CAPÍTULO 9

Salvados por los pelos

Diez minutos más tarde la bahía estaba desierta e inmaculada. Las cabrillas rizaban las aguas quietas del interior del arrecife y se desplomaban exhaustas sobre la oscura arena, donde las conchas malvas brillaban como uñas tiradas.

Había desaparecido el montón de conchas desechadas y ya no quedaban huellas de pisadas. Quarrel había cortado ramas de manglar y, caminando de espaldas, estuvo barriendo cuidadosamente todo a su paso; allí, la arena tenía una textura distinta a la del resto de la playa. Habían arrastrado la canoa de la muchacha más adentro, entre las rocas, y la cubrieron con algas y madera de deriva.

Quarrel volvió al farallón. Bond y la muchacha estaban echados a unos centímetros el uno de la otra bajo el arbusto de uvíferas donde Bond había dormido; observaban en silencio la esquina de agua del farallón por donde aparecería el barco.

El barco debía de estar a un kilómetro y medio. Por el pulso lento de los dos motores diesel, Bond conjeturó que estaban buscando huellas de ellos por todas las anfractuosidades de la costa. Parecía un barco potente, tal vez un guardacostas. ¿Con qué tripulación contaría? ¿Quién estaría al mando de la búsqueda? ¿El Doctor No? Era poco probable. Él no se ocuparía de ese tipo de trabajo policial.

Por el oeste apareció una bandada de cormoranes volando en cuña a ras del mar que se extendía más allá del arrecife. Bond los contempló. Eran la primera muestra que veía de la colonia de guanayes situada al otro extremo de la isla. Por la descripción de Pleydell-Smith, debían de ser los exploradores a la búsqueda de los destellos plateados de las anchoas que nadaban cerca de la superficie. Seguro, porque mientras los observaba, comenzaron a retroceder en el aire para luego zambullirse en inmersiones cortas, chocando contra el agua como metralla. Casi al momento apareció una nueva hilera de aves por el oeste, luego otra y otra, que formaron un arroyo y luego un río negro y sólido de aves. Durante varios minutos oscurecieron el cielo hasta que se posaron en el mar cubriendo muchos cientos de metros cuadrados, donde graznaban, se peleaban y zambullían la cabeza bajo la superficie, recolectando en el campo sólido de anchoas como pirañas dándose un festín con un caballo ahogado.

Bond sintió un ligero codazo de la muchacha, que le hizo un gesto con la cabeza:

—Las gallinas del chino están comiéndose el maíz.

Bond examinó aquel rostro feliz y hermoso. Parecía indiferente a la llegada de la partida de búsqueda. Para ella era sólo un juego del escondite más, similar a los que había jugado antes. Bond deseaba que no se llevara ningún susto.

El ronroneo metálico de los motores diesel era cada vez más fuerte. El barco debía de estar justo detrás del farallón. Bond echó un último vistazo a la bahía en calma y clavó los ojos, a través de las hojas y la hierba, en el extremo del farallón situado dentro del arrecife.

Apareció el filo de una proa blanca, seguido por diez metros de cubierta pulida, un parabrisas de cristal, una cabina baja e inclinada con una sirena y un mástil romo para la radio, el atisbo de un hombre al timón, la larga caja plana de la popa y una bandera roja caída. ¿Un torpedero de los excedentes del gobierno británico?

Los ojos de Bond se pasearon por los dos hombres situados en la popa. Eran negros de piel pálida. Llevaban pantalones cortos y camisas caqui, cinturones anchos, y gorras de béisbol con visera larga hechas de paja amarilla. Estaban de pie, uno junto a otro, cogiéndose fuerte para contrarrestar el pausado oleaje. Uno de ellos sostenía un megáfono largo y negro unido a un cable. El otro manejaba una ametralladora sobre un trípode. A Bond le pareció que era una Spandau.

El hombre soltó el megáfono, que quedó balanceándose de una correa en torno al cuello. Se llevó a los ojos unos prismáticos y comenzó a barrer con ellos la playa meticulosamente. El murmullo de sus comentarios le llegó a Bond por encima del traqueteo glutinoso de los motores.

Bond vio que los ojos de los prismáticos comenzaban en el farallón y recorrían la playa. Los ojos gemelos se detuvieron en las rocas y prosiguieron. Volvió a mirar hacia las rocas. El murmullo de sus comentarios se convirtió en un parloteo atropellado. El hombre le pasó los prismáticos al servidor de la ametralladora, quien echó un rápido vistazo y se los devolvió. El vigía le gritó algo al timonel. El guardacostas se detuvo y dio marcha atrás. Ahora se hallaba, fuera del arrecife, justo a la altura de Bond y la muchacha. El vigía miró con los prismáticos hacia las rocas donde estaba escondida la canoa de la joven. De nuevo le llegó por el agua el excitado parloteo. De nuevo pasaron los prismáticos a manos del servidor de la ametralladora, el cual miró otra vez por ellos. Esta vez asintió con decisión.

Bond pensó: «Ya está. Estos hombres conocen bien su trabajo».

Bond vio al ametrallador cargar, tirando hacia atrás del cerrojo. El doble chasquido le llegó por encima del ronroneo de los motores.

El vigía levantó el megáfono y lo conectó. El eco gangoso y metálico del amplificador chasqueó y rechinó sobre el agua. El hombre se lo acercó a los labios.

La voz rugió por toda la bahía.

—¡Muy bien, amigos! Salid y nadie resultará herido.

Era una voz de pronunciación cuidada. Tenía algo de acento americano.

—Venga, amigos —atronó la voz—, ¡daos prisa! Hemos visto el sitio por donde desembarcasteis en la costa. Hemos localizado el bote bajo la madera de deriva.

No somos tontos y esto no es una broma. Tranquilos. Sólo tenéis que salir con las manos en alto. No os pasará nada.

Reinó el silencio. Las aguas lamían suavemente la playa. Bond oía la respiración de la muchacha. El distante graznido de los cormoranes les llegaba amortiguado por la distancia y el mar. Los motores ronroneaban discordantes cuando el oleaje cubría el tubo de escape y volvía a dejarlo al aire.

En silencio, Bond tiró de la manga de la joven.

—Acércate —le susurró—. Haremos un blanco menor. —Sintió su calor más cerca de él. La mejilla de ella le rozaba el antebrazo. Le susurró—: Entiérrate en la arena. Revuélvete, cada centímetro es valioso.

Él también comenzó a hundir su cuerpo con cuidado en la depresión que habían agrandado con las manos. Notó que la chica hacía lo mismo. Atisbo por encima. Ahora los ojos estaban justo a ras del suelo de la parte superior de la playa.

El hombre levantó el megáfono. La voz rugió:

—Muy bien, amigos. Esto es para que veáis que no se trata de una bravata.

Levantó el pulgar. El ametrallador apuntó el arma contra la parte superior de los manglares más allá de la playa. Sonó el rápido tableteo que Bond había oído por última vez en las líneas alemanas de las Ardenas. Las balas silbaron por encima de ellos como pichones asustados. Volvió a reinar el silencio.

Bond observó en el cielo la nube negra de cormoranes que comenzaron a volar en círculos. Sus ojos volvieron a fijarse en el barco. El ametrallador tocaba el cañón para ver si se había calentado. Los dos hombres intercambiaron unas palabras. El vigía levantó el megáfono.

—Bien, amigos —dijo con dureza—. Os hemos avisado.

Bond vio que el cañón de la Spandau giraba y apuntaba hacia abajo. El hombre iba a empezar con la canoa entre las rocas. Bond le susurró a la joven:

—Bueno, Honey. Aguanta y mantente agachada. Esto no durará mucho.

Ella le apretó el brazo con la mano. Él pensó: «Pobrecilla, he sido yo quien la ha metido en esto». Se inclinó hacia la derecha para poner a cubierto la cabeza y hundió la cara en la arena.

Esta vez el estruendo fue terrorífico. Las balas aullaron al llegar a la esquina del farallón. Las esquirlas de roca cayeron sobre la playa como un enjambre de avispas. Los rebotes de las balas chiflaron como insectos y se perdieron tierra adentro. Detrás de todo se oía el martilleo continuado de la ametralladora.

Hubo una pausa. «Otro peine —pensó Bond—. Ahora nosotros». Sintió que la muchacha se aferraba a él. El cuerpo de ella temblaba contra el suyo. Bond la atrajo hacia sí con un brazo.

El rugido de la ametralladora comenzó de nuevo. Las balas llegaron zumbando desde la orilla hacia ellos. Hubo una rápida sucesión de golpes sordos. El arbusto que los cubría quedó hecho trizas. «Fiu, fiu, fiu». Era como si el cuero de un látigo de acero restallara al hacer pedazos el arbusto. La hojarasca cayó a su alrededor, cubriéndolos poco a poco. Bond olía el aire fresco; eso significaba que ahora estaban al descubierto. ¿Los ocultaban las hojas y los restos? Las balas se alejaron siguiendo la costa. En menos de un minuto el tableteo paró.

El silencio tintineaba. La chica gimió en voz baja. Bond acalló su voz y la abrazó con más fuerza.

El megáfono volvió a tronar:

—Bueno, amigos. Si todavía tenéis orejas, pronto iremos a recoger los pedazos. Y traeremos los perros. Adiós por ahora.

El lento traqueteo de los motores ganó velocidad. El motor aceleró hasta ser un rugido apremiante y Bond vio entre las hojas caídas que la popa de la lancha se confundía cada vez más con el agua al alejarse hacia el este. Al cabo de unos minutos estaba fuera del alcance del oído.

Bond levantó la cabeza con cautela. La bahía estaba en calma, la playa incólume. Todo estaba como antes, excepto por el hedor a cordita y el olor agrio de la piedra astillada. Bond ayudó a la joven a levantarse. Había rastros de lágrimas en su rostro. Ella lo miró asustada y dijo con solemnidad:

—Ha sido horrible. ¿Por qué lo han hecho? Podrían habernos matado.

Bond pensó que aquella chica siempre había tenido que defenderse, pero sólo de la naturaleza. Conocía el mundo de los animales, los insectos y los peces, aprendiendo lo mejor de ellos. Pero había vivido en un micromundo regido por el sol, la luna y las estaciones. No conocía el gran mundo de las habitaciones llenas de humo, de los salones de los corredores de Bolsa y los lingotes, de los pasillos y las salas de espera de los ministerios, de las citas furtivas en bancos de parques; no conocía la lucha por el poder y el dinero de los hombres poderosos. No sabía que la habían sacado del charco en la roca y había caído en aguas turbias.

—Ya pasó, Honey —le dijo—. Son sólo un grupo de hombres malos que nos están asustando. Te portaste estupendamente, con mucho valor. Ahora, vamos.

Buscaremos a Quarrel y trazaremos un plan. Además, es hora de comer algo.

¿Qué comes durante estas expediciones?

Dieron la vuelta y caminaron por la playa hacia el farallón. Al cabo de un minuto ella dijo con la voz ya controlada:

—Hay mucha comida por ahí, sobre todo erizos de mar. Y también plátanos salvajes y otras cosas. Como y duermo durante dos días antes de venir aquí. No necesito nada.

Bond la atrajo más cerca de él. Soltó el brazo cuando Quarrel apareció en la línea del horizonte. Quarrel descendió entre las rocas. Se paró mirando hacia abajo. Ellos se acercaron hasta él. La canoa de la chica casi había sido serrada en dos por las balas. La joven soltó un grito y miró a Bond con desespero.

—¡Mi barca! ¿Cómo voy a volver ahora?

—No se preocupe, señoíta. —Quarrel comprendía mejor que Bond la pérdida de una canoa. Dio por supuesto que representaba la mayor parte del capital de la chica—. El capitán le conseguirá otra y volverá con nosotro’. Tenemo’ un buen bote entre lo’ manglare’. No ha sío dañao, he ido a verlo. —Quarrel miró a Bond. Ahora su rostro mostraba preocupación—. Capitán, ya ve lo que le decía sobre eso’ tipo’. Son duro’ y saben lo que hacen. Lo’ perro’ de lo’ que hablaban son sabueso’ policía’; Pinschers lo’ llaman. Uno’ malnacíos. Mi’ amigo’ dicen que hay una jauría de veinte o má’. Mejó que pensemo’ un plan rápido… y que sea bueno.

—Está bien, Quarrel. Pero primero tenemos que comer algo. Y que me aspen si me van a hacer huir de la isla antes de haberle echado un buen vistazo. Nos llevaremos a Honey con nosotros. —Se volvió hacia la chica—. ¿Estás bien, Honey?

Estarás segura con nosotros. Más tarde nos iremos a casa juntos.

La joven lo miró llena de dudas.

—Supongo que no hay alternativa. Me gustaría ir con vosotros, si no fuera un estorbo. No quiero nada de comer. Pero ¿me llevaréis a casa tan pronto como podáis? No quiero ver más a esa gente. ¿Cuánto tiempo vais a estar mirando esos pájaros?

Bond dijo a modo de evasiva:

—No mucho. Tengo que descubrir lo que pasó y por qué. Entonces nos iremos. —Miró su reloj—. Son las doce. Espera aquí. Date un baño o lo que quieras, pero no te muevas ni dejes huellas por ahí. Vamos, Quarrel, será mejor que escondamos el bote.

Dio la una antes de que estuvieran listos. Bond y Quarrel llenaron la canoa de piedras y arena hasta que se hundió en un charco entre los manglares. Borraron las huellas. Las balas habían dejado tantos restos más allá de la playa que podían caminar casi todo el rato sobre hojas y ramas rotas. Se comieron una de las raciones —ellos con avidez y ella sin ganas—, treparon por las rocas y avanzaron por las aguas someras. Anduvieron con dificultad por los bajíos hacia la boca del río, a unos trescientos metros más allá de la playa.

Hacía mucho calor. Un viento tórrido y áspero se había levantado en el noroeste. Quarrel dijo que ese viento soplaba a diario durante todo el año. Era vital para la guanera, porque secaba el guano. Los destellos del mar y de las hojas verdes brillantes de los manglares eran cegadores. Bond estaba satisfecho por haberse preocupado de tostar su piel al sol.

Había una barra de arena en la boca del río y una larga y profunda poza de aguas estancadas. Podían mojarse la ropa o desnudarse. Bond le dijo a la muchacha:

—No es momento para sentir vergüenza. Nos dejaremos puestas las camisas por el sol. Lleva lo que sea sensato y camina detrás de nosotros.

Sin esperar su contestación, los dos hombres se quitaron los pantalones.

Quarrel los enrolló y guardó en la mochila junto con las provisiones y el revólver de Bond. Avanzaron por la poza, Quarrel delante, luego Bond y luego la chica. El agua llegaba hasta la cintura de Bond. Un gran pez plateado saltó fuera del agua y cayó con un chapoteo. Se veían flechas en la superficie donde otros peces huían a su paso. «Tarpones», comentó Quarrel.

La poza convergía en un cuello angosto por encima del cual los manglares se tocaban. Durante un rato avanzaron por aquel túnel fresco hasta que el río se ensanchó formando un lento canal profundo que serpenteaba hacia arriba por entre las gigantescas patas de araña de los manglares. El fondo era fangoso y a cada paso los pies se hundían en el cieno. Se agitaban pececillos o camarones que huían de sus pies y a cada momento tenían que pararse a apartar las sanguijuelas antes de que se prendieran. Por lo demás, el avance era fácil y tranquilo, fresco entre los arbustos; por lo que a Bond se refería, era una bendición no estar expuestos al sol.

Pronto, a medida que se alejaron del mar, comenzó a oler mal: era el olor a huevos podridos y a hidrógeno sulfuroso de los miasmas. Los mosquitos y las pulgas comenzaron a picarles. Les gustaba la carne fresca de Bond. Quarrel le dijo que se sumergiera en el agua del río. «Le’ gusta la carne salá», explicó divertido.

Bond se quitó la camisa e hizo lo que le habían dicho. La cosa fue mejor y al cabo de un rato hasta la nariz de Bond se había acostumbrado a los miasmas, excepto cuando los pies de Quarrel reventaban alguna antigua bolsa de gas en el barro y del fondo subía una burbuja con solera que explotaba apestando bajo sus narices.

Los manglares comenzaron a clarear y el río se abrió lentamente. El agua era menos profunda y el fondo más firme. Pronto se abrieron las márgenes al doblar una curva. Honey dijo:

—Es mejor que ahora tengamos cuidado. Será más fácil que nos vean. El curso sigue así durante un kilómetro y medio. Luego el río se estrecha hasta el lago. Allí está el arenal en que vivían los ornitólogos.

Se detuvieron a la sombra del túnel de manglares y se asomaron. El río serpenteaba lentamente hacia el centro de la isla. Las orillas, bordeadas de bambú y uvíferas, sólo proporcionaban protección a medias. Más allá de la orilla occidental, el terreno ascendía poco a poco, luego abruptamente, hasta el pan de azúcar formado por la guanera a unos tres kilómetros.

Alrededor del pie de la montaña se veían cabañas metálicas prefabricadas y desperdigadas. Una pista plateada en zigzag descendía por la falda del monte hacia las cabañas: era la línea férrea de un ferrocarril Decauville[7]; Bond supuso que para llevar el guano desde las excavaciones hasta la trituradora y el separador. La cumbre de pan de azúcar era blanca, como si estuviera nevada. Del pico se levantaba una nube de humo de polvo de guano. Bond veía los puntos negros de los cormoranes contra el fondo blanco. Se posaban y levantaban el vuelo como abejas en una colmena.

Bond contempló aquella distante montaña resplandeciente de excremento de ave. ¡Así que ese era el reino del Doctor No! Bond pensó que nunca había visto un paisaje tan desolado en su vida.

Estudió el terreno entre el río y la montaña. Parecía estar formado de coral gris muerto y roturado, donde había algo de tierra, por la maleza y los pandanes. No había duda de que una carretera o una pista descendía por la falda de la montaña hasta el lago central y las marismas. La idea de cruzarlo de otra forma no parecía muy halagüeña. Bond se dio cuenta de que toda la vegetación se inclinaba hacia el oeste. Se imaginó lo que sería vivir todo el año con aquel viento caliente recorriendo constantemente la isla, y el olor de los miasmas y el guano. Ningún penal podía ser peor que aquello.

Bond miró al este. Allí los manglares y la marisma parecían más hospitalarios.

Emprendieron la marcha por una alfombra verde y sólida hasta donde se perdía su contorno en la nube de calor reverberante del horizonte. Por encima de ellos, las espesas olas de pájaros se levantaban y posaban y volvían a levantarse. Les llegaban su chillidos traídos por el viento áspero.

La voz de Quarrel interrumpió los pensamientos de Bond:

—Ya vienen, capitán.

Bond siguió los ojos de Quarrel. Un enorme camión se alejó con rapidez de las cabañas, levantando polvo bajo sus ruedas. Bond lo siguió durante diez minutos hasta que desapareció entre los manglares en la cabeza del río. Prestó atención. El ladrido de los perros les llegó traído por el viento.

—Vendrán río arriba, capitán —dijo Quarrel—. Saben que no podemo’ moverno’ a no sé río arriba, asumiendo que no estemo’ muerto’. Seguramente bajarán por el río hasta la playa a buscá nuestro’ pedazo’. Lo má’ probable e’ que el barco vaya con un bote neumático y se lleve a lo’ hombre’ y lo’ perro’. Al meno’, eso e’ lo que haría yo en su lugá.

—Eso es lo que hacen cuando me buscan —dijo Honeychile—. No hay problema. Se corta una caña de bambú y cuando se acerquen se sumerge uno en el agua y se respira por el bambú hasta que pasen.

Bond sonrió a Quarrel y le dijo:

—Qué te parece si cortas el bambú mientras yo busco un buen macizo de manglares.

Quarrel asintió indeciso. Partió río arriba hacía la espesura de bambú. Bond se dio la vuelta y entró de nuevo en el túnel de manglares.

Bond evitaba mirar a la muchacha. Ella le dijo con impaciencia:

—No tienes por qué tener tanto cuidado de mirarme. De nada vale preocuparse de estas cosas en un momento como este. Eso es lo que tú dijiste.

Bond se dio la vuelta y la miró. La camisa andrajosa llegaba a flor de agua. Más abajo, atisbaba la mancha pálida y temblorosa de sus piernas. Su hermoso rostro le sonreía. Entre los manglares la nariz rota resultaba apropiada en su salvajismo.

Bond la miró con detenimiento. Ella comprendió. Él se dio la vuelta y fue río abajo seguido por ella.

Bond encontró lo que buscaba: una abertura en el muro de manglares que parecía ahondarse.

—No rompas ni una rama —dijo, y agachando la cabeza se internó.

El canal continuaba diez metros más. El cieno bajo sus pies era cada vez más profundo y blando. Luego había un muro sólido de raíces donde no se podía avanzar más. Las aguas parduscas fluían con lentitud por una poza ancha y plácida. Bond se paró. La joven se acercó a él.

—Esto sí que es un juego del escondite de verdad —dijo temblorosa.

—Así es.

Bond pensó en su revólver. Se preguntaba si funcionaría bien después del baño en el río; ¿cuántos perros y hombres podría abatir si los descubrían? Sintió un escalofrío de inquietud. Había sido mala pata encontrarse a la chica. En combate, quisiera o no, una chica es un corazón extra. El enemigo tenía dos dianas en vez de una.

Bond recordó su sed. Cogió agua en el cuenco de las manos. Era salobre y de sabor terroso. No estaba mala. Bebió un poco más. La muchacha le impidió, interponiendo una mano, que tomara más.

—No bebas mucho. Enjuágate la boca y escupe. Podrías coger fiebres.

Bond la miró en silencio. Hizo como le pedía.

Quarrel silbó desde algún punto en la corriente principal. Bond le contestó y volvió sobre sus pasos por el canal. Quarrel salpicó las raíces de los manglares con agua en los puntos en que sus cuerpos podían haberlas rozado.

—Matará nuestro oló —explicó brevemente. Sacó un manojo de cañas de bambú y comenzó a desbrozarlas y cortarlas.

Bond revisó el revólver y la munición de repuesto. Se quedaron quietos en la poza para no remover más el fango.

La luz del sol se colaba por el tupido techo de hojas. Los camarones les mordisqueaban los pies con suavidad. La tensión aumentaba en aquel silencio tórrido.

Casi fue un alivio oír el ladrido de los perros.