¡Diablos! El calor no te deja respirar. Ya verás que por culpa de ese pichafloja de Fusco me voy a pillar la madre de todas las insolaciones, me cago en su puta madre, esa sartén sin mango.
Esto era todo lo que Massimo estaba en condiciones de pensar mientras se dirigía hacia la comisaría.
Para ir por el fresco pasó por el pinar y alargó un poco el camino. Sacó mecánicamente un cigarrillo, pero con aquel calor se le ocurrió que no lo iba a disfrutar; lo volvió a meter en la cajetilla y siguió andando.
Al caminar, miraba al suelo y catalogaba, abstraído, los desechos que abundaban en el pinar:
—Latas de Coca-Cola… Papel de bocadillo… Es el mío, sí…, qué bien, estos chicos… Boli… Envoltorio de preservativo… Pero cómo lo hacen, a mí me daría miedo… Además, las agujas de pino se te clavan en el trasero, te hacen daño… Restos de macarrones… Éstos son peores, macarrones con salsa de tomate en el mar, por Dios… Seguro que algunos también traen la caldereta de pescado y los platos de loza…, y el vino… Los florentinos, además… Son el colmo; parece que fueran a organizar un asedio, se traen de todo… Pan, jamón, aletas y gafas, cocodrilo hinchable «para el niño» y quintales de comestibles… Normal que se ahoguen diez al año… Es asombroso que no mueran de empacho directamente en el pinar… Por lo menos aquí si hablo solo nadie me oye…
No obstante, se calló.
Al salir del pinar, tuvo que recorrer apenas un centenar de metros para llegar a la comisaría, pero bastaron y sobraron para quedar empapado en sudor. Massimo no soportaba la idea de estar transpirado: le producía incomodidad.
Entró en la comisaría y se sentó en un sofá. Estiró las piernas sobre el diván y se resignó a una larga espera.
Sin embargo, ¡sorpresa! Fusco salió del despacho y lo hizo pasar dentro. Allí, en calidad evidente de interrogados, había una chica de unos diecisiete años que, emperifollada con una minifalda anaranjada y un top verde que sólo servía como destacatetas, tenía un aire a la nieta de Cher, y un chico algo mayor. El muchacho era de estatura media, estaba bronceado como para hacer resaltar unos dientes que parecían fluorescentes y tenía el aspecto de quien no duerme desde hace unas cuantas horas. Los dos, a pesar del aire acondicionado, chorreaban de sudor, y la chica debía de haber estado llorando hasta poco antes.
El comisario, por el contrario, parecía encontrarse perfectamente a gusto: se sentó e indicó a Massimo con una señal de la mano que hiciera lo mismo.
—Bien, señorita, por el momento no necesito nada más. Ahora el agente Pardini le pedirá que dicte su declaración y que la firme. Sin embargo, le rogaría que no abandonara el pueblo, podría hacerme falta volver a hablar con usted. ¿Cuándo tendría que regresar a casa, señorita Messa?
La muchacha sorbió por la nariz y contestó:
—No lo sé, dentro de una semana, creo…, pero si es necesario puedo quedarme incluso todo el verano, yo… Todo lo que pueda hacer… —y se echó a llorar, silenciosamente.
El chico no la miraba, como si se estuviera esforzando por no ponerse a llorar también él; no obstante, parecía más asustado que afligido. Tienes por qué, pensó Massimo. La chiquilla, entre tanto, había logrado dominarse y lo miraba con aire interrogativo; él hizo un gesto espasmódico con una mano para decirle que todo iba bien. Ella lo miró otra vez y, por señas, le dio a entender que lo esperaría. Él le indicó que no y luego levantó una mano a modo de despedida en un torpe intento de tranquilizarla. Massimo comenzó a encontrarse a disgusto y estuvo a punto de decirle a Fusco que volvería más tarde, pero el comisario reparó en él y le hizo de nuevo una indicación de que permaneciera sentado. Llamó al agente Pardini e hizo acompañar a la chica, después se levantó y preguntó en un susurro:
—¿Novedades?
—Eh, nada. Esta mañana vino a verme Okey. Me contó algo que me parece importante.
—¿O sea…?
—Que fue a revolver en el contenedor a las cuatro y media de la madrugada para buscar algo de comer. Afirma que la chica aún no estaba allí.
—Ah. Las cuatro y media. ¿Y cómo puede estar seguro?
—Lo vio en el reloj láser.
—¿El reloj láser?
—Sí, el de la Imperiale.
—Qué raro.
Fusco se sentó y se puso a tamborilear con un lápiz sobre la mesa.
—Muy raro. En pocas palabras, la chica fue llevada allí entre las cuatro y media y las cinco de la mañana. Es una ventana de tiempo bastante estrecha. Bien. Además —prosiguió el comisario—, hay otra cosa. Dado que la chica fue asesinada entre las doce y la una, como el parte médico no deja lugar a dudas, eso significa que, evidentemente, el homicidio fue cometido en un lugar como máximo a cuatro o cinco horas de coche del contenedor, lo que quiere decir toda Toscana, Umbría, Liguria y parte del Lacio.
Sí, y el resto de propina, pensó Massimo. ¿Qué coche tiene, un Trabant de segunda mano con una caravana detrás llena de pórfido?
—Bueno —se despidió el señor comisario—, le doy las gracias y lo dejo regresar a su trabajo, pero antes pase a ver al agente Tonfoni y firme la declaración, que la otra vez se olvidó. Buenas tardes.
Fuera, esperándolo, además de las habituales pinceladas de aire hirviendo, estaba la chica. Había dejado de llorar. Se acercó a Massimo, que añoraba el frescor del pinar y avanzaba a paso veloz.
—Perdone, ¿puedo preguntarle algo?
—Por favor.
Massimo aminoró el ritmo; no obstante, la chiquilla, que no era muy alta, siguió andando con mucha rapidez para mantenerse a su lado; caminaba sobre los tacones con una facilidad que lo impresionó. Parecía una muñeca, pero tenía el aspecto y el porte de una modelo, mucho más que los floreros de veinticinco años que le consumían el aire y las patatas fritas en el bar a la hora del aperitivo. Su ex mujer, esa zorra, no sabía caminar con tacones: una vez que habían ido al teatro se había comprado a propósito unos zapatos de tacón, «ya verás, Massimo, qué bien que van con el vestido rosa y la chaqueta escotada», y la indiscutible elegancia del conjunto mientras permanecía inmóvil había quedado estropeada con el movimiento a saltos y descoordinado, como un automóvil de cambio manual conducido por un norteamericano.
—Usted, es decir, a ese comisario de allí dentro…, ¿lo conoce bien?
—No mucho —respondió—, va por el bar.
—¿Y qué clase de tipo es? —preguntó la chica, observando a Massimo.
—Bah…
La chica lo observó de nuevo. Tenía los ojos verdes y el maquillaje, que se le había corrido por todas partes a causa del llanto, los subrayaba de manera violenta. Parecía que se le estuvieran derritiendo por el calor.
Massimo decidió ser sincero.
—En síntesis, es un poco gilipollas.
Acababan de entrar en el pinar, callados. La chica miró al suelo, luego se volvió de lado y, deteniéndose, volvió a llorar silenciosamente. Muy incómodo, Massimo miró a su alrededor: vio un banco e hizo que la llorosa doncella se sentara, con la esperanza de que acabara pronto. Abrió la cajetilla de cigarrillos y encendió uno, como para hacer algo.
Sorbiendo por la nariz, la chica dijo algo terminado en «uno». Massimo no lo entendió y preguntó:
—¿Perdona?
—La tiene tomada con Bruno.
—¿El chico que está en comisaría?
—Ayer iban a salir juntos.
Massimo se divirtió durante un momento imaginando a Fusco, con un gran ramo de flores, esperando impaciente al chico frente a un restaurante, y luego volvió a la realidad. La chiquilla miró a su alrededor y a continuación preguntó a Massimo:
—¿Me daría un cigarrillo?
—Claro. —Se lo ofreció—. Y tutéame, por favor.
Ella esbozó una sonrisa.
—Está bien.
—¿Cómo sabes que Alina y tu amigo iban a salir juntos?
—No es mi amigo, es mi hermano. —Le dio una calada al cigarrillo—. Alina me telefoneó ayer. Me contó que iba a cenar con alguien, pero no me dijo con quién. Entonces yo le pregunté si era su novio y ella me contestó: «En cierto sentido…». Le pregunté si lo conocía y me dijo que no, que no lo conocía en absoluto.
Mientras tanto había dejado de llorar, pero no de sorber por la nariz. Cogió un pañuelo, se sonó y lo tiró con un gesto que empezaba a denotar práctica.
Mientras tanto, Massimo permanecía callado. En su interior, estaba rumiando «noesasuntotuyonoesasuntotuyonoes…» para vencer la tentación. Comenzaba a cuestionarse dónde encajaba él en aquella situación y por qué le provocaba tanta curiosidad lo que estaba sucediendo.
De tanto estar con los viejos, pensó, me estoy convirtiendo en una vieja comadre yo también. Venga, Massimo, ocúpate de tus asuntos y vuelve al bar, que tienes trabajo.
—Entonces ¿por qué crees que era tu hermano? —preguntó al fin, mientras en la cabeza se le asomaba la imagen, poco plausible pero apropiada, del marcador luminoso de un estadio, con el resultado «Tentación F.C. 3672-Massimo 0».
Lentamente, la chica afirmó con la cabeza.
—Ayer por la tarde Bruno recibió un mensajito de Alina en el móvil. Ponía: «¿A las diez enfrente de mi casa?», y un emoticón. Lo sé porque lo leí.
—¿Tu hermano te lo dejó leer?
—No, lo leí a escondidas mientras estaba en el baño. A ver, no es que lo que hice estuviera bien, lo sé, pero yo… —Se detuvo, miró a Massimo directamente a los ojos y confesó, con una franqueza imprevista—: Yo no quería que saliera con Alina.
Ah, pensó Massimo.
—Perdona, no es asunto mío. —«¡Oh, hipócrita!», relampagueaba el marcador—, pero ¿por qué?
La chica estaba a punto de responder cuando al pequeño claro que se extendía ante el banco llegó, anunciada por un rumor de hojas, una cincuentona gorda como un luchador de sumo con un Yorkshire atado con una correa. La mujer se detuvo, jadeando, junto a un árbol y examinó a Massimo con una cara de indignación mayúscula, que probablemente significaba «Qué asco, tendrá veinte años más que ella».
La chica miró de nuevo a Massimo y preguntó:
—¿Vamos a otra parte?
Entre tanto la mujer seguía mirándolos con cara de pocos amigos, mientras el proyecto de perro se exhibía realizando una ridícula meadita sobre una mata de la que Massimo se imaginó que salía un alano, lo cogía con las mandíbulas y se lo llevaba, como en Un pez llamado Wanda.
—Está bien, ven conmigo. ¿Te apetece un helado? —invitó Massimo, pensando que, ya que tenía que pasar por pedófilo, mejor hacerlo con estilo.
Se levantó y, al marcharse, se volvió para observar a la gordinflona: tras asegurarse de que la chica no miraba, sonrió a la otra y le hizo con la mano el gesto del acelerador, como diciendo «después me la tiro». La gordinflona se ruborizó.
Diez minutos de silencio más tarde, se hallaban sentados a una mesa en la sombra, fuera del bar. Massimo había elegido a propósito el sitio más alejado de los viejecitos, que fingían jugar a las cartas y se reían. Aún enfrascado en su labor como camarero, llegó Aldo. Se colocó detrás de la chica, se aclaró la garganta con discreción y preguntó, con voz engolada:
—¿El señor conde qué desea?
—Lo primero de todo que te vayas a tomar por culo, y después, cuando lo hayas hecho, me traes un té frío. ¿Para ti?
—Una Coca-Cola, gracias.
Aldo aprobó con un leve gesto de la cabeza y se fue.
—¿Un cigarrillo?
—No, gracias. Aquí hay gente. Mis padres no saben que fumo.
—Perdona si voy de inmediato al grano; ¿por qué no querías que tu hermano…?
La chica se pasó las manos por el pelo, con la mirada perdida. Por un instante, Massimo temió que le contestara que no era asunto suyo y se marchara. Por otra parte, tampoco estaría tan equivocada.
—No pienses que hablo mal de Alina, pero… El hecho es que, cuando estaba viva, era bastante independiente, muy despierta, digamos, o sea…
Ya veo, pensó Massimo. Cuando estaba viva, era un poco pendón.
—A mí me hablaba de sus chicos, de qué hacía, adónde la llevaban… No tiene nada de malo, era asunto suyo, pero no quería que le tomara el pelo a mi hermano. Una vez, el verano pasado, estuvieron juntos. Para ella todo siguió como antes, no fue nada serio; era un amigo con el que, en resumen, había sucedido algo… Él, en cambio, estaba hipnotizado. Todos los días la llamaba al menos tres o cuatro veces; si ella iba a la discoteca, iba también él; no se le despegaba ni un momento. Ella hablaba con él, en las fiestas se escabullían y volvían al cabo de una hora, en la playa se tumbaban los dos en la misma toalla. A mí me parecía que ella estaba contenta de tener un pretendiente, pero de vez en cuando, cuando no quedaban, se daba alguna alegría. Lo sé porque la vi. Pero a mí me decía que ella y Bruno no hacían nada, que eran amigos y que se lo había dejado bien claro. Les gustaba estar juntos. Yo, en cambio, quería que él se la sacara de la cabeza, por lo que se encontraban a escondidas y no me lo contaban. Y ahora ella ha muerto y yo estoy aquí —sollozó— como una idiota —sollozó de nuevo mientras el mentón le temblaba un poquito— y ni siquiera sé por qué estoy mal…
Inclinó la cabeza, pero la levantó de inmediato. Tenía los ojos brillantes, aunque esta vez había conseguido no llorar. Massimo pensó que era mejor encontrar un modo de mandarla a casa lo antes posible.
—¿Tus padres saben algo?
—Mis padres… no se dan cuenta de una mierda. Es por eso que ahora me da miedo volver a casa. Es decir, no puedo ir a casa y contarles lo que está sucediendo. No lo entiendes. Se desmayarían.
Si es que Fusco no se ha encargado aún de decirles algo, en cuyo caso ya se habrán desmayado, pensó Massimo. Espero que tengas las llaves; si no, encima, dormirás sobre el felpudo.
—Quizá sea mejor que te vayas. Cualquier cosa que te suceda, aunque no quiere decir que tenga que suceder algo, es mejor que tus padres lo sepan por ti. Hazme caso.
La chica bajó los ojos un momento, luego movió la cabeza en señal de asentimiento. Se levantó dejando que Massimo vislumbrase una considerable sima atrapada en el top verde, colocó en su sitio la silla y se puso en camino. Después de algunos pasos, volvió atrás y sonrió:
—A propósito, me llamo Giada.
—Bonito nombre. Yo soy Massimo.
Aldo llegó con el aplomo de un mayordomo inglés, depositó las bebidas sobre la mesa y se colocó a un lado con las manos detrás de la espalda.
—El señor conde está servido.
—Sobre todo, llegas a tiempo.
—Lo siento, señor conde, pero el lugar por usted mencionado me resultaba desconocido y me ha costado mucho hallarlo. Con seguridad usted tiene más familiaridad con el susodicho culo, dado que ha comprado este establecimiento.
—Gracias, de todos modos. ¿De qué coño se ríen esos retrasados allí dentro?
—Estaba en curso un debate, señor, sobre el hecho de que su amiga era muy joven. Se preguntaban si no era demasiado joven para aferrar ciertos argumentos. En sentido metafórico, se entiende.
—Me lo imagino. Ahora entro, gracias por todo.
Regresó al bar y fue acogido por el abuelo Ampelio, que se reía como quien se las sabe todas.
—¿Entonces?
—¿Qué es esa mancha?
—¿Qué mancha?
—En el pantalón, ésa.
—Pues yo qué sé…, parece helado. Debe de ser de hace tiempo.
—Sí, sí, de hace tiempo. —Se volvió hacia Aldo—. Ni de coña te vuelvo a dejar el bar, a ti y a todo el resto del asilo de ancianos.
—Es verdad —convino Del Tacca—, a ti los viejos no te agradan demasiado. Por lo demás, está claro que te gusta la carne joven, no hay duda.
—Sí —intervino Ampelio—, ¡eres un buen putero, es evidente! Mira que tener que ir detrás de una que debe de tener dieciséis años, con todas las mujeres guapas que hay por ahí. Si se enterase tu abuela…
—Abuelo, si la abuela Tilde supiera la mitad de lo que yo te veo hacer, decir y comer aquí cada día, para entrar en casa tendrías que ir con los bomberos.
Aldo tomó la palabra, mientras el abuelo Ampelio, sin preocuparse por las amenazas, ordenaba las cartas.
—Por otra parte, hoy, hasta ahora, sólo te has divertido tú.
Era inútil resistirse. Si continuaba fingiendo que no pasaba nada y no cambiaba de tema, seguirían tomándole el pelo todo el día. Massimo se sentó y comenzó.
—A ver, la chica que ha venido conmigo se llama Giada Messa; me la encontré en la comisaría, estaba allí con su hermano. El hermano, Bruno, es el chico que recibió el último mensaje enviado desde el móvil de Alina. La chica leyó a escondidas ese mensajito en el teléfono de su hermano; ponía que fuera a casa de Alina a las diez, para ir a cenar.
—¿A cenar a las diez? —interrumpió Ampelio—. Cómo está el mundo. En mi casa, ¿sabes?, se quedaban sin comer. Cuando tenía esa edad…
—Cuando tenías esa edad ellos ya saben qué sucedía porque sois coetáneos y a mí me importa un pimiento. Perdona, ¿eh?, pero si no, acabo mañana. El chico le contó a su hermana que fue a casa de Alina a las diez menos diez y que esperó allí hasta las once y media. Por tanto, hasta aquí los hechos. Ahora, las opiniones. La chica afirma que Alina y su hermano tenían un rollo, pero no tengo elementos para decidir si era así o no. Ella está convencida de que sí. También ha dicho que a ella no le hacía gracia porque…
—Porque cuando estaba viva —continuó Aldo—, esta Alina Costa apenas tenía la edad para conducir un coche, pero ya había manejado muchos cambios de marcha.
Massimo lo miró un instante.
—Qué pequeño es este pueblo —exclamó Del Tacca, con ademán de indiferencia.
—Se lo he oído comentar a Pigi, el que trabaja en la Ara Panic.
La Ara Panic, o sea, la discoteca de los que se creían más guapos que los demás, avivaba el cielo con sus luces durante un buen trozo del paseo marítimo hacia la ciudad. En verano y en invierno, una larga cola de desertores de la azada, después de aparcar en batería en zona prohibida sus inmerecidos Mercedes, se agolpaba frente a los cordones de entrada para someterse, esperanzados o altivos, al examen de otros mentecatos a sueldo de la sala de fiestas, con el fin de conceder la entrada sólo a los más refulgentes representantes de la raza. En el interior, el volumen de la música era tal que atontaba por completo a los presentes, que ya de media tenían menos neuronas que cabellos. Los druidas que oficiaban el rito de la selección se llamaban, en jerga, gorilas: Pigi, en el registro civil Piergiorgio Neri, era uno de los más intrépidos representantes de esta privilegiada casta. Treinta años, bronceado intenso, pelo moreno con reflejos, tórax hipertrófico y depilado que deformaba camisetas ajustadísimas con rasgones en los puntos clave, sonrisa de treinta y dos dientes subrayada por una perilla encantadoramente teñida de violeta, Pigi suscitaba en los veraneantes una gama de reacciones casi completa, que iban de la adoración totémica de las estudiantes de instituto a las rápidas señales de la cruz de la viuda Falaschi.
—Buen tipo también él. ¿Cuándo te lo dijo?
—Ayer por la tarde, en el restaurante. Vino a cenar antes de ir a la discoteca, como hace habitualmente. Comió poco y bebió agua, como siempre, pobrecillo. Hablaba con dos amigos y comentaba que la chica muerta iba a menudo al Ara Panic. Contaba que, más que bailar, el verano pasado gastó los silloncitos.
—Y tú, sin querer, lo oíste todo.
—No tuve que esforzarme mucho, habla más fuerte que Ampelio. Será por la costumbre de estar en medio del follón, pero cuando habla se le oye en todo el restaurante. Una vez un fulano que estaba sentado a la mesa de al lado, uno con cara de sicario de la mafia rusa, le preguntó para cortarle: «¿Usted nunca habla bajo?», y él, muy espabilado: «Sí, cuando follo». Nunca he visto una escena más hermosa. El tío se le puso a dos centímetros de los ojos, lo miró fijamente a las pupilas durante varios segundos y le preguntó, con toda tranquilidad: «Y cuando se lían a darte patadas en el culo, ¿qué haces, lloras?». Entonces…, a partir de ahí, se comportó como un corderito. Pero bueno, estábamos hablando de Alina. Pigi, además, decía que este verano aún no la había visto, ni en la discoteca ni en ningún otro lugar.
—En mi opinión, estuvo también con él —sentenció Rimediotti, cabeceando con autoridad—. Ese vago es un poco putero. Va contando por ahí que una vez dejó embarazada a una chica de dieciséis años y luego la hizo abortar. Me lo dijo Zaira, ésa cuyo nieto trabaja en la discoteca de la Imperiale.
(Otra regla fundamental para inmiscuirse en los asuntos de sujetos nunca vistos ni conocidos es documentar las aserciones con referencias exactas a personas o, aún mejor, a parientes de personas, cuya competencia en la materia esté garantizada por alguna analogía con el sujeto en cuestión; esto confiere incluso a la verborrea más osada la estructura tranquilizadora de un silogismo).
—Sí, pero ahora volvamos al buen camino —continuó Del Tacca—. Dado que, esencialmente, Pigi no tiene nada que ver, atengámonos a los hechos. Decíamos que esta niña, que en paz descanse, era muy fresca, ¿no? Esto me cuadra. A mí lo que no me cuadra es otra cosa —sorbo de Campari, para crear el clímax—, ¿verdad, Massimo?
—Puede ser, si me dices qué. Quizá no me cuadre tampoco a mí.
—No, no, créeme, a ti seguro que te cuadra. Hace dos años, desde que abriste el bar, que nos das por culo. Siempre cotilleando sobre los demás, me gustaría saber qué os importa, tú dime si aquél te ha hecho algún daño… Y de repente ahora estás ahí, ¡con la sillita! Y antes has estado hablando una hora con una chica a quien ni siquiera conoces y has dejado el bar solo. ¡No, eh! Así que, dado que no conoces a nadie en este asunto, explícame por qué. Si es que hay un porqué.
Massimo encabalgó las piernas, cruzó los brazos y miró a Del Tacca.
Llevaba toda la tarde intentando no pensar en ello. No es asunto tuyo, observó de nuevo. Pero, puesto que no era capaz de dejar de darle vueltas, daba lo mismo rendirse.
—Hay un motivo. He visto a Fusco. He visto al chico. He oído lo que ha dicho el doctor sobre los mensajes. Fusco ha sumado dos más dos y ha encontrado al culpable. Lógico. Rápido. Un excelente resultado.
—Es verdad, no parece cierto —dijo Aldo—. Un retrasado como Fusco se encuentra de repente un homicidio, él, que a duras penas consigue hacer los crucigramas, y lo resuelve en dos días. Por otra parte, con los elementos que había recogido, incluso yo lo habría logrado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Massimo.
—Que también yo habría identificado al culpable. Es decir, a ese chico.
Aldo se levantó de la mesa, fue hasta el grifo de cerveza y se llenó un vaso mientras seguía charlando.
—No es como en las novelas policíacas. Están el móvil, la ocasión y las pruebas. Todo cuadra.
—Un buen majadero. Tanto tú como él. Ambos os equivocaríais.
—Si él lo dice —comentó Rimediotti—. Anda ya. ¿Y quién puede haber sido, si no?
—Eso ya no lo sé. Pero Bruno Messa, no. Para nada. No.
Hubo un momento de silencio. Luego Ampelio rió con aire complacido, cogió el bastón y señaló con él a los demás viejecitos.
—Mira cómo han caído. Massimo, cuando hayas terminado de decir tonterías, ¿me haces un café?
—No bromeo ni digo tonterías. Veamos si consigo ser claro: estoy absolutamente seguro de que Bruno Messa, la persona que en estos momentos está en el despacho de Fusco, no ha matado a Alina Costa. Por desgracia, no estoy en condiciones de probarlo de una manera aceptable ante un tribunal.
Esta vez el efecto fue maravilloso. Los cuatro se volvieron a mirarlo como si fueran un solo viejo.
—Y cómo… —empezó Del Tacca, pero fue interrumpido por Massimo.
—No tengo la intención de contaros nada al respecto. Por otra parte, no podemos estar seguros de que Fusco arreste al chico. Podría no hacerlo. De acuerdo, con las pruebas que tiene en la mano sería un retrasado si no lo hiciera, pero ese comportamiento en él sería una iteración, no una revelación.
—Perdona, entonces, ¿qué quieres hacer?
—Si no lo arresta, nada. No es asunto mío. Si lo arresta, intentaré explicarme. Vosotros, entre tanto… —se dio cuenta de la inutilidad de lo que estaba a punto de decir, por lo que se corrigió—, contádselo al menor número de personas posible.