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Lo único agradable que se puede hacer un día de mediados de agosto a las dos en punto de la tarde, cuando se respira calor líquido e intentas no pensar en que aún faltan seis o siete horas para la cena, es ir con algún amigo a tomar algo a un bar.

Te sientas a las mesitas de la terraza, te acomodas bien los pantalones, en los que la entrepierna chorrea, te pierdes diez segundos y luego vuelves en ti como por arte de magia; el que está más en forma del club va dentro, a la barra, a pedir, porque el camarero, al divisaros, os ha mirado con odio y ahora está lavando los vasos (o mejor dicho, el vaso: el mismo desde hace cinco minutos) y, por tanto, si nadie va dentro a pedir, adiós muy buenas.

Pero lo importante es que corra una brisilla.

Ese hilito de viento de la intensidad correcta levanta ligeramente la camisa de la piel, te cuenta con dulzura las vértebras y te refresca los vanos entre los dedos de los pies, a los cuales las chanclas de plástico han dado hasta ahora poco alivio, pero es tan suave como para no desordenarte el emparrado del pelo. El olor a yodo de la brisa marina te destapona la nariz, te convence de respirar y, cuando el héroe que ha hecho las veces de camarero regresa con las bebidas y las cartas, el humor se ha serenado y la tarde se ha acortado bastante respecto a hace unos instantes.

Estas cosas, a los veinte años, son agradables; a los ochenta, son la sal de la vida.

El grupito sentado fuera del BarLume[1], en pleno centro de Pineta, está formado por cuatro viejecitos muy vivaces del tipo común en esta zona; los dos partidos de la competencia, constituidos por los viejos con bastón más nietecito y por las viejas que hacen calceta en la puerta, no están numéricamente a la altura y se ven cada vez menos.

En el umbral nunca demasiado vituperado del año 2000, Pineta se ha convertido en una localidad costera de moda a todos los efectos y, por lo mismo, la organización de turismo local se está dedicando a extinguir inexorablemente las categorías apenas citadas, volviendo en su contra la arquitectura del pueblo: donde estaba el bar con petanca han puesto un discopub al aire libre; en el pinar, en el sitio de los columpios para los nietos, se ha materializado un gimnasio exterior de body-building, y ya no se encuentra ni un banco, sólo aparcamientos para las motos.

Los cuatro deben de ser bastante amigos, a juzgar por cómo discuten: tres de ellos están sentados con dignidad papal en sillas de plástico y otro está de pie, sosteniendo una bandeja con una baraja, un fernet, una cerveza y un anisete con un grano de café. Uno de los que están sentados se agita como si lo hubiera picado una tarántula.

Evidentemente, falta algo.

—¿Y el café?

—No me lo ha puesto.

—¿No te lo ha puesto? ¿Por qué?

—Dice que hace demasiado calor.

—¡Es problema mío si hace o no demasiado calor para tomar un café! ¡Ya tengo bastante con la pelmaza de mi hija contándome los cigarrillos, ahora también el camarero se preocupa por mi salud! ¡Me va a oír!

Ampelio Viviani, ochenta y dos años, ferroviario jubilado, discreto ex ciclista aficionado e indiscutible triunfador del concurso de palabrotas (extraoficial) de la fiesta de L’Unità[2] del municipio de Navacchio durante veintiséis años consecutivos, desde 1956, se levanta furiosamente con auxilio del bastón y se encamina, garibaldino, hacia el bar.

—¡Mira cómo ha acelerado esta vez, parece Ronaldo!

—¿Por cómo sostiene el garrote?

Al llegar a la barra del bar, se dirige al camarero blandiendo el bastón:

—Massimo, ponme un café.

Massimo tiene la cabeza inclinada sobre el fregadero, donde está cortando unos limones en rodajas, operación que parece absorberlo por completo, como si fuera un monje budista meditando. De esa misma manera ascética responde:

—Nada de café. Ahora hace demasiado calor. Después. Quizá.

—Escúchame bien, capullo, yo fui a la guerra en Abisinia, ¿y te crees que aquí hace demasiado calor para tomarme un café?

Todavía con la cabeza inclinada, Massimo rebate:

—No hace demasiado calor para tomarlo, hace demasiado calor para ponerlo. ¿De veras quieres que me meta ahí, delante de ese baño turco, a sudar como un buey? Por un triste y miserable café que ni siquiera me saldría demasiado bueno, con toda esta humedad. Tómate un té frío, te invito yo.

—¡Un té frío, mmm! ¡Para estar mal me quedaba en casa con tu abuela viendo a Michele Cucuzza en la tele! Yo a este bar no vuelvo.

Al final, Massimo levanta la cabeza.

Tiene unos treinta años, el pelo rizado y barba; un vago aspecto tirando a árabe, acentuado por la camisa de pirata hasta las rodillas que lleva, milagrosamente inmune a los halos de sudor. Tiene la mirada oblicua y enfadada. Alza un instante los ojos al cielo, brevemente, no de manera teatral. Luego, con la mirada de nuevo puesta en los limones, responde:

—A ver, abuelo, que éste es el único bar de toda Pineta en el que te aguantan, y eso sólo porque es mío. Así que si quieres café te esperas dos o tres horas; total, no tienes que ir a trabajar.

—Dame una grapa, maldita sea mi hija.

Ampelio ha vuelto a la mesa; Aldo, el del restaurante Boccaccio, está barajando las cartas y pregunta:

—¿Escoba, brisca o tres sietes?

Los otros dos parroquianos sentados a la mesa levantan la cabeza; Gino Rimediotti, setenta y cinco años mal llevados, jubilado de Correos, empieza con su habitual:

—Por mí cualquier cosa está bien. Me basta con no jugar en pareja con ése de ahí.

—El muy listo. Como siempre es culpa mía…

—¡Claro que es culpa tuya! No te acuerdas de qué cartas han salido así te ahorquen.

—Gino, me caes bien, pero escúchame: alguien como tú, que hace los guiños como si hubiera tragado grava, debería callarse y punto. Cuando pillas un tres, parece que te vaya a dar un síncope. Todo el bar se entera de las briscas que llevas en la mano.

El cuarto hombre se llama Pilade del Tacca, ha asistido al plácido discurrir de setenta y cuatro primaveras y tiene un feliz sobrepeso. Años de duro trabajo en el ayuntamiento de Pineta, donde si no desayunas cuatro veces por mañana no eres nadie, lo habían forjado tanto en el físico como en el carácter: en efecto, además de maleducado, era también un tocapelotas.

Aldo deja de barajar; el momento es crucial. Con voz neutra, explica que no es posible que cada vez deban decidir Ampelio o él y que luego Del Tacca siempre se lamente «porque elegimos nosotros. O elegís vosotros, o hacemos otra cosa».

Ampelio dice «a mí no me importa elegir, pero si no os parece bien también podemos cambiar las parejas». Del Tacca pregunta «¿si no le parece bien a quién?». Gino sugiere «a tu puta madre, a quién; a todos, ¿no?». Y el aire se vuelve pesado, ya no se nota la brisa.

En el silencio, Massimo sale del bar, coge una silla y se une al grupito.

Enciende un cigarrillo, coge las cartas y espeta:

—He dejado a la chica sola dentro; total, a esta hora no hay nadie. ¿Os apetece una brisca de cinco?

Ni siquiera necesitan intercambiar una mirada; los ojos se avivan, los vasos se vacían, codos sobre la mesa y adelante.

La brisca de cinco siempre está bien.

Unos seis meses antes, la voz de Ampelio destacaba, como de costumbre, por encima del resto de ruidos dentro del bar, hábilmente pilotada por las tortuosas curvas intelectuales del jubilado que no perdía ocasión para comunicar urbi et orbi sus opiniones sobre cualquier cosa:

—¡Lo que no entiendo es qué le encuentra la gente! Te encierran en un barracón con la música a todo volumen, pegados los unos a los otros, que en vez de bailar tienes que agitarte como si te hubieran metido arena en los calzoncillos, y al final sales completamente agilipollado. Y para tratarte así ¡te hacen pagar! Dime tú si es normal…

—Abuelo, ante todo baja la voz y deja de armar follón. Gracias. A ver, ¿a ti qué te importa si uno se quiere divertir como le place? ¿Acaso hace daño a alguien?

Ampelio dejó el vaso y continuó refunfuñando para sus adentros:

—Mmm, ¿hace daño a alguien? Se hace daño a sí mismo, a sí mismo. Por Dios, si quieres sentir que todo retumba, pégate unos ladrillazos en el cráneo, al menos es gratis…

Aldo se puso de pie para coger el mechero del bolsillo del abrigo. Era el día de cierre del Boccaccio y él, viudo despreocupado y amante de la compañía, por la tarde iba al bar, donde siempre estaba seguro de encontrarse con alguien.

—El problema —explicó mientras intentaba encontrar el encendedor sin que el abrigo se cayera del perchero— es que hoy en día muchos chicos se divierten sólo si lo que hacen cuesta dinero. Como ha ocurrido siempre, está claro. Es una manera como cualquier otra de hacerse los enterados, de mostrar que tienes pasta. Pero las modas cambian. Ahora, por suerte para mí, está de moda aparentar que entiendes de vinos, así que se ve a muchos chavales que entran después de cenar, cogen la carta de vinos y a continuación te llaman: «Me apetecería un…», y confunden el nombre de la bodega con el del vino, o quieren un Chianti del ochenta y siete que, si uno entendiera un poco, sabría que un Chianti del ochenta y siete a lo sumo lo puedes usar como combustible, y luego, como si no fuera suficiente, comen queso con miel. Lo difícil es darles la razón sin reírte.

—Pues tú deberías decirles que no entienden un carajo —intervino Pilade, con su garbo habitual— y después explicarles un par de cosas correctas, para que poco a poco aprendan.

—Para que poco a poco aprendan, sí, pero a ir a otro sitio —replicó Aldo—. Éstos no quieren beber y comer bien, quieren aparentar que entienden y que son unos enterados. Que hagan lo que quieran. Yo vendo vino y comida, no discursos.

Había que reconocer una cosa: cuando Aldo afirmaba que vendía comida y vino, sin florituras, tenía toda la razón. El Boccaccio tenía a su disposición una bodega ilimitada, con particular predilección por el Piamonte, y una cocina excepcional. Punto. El servicio era correcto, pero informal, y la decoración no era rebuscada; además, si alguien, por casualidad, manifestaba alguna contrariedad con respecto a la comida, el comentario siempre hallaba la manera de llegar a oídos del chef de cuisine, Otello Brondi, apodado Tablón. Dicho personaje, si bien dotado de un innegable talento en el arte apiciano, no había sido demasiado favorecido por las musas en el resto de aspectos, por lo cual el comensal crítico se solía encontrar, al lado de la mesa, un metro cúbico de barriga de cocinero guarnecido por dos antebrazos gruesos y peludos como osos, preguntándole «¿Cómo es posible que no te guste?», en tono no precisamente servicial.

Aldo se encendió el cigarrillo y continuó:

—Personalmente, yo detesto los sitios en los que, si pides un vino que no va perfectamente en línea con lo que has comido o si intentas salirte de los cánones de la Gastronomía con mayúscula, te tratan de paleto y te dicen «Nooo, ¿por qué quieres estropear así el filete de conejo deshuesado con flan de judías verdes y anacardos? Hazme caso…», o algo aún peor. Conozco lugares en los que no hay término medio: o eres un conocedor y entonces el dueño te adora y siempre te brinda una bienvenida que ni a Wanda Osiris, o eres un apestado que no sabe ni jota de vinos y entonces te dan a entender, sin ni siquiera disimular demasiado, que alguien como tú debería quedarse en casa y no ir allí a fastidiar, que hay gente esperando. Tus cuartos les interesan; tú, no.

El silencio acogió este discurso.

El miércoles nunca era un día de mucho movimiento, aparte de que fuera hacía un viento cortante que cada tanto destapaba los cubos de la basura y restregaba las ramas, ululando de vez en cuando por debajo de la doble puerta de cristal. Simplemente con el ruido se podía imaginar el frío que debía de hacer en el exterior.

Massimo ya no podía más de estar detrás de la barra aparentando trabajar, así que salió por la portezuela y realizó un tímido intento de quitarse de encima a los viejos —muy simpáticos, aunque al cabo de un rato ya no los aguantas—, para luego cerrar e irse a casa.

—De todos modos, sería más divertido ir a una discoteca que jugar a las cartas. ¿Esta tarde no habéis echado la partidilla? —preguntó, hablando astutamente en pasado de la velada para así tratar de hacerles entender que estaba a punto de cerrar.

—Ah, tienes razón, siempre estamos a tiempo —contestó Ampelio.

—Pero somos cinco —repuso Massimo, mientras se maldecía para sus adentros—. Eso sí, olvidáis con demasiada frecuencia que tengo abierto después de medianoche sólo para veros jugar a las cartas, y me parece que aún no se han inventado los juegos para cinco personas.

—Massimo, tendrás una carrera, pero eres muy ignorante. ¿Nunca has jugado a la brisca de cinco?

—No.

—¿Nunca has jugado a la brisca de cinco? Ampelio, ¿qué le enseñabas a tu nieto cuando era pequeño?

—A pedirle tres veces chocolate a la abuela y darle la mitad a él, a quien se lo controlaban por la diabetes.

—Parecía tonto, tu abuelo. Oye, ¿te apetece probar? Te aseguro que te divertirás. Nunca he conocido a nadie que no se lo pase bien con la brisca de cinco.

Massimo lo meditó. Fuera hacía un frío de mil demonios y, en efecto, la idea de salir no era demasiado atractiva.

Así aprendo a no hacerme el espabilado, pensó, aunque en el fondo la idea de evitar el fresco durante un rato no le pareció mal.

Fue a por los cigarrillos, mientras fuera el viento hacía silbar las persianas metálicas y las farolas, que se bamboleaban sin remedio, iluminaban la calle sólo a ráfagas, dando al exterior un aspecto verdaderamente espectral. Se preparó un café sin preguntar a los demás si querían, volvió a la mesa y se sentó, estirando las piernas. Luego apoyó los codos sobre los reposabrazos de la silla, se encendió un cigarrillo y dijo:

—Por favor.

Los cuatro cogieron su silla y se acomodaron en torno a la mesa sin las habituales sartas de improperios; al contrario, con una actitud indudablemente distinta: algo a mitad de camino entre la complacencia y la concentración, como si fueran depositarios de un gran secreto y estuvieran contentos de haber encontrado a alguien en condiciones de apreciarlo.

Se colocaron bien los pantalones, se arremangaron las camisas y depositaron los cigarrillos sobre la mesa con gesto sagrado, como para subrayarse a sí mismos la importancia del momento. La típica actitud de quien saborea algo.

Al observarlos, también el humor de Massimo cambió: a medida que los viejecitos se preparaban, había comenzado a sentir algo. Ocurre a veces, cuando eres pequeño, que los niños mayores te invitan a jugar con ellos por sí mismos, sin que las madres los obliguen. Es como ser admitido en un rito: cualquier chorrada que hagáis te divierte sobremanera y se te queda grabada como un recuerdo inolvidable. Durante un microsegundo se preguntó si encontrar entretenida la idea de jugar a las cartas con cuatro viejecitos no sería un síntoma de algo extraño, pero de inmediato desechó la duda.

Al menos podré decidir si me gusta, pensó, y se concentró en el Gran Sacerdote, que estaba a punto de abrirle las cancelas del Templo.

—A ver —comenzó Pilade, que ejercía de maestro de ceremonias—, funciona así: al principio se reparten las cartas, todas de una vez, ocho para cada uno. Luego, se hace la subasta. Cada uno declara, por turno, con cuántos puntos cree que puede ganar según las cartas que tiene en la mano. Me explico: la subasta parte de sesenta; el primero dice: «Gano con sesenta y uno»; el segundo, «Gano con sesenta y tres»; y así sucesivamente, hasta que uno fija un valor tan alto que los demás se retiran. Quien gana tiene derecho a elegir la brisca de este modo: pongamos que tú llevas un as y tres oros, ¿me sigues?

—Sí, sí, te sigo.

—Entonces te conviene pedir el rey de oros. Dices «Rey de oros» y así estableces dos cosas: uno, que la brisca es de oros; dos, que tu compañero en esa mano es el que tiene el rey de oros. Los otros tres están en tu contra. Para ganar debéis sumar, entre los dos, los puntos que has declarado al principio. Te interesa ganar la subasta porque así eliges la brisca, aunque tengas que jugar a ganar mientras los demás juegan a hacerte perder. Aparte de que sois dos contra tres.

—Pero, una vez que se han formado los equipos, ¿cómo funcionan los turnos de juego?

—Como los sitios de la mesa; ésos son los turnos. Lo bueno del juego es que tú no sabes quién juega contigo. Apenas hayas elegido la carta, los otros cuatro comenzarán a mirarse mal, a acusarse mutuamente de ser el intruso, a proclamar que en sus cartas no hay ninguna clase de oros. Uno de ellos miente pero, hasta que esa carta no aparece, no puedes saber cómo va el juego, ni tú ni tus adversarios. Solamente quien tiene el rey de oros conoce toda la situación y, obviamente, hará lo que sea para no dejarse pillar, incluso perder muchos puntos para ser descubierto lo más tarde posible. ¿Lo has entendido todo?

—Reparte las cartas, hagamos una vuelta de prueba.

Se había acostado a las cuatro de la mañana después de acomodar al abuelo Ampelio en el sofá de su casa, porque la abuela Tilde se iba a la cama a las once y cerraba con pestillo, y el que no había llegado se quedaba fuera. Se lo había pasado muy bien. Desde entonces, cada cierto tiempo, cuando la clientela y los presentes lo permitían, jugaba a la brisca de cinco y se divertía como un tonto.