Seis

—«¿Tenía una cita con el asesino? Reportaje de Pericle Bartolini. Pineta: Alina Costa, la joven brutalmente asesinada en la madrugada entre el sábado y el domingo pasado, tenía una cita con un amigo, B. M., de dieciocho años, en la noche en que fue asesinada, a la cual, según B. M., la joven nunca se habría presentado. Pero los investigadores no piensan lo mismo. En efecto, ayer, al término de un interrogatorio que duró más de cuatro horas, el fiscal Aurelio Bonanno imputó oficialmente al joven, cuya posición ahora parece crítica. Según el responsable de las investigaciones, el comisario Vinicio Fusco, de la Policía de Pineta, la reconstrucción de los movimientos del asesino es compatible con el período de tiempo (entre las nueve y media de la noche del sábado y las seis de la mañana del domingo) en que el joven no pudo proporcionar una coartada. Según las mismas fuentes, el homicidio se habría producido, en opinión del forense, el profesor Walter Carli, entre la medianoche y la una de la madrugada, y posteriormente, según algunos testimonios, el cadáver de la desventurada joven habría sido trasladado al lugar del hallazgo entre las cuatro y media y las cinco de la mañana, hora en que tuvo lugar el descubrimiento por parte de S. T., de diecinueve años, estudiante de tercer curso en el Instituto Tecnológico L. Da Vinci».

Eran cerca de las once de la mañana y la voz de Rimediotti, alta e impersonal, declamaba con precisión el contenido del reportaje a toda página del Tirreno, una de las cinco que el periódico dedicaba al homicidio en la crónica de sucesos local. Ampelio y Del Tacca, en la misma mesa, escuchaban con atención, sin interrumpir. Aldo, como todas las mañanas, había ido a hacer las compras para el restaurante. Massimo, con su habitual concentración, estaba disponiendo los cruasanes recién salidos del horno en la bandeja de la vitrina. Massimo deshornaba cinco cruasanes por vez, cada media hora, y los colocaba en la bandeja; si había sobrado alguno de la hornada anterior, lo cogía y lo metía en una de las bolsas a las que iba a parar, en el transcurso de la jornada, todo lo que sobraba o se volvía inservible. Así todos estaban contentos: los clientes, que podían contar siempre con bollos calientes; Massimo, que hacía pagar esta seguridad a veinte céntimos más la pieza; y los huéspedes de la perrera municipal, que se cepillaban el resto, fuera caliente o frío. Los cruasanes, aún por cocer, provenían de una panadería de Pisa; Massimo hacía que se los trajeran cada mañana y constituían uno de los tantos detalles que consideraba irrenunciables.

—«El homicida, que se dirigió al aparcamiento en el automóvil de la víctima, un Clio verde oscuro matrícula CJ 063 CG, no habría conseguido alejarse del aparcamiento, dado que el vehículo quedó empantanado en uno de los amplios charcos que, después de cada chaparrón, se forman en el lugar desde hace años (a pesar de las repetidas promesas de quien debería ocuparse de ello), tras depositar el cadáver en uno de los contenedores que…».

—Que son iguales a los que tengo delante de la entrada del restaurante desde hace tres meses, malditas sean las administraciones ecologistas —exclamó Aldo al entrar cargado de bolsas de plástico.

—Helo aquí. Salud.

—Y bellotas. ¿Cómo va todo? —preguntó, pero no obtuvo respuesta, porque inmediatamente después de él, sin dejar que se cerrara la puerta de cristal, entró una princesa.

O mejor, una chica que tenía un increíble aspecto de princesa. Alta, pelo rubio corto, un traje sastre oscuro que debía de costar un ojo de la cara y un balanceo de yate; ligera y rítmica, parecía que ni siquiera tocara el suelo. Lo último que Massimo se habría esperado es que alguien que caminaba así se apoyara en la barra con los codos; en cambio, fue lo que ocurrió.

—Buenos días —saludó.

Tenía una voz ronca y fría que desentonaba con el resto de su persona. Probablemente, había dormido mal.

—Buenos días —respondió Massimo—, usted dirá.

—Tú debes de ser Massimo.

—Correcto. Soy lo único que no está en venta en el bar. Si quiere uno de esos ornamentos en forma de viejo, se los dejo. Le aconsejo aquél del bastón; es barato.

—No, gracias —declinó, sin cambiar de expresión—. Walter me había avisado de que eras raro. Soy Arianna Costa, la madre de Alina.

Varios accesos de tos por parte de los viejos acompañaron esta afirmación. Massimo permaneció en silencio.

—También me dijo que eras una persona muy seria y que tienes una buena cabeza.

—Correcto eso también.

La mujer lo miró un momento antes de hablar.

—Entonces, si una persona tan seria e inteligente va por ahí proclamando que sabe que han arrestado a la persona equivocada por… por lo que le ha sucedido a Alina, ¿qué quiere decir?

Massimo lanzó una mirada torva al grupo de viejos, que hacían como si no fuera con ellos.

—Exactamente lo que ha dicho.

—¿Por qué?

—Porque tengo una certeza razonable. Cómo he llegado a ella, no es oportuno que se lo cuente. Le aseguro que se lo comunicaré a los responsables de la investigación lo antes posible.

La mujer sacudió lentamente la cabeza.

—Sabes quién ha sido, ¿verdad? O lo sabes o lo sospechas.

—Incorrecto, esta vez. No tengo ni la más remota idea. Sólo estoy en condiciones de afirmar que quien ha asesinado a su hija tiene unas características que el chico del que estamos hablando no posee.

—¿Me estás tomando el pelo?

—En absoluto. ¿Quiere algo de beber?

La princesa lo consideró un instante con la mirada y luego dijo que sí con la cabeza.

—¿Eso es Clément?

—Sí, diez años.

—¿Podrías ponerme un poco?

—Claro.

Massimo se volvió, cogió la botella de ron negro, sirvió una cantidad estándar en un vaso bajo, cortó un trocito de melón, lo ensartó en un palillo, lo rebozó en azúcar moreno y lo colocó en un platito, junto al vaso. Se sintió en la obligación de preguntar:

—¿No es un poco temprano?

—Para ti, quizá. Para ti es de mañana. Para mí todavía es de noche. Hace tres días que no duermo. Y creo que aún no me he dado cuenta del todo de lo que está sucediendo.

—La entiendo.

—No, no lo creo. —Bebió un trago de ron y, a pesar de lo que afirmaba antes, tosió un momento—. ¿Estás de verdad seguro de lo que me has dicho sobre Bruno?

—Sí, señora.

La mujer se mojó los labios en el vaso y siguió mirando a Massimo. Al final, comentó:

—En cierto sentido, es un alivio. No puedo creer que Bruno sea culpable. He querido venir aquí después de haber oído por casualidad de labios de mi asistenta lo que pensabas. Mi marido no quería, pero yo siempre hago lo que decido. Aprecio tu franqueza y te lo agradezco.

—Vaya. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Hablar con el comisario lo antes posible. Bien, te dejo trabajar. Hasta la vista.

—Hasta la vista.

Y salió, con la misma etérea levedad con la que había entrado.

—Qué mujer, ¿eh? —exclamó Pilade.

—Pues sí. Y qué tranquila. Casi da miedo —reafirmó Aldo.

—Sí. Da miedo —recalcó Massimo en tono glacial—. Casi como la velocidad con que se ha sabido lo que os confié ayer por la tarde.

—Yo no se lo he dicho a nadie —se defendió Ampelio, enfadado.

—A nadie. ¿Tampoco a la abuela Tilde?

—Venga, tu abuela es de la familia, si no se lo contaba a ella…

—Y usted, Pilade, ¿también se lo ha dicho a su mujer?

—No, no, a mi mujer se lo ha dicho su hermana Tilde, telefoneó ayer mientras estábamos cenando. —Miró el reloj—. Hablando de comer, dentro de poco es la hora del almuerzo. Yo levanto el campamento.

—Me parece que yo también —coincidió Rimediotti.

—Yo no —dijo Aldo mirando hacia fuera—. No quisiera perderme el segundo round.

Massimo volvió la cabeza y miró también él hacia fuera. Al otro lado de la puerta de cristal, a pocos pasos del bar, se veía a un cabreadísimo Fusco que avanzaba a paso de marcha. Con aquel andar, pensó Massimo, parecía aún más bajo.

—Buenos días. ¿Café? —preguntó Massimo al comisario en cuanto entró.

Fusco fingió no oírlo. Se sentó a una mesa y se puso a estudiarlo en silencio, con la cabeza ligeramente inclinada de través y los bigotes negros que escondían los labios por completo. Ha cambiado de género, pensó Massimo, éste es Poirot.

Los viejos contenían el aliento.

—¿Capuchino? ¿Zumo de fruta? ¿Crème de menthe? ¿Zarzaparrilla? —continuó Massimo con aparente seriedad, enfrentado al mismo silencio.

Sólo tras varios segundos, en los que Fusco continuó observando a Massimo con la expresión del que finalmente ha dado con quien ha dejado embarazada a su hija, soltó:

—En cuanto termine de bromear —dijo con calma—, le pediré que me siga a la comisaría. Tendríamos que hablar un poco.

—Oh, si queréis hablar aquí, no hay problema. ¡Le garantizo que no molestaremos! —exclamó Ampelio, magnánimo.

Massimo lo miró con cara de pocos amigos. Fusco, en cambio, siguió observando a Massimo, con cara de pocos amigos también él.

—En general, es en la comisaría donde se realiza la investigación, no en el bar. Me parece que hay en esto una cierta confusión.

—Sin duda —intervino Aldo—. En comisaría se realiza la investigación, es verdad, pero aquí se somete al examen de la sociedad civil la actuación de las fuerzas del orden que, en un país democrático, el ciudadano tiene el deber moral de valorar. Esto con el fin de no caer en una indecorosa aceptación servil que, como comprenderá…

—¿Alguien le ha preguntado algo? —lo interrumpió Fusco sin volverse a mirarlo.

Aldo se calló y adoptó un aire vagamente ofendido.

—Necesito hablar con usted en la comisaría. Si no le molesta renunciar al coro griego durante unos minutos, le ruego que me siga.

—Un momento, que hago una llamada.

—Diga.

—Buenos días, Tiziana, soy Massimo. ¿Llevas mucho rato despierta?

—Sí, estoy en la perfumería. Estoy pagando.

—Perfecto. Cuando salgas, ¿podrías pasarte un momento por el bar?

—Claro.

Siempre era un placer ver a Tiziana, si bien por la mañana no ofrecía lo mejor de sí. Mientras se acercaba a la barra, Fusco, aunque de servicio, le hizo una radiografía de los pies a la cabeza, deteniéndose brevemente en las tetas, mórbidas y marmóreas a la vez.

—Dime.

—El señor comisario me tiene que llevar un momento a la comisaría. Parece que es urgente. Tendrías que quedarte en el bar hasta que vuelva.

—«¿Podrías pasarte un momento por el bar?» —preguntó Tiziana, imitando el silabeo de Massimo—. Virgen santa, qué falso eres. En todo caso, tengo cosas que hacer.

—Puedes negarte, estás en tu derecho. Veamos, en la agenda aún debo de tener el número de aquella chica, Loredana, si no recuerdo mal, que quería trabajar aquí el verano pasado. Un segundo que lo busco. Ah, ¿sigues aquí?

—Massimo, aún tengo que ir a comprar… —arguyó Tiziana, implorante.

—Es cuestión de poco tiempo, señorita, se lo aseguro —intervino Fusco con la mirada lánguida, que hasta un momento antes parecía preguntarse si eso eran verdaderamente los pezones—. Y es necesario.

—¿No puede quedarse Aldo en la barra?

—Negativo, ahora los jovencitos se van a comer. Es la hora. Otro favor. Hoy es miércoles, por lo que los relaciones públicas de las discotecas deberían pasar para dejar los descuentos. Si pasan los de la Ara Panic mientras no estoy, ¿les puedes avisar de que tengo que decirles algo?

—Sí, bwana. ¿Tener instrucciones también sobre recogida de algodón?

Massimo se dio la vuelta detrás de la barra, cogió la mochila y guardó en ella los cigarrillos y la cartera.

—Manda a almorzar a los amantes de la petanca, si no, luego mi abuela la toma conmigo. Podemos irnos, comisario.

—Vamos. ¿Le importa si nos acercamos a pie a la comisaría?

—Sí, con este calor, pero no veo una solución mejor. Después de usted.