CAPÍTULO 8

La Venus elegante

Bond se despertó remolón. El tacto de la arena le recordó dónde estaba. Echó un vistazo al reloj. Las diez. El sol que penetraba a través de las gruesas hojas de la uvífera ya picaba. Una sombra más grande se desplazó por la arena pardusca delante de su cara. ¿Quarrel? Bond levantó la cabeza y escudriñó por entre las hojas y la hierba que lo ocultaban de la playa. Se puso en tensión. El corazón dejó de latir un momento y comenzó a golpear con tal fuerza que tuvo que respirar profundamente para calmarlo. Sus ojos eran dos fieras ranuras que miraban con gran atención por entre las briznas de hierba.

Había una muchacha desnuda de espaldas a él, aunque no estaba completamente desnuda. Llevaba un ancho cinturón de cuero en torno a la cintura, con un cuchillo de caza en una funda de cuero sobre la cadera derecha. El cinturón hacía su desnudez extraordinariamente erótica. Estaba de pie, a no más de cuatro metros junto a la orilla del mar, mirando algo que llevaba en la mano.

Mantenía la clásica postura relajada de los cuerpos desnudos, con todo el peso apoyado en la pierna derecha, la rodilla izquierda doblada un tanto hacia dentro, y la cabeza ladeada, mientras examinaba los objetos que tenía en la mano.

Era una hermosa espalda. La piel tenía un leve color café con leche uniforme con el brillo del satén mate. La suave curva de la columna estaba dentada en profundidad, lo cual sugería unos músculos más poderosos de lo que es habitual en una mujer, y el trasero se mostraba casi tan firme y redondo como el de un chico. Las piernas eran rectas, hermosas; no se veía ningún tono rosáceo por debajo del talón levantado. No era una muchacha de color.

Tenía el cabello color rubio ceniza, cortado a la altura de los hombros, y le caía por detrás y por la mejilla en gruesas hebras mojadas. Sobre la frente llevaba unas gafas de buceo verde cuya tira de cuero le recogía el pelo por detrás.

La escena entera, la playa vacía, el verde y azul del mar, la joven desnuda con las hebras de cabello rubio, le recordaron algo a Bond. Rebuscó en su memoria. Sí, era la Venus de Botticelli vista por atrás.

¿Cómo había llegado allí? ¿Qué estaba haciendo? Bond miró a un lado y otro de la playa, que no era negra como veía ahora, sino de un marrón intenso y achocolatado. A la derecha se veía, tal vez a quinientos metros, la boca del río. La playa estaba vacía y sin nada que destacar, excepto unos pequeños objetos rosáceos desperdigados. Había muchos. Bond supuso que eran conchas de algún tipo, cuyo efecto sobre aquel fondo marrón oscuro resultaba decorativo. Miró a la izquierda, hacia donde, a unos veinte metros, comenzaban las rocas de un farallón reducido. Sí, había unos surcos de un metro o dos en la arena dejados por una canoa arrastrada hasta la protección de las rocas. Debía de ser una canoa ligera para haberla arrastrado ella sola. O tal vez la chica no estuviera sola. Pero únicamente había una hilera de pisadas que fueran desde las rocas hasta la orilla de la playa en donde ella se encontraba ahora. ¿Vivía aquí o también había navegado desde Jamaica por la noche? Una tarea ardua para una muchacha.

Además, en el nombre de Dios, ¿qué estaba haciendo allí?

Como si le contestara, la muchacha abrió la mano derecha y tiró a la arena una docena de conchas que quedaron desperdigadas junto a ella. Eran de un color rosa intenso y a Bond le pareció que eran del mismo tipo que las que había visto en la playa. La chica miró su mano izquierda y comenzó a silbar en voz baja para sí.

Contenía una nota feliz y triunfal su silbido. Estaba bisbiseando Marion[6], un lastimero calipso que habiendo sido adaptado terminó siendo famoso fuera de Jamaica. Era uno de los favoritos de Bond. Decía así:

Día y noche, Marion,

Sentado junto al mar, esparciendo arena…

La joven paró para desperezarse, levantó los brazos y bostezó. Bond sonrió para sí. Se humedeció los labios y retomó el curso de la canción:

Por el agua de sus ojos navegaría un bote,

Con su cabello se podría atar una cabra…

Las manos acudieron a cubrir el pecho. Los músculos del trasero se hincharon con la tensión. Escuchaba con la cabeza inclinada hacia un lado y todavía escondida por la cortina de cabellos.

Volvió a silbar con titubeo. El silbido tembló y se extinguió. Al oír la primera nota del eco de Bond, la chica se volvió con rapidez. No se cubrió el cuerpo con los dos clásicos gestos. Una mano voló hacia abajo, pero con la otra, en vez de cubrir los pechos, se tapó la cara hasta los ojos, ahora abiertos por el miedo.

—¿Quién es? —Las palabras fueron pronunciadas en un susurro aterrorizado.

Bond se puso de pie y salió de detrás del arbusto. Se detuvo en el límite de la hierba. Apartó las manos de los costados y las abrió para mostrar que no llevaba nada. Le sonrió alegremente.

—Sólo yo, otro intruso. No te asustes.

La muchacha dejó de cubrirse el rostro con la mano y empuñó el cuchillo que pendía del cinturón. Bond vio los dedos aferrarse al mango. La miró a la cara.

Ahora sabía por qué su mano se había dirigido instintivamente allí. Era un rostro hermoso, con ojos de un azul intenso bajo pestañas rubias por el sol. La boca era amplia y cuando dejase de apretar los labios mostraría unos labios plenos. Era un rostro serio cuya mandíbula revelaba determinación; el rostro de una chica que se defiende a sí misma. Pero hubo una vez, reflexionó Bond, en que no consiguió defenderse, porque tenía la nariz rota, aplastada y torcida como la de un boxeador. Bond sintió repugnancia al ver lo que le habían hecho a aquella muchacha de tan excelsa belleza. No le sorprendía que se avergonzara de la nariz y no de los hermosos y firmes pechos que ahora apuntaban hacia él desnudos.

Los ojos de la joven lo examinaron con fiereza.

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —Tenía un ligero deje jamaicano y la voz era tajante, acostumbrada a ser obedecida.

—Soy inglés y me interesan las aves.

—Oh —la voz revelaba indecisión. La mano seguía asiendo el cuchillo—. ¿Cuánto hace que me vigilas? ¿Cómo has llegado aquí?

—Diez minutos, pero no más respuestas hasta que me digas quién eres tú.

—No soy nadie en particular. Vengo de Jamaica. Colecciono conchas.

—Vine en una canoa. ¿Tú también?

—Sí. ¿Dónde está tu canoa?

—Hay un amigo conmigo. Nos hemos escondido en el manglar.

—No hay huellas de que llegara una canoa.

—Hemos tenido cuidado. Cubrimos las huellas, no como tú. —Bond señaló hacia las rocas—. Deberías preocuparte un poco más. ¿Usaste una vela para llegar hasta el arrecife?

—Claro. ¿Por qué no? Siempre lo hago.

—Entonces sabrán que estás aquí. Tienen un radar.

—Nunca me han cogido hasta el momento.

La chica soltó el cuchillo. Se quitó las gafas de buceo, que quedaron balanceándose en la mano. Parecía haberle tomado el pulso a Bond sintiéndose superior. Dijo con algo menos de sequedad:

—¿Cómo te llamas?

—Bond. James Bond. ¿Y tú?

Ella reflexionó:

—Rider.

—Rider, ¿qué?

—Honeychile.

Bond sonrió.

—¿Qué tiene de gracioso?

—Nada. Honeychile Rider. Es un bonito nombre.

Ella se mostró más amable:

—La gente me llama «Honey».

—Encantado de conocerte.

Aquella frase prosaica pareció recordarle su desnudez. Se ruborizó y dijo con inseguridad:

—Tengo que vestirme. —Miró las conchas desperdigadas a sus pies. Era obvio que quería recogerlas. Quizá se dio cuenta de que el movimiento sería más revelador que su actitud presente. Le dijo con severidad—: No debes tocarlas mientras no esté aquí.

Bond sonrió ante aquel desafío infantil.

—No te preocupes. Cuidaré de ellas.

La muchacha lo miró dubitativa, se dio la vuelta y se encaminó muy tiesa hacia las rocas, detrás de las cuales desapareció.

Bond bajó hasta la playa y se agachó a coger una de las conchas. Estaba viva y las dos valvas se cerraban con fuerza. Parecía ser una especie de berberecho con profundas canaladuras y de un color rosa malva. En ambos bordes de la unión de la concha sobresalían unos cuernos finos, una docena a cada lado. A Bond no le pareció que fueran unas conchas muy distinguidas. La volvió a dejar cuidadosamente con las otras.

Se quedó de pie mirándolas e interrogándose. ¿De verdad las coleccionaba?

Ciertamente así lo parecía. Pero era un riesgo muy grande viajar sola en la canoa y regresar. Sin embargo, parecía ser consciente de que era un sitio peligroso.

«Nunca me han cogido hasta el momento». Qué chica tan extraordinaria. Aquello le llegó al corazón y su cuerpo comenzó a excitarse pensando en ella. Como solía pasarle con frecuencia con las personas con deformidades, casi se había olvidado de la nariz rota. Sin saber cómo, la nariz había quedado postergada al fondo de su mente ante el recuerdo de los ojos, la boca y aquel sorprendente y hermoso cuerpo. Su actitud imperiosa y la calidad del ataque eran excitantes. ¡De qué forma había hecho amago de sacar el cuchillo para defenderse! Era como un animal cuyos cachorros estuvieran amenazados. ¿Dónde vivía? ¿Quiénes eran sus padres? Había algo en ella que mostraba estar falta de cariño, como un perro al que nadie quisiera acariciar. ¿Quién era?

Bond oyó sus pasos peinando la arena. Se volvió a mirarla. Iba casi en harapos: una camisa marrón descolorida con las mangas rotas y una falda de algodón hasta la altura de las rodillas, marrón y con parches, que se sostenía con el cinturón de cuero del cuchillo. Llevaba al hombro una mochila de lona. Parecía una joven de buena familia vestida como el salvaje Viernes.

Llegó hasta él y en seguida se agachó sobre una rodilla para recoger las conchas vivas y depositarlas dentro de la mochila.

—¿Son raras? —dijo Bond.

Ella se puso de cuclillas y levantó la vista. Estudió su cara. Aparentemente, quedó satisfecha.

—¿Me prometes no decírselo a nadie? ¿Lo juras?

—Lo prometo —dijo Bond.

—Pues bien, sí, son raras. Muy raras. Dan cinco dólares por un espécimen perfecto en Miami. Allí es donde trato con… Se llaman Venus Elegans, Venus elegante —sus ojos brillaban de entusiasmo—. Esta mañana encontré lo que quería. El lecho en el cual viven. —Señaló hacia el mar y añadió, con repentina precaución—: Pero nunca lo encontrarías. Está muy profundo y escondido. Dudo de que pudieras bucear a esa profundidad. Y, de todas formas —parecía contenta—, voy a limpiar todo el lecho hoy. Sólo encontrarías las conchas imperfectas si volvieras allí.

Bond se echó a reír.

—Te prometo que no te robaré ninguna. De hecho, no sé nada sobre conchas.

Te lo juro.

Ella se puso de pie, una vez finalizada la tarea.

—¿Qué me dices de esos pájaros tuyos? ¿De qué clase son? ¿También son valiosos? Tampoco se lo diré a nadie si me lo cuentas. Sólo colecciono conchas.

—Se llaman espátulas rosadas —dijo Bond—. Una especie de cigüeñas rosas con el pico plano. ¿Alguna vez las has visto?

—¡Ah, esas! —dijo ella con desprecio—. Antes había miles en este lugar, pero no encontrarás muchas ahora. Las asustaron y echaron de aquí.

La joven se sentó en la arena y rodeó las rodillas con los brazos, orgullosa de la superioridad de sus conocimientos y segura de que no tenía nada que temer de aquel hombre.

Bond se sentó a un metro de la muchacha. Se recostó apoyándose en un codo y se volvió hacia ella. Quería preservar la atmósfera de picnic e intentar descubrir algo más sobre esa extraña y hermosa chica. Le dijo tranquilamente:

—Vaya. ¿Qué ocurrió? ¿Quién lo hizo?

Ella se encogió de hombros con impaciencia.

—Fue la gente de aquí. No sé quiénes son. Hay un chino al que no le gustan los pájaros o algo así. Tiene un dragón que envía a perseguir los pájaros y a asustarlos. El dragón quemó los nidos. Había dos hombres que vivían con los pájaros y cuidaban de ellos. También huyeron asustados, o los mataron o algo parecido.

Todo le parecía normal a ella. Informaba de los hechos con indiferencia mientras contemplaba el mar.

—Ese dragón, ¿de qué clase es? —dijo Bond—. ¿Lo has visto alguna vez?

—Sí, lo he visto. —Clavó los ojos en él y adoptó un gesto irónico como si estuviera tomándose una medicina amarga. Miró a Bond con sinceridad para hacerle partícipe de sus impresiones—. Hace más o menos un año que vengo aquí a buscar conchas y a explorar. Encontré estas —señaló la playa— hace un mes, durante mi última excursión. Pero he encontrado muchas otras buenas. Justo antes de Navidad me propuse explorar el río. Fui hasta el final, donde los ornitólogos tenían el campamento. Estaba todo destrozado. Se hizo tarde y decidí pasar la noche allí. A medianoche me desperté. El dragón se aproximaba no muy lejos de mí. Tenía dos grandes ojos brillantes y un largo hocico, con unas alas cortas y una cola en punta. Era negro y dorado. —Frunció el ceño al ver la expresión del rostro de Bond—. Había luna llena, pude verlo con claridad. Pasó a mi lado. Hacía un ruido parecido a un rugido. Atravesó la marisma y fue hacia un manglar tupido; trepó con facilidad por los arbustos y siguió su curso. Se levantó toda una bandada de pájaros delante de él y de repente salió fuego de su boca y quemó a muchos de ellos, junto con todos los árboles en los que anidaban. Fue horrible. La cosa más horrible que jamás he visto.

La muchacha se volvió de lado y estudió el rostro de Bond. Volvió a sentarse mirando al frente y contempló el mar con obstinación.

—Veo que no me crees —le dijo con una voz tensa y furiosa—. Eres uno de esos de la ciudad que no se cree nada. ¡Bah! —Hizo un gesto de disgusto.

Bond le dijo en tono conciliador:

—Honey, no hay dragones en el mundo. Viste algo que se parecía mucho a un dragón. Simplemente me preguntaba qué sería.

—¿Cómo sabes que no hay dragones? —Ahora la había hecho enfadar de verdad—. Nadie vive en este extremo de la isla. Podría haber sobrevivido fácilmente aquí. De todas formas, ¿crees saber muchas cosas sobre animales e insectos? He vivido con serpientes y animales desde que era una niña. Sola.

¿Alguna vez has visto a una mantis religiosa comerse su pareja después de haber hecho el amor? ¿Alguna vez has visto el baile de la mangosta? ¿O el baile de un pulpo? ¿Qué longitud tiene la lengua de un colibrí? ¿Alguna vez has tenido de mascota una serpiente que llevara una campana en torno al cuello para hacerla sonar y despertarte? ¿Has visto a un alacrán sufrir una insolación y clavarse su propia uña? ¿Has visto la alfombra de flores marinas bajo el mar y de noche? ¿Sabías que un cuervo huele un lagarto muerto a un kilómetro y medio de distancia…? —La chica había disparado estas preguntas despreciativas como estocadas de un florete. Se paró sin aliento y luego dijo descorazonada—: ¡Oh, sólo eres como los demás que vienen de la ciudad!

—Honey —dijo Bond—, escúchame. Tú sabes muchas cosas. Yo no puedo hacer nada respecto a lo de vivir en ciudades. Me gustaría saber también cosas como las que tú sabes. Sólo que no he llevado esa clase de vida. Pero sé otras cosas, como que… —Bond rebuscó en su mente. No se le ocurría nada tan interesante como lo que ella había contado, y acabó la frase con poca convicción—: Como que ese chino estará esta vez más interesado en tu visita. Esta vez tratará de impedir que te escapes. —Hizo una pausa y añadió—: Y por supuesto a mí también.

Ella se volvió y lo miró con interés.

—¿Por qué? Bueno, tampoco importa. Uno se esconde durante el día y huye por la noche. Él ha enviado los perros en mi busca, incluso un avión, y todavía no me ha cogido. —Examinó a Bond con un nuevo interés—. ¿Es a ti a quien quiere coger?

—Sí —admitió Bond—. Eso me temo. Arriamos la vela unas dos millas antes de llegar para que el radar no nos detectara. Creo que el chino está esperando mi visita. Habrá sido avisado de la presencia de tu canoa y me apuesto lo que quieras a que pensará que era la mía. Será mejor que vaya a despertar a mi amigo y parlamentemos. Te gustará. Es de las islas Caimanes y se llama Quarrel.

La muchacha dijo:

—Vaya, siento que… —La frase se extinguió en su garganta. Las disculpas no salían fácilmente cuando uno estaba tan a la defensiva—. Pero, después de todo, no lo podía saber, ¿o sí? —Ella estudió ansiosa su rostro.

Bond sonrió a aquellos ojos azules e interrogantes. Y le dijo para calmarla:

—Claro que no podías saberlo. Es sólo mala suerte, pero también para ti. No creo que a él le preocupe mucho una chica solitaria que colecciona conchas. Da por seguro que han estudiado tus pisadas y que hallaron pruebas como estas —señaló las conchas desperdigadas por la playa—. Pero mucho me temo que tendrá una opinión distinta respecto a mí. Ahora tratará de cazarme con todo lo que tenga. Sólo temo que te aprese en la red junto conmigo. De todas formas —Bond sonrió para tranquilizarla—, veremos lo que Quarrel tiene que decir.

Quédate aquí.

Bond se puso de pie. Fue al promontorio y comenzó a buscarlo. Quarrel se había escondido bien. Estaba tumbado en una depresión herbosa entre dos grandes rocas, medio cubierto por una tabla gris de madera de deriva. Seguía profundamente dormido, la cabeza morena seria incluso durmiendo y apoyada en el antebrazo. Bond silbó por lo bajo y sonrió cuando los ojos se abrieron por completo como los de un animal. Quarrel vio a Bond y se alzó hasta ponerse de pie, con actitud culpable. Se frotó el rostro con las manazas como si se lo lavara.

—Bueno’ día’, capitán —dijo—. Me párese que estaba durmiendo a pierna suelta. He soñao con aquella china.

Bond sonrió.

—Tengo algo distinto —le dijo. Se sentaron y Bond le habló de Honeychile Rider, de las conchas y el lío en el que estaban metidos—. Ahora son las nueve. —Y añadió—: Tenemos que trazar un nuevo plan.

Quarrel se rascó la cabeza. Miró de reojo a Bond:

—¿Usté no querrá que no’ deshagamo’ de esa chica? —dijo esperanzado—. No tiene que vé ná con nosotro’… —De pronto se calló. Levantó una mano para imponer silencio y escuchó con atención.

Bond aguantó la respiración. En la distancia, hacia el este, se oía un débil zumbido.

Quarrel se puso de pie de un salto.

—Rápido, capitán —dijo con urgencia—. Ya vienen.