Nueve y medio

—En resumen, lo único que quería exponerle es que esta historia puede arruinar por completo a mi cliente. Y cuando digo por completo, quiero decir por completo. Tanto a nivel profesional como humano. Creo que no es necesario que le explique por qué. Nadie se fiaría de él, después… después de lo que sucedió.

Y también entendería por qué, pensó Massimo. En aquel momento, comenzó a preguntarse por qué había aceptado la invitación del abogado de Pigi para ir a cenar al Boccaccio.

Ojo, tampoco es que no esperara no tener noticias de Pigi. Después de todo el follón que se había armado, la ausencia de reacción por parte del susodicho personaje habría implicado:

a) que Pigi ignoraba que Massimo había desempeñado un papel fundamental en la orientación de las investigaciones y, por tanto, en joderlo, o

b) que Pigi sólo pretendía estar tranquilo, reflexionar y esperar ulteriores desarrollos de los acontecimientos.

La circunstancia de vivir en Pineta hacía que el acontecimiento a) fuera simplemente impensable; por otra parte, un mínimo conocimiento de dicho personaje también anulaba la entrada b).

Por lo tanto, Massimo esperaba recibir, de un modo u otro, noticias de Pigi. Sin embargo, por lo que sabía del tipo, se lo habría imaginado entrando en el bar con las venas del cuello hinchadas a propósito y un par de voluntariosos vasallos intentando contenerlo mientras intentaba zurrar a Massimo, o algo por el estilo. No obstante, con el arresto de Pigi por parte de Fusco, esta posibilidad se había vuelto decididamente improbable, por lo que Massimo había dejado de esperar reacciones directas por parte de Pigi.

Sin embargo, Pigi había reaccionado.

Eran cerca de las tres y media del día anterior y el bar estaba disfrutando beatíficamente de su merecido descanso de la sobremesa. Massimo, metido en la barra con los pies en remojo en una tina de agua, estaba leyendo (Lo que queda del día, de Kazuo Ishiguro; un buen libro, aunque leedlo en una época en que estéis animados, de otro modo os tiraréis delante de un tranvía). Fuera, a la sombra del tilo grande, el Imserso jugaba a la canasta, por lo que, por una vez, no armaba follón como de costumbre. Un fulano no muy alto, con gafitas redondas de metal y un esbozo de pelo a los lados y en medio de un cráneo bien lustroso, apenas salido de un BMW Z4, entró en el bar sonriendo y saludando en voz alta:

—Buenos días.

—Depende.

—¿Cómo?

—Depende de sus intenciones. Si usted sólo deseara tomarse algo fresco y disfrutar de la sombra de fuera, yo podría seguir leyendo tranquilamente durante un rato y, por lo tanto, seguiría siendo un buen día, al menos durante un rato más. Si, por otra parte, usted tuviera la intención de hablar del homicidio Costa, eso me obligaría a cerrar el libro y entraría, sin ninguna duda, en las contingencias que tiendo a clasificar como coñazo. En consecuencia, su saludo me parecería manifiestamente hipócrita.

(A modo de disculpa para Massimo, hay que decir que, cuando leía un libro que merecía la pena, tendía a empatizar bastante con el autor y con su modo de escribir, y que el libro en cuestión está narrado por un mayordomo inglés a finales de la posguerra.

Por lo tanto, omitiendo el concepto de coñazo, habitualmente ajeno a la forma de expresión de un criado de alto rango, no debe excluirse que la respuesta de Massimo estuviera muy influida por el lenguaje que Ishiguro atribuye al mayordomo Stevens).

En el incómodo momento que siguió, sólo se oyó el crujido de una página a la que se daba vuelta y, de fuera, una débil voz de apariencia senil que decía malditos seáis tú y tu canasta de dos de los cojones, retrasado, si pensases una vez al año tampoco te haría daño.

Todavía sonriendo, el fulano preguntó:

—¿Por qué cree que quiero hablarle del homicidio Costa?

—Porque precisamente ayer vi una fotografía suya en el Tirreno y debajo había un pie que ponía: «El abogado Luigi Nicola Valenti, defensor de Piergiorgio Neri» —contestó Massimo sin apartar los ojos del libro—. En estos instantes, Piergiorgio Neri, apodado Pigi, es sospechoso del homicidio de Alina Costa, sobre la base de indicios que yo he contribuido a proporcionar. Dado que dos más dos, incluso en esta época de exceso de relajación de las costumbres, continúa siendo perversamente cuatro, me ha parecido claro que usted querría hablar de algo concerniente a su defendido.

Sin dejar de sonreír, el abogado Valenti se sentó de un salto en un taburete de la barra.

—Bueno, me habían advertido de que usted era un excelente observador, y tenían razón. También me habían comentado que usted es indiscutiblemente antipático.

—Incorrecto —repuso Massimo mientras seguía leyendo—. Al contrario, soy muy simpático, sólo que detesto que la gente se sienta con derecho a tocarme los cojones, y desde que esa chica fue asesinada, ocurre con bastante frecuencia. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?

—¿Por qué no? ¿Podría tomar un café?

—No, está fuera de mi alcance.

—¿Cómo dice?

—Como puede ver, tengo los pies en una tina en este momento y mis movimientos están bastante limitados. La máquina del café queda demasiado lejos. Puede tomar todo lo que ve en este lado de la barra: té frío, cerveza, agua y bebidas heladas, granizado siciliano hecho como Dios manda con auténticos limones de Erice, o bien de café. No es poco, como también usted convendrá.

—Eh… Un granizado de café, gracias.

—¿Con o sin nata?

—Sin, gracias. Entonces…

—¿Con o sin cruasán?

—¿Granizado con cruasán? Eso es nuevo.

—¿De veras? —Massimo pareció sinceramente disgustado—. Qué tristeza. ¿Entonces…?

—Sin, gracias —contestó el abogado Valenti comenzando a traslucir una cierta irritación.

Massimo se levantó, aún con los pies en remojo, y puso un posavasos de cartón como punto de libro en la página a la que había llegado. Ni dentro ni fuera se oía ningún ruido.

—Pues —dijo el abogado—, llegado este momento, me parece que lo mejor es no perder demasiado tiempo en preámbulos y explicarle qué he venido a hacer. Para ser breves, mi defendido me ha pedido que le concierte un encuentro con usted.

—¿Para qué? —preguntó Massimo mientras, como de costumbre, jugueteaba mentalmente con la imagen de un letrero que anunciara «Esta noche gran encuentro por el título regional de los pesos pesados (por una parte)— wélter (por la otra) entre el campeón Piergiorgio Neri, apodado Pigi, y el perdedor Massimo Viviani, apodado el Camarero», y debajo la foto de ambos contendientes en albornoz.

—Para que usted y yo, dos personas civilizadas, se sienten a una mesa y hablen, y de este modo intenten entender qué ha sucedido y cuál es la mejor estrategia que adoptar.

—No entiendo. ¿Estrategia para qué?

—Para conseguir que aquello que ha sucedido salga a la luz. Para conseguir que el montón de coincidencias y suposiciones equivocadas que, gracias a algunas increíbles casualidades, se han transformado en indicios sobre la culpabilidad de mi defendido, sea de algún modo aclarado. Usted también sabrá que…

—Yo sólo sé que está claro que tengo que cambiar el letrero: quitar el que tiene el rótulo de «Bar» y poner uno en mármol con la inscripción «Comisaría» —aquí la voz de Massimo comenzó a subir de tono—, ¡así finalmente la gente volverá a entrar aquí a pedir un café, en vez de tocarme las pelotas con el crimen! La próxima vez que encuentre un cadáver en un contenedor me entrego y me acuso yo del homicidio, ¡joder! Por lo menos así podré estar tranquilo un rato.

—A ver, usted también estará de acuerdo conmigo en que…

—No, evidentemente ustedes se han puesto de acuerdo para venir aquí de uno en uno para hacerme encontrar un cadáver, luego hacerme encontrar un asesino y ahora hasta para liberarlo. Buenos días, Tiziana —saludó a la chica, que acababa de entrar—. A mí, la verdad, empieza a parecerme demasiado.

Por un momento, el abogado Valenti no dijo nada. Cogió una cucharada de granizado, se la llevó a la boca y pareció apreciarla. Luego preguntó, mirando el refresco:

—¿Me permite decirle algo?

—Por favor. Estamos en democracia.

—Exacto. Estamos en democracia. Vivimos en un sitio en el que todos tenemos derechos. Eso implica que también tenemos deberes, gracias al respeto de los cuales, en principio, estamos en condiciones de mantener los derechos. ¿Hasta aquí he sido claro?

—Sí.

—Bien. Ahora, en la vida las cosas son como son, no como a uno le gustaría. Lamento que usted se haya visto implicado en un caso de homicidio, en el cual parece no tener nada que ver, y que luego se haya implicado aún más por ciertas observaciones que ha hecho y por haber conocido a personas ligadas al caso. Estamos de acuerdo, usted no tiene ninguna intención de seguir metiéndose. Pero, por una desgraciada casualidad, usted es un testigo y una persona informada sobre los hechos de este asunto. Por tanto, no es que usted esté implicado, es que tiene el deber de estar implicado. Le ha tocado a usted, está bien; entre paréntesis, me permito hacerle notar que, en este proceso, a alguien le ha tocado sin duda algo peor. Así que deje de hacerse la víctima y cumpla con su deber, después de lo cual podrá volver a su libro. A menos que, como usted mismo presagiaba antes, lo arresten antes por error bajo la acusación de homicidio; algo que últimamente sucede a menudo por aquí.

El abogado sacó una tarjeta y se la tendió a Massimo. Éste la cogió, la miró y accedió:

—Dígame cuándo.

—¿Mañana para cenar?

—Está bien. Lo llamo para quedar. Hasta la vista.

Mientras el abogado salía, Massimo, simulando indiferencia, preguntó en voz alta:

—Tiziana, ¿puedes sustituirme mañana a la hora de la cena?

—Claro, jefe. Lo que sea para permitirte cumplir con tu deber.

—Gracias.

—Simpático el abogado, ¿verdad?

—Acabamos de hablar de mis deberes. ¿Quieres que te recuerde cuáles son los tuyos, o vas a limpiar el váter sola?

Tiziana salió de la barra con el cubo y los guantes y le sacó la lengua a Massimo.

—Mira que eres rencoroso.

Massimo cogió el libro y sacó de forma ostensible el posavasos. Musitó a media voz:

—Odio no tener razón.

—Jolín. Es la primera vez que te lo oigo reconocer.

—Es la primera vez que estás cuando sucede. No les digas nada a los viejos o te estrangulo.

De ese modo, Massimo, enfrascado en su nuevo papel de Persona Seria, quedó para cenar con el abogado. Se sentaron a una mesa levemente apartada en el Boccaccio, en el saloncito de los artistas.

El saloncito de los artistas del Boccaccio se llamaba así porque en las paredes había colgadas varias láminas de los pintores preferidos de Aldo, es decir, Hokusai y Jack Vettriano. En cambio, las restantes salas exhibían en las paredes horribles daguerrotipos de marineros y braceros del siglo pasado que alternaban con fotografías gigantes del cocinero, inmortalizado como cazador y con las presas más hermosas de su carrera.

Massimo y el abogado cenaron hablando de esto y lo otro. Pese a ser licenciado en derecho, el abogado era una persona indiscutiblemente inteligente, aunque no demasiado graciosa. Además, tenía una cultura humanística digna de respeto. Justo después del café, el abogado expuso sus preocupaciones, como ya se ha relatado.

—Sin embargo, hay algo que no entiendo —objetó Massimo.

—¿Que es…?

—Pigi, su cliente, ha sido arrestado. Eso es todo. Ahora bien, no entiendo por qué está usted tan preocupado. ¿Está seguro de que en el estado actual de las cosas será condenado?

—¡Qué va, al contrario! No hay pruebas. No hay móviles. Sólo existe el testimonio de un camarero, perdóneme pero es así, que afirma que el asiento del automóvil de la víctima estaba desplazado hacia atrás. Falta una coartada, eso sí, por parte de mi cliente, pero en un debate digno de tal nombre ni siquiera se llegaría a tocar ese tema. Aquí no estamos en Burundi. Aquí, para declarar a un hombre culpable de homicidio, es preciso demostrar su culpabilidad más allá de toda duda razonable. Si no hay pruebas en su contra y si no hay móvil, ningún jurado puede condenarlo. Ya arrestarlo ha sido una exageración, aunque, por otra parte, no se podía esperar nada mejor de alguien como nuestro comisario.

—¿Entonces? —preguntó Massimo.

—El problema es que, aunque para el Estado mi cliente no puede ser declarado culpable, la comunidad hace rato que lo ha hecho. Me explico mejor —continuó el abogado—. Mi cliente sabe que éste es un pueblo pequeño.

—Y la gente cuchichea —completó la frase de manera automática Massimo.

—¡Bien! La gente cuchichea. Los periódicos locales escriben, y escriben lo que la gente quiere saber. Tenemos unos periódicos que hablan casi exclusivamente de desgracias y que no son objetivos ni siquiera cuando informan del tiempo; imagínese qué deontología pueden mostrar en este caso. Las personas leen los diarios, los comentan y formulan conclusiones. Así, mi cliente se convertirá en «el que mató a la chica y la deshonró». Mi cliente quiere evitar todo eso.

Pues tendrá que matar al resto del pueblo, le habría gustado decir a Massimo. En cambio, decidió seguir haciendo de Persona Seria y se limitó a preguntar:

—¿Y qué piensa hacer?

—En su opinión, sólo hay una manera, y yo estoy de acuerdo. Es preciso encontrar al culpable y probar su culpabilidad.

—Entonces tengo que repetirme. ¿Y qué piensa hacer?

—Tenemos que reconstruir todo desde el principio. Interrogar a los amigos de la víctima, reconstruir su último día. Descubrir dónde estuvo en ese período de tiempo en que nadie la vio. Buscar, hurgar. Por desgracia, no hay receta.

—Perdóneme, pero ¿yo qué tengo que ver?

—Usted se encontraba en el lugar cuando fue hallado el cuerpo, aunque, en cuanto a eso —el abogado sonrió—, ya realizó su contribución. Sin embargo, sé que usted es amigo de la mejor amiga de la víctima. Quiero decir, de Giada Messa, la hermana del primer sospechoso.

—No es exacto. La conozco.

—Está bien. La conoce. ¿Se siente con ánimo de sacar provecho de este conocimiento?

—Depende —contestó Massimo mientras se imaginaba varios significados de la palabra «provecho» con una Lolita de diecisiete años como protagonista.

—¿Podría hacerles a esta persona y a su hermano, con discreción, preguntas concretas sobre la víctima? ¿Preguntas que yo le sugeriría?

—No sabría decirle. No creo ser la persona adecuada.

—Tonterías. Perdóneme, pero en estos casos la gente confía con mucha más facilidad en un extraño que en los conocidos o en la policía. No creo que la chica haya contado a la policía todo lo que sabe, sobre todo después de que arrestaran a su hermano. Además, usted lo sacó a él de la cárcel. Creo que esto hará que se confíen un poco. El hermano también podría proporcionar datos útiles. En el fondo, él y la víctima tenían que verse en la noche en que ocurrieron los hechos. Es posible que tampoco él haya contado todo lo que sabe. Usted nos sería muy útil.

Massimo se sintió incómodo. Por una parte, tenía curiosidad por saber cómo acabaría todo; por otra, la idea de volver a meter las manos en aquel follón le producía malestar.

—Perdóneme, abogado, debo ser franco con usted. Creo que esto no nos conduciría a nada. Cada uno de nosotros tiene sus convicciones, correctas o equivocadas. Yo no tengo predisposición a interrogar a la gente. A irritarla, sí. A hacerla reflexionar, a veces, también. Pero a hacerla hablar, poniendo cara de comprensivo mientras te sueltan la historia de su vida, eso no. No puedo.

—Lo entiendo, pero usted debe entenderme a mí. Esa posibilidad es fundamental para reabrir las investigaciones.

A estas alturas, es necesario hacer un inciso. Estrictamente hablando, las situaciones con potencial para irritar a Massimo eran unas diez mil. Pero si había algo que irritaba a Massimo por encima de todo, era negarse a algo y ver que al otro le importaba un pimiento y que seguía tratando de convencerlo como si él fuera un niño de seis años. Le sucedía con todos, desde los vendedores ambulantes hasta su madre. En esos casos, Massimo se cabreaba indefectiblemente como una mona.

—No he sido claro, entonces. No quiero hacerlo. Y no quiero hacerlo porque no soy la persona adecuada para lo que usted me pide. Se lo digo por última vez porque no tengo la intención de cambiar de idea. No insista.

—Usted no se preocupe. Nos ocuparemos de ello juntos. Sólo tenemos que…

—Hasta la vista.

Se levantó y se fue. Dejando la cuenta por pagar, sí. Total, el otro era abogado, no debía de tener problemas de pasta.

Más tarde, en casa, ya en la cama, Massimo seguía reflexionando sobre la velada. Sobre algo, en particular, que le había comentado el abogado. El abogado le había pedido que hiciera preguntas. Que hiciera preguntas con discreción. Ahora bien, esto a Massimo no le cuadraba. Si le interesaba conseguir que el caso no fuera cerrado, ¿por qué actuar con discreción? ¿Por qué no levantar una buena polvareda? Porque, se respondió Massimo, no le interesa levantar una polvareda. Por lo tanto, su interés podría ser de verdad lo que había afirmado: entender si el asesino podría haber sido otro.

Massimo había dado por descontado que el abogado actuaba sólo en beneficio de su cliente y por eso se había cabreado y se había ido como un niño que se lleva la pelota. Ahora ya no estaba tan seguro.

En cambio, sí lo estaba de otra cosa.

Que el crimen le había vuelto a entrar en la cabeza y ya no quería salir.