Siete

Cuando Massimo regresó, dos horas más tarde, a las dos y media, el bar languidecía en el soleado sopor de la sobremesa. En las mesas al aire libre, altísimos holandeses y cuatro ojos alemanes maltrataban sus esófagos con temerarios capuchinos hirviendo, en el más religioso silencio, intercambiando de vez en cuando glaucas miradas de arriba abajo que probablemente significaban «ke kalor».

Holandeses, pensó Massimo. Antes, claro, estaban todos encerrados. Pobre del que pasaba los diques fronterizos. Pero desde hace algunos años, en cuanto uno se da la vuelta, aparecen por todas partes coches con matrículas amarillas de seis cifras divididas en dos tripletes y con cofre portaequipajes. (Todos, sin exclusión. So pena, evidentemente, de una severísima multa pagada con queso). Que reviente la recuperación económica.

En el interior del local, en cambio, los autóctonos iniciaban la feliz evolución del proceso peristáltico con el rito que caracteriza desde siempre a los italianos en el bar y que se puede pedir a cualquier hora del día y de la noche sin que el reglamento no escrito de todos los bares de Italia les clasifique como teutones.

O sea, el café.

En el momento del que se está hablando, el BarLume tenía en la carta diez tipos distintos de café, del que Massimo era, como italiano y como matemático, un enorme admirador, por no decir maniático: desde un Arábica de tostado artesanal que hacía que le enviasen desde un tostadero de Seravezza (y que era servido a quien pedía sencillamente «un café»), al Caracolito de granos pequeños y muy perfumados, por desgracia no siempre disponible, pero del que Massimo se sentía en secreto orgulloso, como si lo hubiera hecho él.

Una vez detrás de la barra, llamó a Tiziana:

—¿Qué tal?

—Todo bien. ¿Y tú?

—Yo, bien. Hay que hacer hueco para la ambulancia aquí enfrente.

—¿Eh?

—La ambulancia. Verás cuando uno de esos visigodos, a fuerza de tragar capuchinos hirviendo a las dos y veinte, se desplome por la indigestión delante de ti. Si siguen a ese ritmo, más pronto o más tarde sucederá.

—Tú estás chalado, ¿lo sabes? Pareces mi madre. Esto hace mal a la digestión, lo otro te hincha el estómago, lo demás trae mala suerte… Pero ¿la gente no puede hacer lo que le apetezca?

—Aquí, no. En otros bares, tal vez. Aquí, si alguien pide un capuchino en horario canicular, hay que explicarle con firme cortesía que, aun respetando su andada, no permitiremos que se haga daño. Si le parece bien, es así. Si no, se va tomar el capuchino al Pennone, así por lo menos se muere en el paseo marítimo, y tan contento.

—Joder, estás atravesado. Fusco no te ha hecho ni caso, ¿eh? —preguntó mientras vaciaba el cenicero.

Cómo no, Ampelio, antes de marcharse, le había contado todo con pelos y señales.

—¡Qué va! Idiota.

—¿Puedes explicarme por qué, en tu opinión, Messa no tiene nada que ver?

—No.

—¿A quién quieres que se lo cuente? No soy una cotilla. Deberías saberlo.

—Ah, sí. Debería saberlo —dijo Massimo en un tono ligeramente irónico.

—¿Y ese tono?

—¿Cómo me compré este bar?

—¿Qué tiene que ver?

—Respóndeme, por favor.

—Acertando trece en la quiniela.

—¿Cuántas personas en Pineta saben cómo me compré el bar?

—Bah… Creo que todos.

—Vale. Dado que, cuando me compré el bar, mi abuelo, que habría podido ser el principal sospechoso, se encontraba en el hospital de Bellinzona a causa del pie diabético y mi madre estaba allí con él, y dado que eras la única otra persona que, debido a una distracción mía, conocía todos los detalles del asunto, ¿hay algo que yo debería saber?

—Virgen santa, eres insoportable. Vuelvo a las seis.

—Vuelve a las ocho, has estado aquí dos buenas horas. ¿Han pasado los de la Ara Panic?

—Sí, han dejado los descuentos junto a la caja.

—Tiziana, con los descuentos me abanico… —Se contuvo para no decir otra cosa—. ¿Les has dicho que quería hablar con ellos?

—Se lo he dicho, se lo he dicho. Vendrán a las seis y media o siete. Nos vemos.

—Hasta luego.

Poco después, mientras Massimo estaba cargando el lavavajillas (cosa que no ayudaba mucho a su humor, pues era el momento que más detestaba de la jornada), la hermana de Bruno entró en el bar. Seguía vestida de Lolita, pero se mostraba aún más inquieta.

—Hola.

—Hola.

—¿Es verdad que has ido a ver al comisario para decirle que Bruno es inocente?

—Es verdad.

—¿Y él te ha creído?

Massimo permaneció en silencio mientras continuaba apilando cristal y loza en el monstruo, con cuidado de no engancharse con los cestos.

—¿Te ha creído?

—No, me parece que no.

—¿Por qué no?

—Porque he ido a comunicarle una conclusión a la que he llegado y nada más. No tengo pruebas inequívocas que darle.

—No, perdona, no entiendo. ¿Cómo puedes estar seguro de que no ha sido Bruno, si no tienes pruebas certeras?

—Era una prueba tangible, pero en este momento ya no existe. Algo que advertí, pero a lo que, evidentemente, sólo yo presté atención. De hecho, Fusco no se la prestó.

—¡Pero no puede tener a Bruno bajo arresto! ¡No ha sido él!

—¿Y tú cómo lo sabes?

La chica lo miró un momento. Ahora parecía realmente asustada.

—Lo conozco. En el fondo, es mi hermano.

—Correcto, pero eso no convencería a ningún Fusco. Al contrario.

—Yo lo sé. No ha sido él. Lo hemos hablado.

—Y te ha contado…

—Me ha contado dónde estaba cuando Alina fue asesinada. Estaba con otra gente.

Massimo la observó, se puso varios platos sobre las rodillas y exclamó:

—¡Perfecto!

—No tanto.

—A ver, sobre el asesino sabemos lo mismo que antes, pero al menos tu hermano puede salir de la cárcel. Díselo a Fusco…

La niña sacudió la cabeza rubia.

A pesar de todo, iba maquillada de manera impecable, con un gusto difícil de ver en una chica de su edad; al menos, de las que Massimo conocía y había conocido. Una futura y pequeña ama de casa. Massimo pensó que, en todo aquel follón, no había término medio: o eran demasiado ricos, como Alina, como el doctor Carli, como ésta, o demasiado pobres, como Okey.

—No quiere contar nada.

—Ya veo. Tu hermano se junta con gente respetable. ¿Qué era, cocaína?

La niña abrió de par en par los ojazos y lo miró, aparentemente sin verlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Si no te importa, ahora te interrumpo yo. Si tu hermano está arrestado por homicidio, algo que, por lo general, infunde un cierto miedo, y tiene a su disposición una coartada que lo exculparía pero no quiere utilizarla, ¿eso qué quiere decir? Quiere decir que tiene aún más miedo. ¿De qué? De algo que sucedería si él hablara, o sea, que se supiera a ciencia cierta dónde estaba, qué hacía y con quién estaba. Por lo tanto, puesto que cualquier cosa que estuviera haciendo seguro que no sería peor que un homicidio, no hace falta ser Premio Nobel como Enrico Fermi para entender que tiene miedo de las personas con las que estaba. Así que, ¿qué podía estar haciendo cuando Alina no se presentó, seguramente con personas de las que tiene miedo? Corrígeme si me equivoco, pero me da la impresión de que tampoco era la primera vez.

La chica no respondió. Massimo se puso de nuevo a apilar platos, entonces ella se dio la vuelta y dijo:

—Me marcho.

—Que tengas un buen día.

La puerta se abrió y se cerró.

Inmediatamente después llegó la voz irónica del doctor:

—Perdonad, buscaba al comisario de Pineta. Me han dicho que está aquí.

—Le han informado mal —respondió Massimo mientras seguía colocando la vajilla—. Y no es el único.

El rostro del doctor Carli, que sobresalía por encima de la barra como una jirafa en el zoo, se le apareció a Massimo y le hizo una sonrisita.

—A esa chica que ha salido la conozco. A saber por qué ha venido.

Silencio.

—Su hermano está en la cárcel por homicidio.

Más silencio.

—Aunque me han dicho que un fulano, uno que tiene un bar, está absolutamente seguro de que el hermano es inocente. Quién sabe por qué.

¡Pero bueno! El doctor suspiró, aún con el aire de alguien que no se toma en serio, luego cambió de tono y preguntó en voz un poco más alta:

—¿Qué debo hacer para que te inmutes?

—Pida algo. Esto, como ha dicho usted correctamente, es un bar.

—Si te pido algo, ¿me lo pones?

—Claro. Si es compatible con mis posibilidades.

—Bien. Un capuchino, gracias. Con bastante cacao encima. ¿Eso era un gemido?

—Exactamente. De absoluta reprobación. Vuelva a probar también usted.

Una vez el doctor se hubo convencido de la conveniencia de un zumo de fruta, se sentaron a una mesa. Nada más sentarse, el doctor atacó.

—Massimo, no te tomes a mal lo que te voy a decir. Yo sé, como lo sabemos todos, que eres una persona extremadamente inteligente y que raras veces hablas por hablar. Así que, también en este caso, quiero creer que no has dicho la primera chorrada que se te ha pasado por la cabeza, sino que tienes motivos suficientes para afirmar que una persona que en apariencia reúne todos los indicios, no digo pruebas, porque pruebas no son pero, en resumen… ¿Correcto?

—No sabría decirle. No he entendido un rábano. Intente poner un punto en alguna parte. Ayuda.

—Esto es lo que quería decir: ¿me cuentas por qué estás seguro de lo que has dicho?

—Porque los puntos son necesarios para que el interlocutor entienda la estructura de la frase. Me lo enseñaron en primaria, y yo estoy seguro de todo lo que me enseñaron en primaria.

—No me parece el momento de hacerse el imbécil. Estamos hablando de un homicidio y de un fulano que quizá sea inocente y que en estos instantes está bajo arresto.

—Correcto. Tampoco éste es el sitio para ponerse a hablar de un homicidio, al menos en términos de investigación. Esto es un bar. Yo he intentado devolverlo todo a su sitio natural, es decir, a la comisaría, pero su responsable directo no me ha hecho caso ni por casualidad.

El doctor frunció el entrecejo.

—O sea, ¿has ido a ver a Fusco y él no te ha creído?

—Exactamente.

El doctor se quedó en silencio sopesando la cuestión durante un segundo. Luego se acomodó mejor sobre el respaldo de la silla y habló:

—Oye, podemos hacer algo. Lo único que se me ocurre.

—Diga.

—Fusco te considera como una piedra en el zapato, esto lo sé con seguridad. Al igual que sé con seguridad que alguien tan testarudo como él no reabrirá una investigación en la que hay un culpable prácticamente perfecto sólo porque un camarero sostenga que el tipo es inocente. En cambio, a mí, a mi persona, al menos desde el punto de vista profesional, el señor comisario me tiene una cierta estima. Por lo tanto, podemos hacer algo así: tú me explicas bien por qué estás convencido de que el chico no es culpable, y yo voy a ver a Fusco y hago lo posible por reabrir el caso. ¿Te parece bien?

—Sí, creo que no podemos hacer nada más.

—Entonces, cuéntame tus conjeturas.

—No tengo conjeturas, sólo una observación. Una observación en la que quizá haya reparado también usted.

—Nada menos. Mejor aún, ¿no? Adelante.

—La mañana en que fue encontrado el cuerpo, Fusco se puso a meter la pata una y otra vez, ¿se acuerda?

—Cómo no. Cuando el chaval dijo que su coche era un Micra…

—Es decir —continuó Massimo, interrumpiéndolo—, que se acuerda también de que Fusco hizo desplazar el automóvil equivocado. ¿Recuerda acaso a quién se lo hizo desplazar?

—Sí, a Pardini. Su padre y yo fuimos juntos en primaria. Pero perdona, esto cómo…

Estaba a punto de preguntar «cómo encaja», pero Massimo lo interrumpió de nuevo.

—O sea, que Fusco le dice al agente Pardini que desplace el coche. Sígame, es importante. ¿Se acuerda de qué hizo Pardini?

—Sí, fue al coche y lo desplazó.

—¿Levantándolo?

—No, pesado, que eso es lo que eres. Entró en el coche, se sentó, giró la llave, pisó el acelerador y el coche se movió. ¿Aprobado?

—No, cateado con muy deficiente. Se ha olvidado de lo más importante: que Pardini ajustó el asiento. Ajustó el asiento adelantándolo, porque recuerdo que me llamó la atención. Pensé que quien fuera que hubiese conducido aquel coche hasta allí, debía de ser muy alto, dado que Pardini mide cerca de un metro noventa, por lo que, cuando me dijeron que había sido arrestado Bruno Messa, que aparte de todos sus otros defectos es un retaco, pensé que se habían equivocado de persona.

El doctor lo miró. Parecía impresionado, pero no convencido, y sus primeras palabras confirmaron esta opinión:

—Me parece demasiado poco.

—Añada que sé lo que hizo Bruno Messa durante el rato en que tendría que haber matado a Alina. En cuanto se le pase el miedo a ensuciarse los calzoncillos, espero que también él haga partícipe a alguien, como su hermana ha hecho conmigo. Mejor una reprimenda con condicional por comprar cocaína que treinta años de tener que ducharse recogiendo el jabón que se les cae sin cesar a tipos más grandes y malos que tú.

—Ah. ¿La hermana te ha contado eso?

—Correcto. Todavía le da miedo admitirlo, pero tarde o temprano sumará dos más dos.

—Impresionante. ¿Y te lo ha contado ahora?

—Sí.

—Por lo tanto, tú, basándote sólo en lo que recordabas, estabas seguro de que…

—Exacto.

—En este momento te hago una pregunta, aunque sé que te cabrearás. El asesino debe de ser muy alto, debe…

—Debe de ser alto. Debe de ser alguien que conocía a Alina, aunque ahora intente negarlo. Debe de ser alguien que no tiene coartada entre las once de la noche y la una de la madrugada en que Alina fue asesinada.

—Ya veo. ¿Se te ocurre alguna idea?

En ese instante llegó Tiziana.

—Massimo, han vuelto los relaciones públicas de la Ara Panic. Te esperan dentro, en cuanto puedas.