Epílogo

—«… ha confesado ser la persona que asesinó a Alina Costa y llevó el cadáver al lugar del hallazgo, en el aparcamiento del pinar del Belvedere. El defensor del acusado ha solicitado un reconocimiento psiquiátrico para su defendido, insistiendo en que tenía sus facultades mentales alteradas en el momento de los hechos». ¡Genial! Demasiado cómodo, venga. Todos caen de pie, con esas facultades mentales alteradas. Es decir, que si voy al ayuntamiento y digo que cuando me casé estaba borracho, ¿puedo ir a ver a mi mujer y decirle que se quite de en medio? Me gustan, sí.

—Tranquilo, Ampelio, no le concederán esas facultades mentales alteradas.

—¡Me parece lo mínimo! Ese asesino delincuente… Igual que me parecería lo mínimo que le dieran una medalla al chaval, porque si no hubiese sido por él…

El chaval, es decir, Massimo, estaba tranquilamente comiéndose un cruasán apoyado en la barra: era principios de diciembre y la temporada ya casi había terminado. Ahora las personas que entraban por la mañana eran casi todas locales y no querían un café, sino un relato, por lo cual era inútil hacer como que trabajaba. Así que estaba allí, entre los viejos, que lo miraban como si ellos, con sus manos, hubieran producido esa mente sutil capaz de resolver un lío como aquél, y entre otros clientes varios que se quedaban pendientes de sus labios.

—A estas alturas —observó Ampelio por tercera o cuarta vez en el día sin disimular su satisfacción—, da lo mismo que les cuentes también a ellos cómo lo lograste.

A lo que Massimo, con docilidad y orgullo, reanudó el relato completo en beneficio de quienes no estaban antes. Contó cómo Okey le había indicado a qué hora, más o menos, debían de haber metido el cadáver de aquella pobre chica en el contenedor; contó cómo había notado que el asesino debía de ser alto y cómo había llegado a sospechar de Pigi.

—Además, pobre Pigi, la coartada que había dado a la policía era cierta. El chico de la farmacia de San Piero, que es amigo suyo, me confirmó que le había vendido una caja de Imodium a eso de las doce y media de la noche, pero tenía tanta apariencia de chiste que, de primeras, nadie le había creído.

Llegó, así, entre una y otra visita a Fusco, al momento fatídico, a la catarsis. La del intelecto, no la de Pigi, de la que se ha hablado antes.

—Cuando Pilade hizo notar que mi abuelo había salido de casa en pantuflas, me acordé de que también Alina llevaba pantuflas cuando fue encontrada. No chanclas ni pantuflas de piel, como se ha escrito en el periódico, sino un par de zuecos blancos ortopédicos, como los que usan los médicos de hospital; algo que no te pones para ir por allí. Entonces comencé a pensar que, cuando fue asesinada, debía de estar en casa; pero no es posible, me dije, porque la mataron entre las once y la una, y a esa hora no podía estar en casa, porque… Bueno, me distraje un momento y dejé vagar un poco la mirada y, de pronto, vi el taburete dentro del bar.

Pausa teatral, cigarrillo que se enciende solo, me habré fumado cuarenta esta mañana, haya paz. Aquél era el momento crucial, el punto en que se había sentido de verdad como Poirot al entenderlo todo de repente; con la mente despejada, sin devanarse los sesos, había notado algo que tenía a la vista desde siempre.

También el doctor Carli era muy alto.

—Desde que me vi implicado, en toda esta historia había varias cosas que no cuadraban. Voy a un aparcamiento a las cinco de la mañana, convencido de tener que explicarle a un adolescente achispado la diferencia entre una muñeca hinchable y una mujer de carne y hueso, y me encuentro frente a un contenedor del que sobresale la cabeza de una chica. No vi el reflejo de la hebilla de una bota u otra cosa, no; vi, directamente, el rostro. El que hubiese metido a la chica allí dentro, o no había perdido el tiempo en ocultarla bien o la había dispuesto a propósito de aquella manera. Sobre la posibilidad de que alguien se arriesgara a esconder un cadáver en un contenedor para luego dejarlo allí a la buena de Dios, me mostré un poco escéptico; por otra parte, si la habían dejado adrede a la vista significaba que quien la hubiera metido allí quería que el cadáver fuera encontrado lo antes posible. ¿Eso cuadra?

Las cabezas de los presentes asintieron.

—Por tanto, si se parte del hecho de que el homicida dejó el cuerpo de aquel modo deliberadamente, se llega a la conclusión de que quería que el cuerpo fuera descubierto lo antes posible. Aquí me topo con lo primero que no cuadra: ni Pigi ni Messa tienen una coartada para la noche. Messa, para ser exactos, la tenía, pero habría preferido evitar utilizarla. Todo esto no casa demasiado con las ansias de que se descubra cuanto antes un homicidio cometido precisamente en el período en que no era factible, o esperable, reconstruir sus movimientos, es decir, entre las once y la una. En segundo lugar, tenemos dos posibles imputados. Uno de ellos no tiene coartada, pero tampoco un móvil plausible. El otro quizá habría tenido un motivo, pero lo que es seguro es que tiene una buena coartada para el período en que se produjo el homicidio. Uno no tiene móvil, el otro no tiene ocasión; en pocas palabras, no cuadra. ¿Alguno de vosotros sabe qué es un axioma?

El Imserso permaneció en silencio.

—Me lo imaginaba. Un axioma es una proposición que se asume como verdadera porque es considerada obvia, y que proporciona el punto de partida para la construcción de un sistema matemático. Todo sistema matemático o lógico se funda en axiomas cuya validez no es posible demostrar. Además, investigar de manera exhaustiva sobre la validez o la coherencia de esos axiomas no es factible, como ya demostró Kurt Gödel en los años treinta. Básicamente, Gödel expuso que en todo sistema matemático coherente, es decir, que no contiene contradicciones, hay afirmaciones verdaderas que no pueden ser demostradas por medio del sistema mismo. Cuando un sistema investiga sobre sí mismo, debe aceptar el hecho de que hay verdades que no puede demostrar.

Massimo dio una profunda calada al cigarrillo.

—Cada vez que construyo un sistema debo, a la fuerza, dar por descontadas algunas afirmaciones que no pueden, de ningún modo, ser probadas. Sin embargo, esto vale para las matemáticas; en cambio, en la vida real es cierto que, en general, uno se basa, de forma consciente o inconsciente, en varios axiomas que ni se plantea querer verificar. Por ejemplo, uno de estos axiomas podría asegurar a alguien que el telediario, o el párroco, o el partido dicen siempre la verdad. Alguno de vosotros recordará el chiste sobre L’Unità y los cocodrilos que vuelan[3]. Yo, por ejemplo, siempre creí que mi ex mujer me decía la verdad y me puse malo cuando descubrí que no era así.

Ampelio gruñó. Más que en la ex pareja de Massimo, probablemente pensaba en los cocodrilos.

—Así que, recapitulando: si algo no cuadra en la manera en que he reconstruido los hechos, caben dos posibilidades. Uno: he cometido un error de razonamiento. Dos: no he cometido ningún error, pero al menos una de las premisas de las que he partido es falsa. En este caso, ¿cuál era la premisa que me estaba fastidiando?

Pausa teatral.

—Visto ahora, la respuesta es obvia. La premisa que me estaba jodiendo era la siguiente: la policía, y en general todos los responsables de la investigación, dicen la verdad. Esto me llevaba a considerar como prueba concreta algo que, en realidad, era un error, o sea, que Alina Costa había muerto entre las once de la noche y la una de la madrugada.

Pausa, sorbo de té.

—Quizá haya sido el hecho de que había pensado en los médicos del hospital, no lo sé. Vi el taburete en el que poco antes había estado sentado el doctor y pensé: es cierto que el doctor Carli también es alto. Bastante alto, casi dos metros. Ahora bien, no sé explicar del todo en orden lo que pensé pero, dado que llevaba una hora jugando una brisca de cinco, acababa de contar un montón de mentiras para convencer a mi abuelo de que jugaba con él, lo cual no era verdad. En resumen, estaba muy satisfecho de haberlo enredado hasta el fondo a fuerza de chorradas. En cualquier caso, se me ocurrió que el doctor Carli es alto. Y ése fue el punto de partida de todo.

Pausa, calada al cigarrillo.

—Así, sin ningún motivo, se me ocurrieron varias cosas. De inmediato se me ocurrió que la hora de la muerte de la chica, entre las once y la una, casualmente un período de tiempo en que el doctor Carli tenía una coartada, la había determinado él, pero nada nos aseguraba que fuera verdad. Se me ocurrió que un SMS en nombre de Alina podía mandarlo cualquiera: si el móvil hubiera estado encendido, bastaba con tener el pulgar oponible. Se me ocurrió que el «chico» con el que Alina tenía una relación estable y del cual no quería contar nada, ni siquiera a su amiga, era un chico sólo en nuestra cabeza, y no habíamos considerado que podía ser un cincuentón. En resumen, se me ocurrió que el doctor había jugado a la brisca de cinco con todos nosotros, mintiendo sobre la hora de la muerte, y que había jugado también con Bruno Messa al mandarle un mensaje en que, haciéndose pasar por Alina, lo invitaba a cenar.

—Sí —afirmó Aldo, como diciendo continúa, adelante, te seguimos.

—Este tipo de engaño podía resultar particularmente eficaz, porque Alina había telefoneado antes a una amiga y le había comentado que estaba a punto de salir a cenar con su amigo secreto. Claro que lo mantenía en secreto: ahora todos lo sabéis, pero no era fácil explicar que se iba a la cama con un hombre de cincuenta años, encima amigo de la familia.

Massimo apagó el cigarrillo y se sirvió otro vaso de té helado. Se quedó mirando un momento el vaso empañarse por el frío, después dio un sorbo especialmente satisfecho.

—En resumen, como sabéis, reconstruí la velada de la siguiente manera: Alina va a casa del doctor, que está solo porque su mujer se ha ido a las termas. Pasa el final de la tarde allí, incluso se pone un par de zapatillas de la mujer del doctor porque, probablemente, acababa de salir de la ducha. Llama a su amiga, luego… Luego sucede lo que sucede. Son más o menos las ocho: el doctor manda un SMS a Bruno Messa invitándolo a cenar en nombre de Alina. A continuación se viste, coge el cuerpo de Alina y lo mete en el maletero del coche de la chica. Después, con el mismo coche, igual que el suyo, hasta en el color, el doctor va a la fiesta de los marqueses de Calvelli. De este modo, se construye una coartada absolutamente indestructible: un centenar de personas lo vieron en un sitio muy concreto y durante un período bastante prolongado. Es prácticamente imposible que alguien note que no lleva su coche; además, no quiere que, después de esconder el cadáver, alguien pueda apuntar el número de la matrícula del suyo en un lugar cercano al aparcamiento. Por otra parte, el doctor es conocido en el círculo de holgazanes de los amigos de su mujer como un excéntrico y a nadie le parecerá extraño que haya ido a la fiesta con un mísero Clio, en vez del Jaguar. ¿No podía hacer este cambio más tarde? No lo sé, quizá le daba miedo que alguien regresara a esa hora y lo notara, tal vez la criada, mientras que hacia las nueve era seguro que estaría solo, su hijo había salido y el jardín del chalé es muy frondoso, es imposible verlo desde fuera. Por lo tanto, después de las cuatro, cuando se marcha de la fiesta, se dirige al aparcamiento: mete a la chica en el contenedor y, a continuación, deja el automóvil allí. Aparte, tiene que hacerlo porque el coche se empantana y ya no se puede mover; no sé si después tenía intención de llevarlo a otra parte. De todos modos, desde un punto de vista técnico el homicidio es perfecto: a la mañana siguiente, él mismo anunciará que la chica murió cuatro horas más tarde de la hora real de la muerte y las investigaciones tomarán ese rumbo. El doctor ni siquiera entrará en el grupo de los sospechosos.

—Entonces, ¿por qué…? —preguntó Pilade, bien arrellanado en la silla, sacando tripa y con los pantalones a la altura del esternón, entrando oportunamente en el discurso, como un actor consumado, para dar el justo apoyo al narrador—. De una chica así, ¿no se lo esperaba?

Massimo extendió los brazos.

—Qué te puedo decir… Yo creo que el doctor Carli estaba enamorado de Alina de verdad, que incluso había pensado en contárselo todo a su mujer, en comenzar otra vida. Entonces descubres que la persona con la que quieres rehacer tu vida está embarazada. Ella te lo anuncia, tranquila, y quizá incluso te dice que es tuyo. Cómo no. Lástima que tú, que casualmente eres médico, te hayas hecho una vasectomía hace varios años. Con total seguridad, no puedes tener hijos. Por eso, de repente empiezas a notar en la cabeza un hermoso casco extragrande de vikingo y tu futuro ángel del hogar se transforma en una hembra de serpiente, o de zorro, o en una combinación de ambas. Te ha traicionado, y no sólo eso: te ha traicionado con el que tú consideras un grano en el culo del mundo, o con otro de la misma ralea. Hay que eliminarlos a los dos: a ella, físicamente; a él, en cambio, legalmente. El SMS le debió de parecer un golpe de ingenio y, en efecto, no era una mala idea. Despistó las investigaciones durante varios días, aunque no lo logró; más tarde o más temprano, Bruno Messa hablaría: siempre es mejor confesar a papaíto que esnifas y no que estrangulas a chicas. Cuando salió la cuestión de la altura, constituyó otro tremendo golpe de suerte; fui precisamente yo quien se lo proporcionó. La historia de Pigi, alto, sin duda alguna ambiguo y con una coartada que era literalmente una cagada, parecía perfecta. Cuando lo pienso ahora, me daría un martillazo en la cabeza.

—No se puede decir que no lo hayas remediado —dijo Aldo—. Lo que de verdad me impresionó fue cómo conseguiste encontrar una prueba. Sin ella, ni por putas estábamos aquí hablando. Fusco ni te habría escuchado; al contrario, probablemente te habría acusado de complicidad con Pigi y te habría metido en la cárcel también a ti, junto con el amigo farmacéutico.

Massimo asintió mientras atacaba otro cruasán.

Recordó la visita a la casa de Arianna Costa, cuando le contó que sabía qué había sucedido. Empezó, justamente, con la prueba: el vídeo del sistema de cámaras de circuito cerrado del jardín del chalé de los Calvelli-Storani, que había hecho copiar del original esa misma tarde, pocos minutos antes, a un amigo que trabajaba en la agencia de vigilancia que custodiaba la mansión. Vio por décima vez las imágenes que mostraban al doctor Carli llegando a la fiesta con un Clio con la misma matrícula que el de Alina y ese aparcamiento en dos maniobras que, en su banalidad en blanco y negro, transformaba al doctor de amiguete siempre dispuesto a la broma en asesino. Observó cómo el rostro de Arianna perdía en un segundo toda la indiferencia y el aplomo que la vida le había esculpido, con los ojos amoratados bajo el maquillaje a causa de las noches insomnes, mientras miraba la televisión como se mira la propia casa que se derrumba; con una pregunta demasiado difícil hasta de formular, de tanta angustia que se siente al conocer ya la respuesta. A continuación, acompañó a Massimo a la puerta, sin mirarlo a la cara, y Massimo se sorprendió de no verla llorar. Probablemente, pensó con estupidez Massimo en esas circunstancias, llorará mañana. Esta noche quizá consiga dormir.