la basura y las miradas de la gente sin hogar.
Incluso el edificio donde vivía le pareció más sucio que de costumbre, y mientras esperaba el ascensor pudo percibir el olor de todo un siglo de cebollas fritas y carne con mucha grasa. Al llegar a la quinta planta, lanzó una mirada furiosa al ojo inyectado en sangre de Debra Engler sin atreverse a decirle nada. Una vez en su apartamento, cerró la puerta con tanta fuerza que hizo inclinar un grabado de Klint que había comprado en el Metropolitan.
Tampoco el festivo Tom pudo levantarle el ánimo cuando vino a frotársele en la espinilla mientras ella se quitaba la trinchera y metía el paraguas en el estrecho armario del vestíbulo. Finalmente, Laurie fue a la sala de estar y se desplomó en su butaca.
Negándose a ser ignorado, Tom saltó sobre el respaldo del sillón y empezó a ronronearle junto al oído derecho. Como eso no surtió efecto, Tom se puso a tocarle el hombro con la pata sin parar. Laurie reaccionó finalmente alargando la mano y poniendo el gato sobre su regazo, donde empezó a acariciarle distraídamente.
Cuando la lluvia golpeó la ventana como un puñado de granos de arena, Laurie se lamentó de estar viva. Era la segunda vez en lo que iba de día que pensaba en el hecho de no estar casada. Las críticas de su madre parecían ahora más pertinentes que de costumbre. Se preguntó de nuevo si habría elegido bien su carrera. ¿Y dentro de diez años? ¿Se imaginaba en el mismo atolladero de su solitaria vida cotidiana, esforzándose porque no le pillara el toro del papeleo que comportaban las autopsias, o asumiría obligaciones de tipo administrativo como Bingham?
Con absoluta sorpresa, Laurie notó por primera vez que no tenía deseo alguno de mandar. Hasta el momento, siempre había intentado sobresalir, ya fuera en la escuela o en la facultad, y aspirar a ser jefa habría encajado bien en ese molde. Sobresalir había sido para Laurie un tipo de rebelión, un intento de hacer que su padre, el gran cirujano de corazón, reconociese por fin su valía. Pero no sirvió de nada. Sabía que a ojos de su padre ella nunca había podido sustituir al hermano mayor que murió a la tierna edad de diecinueve años.
Laurie suspiró. No era propio de ella estar deprimida, y el hecho de estarlo lo acentuaba aún más. Nunca habría pensado que podía ser tan susceptible a las críticas. Quizá había sido desdichada y ni siquiera lo había notado con tantísimo trabajo encima.
Laurie reparó en la lucecita roja del contestador. Estaba parpadeando. Al principio no hizo caso, pero el parpadeo se hacía más insistente a medida que la habitación se sumía en la oscuridad. Después de estar mirando la lucecita durante otros diez minutos, la curiosidad pudo con ella y fue a escuchar la cinta. Era una llamada de su madre, Dorothy Montgomery, quien le pedía que la llamase en cuanto llegara a casa.
—¡Mira qué bien! —dijo Laurie en voz alta.
Consideraba si llamar o no, sabiendo de la capacidad de su madre para crisparle los nervios en el mejor de los casos. No le apetecía, precisamente ahora, exponerse una vez más al escepticismo y a los gratuitos consejos de su madre. Laurie escuchó el mensaje por segunda vez y, tras convencerse de que el tono de voz era de verdadera preocupación, hizo la llamada. Dorothy contestó al momento.
—Gracias a Dios que has telefoneado —le dijo casi sin aliento—. No sé qué habría hecho si no llamas. Estaba pensando mandarte un telegrama. Mañana por la noche celebramos una fiesta y quiero que vengas. Va a venir alguien que deseo que conozcas.
—¡Mamá! —dijo Laurie con exasperación—. No sé si tengo ganas de fiestas. He tenido un mal día, sabes.
—Bobadas —exclamó Dorothy—. Razón de más para salir de ese horroroso apartamento tuyo. Lo pasarás de fábula, ya verás. Te hará bien. La persona a quien quiero que conozcas es el doctor Jordan Scheffield, un oftalmólogo maravilloso, conocido en todo el mundo. Me lo ha dicho tu padre. Y lo mejor de todo es que se ha divorciado hace poco de una mujer espantosa.
—No me interesan las citas a ciegas —dijo Laurie enfadada.
No podía creer que su madre no solo olvidara cuál era su estado en ese momento, sino que quisiera hacerla ligar con una especie de oculista divorciado.
—Ya es hora de que conozcas a alguien que valga la pena —dijo Dorothy—. Nunca he comprendido qué viste en ese Sean Mackenzie. Ese chico es un inútil, un maleante y una mala influencia para ti. Me alegro de que por fin rompieras con él para siempre.
Laurie hizo girar los ojos. Su madre estaba en forma. Aun cuando había algo de cierto en lo que decía, no tenía ganas de oírlo justo ahora. Laurie había salido de vez en cuando con Sean desde la escuela. Al principio, su relación fue muy tempestuosa. Pero aunque él no era exactamente un maleante, sí que poseía cierto atractivo de forajido entre su moto y sus malos modales. Durante una temporada esa personalidad «artística» de él ejerció sobre Laurie un gran poder de seducción. En aquel entonces ella había sido lo bastante rebelde para probar drogas con Jean en varias ocasiones. Pero Laurie esperaba que esta fuese la separación definitiva.
—Te espero a las siete y media —dijo Dorothy—. Y quiero que te pongas algo bonito, como ese conjunto de lana que te regalé por tu cumpleaños. ¡Ah!, y el pelo. Péinatelo hacia arriba. Me encantaría hablar más rato, pero tengo muchísimo que hacer. Hasta mañana, querida. Adiós.
Laurie apartó el auricular de la oreja y se lo quedó mirando con incredulidad en la sala a oscuras. Su madre acababa de colgarle. No sabía si soltar un taco, si reír o si llorar. Dejó el auricular en su horquilla. Por último, se echó a reír. Su madre era un verdadero carácter. Mientras se repetía mentalmente la conversación, le parecía imposible que hubiera tenido lugar. Era como si ella y su madre hablaran en longitudes de onda diferentes.
Paseando por su apartamento, Laurie fue encendiendo las luces y luego corrió las cortinas. Protegida del mundo exterior, se soltó el pelo y se desvistió. Eso la hizo sentir mejor, por alguna razón. La alocada conversación con su madre había conseguido librarla de golpe de sus deprimentes pensamientos. Al meterse en la ducha, Laurie admitió para sí que tendía a ser más emotiva en asuntos profesionales de lo que ella quería. El darse cuenta de ello resultaba molesto. No le importaba vestirse de un modo femenino pero no pretendía prestar fe al estereotipo de hembra frágil y voluble. De ahora en adelante, intentaría ser más profesional. Se daba cuenta asimismo del error que había cometido al confiar en Bob. Tendría que asegurarse de guardar sus opiniones para sí misma, sobre todo por lo que a lo medios de comunicación concernía. Tenía suerte de que Bingham no la hubiera despedido.
Bajo el chorro de agua, Laurie pensaba en prepararse, una ensalada y luego estudiar un poco. Después recordó la cena prevista para el día siguiente en casa de sus padres. Aunque su primera reacción había sido absolutamente negativa, estaba empezando a pensarlo mejor. Tal vez le serviría para romper la rutina. Entonces se preguntó hasta qué punto sería insoportable ese oftalmólogo recién divorciado, y cuántos años debía de tener.