Cuatro

El despertador. ¿Es el despertador? ¡Qué lata! Ahora me levanto, sí. Las zapatillas. ¿Dónde están las zapatillas? Zapatillitas bonitas… Oh, menos mal. Virgen santa, qué sabor más malo en la boca, parece que me hubiera comido un kilo de polvo. Venga, café. Qué alivio que existe el café. ¿Quién habrá sido el listo que inventó el café? Debe de ser primo del genio que inventó la cama. Nada de Dario Fo, Premio Nobel para los dos. Para ellos, y para el que inventó la Nutella. En la iglesia, en lugar de la estatua de san Gaspar. Al menos se vería un poco más de devoción sincera. Venga, duchémonos y vámonos.

Ya completamente despierto tras la ducha, Massimo abrió la puerta de cristal y entró en el bar. Fuera, en las mesas, no había visto al abuelo Ampelio ni a los otros tres mosqueteros.

Había una explicación: estaban dentro. Evidentemente, lo esperaban con ansiedad. En la mesa de al lado, con ambos codos apoyados en el borde, había un hombre de aspecto desastrado. Era casi calvo, pero los pocos pelos que le quedaban le llegaban basta los hombros. Llevaba barba crecida y, a pesar del calor, un abrigo acolchado negro y pantalones largos. Para acabar, en una mano —la derecha— le faltaban cuatro dedos, todos menos el pulgar. En la izquierda, sostenía una taza de café que escrutaba con aire dubitativo, como preguntándose si no sería arriesgado beber algo sin alcohol, así, con el estómago vacío y de buena mañana.

—Buenos días a todos.

—Al fin te levantas, chaval —lo saludó Ampelio—; hace dos horas que te esperamos. Tenías miedo de que te robaran la almohada y la estabas apretando, seguro.

—Buenos días, Okey. Me dijeron que me buscabas —dijo Massimo mientras se metía detrás de la barra—. ¿Es importante?

Se daba por hecho que era importante, pensó Massimo. Okey era tan reservado que, antes de dirigirle la palabra a alguien, podían pasar días. Hijo de un pescador y de una mujer de pescador (que es un oficio, y ni siquiera de los más descansados), Remo Carlini era un niño pacífico y curioso que dedicaba todo el tiempo que pasaba despierto a comprender los secretos de la naturaleza. A su mente se asomaban muchas preguntas, del tipo de: «¿Cuánto tardará una lagartija en expirar, después de que le haya cortado la cabeza?», «¿Por qué los gatos no caen de pie si les atas un peso en la cola?» y «¿Qué sucede si recojo aquel objeto metálico en forma de cono?». La respuesta a esta última pregunta —a veces el objeto te explota en la mano— lo había privado de cuatro dedos, al igual que la muerte de sus padres, años después, lo había privado de comida y techo. Así, Remo Carlini, apodado Okey porque su mano derecha, provista sólo del pulgar, parecía hacer siempre el signo de que todo iba bien, en el gesto típico de las películas americanas de los años sesenta, era el único indigente de Pineta. Comía lo que hallaba en los contenedores, sobre todo en los de detrás de los restaurantes, y a veces entraba en un bar a pedir una copa que pagaba con la calderilla encontrada por la calle. No pedía limosna y no necesitaba la compañía de nadie, a excepción de los dos o tres amigos de la infancia que seguían vivos.

Massimo, al principio de tener el bar, se había percatado de que ese hombre buscaba sobras en el contenedor y se había preguntado cómo hacer para darle algo, puesto que le habían explicado que, si se lo entregaban directamente, Okey no aceptaba nada, e intercambiar dos palabras con él era prácticamente imposible. Al final había adquirido la costumbre de coger los bocadillos sobrantes del día y colocarlos en orden en una bandejita que luego empaquetaba con el máximo cuidado y ponía encima del contenedor. Okey se había dado cuenta de ello y desde entonces, si veía a Massimo por la calle, lo saludaba en silencio, haciendo como si se quitara el sombrero. Aquel día debía de ser la cuarta o quinta vez, en tres años, que oía su voz.

—Importante, es importante, por Dios. Está esa chica en el cubo de la basura, ¿no? Pero la metieron después.

—¿Qué quieres decir? ¿Después de qué? —preguntó Massimo, que no había entendido ni jota del intrincado lenguaje del vagabundo.

—Escúchame. Pero atiéndeme, eh. A esa chica muerta la encontraste tú, ¿verdad?

—Sí, es verdad.

—Bien. La encontraste a las cinco y cuarto, ¿verdad? Me lo ha contado Ampelio. Pero como ayer era sábado, ayer a los restaurantes no les sobró nada. A ver, yo, ayer por la noche, tenía un hambre de lobo. Miré en todos los contenedores, en todos lados, y nada. Entonces fui al pinar, donde hacen los picnics, por si habían dejado algo. En cambio, cero, también allí. No había nada. Nada, ¿has entendido bien? Ni chicha de pollo, ni chicha de cristiana. ¿Has entendido?

He entendido, he entendido, pensó Massimo.

—Entonces hasta la vista, eh. Se lo decís vosotros a la policía y a ese imbécil que el año pasado me quería arrestar por vagancia.

He aquí, entonces, por qué has venido. Massimo recordaba algo por el estilo. Era comprensible que Okey no se fiara.

—Espera, perdona. ¿Qué hora era?

—Ah, sí. Eran las cuatro y media.

—¿En qué reloj? —preguntó Del Tacca, receloso—. ¿En tu Rolex de oro?

—No, ése me lo regaló tu puta madre y lo tengo a buen recaudo en el banco —replicó Okey sin inmutarse—. Lo vi en el reloj de la discoteca, ese verde que parpadea. El que se ve desde todas partes.

Cogió el café, se lo bebió de un trago, se levantó y salió del bar con su aplomo habitual.

—Es verdad —comentó Aldo—, el reloj láser de la Imperiale. Se distingue bien incluso desde la playa. Entonces, recapitulando: la chica fue asesinada entre la medianoche y las tres de la madrugada, ¿correcto?

—Correcto —respondió Massimo, y luego dijo en voz alta—: ¡Buenos días, doctor!

—Buenos días.

El doctor Carli cerró la puerta que Okey había dejado abierta, saludó con un gesto a las cuatro caras, concentradísimas en los periódicos, se dirigió a la barra y se sentó en un taburete.

—¿Me pones un aperitivo dulce, por favor?

—No.

—¿Perdona…?

—No, no se lo pongo. Es una aberración mental, un aperitivo a la hora de comer. Encima con alcohol, así uno comienza a beber de inmediato con el estómago vacío. Después sale con los sentidos un poco ofuscados, de los veinticinco del aire acondicionado se encuentra con los cuarenta de la acera, acusa el golpe y se me desploma en el suelo. Además, usted es médico, perdone.

El doctor miró a Massimo con curiosidad y decidió seguirle el juego.

—¿Pues qué me aconseja, maestro?

—A la hora de comer, nada. Si acaso, con la cena, espumante o champán.

—¿Dulce?

Massimo se llevó la mano al pecho y fingió un infarto leve. Entonces el doctor, mostrando preocupación, se inclinó sobre la barra y preguntó:

—¿Por qué? ¿No se puede? ¿Se ha vuelto ilegal?

—Qué va, es que el espumante dulce no se utiliza como aperitivo. Aparte de que, salvo el Asti, por lo general los espumantes dulces son una porquería a nivel cualitativo; se necesita algo que despierte la curiosidad de la boca, no que la mate. Un buen brut tiene las características correctas; un espumante dulzón, no.

El doctor pareció sopesar con gravedad la explicación, por lo que se resignó a un vaso de agua mineral. Parecía mucho más relajado que la mañana en que había descubierto el cadáver; probablemente lo peor, para él, había pasado. Miró a su alrededor con aire desinteresado, se situó a espaldas de Ampelio, que había abierto el periódico al azar y tenía delante un artículo a toda página sobre las supernovas, echó un vistazo y luego habló.

—Eh, Massimo entiende bastante de vinos, ¿verdad? Casi como el señor Aldo Griffa.

—Casi —convino Aldo con seriedad.

—Yo no soy un entendido, pero no necesito a Michele para comprender de qué estabais hablando. No es un pecado. No hace falta que lo dejéis cuando entro yo. ¿Qué os creéis, que se lo voy a contar a Fusco?

—Está bien, acabamos de quedar fatal. ¿Hay novedades? —preguntó Massimo.

—¿Qué te hace pensar que yo lo sé? Okey no ha hablado conmigo.

Pero ¿cómo lo hace la gente para saber siempre todo lo que sucede?, observó Massimo. ¿Qué tienen en casa, una antena vía satélite?

—Escuche, nosotros le contamos lo que nos ha dicho Okey…

—Me parece justo; y yo os cuento lo que me ha dicho Fusco.

Cuatro cuellos consumidos por los años se estiraron hacia la barra.

—¡Si no lo veo, no lo creo! —exclamó Ampelio—. ¿Ha encontrado algo?

—Pero os ruego la mayor discreción.

«Créenos», decían las cuatro caras. La de Massimo se esforzaba por mostrar la máxima compostura. Lo importante, cuando se cotillea, es mantener una actitud formal. El divulgador debe exigir el máximo secreto, y los presentes, estar de acuerdo con ello; después, está claro que harán galopar la noticia por donde puedan. Es sólo cuestión de tiempo. Si alguien pide «sed discretos» no quiere decir «contádselo a la menor cantidad de gente posible», sino «resistid un mínimo de tiempo antes de explotar, así las huellas que conducen hasta mí serán más difíciles de seguir».

—Fusco ha hecho registrar el contenedor y ha encontrado el móvil de Alina. Ha podido leer los SMS de la memoria y…

—… y ha descubierto que tenía una cita.

El doctor lo miró, levantando una ceja.

El resto del coro, como un ballet de periscopios, giró el cuello hacia Massimo, que había entrado en la barra para comenzar a cortar el pan para la hora de comer.

—Me lo comentó Fusco el otro día, después de interrogarme.

«Y no nos has dicho nada», se podía leer en las caras de los viejos. «¡Qué verrrgüenza!».

—Pero no sé con quién la tenía —concluyó Massimo—, eso se lo guardó para él.

—Ahora voy a ello —dijo el doctor—. En cualquier caso, el comisario ha descubierto que los mensajes mandados eran tres: uno a una chica y dos a un chico. También recibió cuatro mensajes: todos del mismo chico de antes. Además, la última vez que habló por teléfono fue con una chica, la misma del mensaje.

—¿Y qué decían esos SMS? —preguntó Massimo.

—¿Y qué coño son esos esemese, para empezar? —preguntó Ampelio, que se estaba perdiendo lo que, a su juicio, era lo mejor.

—Los SMS —comenzó el doctor Carli— son mensajes de texto escrito enviados a través de teléfonos móviles, ordenadores o, eventualmente, también teléfonos fijos, si se dispone del aparato adecuado. Los jóvenes los usan mucho, porque mandarlos es más barato que llamar. Además, está de moda.

Ampelio gruñó e hizo un gesto de desprecio con el mentón.

—¡Vaya tiempos! Menos mal que cuando yo era joven estaba de moda follar…

—Sea como sea —continuó el doctor, ignorando la contrición ampeliana—, el primero de los tres mensajes anunciaba a la chica que Alina quizá saldría a cenar con un tipo. En el segundo, destinado al chico, le preguntaba si estaba libre para cenar; también decía que tenían que hablar. En el tercero le pedía que fuera a buscarla a casa a las diez, porque sus padres no estaban. En efecto, Arianna y su marido se encontraban en la misma fiesta que yo. Pasamos un buen rato gorroneando comida a los marqueses de Calvelli.

—¿Y los mensajes recibidos? —preguntó Massimo mientras se imaginaba al doctor, de esmoquin, sonriendo a la vieja marquesa Ermenegilda Calvelli-Storani y murmurando en voz baja «que​rrevientes​lo​antes​posible​foca» mientras hacía el besamanos.

—Los cuatro son del chico. En el primero, le confirma la cita. En el segundo, le informa de que está frente a su casa. En el tercero, le pregunta dónde se ha metido. En el cuarto, le dice que se vaya al diablo. Profético.

El doctor se detuvo y cogió otro cigarrillo de la cajetilla. Lo encendió y permaneció durante un momento en silencio. Nadie se aventuró a hablar.

—En medio, está la llamada a la amiga: Fusco la está interrogando en estos instantes. Bueno, yo debo ir al depósito. Ya que estoy, comeré aquí. Total, mi mujer hoy no me espera.

—¿Dónde la has dejado? ¿Poniéndote los cuernos? —preguntó Del Tacca, con tono jocoso.

—En Saturnia, en la beauty farm de las termas. Va cada tres o cuatro meses para hacer no se sabe qué. Pero cuando regresa, normalmente está mejor, más descansada, más tranquila.

Tú también estás más tranquilo, pensó Massimo, pero te avergüenzas de admitirlo incluso ante ti mismo. Con su ex mujer Massimo no había tenido esos problemas: ella le dejaba hacer lo que quisiera, a condición de que no le pusiera los cuernos. De hecho, de eso se había encargado ella. Menuda zorra.

—Es porque no te ve durante una semana —arguyó Del Tacca, en el mismo tono jocoso—. Luego regresa, vuelve a encontrarse contigo y se hunde. A una mujer guapa como la tuya ciertas cosas le hacen efecto. Quién sabe por qué insiste en volver…

—No lo sé, me limito a apreciarlo. Massimo, ¿me haces un bocadillo como a ti te parezca?

—Claro. Sólo un segundo. Primero voy a hacer un par de llamadas.

Massimo fue a la trastienda, cogió el teléfono de pared y marcó el número de la comisaría. Le respondió una voz con acento siciliano:

—Comisaría de Pineta, buenos días.

—Buenos días, soy Massimo Viviani. Quisiera hablar con el señor comisario Fusco.

Se le había escapado, ya no podía hacer nada. Por suerte, el telefonista respondió en la misma línea.

—El señor comisario está procediendo al interrogatorio de una persona con información sobre los hechos relativos al homicidio Costa. ¿Desea que avise ahora mismo al señor?

—Sí, por favor —y para no ser menos a nivel de lenguaje burocrático, añadió—: Disponga al instante.

Hubo un breve silencio y luego le llegó al oído la voz de Fusco, en tono de conspirador:

—Dígame.

—Buenos días, comisario. Oiga, tendría que hablar con usted. Esta mañana una persona me ha dado una información en el bar que podría ser importante…

El comisario lo interrumpió con brusquedad:

—¿Relativa al caso?

—Sí. Básicamente…

—Ni una palabra por teléfono. Venga aquí de inmediato —ordenó, y colgó.

Fusco parecía verdaderamente sobreexcitado.

A saber con quién está hablando, se preguntó, aunque ya se hacía una idea. El doctor Carli había dicho que primero iba a interrogar a la amiga; lo más probable era que en esos momentos estuviera hablando con el chico al que Alina había mandado los mensajes.

Llamó a Tiziana al móvil, pero no respondió nadie: seguramente se había ido a dormir y no oía el teléfono. ¿Y ahora? No podía dejar el bar sin nadie que lo atendiera, y para cerrar tendría que echar a los viejecitos. Volvió adentro y llamó a Aldo.

—Aldo, Fusco quiere que vaya a la comisaría de inmediato. ¿Tú a qué hora tienes que ir al restaurante?

—Hacia las seis, aproximadamente. ¿Quieres que me ocupe del bar?

—Sí, por favor. Ya sabes dónde está todo, más o menos. Yo, dentro de una hora, como máximo dos, estaré aquí de nuevo. No le pongas a mi abuelo todo lo que te pida, que si no se pone malo. Y no, repito, no dejes que se acerque a la nevera de los helados.

—Tranquilo.

—Gracias. Después nos vemos.

—Después nos vemos y una porra —exclamó el doctor—; ¿y el bocadillo?

—Ah, sí, claro. Se lo hago y después me marcho. Cecina, limón, calabacines a la plancha y eneldo.

—Parece bueno. Vale.

—Está bueno, confíe en mí. Total, incluso aunque no le gustara, se lo iba a hacer de todos modos.

Mientras Massimo cortaba unas rebanadas de pan, Rimediotti preguntó:

—¿Se sabe de quién es el coche?

—Sí, es el de Alina. Se ha quedado empantanado en el barro cerca del contenedor. Se ve que el asesino no quiso quedarse allí demasiado tiempo y se marchó a pie, por el pinar o por la calle.

—¿Qué era, un Clio verde?

—Sí, un Clio nuevo. Igual que el mío. Arianna me había comentado que quería comprarle un coche a la niña, algo sencillo, y me preguntó cómo iba el Clio. Le contesté que yo me encontraba cómodo y se lo compró. Hace tres meses. Parece un siglo.

—¿Ya se ha hecho la autopsia?

El doctor miró a Pilade desde lo alto y luego asintió lentamente.

—Acabo de terminarla. No puedo contaros nada. Gracias, Massimo —dijo alcanzando el bocadillo—, y ponme también un té frío, por favor.

—Sírvase usted mismo, voy a telefonear a la chica.

Fue y marcó el número del móvil. Nada. Probó con el número de casa. Al sexto timbre, respondió una voz:

—Hola, soy Tiziana y no estoy en casa. Dejad un mensaje y os llamaré.

—Al habla tu patrón, Massimo Viviani. Inderogables compromisos en relación a la sociedad civil me alejan del establecimiento. Ven lo antes posible, te pago horas extras hasta las seis.

Volvió, cogió la cartera y señaló el medio bocadillo que descansaba en el plato:

—¿No le gusta?

—No, está bueno, pero tengo el estómago cerrado.

—¿Preocupado?

El doctor dirigió a Massimo una mirada bovina y después afirmó de nuevo con la cabeza. Vaya interrogatorio, pensó Massimo, fíjate lo que le pregunto. Abrió la puerta y se marchó sin despedirse.