—«Demasiadas incógnitas, continúa en la cárcel el relaciones públicas. Reportaje de Pericle Bartolini». Eh, silencio. «Pineta. Después de cuatro horas de interrogatorio, se ha aclarado la situación de Piergiorgio Neri, el popular Pigi, animador desde hace tiempo de las noches vip de Pineta, que ha sido oficialmente imputado. El conocido personaje, interrogado ayer por el ayudante del fiscal, Artemio Fioretto, reconstruyó sus movimientos en el día del crimen asistido por su abogado, Luigi Nicola Valenti». A ver si es el hijo del Valenti de San Piero, ése que arreglaba bicicletas. «La versión de los hechos proporcionada por Neri es sencilla: el joven sostiene que permaneció en casa desde las ocho, después de haber vuelto de una excursión en barco con algunos amigos, hasta la una de la mañana, presa de agudos trastornos gastrointestinales acompañados de fiebre alta, causados por la ingestión de alimentos caducados». Y dado que levantar el teléfono le suponía demasiado esfuerzo, no llamó a nadie para no desplomarse desde tan alto. ¡Por favor! «Pero nadie puede confirmar esta circunstancia y el ayudante del fiscal dispuso que Neri continuara en custodia cautelar», me parece lo mínimo, «al menos hasta la prueba del ADN, prevista para hoy, gracias a la cual se podrá saber si el feto era biológicamente hijo de Neri, y de ese modo establecer un posible nexo entre la víctima y el sujeto. Nexo que hasta ahora escapa a las autoridades competentes, a pesar de la evidente convicción de que el relaciones públicas sabe del crimen mucho más de cuanto está dispuesto a contar. En efecto, son demasiadas las cosas que relacionan al popular relaciones públicas con el retrato robot del asesino de la joven: el hecho de no tener una coartada entre las once y la una, horas en que la chica fue asesinada, ni entre las cuatro y media y las seis de la madrugada, en que el cadáver fue ocultado en el contenedor. Además, Neri mide un metro noventa y ocho centímetros, lo que coincide con el hecho de que, según las observaciones de la Policía Científica», si los esperabais a ellos pasaban otros cinco años, «el conductor del vehículo con que la joven fue llevada a aquel improvisado y horrible féretro debía de ser de una estatura excepcional». Como tú, Pilade. —Ampelio bajó el periódico y bebió un sorbito del odiado té frío.
Entre tanto Del Tacca, que había sido descartado del servicio militar porque medía menos de un metro sesenta, se había acabado el helado y se disponía a encender el temido Stop sin filtro.
—Escúchame bien, cojones —soltó tras meterse en la boca el matarratas del monopolio de tabacos—. En primer lugar, yo soy bajo porque el peso de mi cerebro me aplasta; en segundo lugar, si no dejas de decir memeces, esperamos a Rimediotti para que lea el periódico. ¡No entiendo una mierda!
—¿Cómo, no eras Einstein? El cerebro me pesa, el cerebro hace que me duelan las cervicales de tanto que me pesa… Por otra parte, se pesa y se acabó.
—Abuelo —intervino Massimo—, un comentario cada cierto rato puede incluso dar risa; uno cada diez segundos, no. Uno acaba escuchándote a ti y se distrae.
Massimo ya se había resignado a la idea de que los viejos siguieran discutiendo en torno al crimen. Vale, pero al menos dejadme entender el artículo, pensaba, que con todo lo que tengo que hacer nunca me da tiempo a mirármelo. Ya me saca bastante de quicio Rimediotti, que parece que lea el periódico en letras de molde y silabea cada palabra que no conoce.
—Massimo tiene razón —corroboró Aldo—. Pareces las notas a pie de página de los libros antiguos. Lee lo que está escrito y los comentarios hazlos después.
Refunfuñando algo a propósito de jóvenes y viejos, todos unos fascistas, el abuelo Ampelio volvió a coger el diario y acabó el artículo sin nuevos comentarios. No aportaba mucho más, salvo que, sobre el móvil por el que Pigi habría podido matar a la chica, «los investigadores mantenían la más absoluta reserva».
—Es decir, que no saben un pimiento —glosó Ampelio, sin que nadie riera.
—¿Por qué, tú sí? —preguntó, para provocar, Del Tacca.
—No, yo no sé nada.
—Pero los puntos que tienen en común son demasiados —observó Aldo—. Es verdad que es alto; nadie sabe dónde estuvo aquella noche; y mira qué casualidad que, para ir a esconder a la chica, quien fuera que la mató esperase a que cerrara la discoteca, ¡vamos!
—Estoy yendo —contestó Del Tacca—. Pero de vez en cuando también me gustaría que me viniese algo. Según vosotros, ¿qué motivo habría tenido para matarla?
—¡Pues que la había dejado preñada! —explotó Ampelio—. Quizá ella no quería abortar y él la mató.
—Sí, ¡y luego llegó el fraile Savonarola y le puso una medalla! —exclamó Del Tacca—. Ampelio, que ya no estamos en la Edad Media.
—Pues para mí, en cambio, es una posibilidad —repuso Aldo—. No es algo que harías con la mente fría, quizá no. Pero ¿cuántas veces se oye hablar de chicos que matan a las chicas que los han dejado o cosas por el estilo? Si de joven una muchacha te hubiera soltado a quemarropa que le habías hecho un bombo, ¿no te habría entrado el pánico? Imagínate a alguien como Pigi, con la vida que lleva…
—Bah, en mi opinión, aunque la haya preñado él, no puede haberla matado por eso. ¿Tú qué dices, Tiziana? —preguntó Rimediotti, que había entrado hacía un minuto y estaba apartado, disfrutando de la discusión.
Tiziana respondió con acritud, sin dejar de cortar el pan.
—Yo digo que «dejar embarazada» es una expresión que funciona muy bien y se entiende al vuelo, y que si alguien continúa usando sinónimos tan graciosos como «hacer un bombo» le pongo veneno en el licor.
—Vaya carácter… —masculló Ampelio.
—Bueno, aquí se especula mucho, pero en mi opinión —continuó Del Tacca— tampoco la policía cuenta con un móvil de ningún tipo.
—Tiene razón —confirmó el doctor, entrando—. Tampoco el que decís vosotros.
Chantatachán. Efecto imán. Entra el doctor y todos se vuelven, ni que fuera Claudia Schiffer.
—Buenos días a la medicina legal —saludó Massimo—. ¿Quiere tomar algo?
—Si puedo decidir qué, sí. —El tono del doctor era levemente áspero, a saber por qué.
—Claro que puede decidir, qué preguntas. Puede pedir lo que quiera. —Massimo parecía un documental sobre la profesionalidad—. Que luego le llegue en un tiempo que le parezca razonable, es harina de otro costal.
—Está bien. Pero ten en cuenta que tengo la boca seca, y con la boca seca no se habla demasiado bien. Y es una pena, porque tengo muchas cosas que contar. Un capuchino, gracias.
En silencio, Massimo se dirigió a la máquina y comenzó a preparar la espuma de la leche.
—Maldita sea, tengo que probar eso yo también —dijo Ampelio.
—No creo que funcione. —La voz de Massimo era neutra, mientras apoyaba la taza sobre el platito—. Raras veces me entra curiosidad por oír lo que tienes que contar.
Silencio cargado de expectación, al menos por un momento. Algo del tipo de «Todos tenemos ganas de formular la misma pregunta. ¿Quién la hace primero, eh? ¿Alguien se decide de una vez? ¿Porqué, de pronto, somos todos tan educados?».
—Doctor. —La voz de Aldo, suave y decidida, se hizo cargo del deber—. ¿Qué es esa historia del móvil?
El doctor saboreaba el capuchino de manera triunfal. Posó la taza sobre el plato y se sentó en uno de los taburetes de la barra.
—El móvil, el móvil. Os lo digo sólo porque mañana lo sabréis de todos modos, el laboratorio de análisis estaba asediado por los periodistas. Por supuesto, el cretino del residente no perderá la ocasión de airearlo todo.
Silencio para aumentar el pathos. Sorbito interlocutorio y satisfecho del capuchino, limpieza de la boca y pierna encabalgada. Entonces se puede hablar.
—La chica estaba embarazada, eso lo sabíais. También habíais establecido quién era el padre del nasciturus, ¿verdad? Piergiorgio Neri, ¿correcto?
Pausa artística. Dedito que hace señal de que no.
—Pero no. El feto y Neri no son ni parientes lejanos. Por otra parte, también se tiene a disposición el código genético del otro acusado, que siempre podría estar implicado; se hace la prueba…
Miradas de incredulidad en el Imserso, que capta al vuelo.
—… y ¡clic! Los segmentitos encajan a la perfección, parecen falsos de tan bien que encajan. Corren exactamente iguales, no hay más que decir.
Desasosiego.
—¿Bruno Messa? —preguntó Aldo.
El doctor asintió gravemente mientras se acababa el merecido capuchino.
—Bingo. Con lo cual las cosas se complican. Ya entenderéis que encontrar una conexión entre Alina y Pigi se vuelve difícil. Además, ahora resulta que el otro no había contado todo lo que sabía. Está bien ser distraído, pero cuando se hace una declaración, uno se podría acordar de ciertas cosas. En resumen, no es que esperase que el asunto del niño fuese decisivo pero, jolín, si me hubieran pedido que apostara sobre quién era el padre…
—Ah, ¿estabas seguro de que ganarías?
El tono, el tono. Es siempre el tono el que hace la pregunta. La misma pregunta, formulada en dos tonos diversos, puede llevar a una respuesta o a una riña. En este caso, el tono de la pregunta de Ampelio no indicaba una curiosidad real sobre las convicciones del doctor, sino una grave alusión respecto de las virtudes de la víctima, en concreto en el sector «castidad y moderación», por lo que fue sólo la educación del doctor y la falta de propiedad de liarse a sillazos con un octogenario lo que evitó consecuencias estilo western.
Sin embargo, la conversación se detuvo inevitablemente un instante. Un instante, lo suficiente para que la voz de Tiziana se entrometiera por primera vez en la discusión para preguntar:
—¿Entonces?
El doctor, por provocación o por admiración, respondió directamente a Tiziana en vez de al coro, como solía hacer.
—Entonces es un follón. Hay dos imputados: el primero, con seguridad, no puede haber cometido el hecho, por lo tanto, es exculpado; el segundo, que dicho sea entre paréntesis, es el culpable —asentimientos exagerados por parte de los viejos, que intentaban volver a convertirse en público privilegiado—, pasó una noche que parece hecha a propósito para incriminarlo, pero dado que estamos en Italia, y no entre talibanes ni en Estados Unidos, no puedes condenar a alguien sin pruebas. Y pruebas, en este caso, no hay ni una. Cero. Moraleja, dentro de algunos meses lo soltarán y dará entrevistas para periódicos como Gente o Novella duemila, acompañado de alguna tía buena, comprensiva y de carácter fuerte, mientras sorbe un daiquiri, para contar cuánto ha sufrido en la cárcel y cómo su vida ha quedado devastada por la experiencia.
El doctor se dio la vuelta y movió los hilos de la argumentación en beneficio de los beneficiarios del Instituto Nacional de la Seguridad Social:
—Todo ha terminado, ya lo veréis. Establecer una conexión real entre Alina y Pigi, con los miles de personas que gravitan a su alrededor y que darán setenta versiones diferentes, es imposible. Lo dejarán libre con muchas excusas, pasarán varios meses más haciendo como que investigan y luego adiós, al cajón de la historia. Más adelante, un día, viendo la televisión, pillaremos un programa nocturno que nos hablará del homicidio Costa y que reconstruirá los hechos en detalle y entrevistará a los protagonistas. Y entonces sí que nos daremos cuenta de que ha terminado, de que Alina ha muerto y no podemos hacer nada, ni siquiera jugar a hacer de investigadores, porque se nos habrán pasado las ganas.
—Pero mientras, a mí todavía no se me han pasado. —La voz de Massimo, desde debajo de la barra, era tranquila. Nada de proclamas, sólo una constatación—. Más allá de niños varios, ¿por qué motivo Pigi habría querido matar a Alina?
—No lo sé, Massimo. No lo sé.
—Yo tampoco. Pero no quiere decir que no tenga opciones de averiguarlo. ¿Sabe?, cuando a Newton le preguntaban qué hacía para resolver problemas tan complicados como los que afrontaba, él respondía que era fácil, que bastaba con pensar en ello sin cesar. Yo no soy Newton, eso está claro… —pausa para servirse un poco de té—, pero si no entiendo algo no hay manera de librarme de ello, me agobio todo el día, cada día, hasta que lo acabo por entender.
—¿Y si no lo entiendes?
—Bueno, no hay por qué preocuparse. Más tarde o más temprano se me ocurre un problema nuevo y me olvido del viejo.