Tres

—¿Apellido y nombre?

—Massimo Viviani, o sea, Viviani, Massimo.

—¿Nacido?

—Claro, si no, no estaría aquí.

—¿Tiene la amabilidad de decirme también dónde y cuándo?

—Pisa, cinco de febrero de mil​novecientos​sesenta​y​nueve.

—Gracias. ¿Profesión?

—Camarero.

Massimo se había ido poniendo de mal humor por haber tenido que ir a la comisaría. Había esperado casi una hora al señor comisario —a quien deseaba que estuviera metido en inderogables compromisos de tipo intestinal— en un sórdido cuartucho de puerta de cristal, en compañía de una foto del presidente Ciampi y un opúsculo sobre la utilidad y la importancia de la figura profesional del artificiero. Después de leerlo dos o tres veces y buscar las erratas (ni una, cosa rara), se había encendido un cigarrillo y había dejado vagar el cerebro hasta el momento de la llamada. Uno de los tres subalternos había ido a buscarlo y lo había introducido en el despacho, por desgracia vacante, de la Más Alta Autoridad, que evidentemente seguía en el retrete.

El señor comisario llegó sólo después de quince deliberados minutos, dando así ocasión a Massimo de memorizar los detalles de todos los uniformes del cuerpo, desde 1890 hasta la actualidad, reproducidos en un cartel que representaba la única concesión al arte de la habitación. Si Fusco lo hubiera interrogado sobre ese tema, habría estado en condiciones de recitárselo incluso empezando por el final. En cambio, el señor comisario bajó las manos, juntas ante su rostro, las apoyó sobre el escritorio y preguntó:

—¿Quiere relatarme los acontecimientos de la mañana del doce de agosto?

—Pues me levanté hacia las cuatro. Cogí el coche y llegué aquí, a Pineta, hacia las cinco menos diez.

—Claro, usted vive en la ciudad. Simone Tonfoni, la persona que ha encontrado el cuerpo, sostiene que entró en su bar a las cinco y diez. ¿Usted lo confirma?

—Sí.

—Después de entrar, dice que telefoneó una primera vez a esta comisaría para avisar del hallazgo del cadáver. El agente de turno en la centralita pensó que era una broma y colgó. Luego…

—Luego le pedí que me mostrara dónde se encontraba el cadáver. Fuimos al aparcamiento, vi la escena, volví al bar y…

—Le rogaría que respondiera a mis preguntas y no me interrumpiera —dijo el señor comisario con calma—. ¿Telefoneó usted a la comisaría a las cinco y veinte de la mañana?

—Sí.

—¿Volvieron al aparcamiento inmediatamente después de la llamada?

—Sí.

—¿La escena del crimen se presentaba como la primera vez, sin ningún cambio?

—Sí.

—¿Esperaron allí la llegada de las fuerzas del orden, sin abandonar el lugar?

—Sí.

—¿Está seguro de lo que me está diciendo?

—Sí.

—¿Sólo sabe decir sí?

—No.

Fusco lo escrutó un instante con aire bovino, a continuación se levantó en silencio de la silla con ruedas que le correspondía en calidad de comisario (los agentes recibían en dotación simples butacas sin ruedas y, por tanto, para llevar a cabo entre ellos las competiciones de velocidad en silla entre la antecámara y el archivo, lo que constituía una diversión habitual, tenían que usar la del señor comisario, por supuesto cuando estaba fuera) y fue a colocarse frente a la ventana, de espaldas a la habitación. Se quedó allí, con las manos detrás de la cintura, en actitud responsable. A Massimo se le ocurrió pensar que también aquélla era una escena ensayada una y otra vez por Fusco, probablemente inspirado por Chazz Palminteri en Sospechosos habituales. Le divertía de verdad toda aquella parodia del policía americano. Dichosos y sencillos, reflexionó, destinados a los reinos celestiales y a las comisarías terrenales.

Estaba a punto de consultar si podía usar un momento el baño, pero el comisario se le adelantó:

—¿Usted conocía a la víctima, señor Viviani? —preguntó en otro tono de voz, menos formal.

Massimo se reacomodó mejor en la silla.

—Es probable que la hubiese visto en el bar alguna vez, pero la cara no me dice nada. Sé que se llamaba Alina Costa y que vivía en la casa de al lado de Luna Rossa.

—¿Sabe si alguien la conocía bien?

—¡Yo qué sé! —contestó Massimo—. Yo no la conocía, ni siquiera sé en qué ambiente se movía. El doctor conoce bien a la madre y, sin duda, también a ella, aunque sólo porque era la hija. Haría mejor en preguntarle a él.

—¿Cómo es que el doctor conocía a la señora Costa?

—Cuando estudiaba en la universidad, era la mejor amiga de la que luego se convirtió en su mujer. Ésta le impuso antes del matrimonio toda una serie de amistades horrorosas que le hizo cultivar después. Por lo que dice el doctor Carli, Arianna Costa es la única persona potable de entre todas con las que su mujer le permite relacionarse.

—¿Cómo es posible? Quiero decir, ¿cómo es que la señora Carli es tan…?

Al comisario no le salía la palabra, así que Massimo acudió amablemente en su ayuda:

—¿Selectiva? ¿Altanera? ¿Coñazo?

—Las tres sirven. En resumen, ¿cómo es posible?

Massimo soltó un largo y elocuente suspiro. Sentía que sobre ese asunto tenía cierta autoridad. Desde el primer día en que se había puesto a hacer de camarero en la costa, el mismo tema había sido analizado miles de veces.

—Por lo visto cuando se conocieron la mujer estaba forrada, mientras que él no es que estuviera mal pero, en fin, tampoco bien. En consecuencia, tenían costumbres diferentes, vacaciones diferentes, amigos diferentes. Él nunca hubiera soñado con llevarla a casa de sus amigos para ver los partidos de la UEFA, pero ella sí comenzó a introducirlo en su mundo. Lo llevaba al Rotary, a las regatas, a Forte dei Marmi, etcétera. Al mismo tiempo, si los amigos de él telefoneaban a casa, ella no se los pasaba. Sé que suena mucho a sociedad victoriana y demás, pero es así. La señora Carli no admite intrusiones en su mundo dorado.

Fusco, mientras tanto, se había dado la vuelta y ahora estaba apoyado en el alféizar, con las manos en el borde.

—¿Y él se lo permite?

Massimo se recostó en el respaldo y se puso a columpiar ligeramente las piernas, luego respondió:

—Claro, no es tan malo como parece. Según él, es como si viviera en una novela de Wodehouse, llena de personajes que no dan golpe de la mañana a la noche y que guardan el cerebro en sal por miedo a que se consuma, dado que no tienen mucho. Es natural que haya hecho buenas migas con Arianna Costa: era la única persona del círculo de su mujer que era capaz de entender las cosas sin necesidad de tortura. Esnob, pero inteligente.

Fusco se levantó del alféizar. Evidentemente, la conversación estaba llegando a su fin.

Menos mal, pensó Massimo, tengo que correr al baño o si no me lo haré encima.

—Por tanto, en conclusión, usted no puede decirme nada de la víctima.

No era una pregunta, por lo que Massimo no respondió. Sólo esperaba el momento de la despedida, puesto que ya sentía la vejiga próxima a explotar, de modo que se levantó también él y se dirigió hacia la puerta. Fusco, en un impulso de amabilidad, lo precedió y se la abrió:

—Por favor. Sería importante saberlo todo sobre la víctima.

Massimo, que estaba saliendo, asintió y se detuvo en el umbral. Fingió sopesar las palabras del comisario, afirmando despacio con la cabeza, y luego hizo amago de moverse, pero fue detenido de nuevo por el detective:

—A menudo, conociendo a la víctima se llega a su asesino.

—Estoy de acuerdo. Bien, entonces puedo…

—Mire, le digo una cosa. Pero, se lo ruego, procure guardarla para usted.

Massimo se resignó y se apoyó en la jamba con la espalda.

—Comienza a ser difícil. No, perdone, estaba pensando en otra cosa. Dígame, pues.

—Sabemos que ayer la muchacha no se presentó a una cita, más o menos dos horas antes de ser asesinada. Habría que descubrir dónde estaba. Si oye algo al respecto, no se lo diga a nadie y venga a verme de inmediato. Cualquier dato puede ser importante. Hasta la vista, señor Viviani.

Tras salir de la comisaría, Massimo se dirigió a pie hacia el centro, donde se encontraba el bar.

Si no había acudido a una cita, reflexionó, existían dos posibilidades. La primera, que hubiera ido al sitio donde la habían matado. La segunda…, bueno, la segunda era que ya estuviera muerta. No, la hora del fallecimiento lo excluía. Pero, de todos modos, seguía habiendo una segunda posibilidad, pensó. La persona que decía tener una cita con ella también podía no decir la verdad. ¿Por qué? ¿Para encubrir a alguien? ¿O para fabricarse una coartada? Total, no entiendo nada de estas cosas, concluyó.

Una señora pasó a su lado mirándolo con curiosidad y sólo entonces se dio cuenta Massimo de que estaba reflexionando en voz alta y hablando solo.

Con frecuencia, al reflexionar, Massimo hablaba solo: era una costumbre que había adoptado cuando estudiaba para los exámenes, en los primeros años de la universidad. Se imaginaba que tenía físicamente delante al profesor, con el cual interactuaba con tanto realismo que llegaba a intercambiar, por ejemplo, hasta comentarios sobre el tiempo. Así, había descubierto que, al hacer como que exponía un razonamiento ante alguien, los conceptos se alineaban con mayor claridad en su cabeza: era como obligar a los pensamientos a viajar a la velocidad correcta. Sin embargo, le molestaba bastante llamar la atención mientras hablaba solo por la calle, por lo que dejó de pensar hasta llegar al bar.

El último par de personas se marchó del bar ya pasadas las dos, cuando Massimo había comenzado a recoger las sillas y a colocarlas sobre las mesas con las patas hacia arriba, contando en voz alta. En el fondo, era de esperar: si en un pueblo de mar, en verano, se produce un crimen, todos hablan de ello. Si, además, estás en el bar cuyo propietario ha descubierto el cadáver, entonces es un cachondeo. Cada cierto tiempo alguien, erróneamente convencido de ser muy original, superaba las voces del grupo de pervertidos con que se encontraba y aullaba:

—Chavales, ¿sabéis que ha sido Massimo quien ha hallado el cadáver esta mañana? ¿Nos cuentas cómo ha sido? Venga…

Lo había relatado una decena de veces, añadiendo en cada oportunidad nuevos detalles; así por lo menos no se aburría demasiado.

—Massimo, mañana por la mañana vengo yo, así duermes un poco. Luego me marcho a mediodía y vuelvo hacia las seis, seis y media. ¿Te parece bien?

Tiziana, la chica que ayudaba a Massimo en la barra, estaba acabando de barrer mientras Massimo tiraba los saladitos que habían sobrado de la noche. Alta, de buen porte, pelirroja, como sugería su nombre —homenaje al pintor Tiziano—, había sido contratada por Massimo porque poseía dos cualidades perfectas para trabajar en un bar: la primera, que no era manazas; y la segunda, que tenía un par de tetas estupendas que ocultaba con escaso éxito bajo camisetas ajustadísimas o camisas atadas en un nudo, con los botones desabrochados. Massimo ya se había acostumbrado, pero al principio le ocurría a menudo que, al conversar, le observaba los pechos sin darse cuenta y se quedaba con la mirada allí, imantada, mientras seguía hablando como si nada. Por suerte, ella se echaba a reír. Por otra parte, los clientes aprobaban incondicionalmente su presencia, aunque una chica, Francesca Ferrucci, dueña del estanco de enfrente del bar, una vez había objetado que, en el fondo, era injusto que detrás de la barra el espectáculo reservado al público femenino no estuviera a la altura de aquél para el público masculino. Massimo se sintió muy feo y durante bastante tiempo le puso a Ferrucci unos cafés deliberadamente imbebibles.

—Gracias, Tiziana, muy bien. No estoy demasiado cansado, pero prefiero dormir mañana. ¿Esta noche no sales con Marchino?

Había metido la pata. Se dio cuenta de inmediato por el renovado vigor con que Tiziana siguió barriendo.

—¿Algún problema?

—Demasiados.

—Lo siento.

—Nada, tranquilo. Es la historia de siempre… A propósito, se me había olvidado: hoy por la tarde, mientras estabas fuera, ha venido a buscarte Okey. Ha dicho que era importante y que volvería mañana.

«La historia de siempre» era, en efecto, la historia de siempre: Tiziana, como muchas chicas después de una cierta edad, aspiraba decididamente al matrimonio. Su amante, Marchino, como muchos otros chicos, cuando ella hablaba de matrimonio cambiaba de conversación. A veces uno de los dos insistía demasiado, discutían y durante medio día hacían como si no se conociesen. Luego, todo volvía a ser como antes.

—¿Okey? Qué raro. Nunca necesita nada. A saber qué quiere. En fin, buenas noches.

—Buenas noches.