Nueve

Ring.

Ring.

Ring.

—Diga.

—Hola, soy Aldo.

—Diga.

—Hola, Massimo, soy Aldo. Quería…

—Diga. No oigo nada.

—Massimo, soy Aldo… —repitió Aldo, un poco más fuerte.

—Hable más alto. No oigo casi nada.

—¡Mas-si-mo! —gritó Aldo, silabeando—, ¡han-lla-ma-do-de-la-co-mi-sa-rí-a. Quie-ren…!

—Es inútil que grite así —repuso la voz de Massimo, con calma—. Esto es el contestador automático. Deje el mensaje después del bip.

—¡Vete a tomar por culo! —exclamó Aldo, después de un leve desconcierto.

—BarLume, buenos días.

—Hola, ¿Tiziana? Soy Massimo. ¿Está Aldo?

—Massimo, no veas qué follón. Fusco ha preguntado por ti unas diez veces, luego se ha presentado aquí en persona y ha faltado poco para que arrestara a tu abuelo. Te lo paso, está aquí.

—Gracias.

—¿Señor Viviani?

—Soy yo, dígame.

—Tiene que venir a la comisaría lo antes posible.

—Sin duda. ¿Por qué quería arrestar a mi abuelo? No es que lo critique…

—Nos vemos en comisaría. Hasta la vista.

Vistámonos. Total, se dijo Massimo, si ese hombre no molesta, no está contento.

Al entrar en la comisaría, Massimo se encontró al doctor, sentado en uno de los sillones, y a Fusco con el trasero apoyado en el alféizar. Ambos respondieron a su saludo con un gruñido, cordial el del doctor y más bien porcino el del comisario.

—Siéntese, gracias.

—Hola, Massimo. —El doctor se levantó de la silla y se acercó a la otra ventana.

Entre tanto el comisario continuó:

—Lo hemos llamado porque hay novedades. Nos damos cuenta de que usted ya nos ha echado una buena mano en la investigación, evitando que se produjera una acusación demasiado precipitada; por otra parte, usted no puede tener ningún papel oficial en la misma. Pero…

—¿Pero…?

—El hecho es que… en resumen, nos consta que la gente se fía de usted, que usted ha accedido a información respecto del caso que aquí no ha llegado, en resumen…

Incómodo, ¿eh? Pobrecillo, te entiendo, pensó Massimo, satisfecho.

—Messa ha confesado dónde se encontraba en el momento del homicidio. Parece que el chico, quien, sin duda, cuenta con demasiado dinero para gastar, goza de la bonita costumbre de destaparse la nariz con una medicina que la ley no quiere hacer entrar en la farmacopea oficial. —El tono del doctor, que había recuperado el hilo del discurso, era de desprecio—. Por eso, cuando necesita que ese irrelevante grumo de guano que posee en lugar de masa encefálica desarrolle alguna actividad, se tiene que encontrar con sus amigotes al anochecer para comprar un poco de cocaína. Exactamente lo que nos ha contado que había hecho la otra noche.

—También ha concretado quién se la vende y quién se la vendió incluso la noche de autos —interrumpió el comisario—: Un camello, un pequeño traficante al que conocemos desde hace mucho tiempo. No será difícil confirmar su coartada, aunque tardaremos un poco, me temo. Por lo tanto, desde este punto de vista el chico será exculpado, aunque personalmente, con todo el tiempo que nos ha hecho perder, le trituraría con ganas los dedos dentro de una muela de molino, aunque también esto —el comisario alzó los ojos al cielo— es un punto de vista. De todos modos, estoy convencido de que ha habido muchas cosas que no nos ha contado, por lo que, por ahora, permanecerá a nuestra disposición. De momento, la cuestión es otra. A ver…

—A ver, Massimo —intervino el doctor, mirando a Massimo con intención—, le he contado al señor comisario de lo que te has enterado a través de los relaciones públicas de la discoteca y nos hemos dado cuenta de que ello hace recaer todas las sospechas sobre Piergiorgio Neri, apodado Pigi. Además… —el doctor miró al comisario, que lo alentó con los ojos a continuar—, además, de la autopsia resulta que la chica estaba embarazada. De varias semanas.

Silencio. ¿También eso? Bueno, considerando la vida que llevaba y todos los que se la tiraban, no sorprendía demasiado. Pobre chica, si era de braga fácil son cosas que pasan. El problema es cuando estás convencido de que sólo les ocurre a los demás… El significado de la afirmación del doctor se le manifestó con un instante de retraso, interrumpiendo el río de chorradas que le desbordaba el cerebro.

—¿Sabéis también de quién? —preguntó.

El comisario se exhibió en su especialidad, es decir, lo miró con cara de pocos amigos y, luego, se concedió una sonrisita.

—Tenemos la huella genética del feto, claro. Pero para establecer quién es el padre es preciso hacer un cotejo, y para hacer un cotejo se necesitan muestras. —Hizo una pausa y juntó las manos, poniéndose a abrir y cerrar los dedos como una pequeña foca bigotuda—. Muestras de material genético que se puedan presentar como pruebas en un tribunal; no es que pueda disfrazarme de gitana, parar a alguien por la calle y arrancarle un pelo con la excusa del mal de ojo. Tanto más cuando aquí el abanico de candidatos parece ser largo… —El doctor lo miró con hostilidad y Fusco se apresuró a cambiar de tema—. En resumen, nos hemos entendido. Si usted me entrega una declaración de lo que observó cuando hallamos el cadáver y de la conversación que mantuvo con esos dos chicos, y me dice sus nombres, yo puedo convocar a Neri —¿Neri?, pensó Massimo. Ah, sí, Pigi— aquí en calidad de testigo; si sus respuestas no me cuadran, y no veo cómo podrían cuadrarme, dado que sigue negando haber visto nunca a la chica, lo retengo como imputado y, entre tanto, pido cotejar su ADN con el del feto. Si son idénticos, que Dios lo ayude: más pronto o más tarde, me lo ventilo. —El comisario hizo tamborilear los dedos en el alféizar y después preguntó a Massimo—: ¿Entonces?

—Entonces, claro, estoy dispuesto. Los dos chicos se llaman Dennis y Davide, no debería costar encontrarlos. En cuanto a la declaración, aquí me tiene.

—Perfecto, pues. La puede hacer de inmediato, si el doctor nos deja solos. La escribiré a máquina yo mismo.

El doctor interceptó la mirada interrogativa de Massimo.

—El agente Pardini se ha fracturado la muñeca al caerse de la silla, no se sabe cómo, y el agente Tonfoni lo ha acompañado al Santa Chiara, en Pisa, para el tratamiento del caso. ¿Por qué sonríe?

—Nada, nada, cosas mías. Comencemos.

—«… en el momento de la remoción del vehículo del lugar donde había sido hallado, advertía que el asiento del conductor se encontraba en posición bastante retrasada, como para hacer imposible la conducción a personas que no fueran de estatura notablemente por encima de la media, hasta el punto de que el mismo agente encargado de la remoción, Enrico Pardini (cuya altura alcanza el metro ochenta y ocho centímetros), se veía obligado a adelantar la posición de dicho asiento en modo de permitir al mismo maniobrar fácilmente el vehículo. Siendo…», bla, bla. Vale, me parece que está bien —afirmó Fusco.

—Claro —corroboró Massimo, que se había quedado admirado por la capacidad de Fusco de traducir su declaración, lisa y llana, en aquel magnífico galimatías barroco que satisfacía todos los inmutables cánones del lenguaje judicial. Por supuesto, en la declaración Fusco había rodeado con la rapidez de Alberto Tomba las estacas que señalaban el trazado de todas las meteduras de pata que había cometido en la mañana en cuestión, pero lo importante era que lo que había visto Massimo quedara sobre papel.

—Bien, léalo y firme.

Massimo lo leyó, aprobó con grandes gestos de la cabeza como cuando no entendía ni jota o cuando no prestaba ninguna atención a aquello que leía o escuchaba, y signó con su firma de cuarto de primaria que odiaba tanto, con la eme compuesta por tres arcos perfectos que miraba desde arriba a las restantes letras, descritas con pedante precisión y distinguibles con total nitidez.

—Aún podríamos necesitarlo, de modo que permanezca localizable. Deme su número de móvil.

—No.

—¿Cómo?

—No tengo móvil. Si no me localiza en casa, me localizará en el bar. Si no estoy en ninguno de los dos sitios, lo estaré durante el día. Y en el bar siempre hay alguien.

—Lo he notado, no se preocupe. Más bien adviértale a su abuelo que no se haga tanto el gracioso; si no, la próxima vez lo arresto de verdad.

Massimo regresó al bar, donde fue acogido por una festiva ovación de los viejecitos.

—¡A la salud de Sherlock!

—¿Cómo ha ido? ¿Aprobado?

—Yo, aprobado, sí. Aldo también. Algún otro un poco menos, ¿verdad, abuelo?

—¿Yo qué tengo que ver? —preguntó Ampelio, sonriendo.

—¿Qué le has dicho a Fusco?

—Le he dicho lo que se merece. Le he soltado: «Pero ¿a usted lo han trasladado a la guardia urbana? Como lo veo siempre en el bar, en vez de donde debería estar…».

Massimo se echó a reír.

—Qué grande eres. ¿Brisca? Después tengo que marcharme.

Sillas bajo la mesa, vaso para marcar el sitio y adelante. No estamos para nadie. Yo ya he cumplido con mi deber, se dijo Massimo, ahora le toca al que le pagan. A partir de hoy, vuelvo a hacer de camarero.