—No, es inútil. Me rindo. No entiendo un pimiento.
Sentado con comodidad al volante, con el respaldo, la camisa blanca y la espalda confortablemente pegadas entre sí por un buen litro de sudor a pesar de las ventanillas abiertas, gracias al aire acondicionado averiado desde hacía un mes, Massimo viajaba por la autopista hacia Rosignano. Estaba yendo al mar, el verdadero mar, en Maremma, nada de Pineta y su agua turbia en la que no te ves los pies ni siquiera cuando cubre diez centímetros, y en aquellas jornadas nada tenía el poder de hacerle perder el buen humor. Además, en el coche podía hablar solo cuanto quisiera y nadie lo miraba mal; a lo sumo, quizá asumían que hablaba por el manos libres.
Massimo pensaba a menudo en cómo el automóvil cambiaba radicalmente la personalidad: para ser más concretos, lo pensaba cada vez que se enfurecía de manera vergonzosa con los demás automovilistas, culpables de ocupar la misma carretera que le correspondía a él de pleno derecho sin saber conducir un carajo. Las mismas personas que, si se le hubieran colado en la panadería, como mucho le habrían arrancado una sacudida de cabeza. En cambio, si estás en el coche, estás en tu cascarón, solo contigo mismo, por lo tanto, eres totalmente sincero y no tienes miedo de eventuales consecuencias sociales como miradas de reprobación o tortazos: así, te cabreas. Los demás seres humanos ya no son personas, sino que se convierten en actores dentro de una ocasional televisión en movimiento, en extraños peces rojos que pasan a tu lado, algunos demasiado veloces para distinguirlos y otros demasiado lentos para permitirles circular legalmente, como ese viejo con sombrero de ahí delante, a setenta por hora en la autopista, pero verás el día en que me hagan ministro de Transportes: quien tenga más de setenta años deja de conducir en un santiamén.
—A ver, recapitulando: el jovencito idiota no puede haber matado a nadie, o al menos, no a la hora en que la chica murió, y eso es un hecho. Sin embargo, el mismo individuo tuvo tiempo de dejarla embarazada, y eso también es un hecho. El que colocó el cadáver en el contenedor del pinar, si es una persona distinta del asesino, mide más de un metro noventa. Hecho. Este gilipollas que adelanta por la derecha también debe de estar colocado. AC 002 NY. ¡Ojalá te estrelles!
Fuera, las colinas transcurrían como suaves olas de hierba y de tierra y a veces Massimo se distraía mirando el paisaje.
Probó a encender la radio. Lo hizo justo a tiempo de pillar el inicio de una canción que le gustaba muchísimo —Walk Like An Egyptian, de las Bangles— y durante todo el tiempo que duró la canción no pensó en nada. Luego, cuando la música cedió paso a un tarado mental que procuraba hacerse el simpático, apagó la radio y volvió a hablar solo.
—Hipótesis. Pigi tiene algún otro móvil que no ha salido a la luz. Quizá se enteró de que la chica estaba embarazada y creyó que era suyo. ¿Se mata a una persona por esto? Espero que no. Faltaría más; no se puede, venga. Pero ¿por qué motivo un chico como Pigi podría matar a alguien? Habitualmente ¿por qué se mata? Si estuviéramos en una historia de detectives de Agatha Christie, uno mataría sólo por dinero, o bien porque creía que la primera esposa había fallecido y se ha vuelto a casar, la esposa ha reaparecido y entonces, ¡al hoyo! La encierras en un cuartucho con un cocodrilo y todo en orden. En cambio, en las novelas negras del detective Nero Wolfe aparecen sin parar chantajistas liquidados por víctimas vejadas, padres que impiden matrimonios de hijas y así sucesivamente. Se mata siempre de rebote, para obtener algo. No es que mates a alguien porque lo odies, sino que quitas un obstáculo. Eso, en las novelas policíacas. En cambio, en la vida real, casi siempre asesinas a la suegra porque hace veinte años que te toca los cojones. Entonces, ¿por qué motivo mata un Pigi real? Celos, no. No creo que le importe un rábano con quién estuviera ella. Chantaje, quizá. Pero ¿de qué puede tener miedo de ser chantajeado? Drogas, por ejemplo. Trabajas de relaciones públicas en una gran discoteca, ves a bastante gente. Podría ser. Es más, es probable. Posiblemente, además, la chica sabía algo de drogas, dado que salía con Messa, que se esnifaría hasta las medias de Totti si estuvieran bien trituradas. De todos modos, me importa un pepino. Ahora le toca a Fusco, que cavile él. Debo dejar de pensar en ello, si no, acabaré gilipollas. Ahora aparco en el área de servicio, hago una buena parada en el retrete y luego seguimos.
Al divisar el edificio, puso el intermitente, y estaba a punto de entrar en el carril cuando un Porsche negro lo adelantó y se metió antes que él, cortándole el paso. Massimo frenó, bloqueando los neumáticos, y soltó un juramento.
Entró en el área de servicio con las piernas aún temblorosas.
En el camino de regreso, cansado y satisfecho, con la piel tirante por la sal, recuerdo desagradable de las agradables zambullidas entre las olas, Massimo volvió a pensar en el crimen. Respecto de la mañana, cuando los pensamientos se amontonaban sin coherencia, al atardecer los conceptos se asomaban lentos y seguros, se dejaban mirar por todos lados y se ensartaban en el orden que parecía correcto. La hipótesis de la droga, pues, le cuadraba. En cambio, siendo puntillosos (y Massimo siempre lo era), había algo que no lo hacía. Se trataba de algo que el abogado había comentado durante la cena la noche anterior y que continuaba rondándole la cabeza, a saber: que la chica fue asesinada en torno a medianoche. Sin embargo, cosa rara, nadie la vio en las horas anteriores al crimen. Ni en la cena en su casa, lo que no había sido una sorpresa para nadie, puesto que la chica también había telefoneado a su madre para anunciarle que salía a cenar, ni después de la cena. No había ido a ningún sitio en el que alguien la conociera; o bien había estado fuera de casa, sola, durante tres o cuatro horas, o bien ya estaba en compañía del asesino. En este caso volvía a Pigi, que no había ido a cenar a Boccaccio, como solía hacer, y que había llegado tarde al local. No, lo cierto es que cuadraban demasiados detalles. En efecto, realmente había demasiadas coincidencias entre las horas en que no había rastro de Pigi y aquéllas en que nadie había visto a Alina.
A ver, se dijo, de momento volvamos al bar, luego veremos. Total, si hay alguna novedad, anda que los amantes de la petanca no la sabrán antes que nadie.
Al llegar al bar, se quedó sorprendido de ver a Del Tacca y al abuelo Ampelio todavía sentados en la terraza, en las mesas, mientras dentro y fuera comenzaban a aglomerarse los acostumbrados rebaños de jóvenes ociosos para el aperitivo, viático para la inmerecida ración vespertina de comida. Al mismo tiempo, en el interior del bar, vio que el doctor se levantaba de su taburete habitual, salía y se despedía, tocándose un imaginario sombrero.
—¿Dónde va a cenar?
—Esta noche, a casa. Mi mujer no tiene ganas de ir a la calle. Si acaso, saldré yo después. Hasta mañana.
Sí, hasta mañana. El doctor, como tantos, antes del homicidio iba por el bar una vez por semana; desde entonces, como quien no quiere la cosa, todos los días encontraba la manera de pasar. El aperitivo, el cafecito, siempre en el mismo taburete desde cuya cima, Massimo estaba seguro, podía admirar las tetas de Tiziana con la máxima desenvoltura, y luego, a casa o a la clínica.
Massimo cogió una silla, la puso al revés, con el respaldo hacia delante, y se sentó a la mesa de la quinta del 29.
—Hola a todos. ¿Qué hacen aún aquí? —preguntó, aunque conocía la respuesta.
—Hola, Massimo —dijo Del Tacca—, charlar un poco. Ahora vendrán también Rimediotti y Aldo.
—Bien, sentía su ausencia. ¿Nada de cenar?
—No, las mujeres han ido todas a la fiesta de beneficencia del cura, pero a mí el padre Graziano sólo me gusta cuando está durmiendo. Si es que puede dormir, por supuesto, con la mala conciencia que tiene ese putero. Dentro de un rato comeremos algo aquí.
—Si se lo traen. Me parece que del aperitivo queda poco y las tartas se han terminado.
—Yo, si acaso, me conformo con un helado —pidió Ampelio mientras miraba como si nada a un grupo de jóvenes sílfides que presumían de culos marmóreos por debajo de los vestidos playeros, desfilando con ostensible indiferencia por la acera.
Qué guapas son las chicas guapas que regresan del mar.
Pasos cansados a causa de la larga jornada bajo el sol, aunque aún al ritmo de una cadencia de diosa nórdica que no se percata de nada. Un aura de natural intocabilidad que les confiere un aspecto casi ultraterreno, una advertencia a no tratar de adivinar qué zahir se oculta bajo las galas oscuras y el vestido, que acompaña en igual medida la brisa y las caderas. Diosas, eso es, de algún remoto Valhalla que puede convertirse miserablemente en una cercana Pappiana en cuanto abren la boca. No habléis, dejaos mirar.
—Pobre mártir, se conforma. ¿Cuántos te has comido hoy?
—¡Hazme el favor! ¡No empieces como tu madre, que me toca los cojones todos los días por la comida y el tabaco, y tu abuela, que primero me dice que no coma helados y después hace fritos para el almuerzo y la cena! ¡Freiría hasta la pasta! Hace cuarenta y ocho años que como porquerías y ellas me tocan los cojones con el helado. Sólo he comido uno.
Ocurría en contadas ocasiones, pero en este caso el abuelo Ampelio tenía toda la razón. La abuela Tilde siempre había cocinado según un único e implacable parámetro: aún no está bastante frito. Massimo miró a su abuelo con una pizca de afecto.
—¿De qué quieres el helado?
—De chocolate y yogur. Gracias, chaval.
Ya dentro del bar, Massimo llamó a Tiziana.
—Hola, ¿cómo va la cosa?
—Bien. Y tú, ¿te has divertido? ¿Qué tal el mar?
—Perfecto. Poca gente, hoy. He encontrado un sitio detrás de Rimigliano que es increíble. No va nadie. Si te portas bien, algún día te llevo.
—Sí, bwana. ¿Tienes alguna preferencia sobre el bañador?
—Un burka está bien.
—¿Cuándo vas a buscarte una novia, en vez de tontear con tus empleadas?
—Mientras tenga empleadas tan bien provistas, ni hablar. Es más, tengo la intención de introducir el derecho de pernada.
Massimo hurgó en los bolsillos de la mochila y extrajo una cajetilla de cigarrillos, un encendedor, unas llaves y un extraño objeto gris que depositó, junto al resto, sobre la barra.
—¿Qué es eso? —preguntó Tiziana—. ¿Un telepeaje? ¿Por qué lo has sacado del coche?
—No lo he sacado de mi coche.
—¿Y dónde lo has encontrado?
—Lo he cogido de un Porsche negro que me ha dado un susto en la autopista digno del primo tonto de Barrichello; justo después, me lo he encontrado con la ventanilla bajada frente al área de descanso. Lo he reconocido y he pensado que a un tipo semejante sólo podía hacerle bien pagar la autopista desde Trípoli.
—Oye, tú eres tonto.
—Escucha, empleada, ahora me quedo yo dentro un rato. Ve fuera a ordenar las mesas y, cuando termines de poner las copas, sírvele un helado a mi abuelo.
—¿Otro?
—No pasa nada, esta noche no cena… ¿Por qué, cuántos se ha comido hoy?
—Desde que estoy aquí, cuatro.
Massimo no dijo nada y entró en la barra. Cogió un cuchillo y comenzó a cortar los limones en rodajas con extremada lentitud y precisión, síntoma claro e inequívoco de cabreo en fase creciente. Tiziana esperó un momento, luego cogió la cuchara y preguntó:
—Entonces, el helado, ¿de qué lo quiere ahora tu abuelito?
—Limón y café. Con mucha nata.
—¿Tienes el as?
—Tengo tres puntos.
—¿Estamos al final de la partida, aún no ha salido nada y no tienes un as? ¡Qué vergüenza!
—Venga, no sé con quién juegas.
—Juego contigo, cabezota. Primero te he dado el dos, el seis y el ocho, las cartas que le he quitado a él, que ha pedido el tres de tréboles; ¿te crees que me he vuelto idiota al quitarme el ocho?
—Abuelo, hazme caso, dáselos. Con el as son catorce, falta un solo punto. Sería de tontos.
—¿Y si no tengo el as?
—Después de los tres puntos, se pasa al seis.
—Oh, aquí está el tres. ¿Qué juegas?
—Bah, yo tengo que poner este tres de tréboles; me molesta desperdiciarlo por seis puntos, pero si no salgo ahora, es un riesgo.
—¡Eres un hijo de puta!
—Deberías saberlo, Ampelio, es tu hija.
—¡Deja de decir chorradas también tú y juega como corresponde! A este paso pierdo hasta los calzoncillos.
—Los zapatos seguro que no, ¿verdad?
—¿Cómo dices?
—Digo que esta tarde has vuelto a salir en pantuflas.
—Ay, es verdad. Ya me parecía… Massimo, ¿te encuentras bien?
Pregunta justificada. Massimo había cerrado los ojos y había comenzado a balancearse en la silla a la vez que murmuraba.
Ampelio esperó varios segundos, luego preguntó de nuevo:
—¿Te sientes bien, chaval?
Mientras seguía murmurando y balanceándose, Massimo hizo señal de que sí con la cabeza.
—Entonces ¿qué coño estás haciendo? —exclamó Del Tacca, carente de amor abuelesco.
Todavía murmurando y balanceándose, Massimo hizo la señal de «después» con el índice.
Oyó que Rimediotti preguntaba si duraba mucho la plegaria a la Meca y a Ampelio que respondía ni puta idea.
Al llegar cierto momento, Massimo abrió los ojos, dijo «bien», se levantó y entró en el bar.
Cuatro pares de miradas parapetadas tras gafas hipermétropes lo siguieron con irritada atención.
Se sentó en un taburete, le pidió algo a Tiziana, cogió todas las cosas que llevaba en el bolsillo y las puso sobre la barra, inclinándose hacia delante. Las miró sonriendo, con afecto, a continuación las recogió una a una y se las volvió a meter en el bolsillo.
Salió un segundo después, aún sonriente, con las llaves del coche en la mano.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Aldo, entre divertido y estupefacto.
—Voy a ver a una persona.
—¿Y la partida?
—La terminamos cuando vuelva.
—¿Y qué le tienes que contar tan importante a esa persona?
—Que sé quién ha matado a su hija y que también creo que puedo demostrarlo. Sólo necesito algunos datos.
Tranquilo, tranquilo, tranquilo. Ahora tienes que calmarte, si no, parecerás un loco. Me siento como el protagonista de ese libro de Sciascia, Una historia sencilla, cuando su superior le pregunta dónde está el interruptor de la luz de la habitación y él lo comprende todo, quién es el asesino y cómo lo hizo. Y, como él, no sé a quién coño contárselo. A la madre de Alina, sí, es extraño que ahora en mi cabeza «aquella chica» se haya convertido en Alina. Un nombre leído en los periódicos y una cara como de cera que sobresalía de un contenedor de basura se han convertido en una persona. En una persona real, claro. Alguien que había vivido, bebido, amado y que había confiado demasiado en la persona equivocada. Ya no me siento cómodo. Mientras era un juego, un ejercicio, estaba bien. Pero ahora… Bueno, no es culpa tuya. Esto te ha caído entre las pelotas sin que tú lo buscases, y ahora que has entendido qué ocurrió, sólo tienes que demostrarlo. No es que tú consideres que es una buena explicación; es, sencillamente, la explicación correcta. Punto. Aunque sea desagradable. No puedes hacer nada. Quizá sea mejor que comience por ir a ver a Fusco. Pero, antes, me ducho y me cambio. La única vez en mi vida que descubro un asesinato, joder, no puedo hacerlo todo incrustado de sal y con la camiseta del Pato Lucas.