Dos

Había pasado más o menos una hora y media y la partida había terminado: había ganado Pilade; Massimo y Aldo se habían defendido bien; Ampelio y Rimediotti, un desastre. Mientras Massimo, de nuevo camarero a la fuerza, recogía los vasos, los cuatro jovencitos orientaron con dificultad las sillas en dirección al paseo. Una vez transformado el círculo vicioso en anfiteatro parlamentario, se disponían a lo que allí, en Pineta, es el auténtico deporte nacional.

Ocuparse de los asuntos ajenos.

—Entonces, ¿lo habéis visto? Ahora hasta tenemos un homicidio.

—Ah, es verdad. Pobre desdichada. Asesinada en casa, ¡imagínate! Ya con todos los albaneses que hay por ahí no se puede salir, encima ahora, fíjate, vienen a matarte a casa.

—Gino, perdona, en primer lugar explícame qué tienen que ver los albaneses, y luego, ¿cómo sabes que la mataron en casa?

—Llevaba las zapatillas puestas, las pantuflas. Hoy en día, en pantuflas sólo sale de casa Siria, que todavía vive, aunque está medio agilipollada; por lo tanto, la mataron en casa.

—Claro, pobrecilla…

Massimo vació el cenicero lleno en el cubo y no pudo contenerse de preguntar:

—Perdone, pero ¿y los albaneses?

Gino lo miró de arriba abajo, hizo un movimiento hacia lo alto con el mentón (gesto milenario perfecto para reforzar las propias opiniones, casi invocando la sabiduría celestial: es indispensable en las discusiones de bar, en especial en temas de interpretación no unívoca como prestaciones de los delanteros centros, familiaridad de una mujer con las prácticas orogenitales et similia) y dijo:

—¿Te parece que son pocos? En tu opinión, ¿es normal que toda esta gente llegue sin documentos, que no se sabe ni quiénes son, y yo deba creer que son todos gente de bien? ¡Son unos sinvergüenzas! Trapichean, roban, a saber quiénes se creen que son…

—No, quería decir —continuó Massimo con alevosía—, ¿qué tienen que ver esta vez? Explíqueme por qué siempre que sucede algo usted mete de por medio a los albaneses, hasta cuando le dieron un tirón a aquella mujer frente a los baños Lomi.

Gino se ruborizó y, por un instante, perdió el hilo del discurso. Tres semanas antes, a una bañista le habían robado el bolso de un tirón delante del establecimiento balneario y durante dos días el viejecito plantó cara a todos con el peligro albanés, profetizando toda clase de desventuras e invocando la intervención del Estado. Continuó así hasta la tarde del tercer día, cuando se supo que el tironero era el nieto de su vecino de enfrente.

Aprovechando el momento, Pilade se introdujo en la conversación:

—¿Cómo sabes lo de las pantuflas?

—Nos lo estaba contando Massimo antes de que tú llegaras, fue él quien encontró a esa desgraciada —contestó Gino con cierta altanería—. Fue el primero en localizarla.

—¿Qué pasa, le he echado a perder lo de los albaneses y ahora sospecha de mí?

—¿La descubriste tú?

—No exactamente. Un fulano la encontró allí, cerca del contenedor. Cuando la vio, intentó telefonear a la policía, pero tenía el móvil sin batería. Como a las cinco y cuarto el bar era el único sitio abierto, vino aquí a llamar a la policía, pero estaba borracho como una cuba y por eso el de la centralita creyó que era una broma y le colgó. Fui con él a ver dónde estaba el cadáver y luego telefoneé a la policía. Llegaron en cinco minutos; al cabo de diez, habían reconocido a la muerta, y como ya habían llamado al médico, tenían unas caras…

Massimo hizo una pausa mientras pasaba la bayeta por la mesa y la escurría en el cubo. No le hacía falta esforzarse para pensar en la escena de aquella mañana: lo recordaba todo al detalle.

Después de todo, el doctor Carli le caía simpático y, cuando llegó al aparcamiento del pinar, le entró curiosidad por saber cómo le sentaría ver en el contenedor a una persona que conocía. Quizá sólo de vista, pero que conocía. Y, sobre todo, que era hija de una persona de la que era muy amigo.

El doctor no desmintió su fama de persona seráfica: reconoció de inmediato a la chica y se quedó parado frente al cuerpo apenas un momento, antes de sacudir la cabeza de manera dubitativa.

No le pareció que estuviera desolado: probablemente debía de haber notado algo ya al llegar. Nadie había tenido la presencia de espíritu para mirarlo a los ojos mientras saludaba a los agentes tras bajar del coche. Sólo después de examinar el cadáver, con una delicadeza que habitualmente le era ajena, se mostró un poco abatido.

—¿Sabe cuál es el problema?

Massimo no contestó, aunque siguió mirando al doctor a los ojos, que ahora traicionaban una ligera inquietud. Era evidente que no tenía ninguna gana de volver a casa: con toda seguridad, prefería el papel de médico eficiente al de amigo afligido.

—El problema es que debo decírselo a Arianna.

Justamente, pensó Massimo.

—¿Quiere hacerlo? —inquirió.

Pregunta imbécil, pero no conseguía permanecer callado mientras el doctor se limpiaba las gafas quizá por quincuagésima vez. Muy alto, de cerca de dos metros, sobre los cincuenta años, con el rostro bonachón y el pelo canoso, parecía precisamente lo que era: un médico en la escena del crimen. Tenía un vago parecido al cantante Francesco Guccini, y estaba tan en su salsa en aquella explanada como Guccini en el escenario. Se había vestido deprisa y corriendo con la ropa de siempre; además, había vuelto tarde de una recepción y no debía de haber dormido mucho.

—Verás, si no se lo digo yo… Pobrecilla. Es más, pobrecillas las dos.

Parecía que la madre le preocupase mucho más que la hija. También era comprensible: la madre era amiga suya de toda la vida y pasaba al menos un par de semanas al año en Pineta. A la hija no debía de haberla visto apenas, aunque lo suficiente para reconocerla; cuando ellos salían juntos, los chicos (la hija de Arianna, el hijo del doctor Carli y otros muchachos del lugar) se iban por su cuenta.

La voz estentórea del comisario Fusco, quien provocaba en Massimo sentimientos encontrados, se encargó de sacar a Massimo del apuro.

Una vez había hablado de ello justo con el doctor Carli y se habían mostrado de acuerdo en el hecho de que no era humanamente posible encontrar en el señor comisario, como a éste le gustaría que lo llamaran, nada que inspirara la más mínima simpatía. Tras concluir, de conformidad con Carli, que Vinicio Fusco era susceptible, arrogante, cabezota, presuntuoso y fatuo, el doctor había sentenciado:

—Ese hombre es un libro de chistes sobre los calabreses.

Massimo, que había aprobado esa conclusión por completo, no podía dejar de preguntarse cada vez que pensaba en Fusco si por casualidad, a fuerza de estar con Rimediotti, no se estaba volviendo un poco racista. Se consolaba pensando que cuando iba a la universidad, en Pisa, un amigo suyo siciliano, de quien se podía decir de todo salvo que hiciera distinciones racistas, en un momento de ebrietas había esbozado «el identikit del perfecto idiota», y entre otras características fundamentales que Massimo no recordaba, tenía que ser ingeniero, de la Juve y calabrés.

En cualquier caso, y dada la situación, el señor comisario llegó en el momento justo. Muy jovial, puesto que disfrutaba de su trabajo y le gustaba desempeñarlo frente a un público, apareció por sorpresa tras ellos y, contento, atronó:

—Bueno, Walter, cuéntemelo todo: edad, sexo, hora, causa y varios.

El doctor, dirigiendo la mirada a la punta de sus zapatos, cruzó las manos detrás de la espalda y empezó:

—Edad: diecinueve años; sexo: femenino, si es que es necesario un médico para determinar eso; muerta hace entre dos y cinco horas, ni menos ni más. Causa del fallecimiento: estrangulación. Varios: el mundo está lleno de cabrones.

Fusco encajó el golpe de lleno. Casi con plena seguridad había olvidado que Carli la conocía. Se quedó parado un instante, sacando la mandíbula y con los brazos en jarras, y a continuación resolvió que era mejor comenzar a trabajar para borrar el papelón. De inmediato se puso a gritar a los fotógrafos que quería las tomas antes del final de la mañana y después concentró su atención en un Clio verde oscuro que había aparcado allí cerca, con las ruedas del lado derecho metidas en el barro de los charcos.

—¿Y éste?

Se aproximó al automóvil, miró por la ventanilla y puso cara de haberlo entendido todo. Luego, tras señalar a un agente, lo llamó con un gesto de la mano.

Massimo, divertido, observó al joven larguirucho acercarse a grandes zancadas al pequeño Fusco y cuadrarse en posición de firmes para recibir órdenes.

—Descanse, Pardini. El coche del chaval, el que ha encontrado el cuerpo. Las llaves están en el salpicadero. Sáquelo de aquí, que molesta —exigió Fusco al tórax del agente Pardini.

—Comisario, perdone —intervino el chico, que esperaba ser interrogado de manera informal y que en ese momento se sentía, con toda justicia, el centro de atención, pero fue interrumpido por Fusco, que le hizo una señal con la mano abierta.

—Tranquilo, muchacho, mientras te mueven el coche charlamos un poco. ¿A qué hora has descubierto el cuerpo?

—Primero es mejor que le diga algo. Es que…

Fusco se acercó al chico con una mirada terrorífica, probablemente ensayada durante muchos minutos frente al espejo, y con los brazos todavía en jarras.

—Chaval, primero es mejor que respondas a mis preguntas. Lo repito despacio, así mientras se te pasa la mona y lo entiendes: ¿a-qué-hora-has-descubierto-el-cuerpo?

Entre tanto Pardini, dentro del coche, se había ajustado el asiento llevándolo hacia delante, había girado la llave y arrancado. El automóvil permaneció quieto conforme las ruedas patinaban en el fango. Llegaron otros dos agentes y, empujando el coche, consiguieron desempantanarlo.

—A eso de las cuatro, estoy seguro.

—¿En qué posición estaba?

—Estaba dentro del contenedor, con la cara hacia arriba. Como estaba cuando llegamos.

—Lo sé, lo sé. ¿Y fuiste de inmediato al bar?

—No de inmediato. Esperé un poco para ver si se me pasaba el mareo, luego cogí y fui. Por poco no destrozo el coche para llegar, y es un Micra nuevo.

Fusco miró, en este orden, al chico, al Clio verde oscuro, al chico y los charcos delante de él. Luego, con los ojos fijos sobre éstos, preguntó:

—¿Eh?

—He dicho que esperé un poco…

—¡Quietos! —gritó Fusco a los agentes, que ya habían movido el automóvil; después, con los ojos al cielo, chilló—: ¡Mieeerda…! —Se volvió de nuevo hacia el chico, cabreadísimo—: Claro, no podías habérmelo dicho enseguida, ¿no? Un automóvil con las llaves en el salpicadero en el lugar donde se ha hallado un cadáver, ¡y yo lo mando mover! ¿Y por qué? ¡Porque nadie me dice nada! Pero ¿qué coño tienes en esa cabeza?

—Oiga, señor comisario —contestó el chico, que parecía de verdad disgustado, además de un poco atemorizado—, es precisamente lo que intentaba decirle antes, cuando me ha interrumpido…

Con los ojos desorbitados, el comisario se metió las manos en los bolsillos. Escrutó a todos los presentes con el aire más fiero que logró encontrar, luego se dio la vuelta y se alejó, farfullando claramente:

—Total, siempre es culpa tuya, Fusco. Pues sí.

El muchacho permaneció en silencio, observando la espalda de Fusco con una cara que comenzaba a traslucir una cierta falta de confianza en el Estado.

Massimo y el doctor, que había recuperado un atisbo de sonrisa, intercambiaron una mirada de complicidad.

—Cada vez que lo veo en acción descubro algo nuevo —comentó el doctor.

Inmediatamente después, su mirada se ensombreció otra vez.

En parte por curiosidad y en parte para intentar distraerse otros cinco minutos, Massimo le preguntó:

—Explíqueme una cosa, por favor: cuando usted habla de «entre dos y cinco horas», ¿lo dice para tener la certeza, el intervalo en el que seguro ha sucedido, y acaso baraja una idea concreta, o realmente tiene significado un intervalo tan amplio?

El doctor sacudió la cabeza y, a continuación, respondió sin mirarlo:

—De momento es así, no puedo decir más. Para estar más seguro se necesitan otros exámenes, se determina la evolución de la temperatura auricular o rectal y el contenido del estómago, si se conoce la hora exacta de la cena. Así se puede ser más riguroso, pero depende de cuándo haya sucedido todo. Si el fallecimiento data de poco antes, se puede ser mucho más preciso. De todos modos… —el doctor observó a Massimo—, no me cabe duda de que la chica murió hacia medianoche, hora más, hora menos. Pero sólo podré estar seguro después de… Bueno, después.

Entre tanto Fusco se había vuelto a acercar. Llamó al doctor con la mano y, mientras lo esperaba, anunció en voz alta a Massimo y al chico:

—Vosotros dos quedáis a disposición, tendré que interrogaros oficialmente. Por la tarde os mandaré llamar.

—Entonces, ¿tienes que ir a ver a Fusco para que te interrogue?

Ahora el bar estaba vacío, dentro y fuera.

Toda la gente se había ido a la playa. No se vería a nadie antes de las seis de la tarde: a esa hora llegarían en grupos de dos o tres para tomar una schiacciatina y una cerveza de regreso de la playa. Luego, desde las siete hasta cuando quisiera el Altísimo, comenzaba la vida. Massimo dejó que su pensamiento vagase entre las escenas que vería al cabo de un rato, las caras a las que saludaría. Tipos de gimnasio con chicas bronceadas más allá de lo imaginable, livorneses con el chaleco directamente sobre el torso desnudo y grandes cadenas de oro y mujeres tan bellas, esbeltas y cuidadas que sólo podían ser putas de lujo iban allí todas las tardes. Todos distintos y todos iguales, pensaba Massimo, que luego, como siempre, se avergonzaba sin motivo de clasificar a tan interesante grupo de personas bajo un verso de Luis Miguel.

A veces ciertas caras, ciertas actitudes, le despertaban tanta curiosidad que le entraban ganas de ir hasta donde se encontraba la persona y entablar conversación para comprobar de qué clase era. En alguna ocasión lo había hecho, pero la experiencia no valía demasiado la pena.

—Planeta Tierra llamando a Massimo: ¡Massimo, responde!

Massimo se sobresaltó.

Aldo bajó las manos, que se había puesto a modo de megáfono en torno a la boca, y aprobó con un gesto de la cabeza.

—Dígame.

—¿Tienes que ir ahora a ver a Fusco?

—Sí, dentro de media hora. ¿Por qué?

—¿No hubiera sido mejor que viniera él aquí?

Ampelio le dio la razón:

—Era mejor, la verdad. Tú estás aquí, trabajando; ¡para hacerte dos preguntas también podría venir él sin el coñazo de tener que ir tú!, ¿no te parece?

Massimo sonrió sacudiendo la cabeza:

—Abuelo, tiene que interrogarme en la comisaría, con alguien que tome nota de mis declaraciones. Además, si viniera aquí, ¿se lo imagina? En diez minutos todo el pueblo sabría lo que sabe el comisario; mejor dicho, todavía más. No me pongáis esas caras de mártires porque no vienen a cuento.

—Mmm…

Pilade se recostó con generosidad sobre el respaldo de la silla, con la típica actitud de quien va a revelar algo. Cogió la cajetilla de Stop, sacó uno (pero ¿cómo se puede fumar algo semejante?, pensaba siempre Massimo) y lo encendió mientras comenzaba a hablar, de modo que el cigarrillo se puso a bailotear entre los labios al ritmo de las consonantes.

—¿Sabes qué es lo bueno? Lo bueno de todo este asunto, querido Massimo, es que el pueblo ya sabe más de lo que sabe el comisario. Primero, porque Fusco es un majadero —los presentes asintieron de manera coordinada—, y segundo, porque si ha sucedido algo en el pueblo, a alguien del pueblo, sin duda hay alguien que sabe una parte de lo que sucede, alguien que ha visto algo y no sabe qué significa. Hazme caso, Massimo, Fusco tendría que venir al bar y hablar con todos los que pasan por aquí, luego ir a casa de todas las mujeres, después ir al mercado, etcétera. A su oficina, directamente, no va nadie pero, entre tanto, yo he salido de casa a las dos y diez y mi mujer llevaba al teléfono una hora y veinte minutos: cuando regrese, estate tranquilo, que me pondrá la cabeza como un bombo con el crimen.

Massimo se echó a reír. Pilade tenía razón: el brainstorming de las viejecitas era tan temible que, en aquellos días, nadie escaparía de las elucubraciones nacidas de las sedicentes Miss Marple que, encerradas en casa, se dedicaban a telefonear a todos sus conocidos.

Con tal de que no me acusen a mí, pensó.