La travesía nocturna
—Por cierto, Quarrel —Bond desafió a un autobús que llevaba pintado Brown Bomber sobre el parabrisas. El autobús se hizo a un lado y siguió rugiendo colina abajo, sin dejar de trompetear un furioso acorde con la triple bocina para restablecer así el ego del conductor—, ¿qué sabes de las escolopendras?
—¿E’colopendra’, capitán? —Quarrel lo miró de reojo indagando el significado de la pregunta, pero el rostro de Bond mostraba indiferencia—. Bueno, tenemo’ una’ cuanta’ mala’ en Jamaica. De seis, nueve y once centímetro’ de largo. Pueden matá a una persona y viven en la’ casa’ vieja’ de Kingston. Le’ encanta la madera podría y lo’ sitio’ mohoso’. Son activa’ sobre tó por la noche. ¿Po’ qué, capitán?
¿Ha visto alguna?
Bond eludió la pregunta. Tampoco le había contado a Quarrel lo de la fruta.
Quarrel era un hombre valiente, pero no había razón alguna para sembrar la semilla del miedo.
—¿Sería posible hallar una en una casa moderna? ¿Dentro de un zapato, en un cajón o en la cama?
—No, señó. —Quarrel hablaba con seguridad en la voz—. No a meno’ que la pongan ahí a propósito. A esto’ insecto’ le’ gustan lo’ agujero’ y la’ rendija’. No le’ gustan lo’ sitio’ limpio’. Son insecto’ amante’ de la suciedá. Tal ves lo’ encuentre en la selva, debajo de tronco’ y piedra’, pero nunca en lugare’ soleaos.
—Ya veo. —Bond cambió de tema—. Por cierto, ¿emprendieron el viaje aquellos hombres con el Sunbeam?
—Sí, capitán. Estaban mu contento’ por el trabajo. Y se parecían mucho a usté y a mí, capitán. —Quarrel se rio entre dientes. Echó un vistazo a Bond y dijo, algo dubitativo—: Me temo que no eran mu bueno’ ciudadano’. Tuve que encontrá lo’ hombre’ donde pude. El mío era un pordiosero, capitán. Y el suyo, un blanco poco recomendable de Betsy.
—¿Quién es Betsy?
—E’ la dueña del burdel má miserable de la ciudá, capitán. —Quarrel escupió enfáticamente por la ventana—. Ese hombre blanco le lleva la contabilidá.
Bond se echó a reír.
—Mientras sepa conducir un coche —dijo—. Sólo espero que lleguen bien a Montego.
—No se preocupe, capitán. —Quarrel malinterpretó la preocupación de Bond—. Le’ dije que, de lo contrario, le diría a la policía que habían robao el coche.
Se hallaban en lo alto de la muela de Stony Hill, donde Junction Road desciende serpenteando con cincuenta curvas cerradas hacia la Costa Norte. Bond puso el Austin A30 en segunda y dejó que se deslizara. El sol comenzaba a salir entre los picos de los Montes Azules, y polvorientos rayos dorados alanceaban el valle. Había poca gente por la carretera, algún hombre de vez en cuando camino de su escarpada hacienda en la falda del monte, con un acerado machete de noventa centímetros pendiendo de la mano derecha, y mascando el desayuno: una caña de azúcar en la mano izquierda; o alguna mujer ascendiendo lentamente por la carretera con una cesta llena de fruta o verdura para el mercado de Stony Hill, con los zapatos en la cabeza para ponérselos al acercarse al pueblo. Era una escena plácida y salvaje que apenas había cambiado, excepto por la superficie de la carretera, en doscientos años o más. Bond casi olía la bosta del tren de mulas en que habría tenido que viajar hasta Port Royal para visitar la guarnición del puerto de Morgan en 1750.
Quarrel interrumpió sus pensamientos.
—Capitán —dijo en tono de disculpa—, perdone, pero ¿puede decirme qué ha pensao pa mí? Estoy intrigao y no consigo imaginarme cuál es su juego.
—Tampoco yo lo sé muy bien, Quarrel. —Bond metió la directa y el coche se deslizó por los frescos y hermosos claros de Castleton Gardens—. Te dije que estaba aquí porque el comandante Strangways y su secretaria habían desaparecido. Casi todos piensan que se fugaron. Yo creo que han sido asesinados.
—¿Y eso? —dijo Quarrel sin mostrar emoción alguna—. ¿Quién cree que lo hizo?
—He llegado a la misma conclusión que tú. Creo que fue el Doctor No, el chino de Cayo Cangrejo. Strangways estuvo metiendo la nariz en los negocios de este hombre, algo relacionado con la reserva de aves. El Doctor No tiene esa manía por el secreto, tú mismo me lo dijiste. Parece capaz de hacer cualquier cosa por impedir que la gente escale su tapia. Ten en cuenta que no es más que una suposición sobre el Doctor No, pero me han sucedido varias cosas curiosas durante las últimas veinticuatro horas. Por eso envié el Sunbeam a Montego, para dejar una pista falsa, y por eso nos vamos a esconder a Beau Desert durante unos días.
—¿Y luego qué, capitán?
—Primero de todo quiero que me pongas completamente en forma, tal y como me preparaste la última vez que estuve aquí. ¿Lo recuerdas?
—Sí, capitán. Eso puedo hacerlo.
—Y estaba pensando que tú y yo podríamos ir a echar un vistazo a Cayo Cangrejo.
Quarrel silbó. El silbido acabó en una nota descendente.
—Sólo para fisgonear un poco. No tenemos que acercarnos mucho al Doctor No. Quiero ver la reserva de pájaros. Ver con mis propios ojos lo que le ocurrió al campamento de los guardas. Si encontramos algo raro, regresamos a Jamaica y volvemos por la puerta principal con la ayuda de algunos soldados para hacer una investigación en toda regla. No podemos hacer nada hasta que tengamos algo en qué basarnos. ¿Qué crees tú?
Quarrel rebuscó en el bolsillo trasero a la caza de un cigarrillo. Se demoró en la tarea de encenderlo, exhaló una nube de humo por la nariz, contempló cómo salía absorbida por la ventanilla y dijo:
—Capitán, creo que debe está usté loco pa entrá a hurtadilla’ en esa isla.
Quarrel se había puesto muy nervioso. Hizo una pausa. No hubo comentario alguno. Miró de reojo aquel perfil tranquilo y dijo más calmado, con voz avergonzada:
—Sólo una cosa, capitán. Tengo familiare’ en la’ Caimane’. ¿Qué le parece hacerme un seguro de vida ante’ de hacerno’ a la mar?
Bond miró afectuosamente aquel rostro moreno y duro, marcado por una profunda arruga de preocupación entre los ojos.
—Claro que sí, Quarrel. Me encargaré de ello mañana en Port Maria. Que sea una suma elevada, digamos cinco mil libras. ¿Cómo iremos allá, en canoa?
—Sí, capitán. —La voz de Quarrel era remisa—. Necesitamo’ qu’el mar esté en calma y haya una ligera brisa, que sople del noroeste con lo’ viento’ alisio’. Tiene que sé una noche oscura. Ahora e’ cuando está comenzando a habé noche’ así. A finale’ de la semana tendremo’ luna nueva. ¿Dónde piensa desembarcá, capitán?
—En la costa sur, cerca de la boca del río. Lo remontaremos hasta el lago.
Estoy seguro de que allí es donde estaba el campamento de los guardas. Así tendremos agua dulce y podremos bajar al mar a pescar.
—¿Cuánto tiempo estaremo’ allí, capitán? —gruñó Quarrel sin entusiasmo—. No podemo’ llevá mucha comía con nosotro’. Pan, queso, jamón. Nada de tabaco, no podemo’ arriesgarno’ a que vean el humo y la’ ascua’. E’ un lugar salvaje, con marisma’ y manglare’.
—Será mejor que lo planeemos para tres días —dijo Bond—. El tiempo puede cambiar y dejarnos en tierra un día o dos. Llevaremos un par de buenos cuchillos de caza y yo cogeré un arma. Nunca se sabe.
—No, señó —dijo Quarrel enfáticamente. Se sumió en un silencio pensativo que duró hasta llegar a Port Maria.
Atravesaron el pueblecito y rodearon el cabo rumbo al puerto de Morgan. Era como Bond lo recordaba: la isla Sorpresa surgiendo como un pan de azúcar de la bahía en calma, las canoas varadas junto a montoncitos de conchas vacías, el fragor distante de las olas contra el arrecife que a punto estuvo de ser su tumba.
Con la mente llena de recuerdos, Bond condujo el coche por un camino lateral que atravesaba los campos de caña en medio de los cuales se levantaban, como un galeón encallado, las lúgubres ruinas de la Casa Grande de la plantación de Beau Desert.
Llegaron a la verja del bungaló. Quarrel se bajó, abrió la verja y Bond entró con el coche y lo aparcó en el patio trasero de aquella casa blanca. Todo estaba tranquilo. Bond caminó rodeando la casa y cruzó el trecho de césped hasta la orilla del mar. Sí, allí estaba, la extensión de aguas profundas y silenciosas, el paso submarino que le había llevado a la isla de la Sorpresa. A veces le asaltaba su recuerdo en las pesadillas. Bond se quedó contemplándolo y pensando en Solitaire, la muchacha con la que había regresado, herido y sangrando, del mar. La estuvo llevando en brazos hasta la casa atravesando el jardín. ¿Qué había pasado con ella? ¿Dónde estaba? Bond se dio la vuelta con brusquedad y volvió a la casa espantando los fantasmas.
Eran las ocho y media. Bond sacó las pocas cosas que tenía en la maleta y se puso unas sandalias y unos pantalones cortos. Pronto se esparció el aroma delicioso del café y el beicon frito. Tomaron el desayuno mientras Bond establecía su entrenamiento diario: en pie a las siete, nadar un cuarto de milla, el desayuno, una hora tomando el sol, correr una milla, vuelta a nadar, la comida, dormir, tomar el sol, nadar una milla, un baño caliente y masaje, la cena y a la cama a las nueve.
Después del desayuno iniciaron el programa.
Nada interrumpió la rutina de la semana, excepto una noticia breve en el Daily Gleaner y un telegrama de Pleydell-Smith. El Gleaner decía que un Talbot Sunbeam H. 2473 había sufrido un accidente mortal en el Devil’s Racecourse, un trayecto de carretera con curvas entre Spanish Town y Ocho Ríos en la ruta Kingston-Montego. Un camión incontrolado, a cuyo conductor se estaba buscando, había chocado contra el Sunbeam al salir de una curva. Ambos vehículos se salieron de la carretera y se precipitaron por un barranco. Los dos ocupantes del Sunbeam, Ben Gibbons, de Harbour Street, y Josiah Smith, sin paradero conocido, habían muerto. Se pedía a un tal señor Bond, un visitante inglés que había alquilado el coche, que se pusiera en contacto con la comisaría más próxima.
Bond quemó el ejemplar del Gleaner. No quería preocupar a Quarrel.
A un día de la partida, llegó el telegrama de Pleydell-Smith. Decía:
TODOS LOS OBJETOS CONTENÍAN SUFICIENTE CIANURO PARA MATAR UN CABALLO -stop- SUGIERO CAMBIE DE TENDERO -stop- BUENA SUERTE SMITH.
Bond también quemó el telegrama.
Quarrel alquiló una canoa y pasaron tres días navegando con ella. Consistía en un casco tosco de una sola pieza vaciado en una ceiba gigante. Tenía dos estrechas riostras, dos remos pesados y una vela pequeña de lona cruda. Era un bote muy marinero y Quarrel estaba encantado con él.
—Siete u ocho hora’, capitán —le dijo—. Luego arriaremo’ la vela y emplearemo’ lo’ remo’. Será má difícil que no’ detecte el radar.
El tiempo se mantuvo. La previsión meteorológica de la radio de Kingston era buena. Las noches eran negras como el pecado. Los dos hombres hicieron acopio de provisiones. Bond se vistió con unos tejanos negros de lona, una camisa azul y unos zapatos de suela de cáñamo.
Llegó la última noche. Bond estaba contento de ponerse en camino. Sólo había salido una vez del campo de entrenamiento para comprar provisiones y preparar el seguro de Quarrel, por lo que estaba impaciente por dejar el establo y entrar en carrera. Tuvo que reconocer que esta aventura lo estimulaba. Tenía los ingredientes adecuados para ello: ejercicio físico, misterio y un enemigo despiadado. Contaba con un buen compañero. La causa era justa. También estaba la posibilidad de restregarle a M las «vacaciones al sol» por la cara. Aquello le había irritado. A Bond no le gustaba que lo mimaran.
El sol era un hermoso espectáculo, lanzando unos últimos destellos antes de hundirse en su tumba.
Bond fue a su dormitorio, sacó las dos pistolas y las examinó. Ninguna formaba parte de él como la Beretta —una prolongación de su mano derecha—, pero sabía que eran armas mejores. ¿Cuál se llevaría? Bond cogió una y luego otra, sopesándolas en la mano. Tendría que ser el pesado Smith & Wesson. No habría disparos a distancias cortas, si es que los había, en Cayo Cangrejo. Era un arma pesada y de largo alcance. Aquel revólver brutal y rechoncho superaba en alcance a la Walther en veinte metros. Bond ajustó la pistolera a la cinturilla de los téjanos y enfundó el revólver. Se metió veinte cartuchos en el bolsillo. ¿No era tomar demasiadas precauciones llevarse todo ese plomo a lo que sólo parecía un picnic tropical?
Bond fue a la nevera, sacó una pinta de whisky de centeno Canadian Club, hielo y soda, y salió a sentarse en el jardín a contemplar los últimos rayos de sol.
Las sombras reptaron por detrás de la casa y avanzaron por el césped hasta envolverlo. El Viento del Enterrador, que sopla por la noche desde el centro de la isla, levantaba un rumor entre las copas de las palmeras. Las ranas comenzaron a croar entre los arbustos. Las luciérnagas, los gusanos de luz como los llamaba Quarrel, salieron y empezaron a parpadear su morse sexual. Por un momento, la melancolía del atardecer tropical hizo presa en el corazón de Bond. Cogió la botella y la miró. Se había bebido un cuarto. Se sirvió otro vaso generoso y echó hielo. ¿Por qué estaba bebiendo? ¿Por las treinta millas de mar negro que tenía que cruzar esa noche? ¿Porque se adentraba en lo desconocido? ¿Por el Doctor No?
Quarrel se acercó desde la playa.
—E’ la hora, capitán.
Bond apuró el vaso y siguió al isleño hasta la canoa, que se mecía suavemente en el agua con la proa sobre la arena. Quarrel se situó en la popa y Bond se acomodó en el espacio entre la riostra y la proa. La vela, arriada alrededor del corto mástil, quedaba a su espalda. Bond cogió el remo y empujó, dieron la vuelta con lentitud y se encaminaron a la abertura de ondas cremosas que formaba el paso del arrecife. Palearon con facilidad, al unísono, girando los remos en la mano para que no salieran del agua en el siguiente paleo. Las cabrillas lamían suavemente la proa. Por lo demás, no se oían más ruidos. Estaba oscuro. Nadie los vio partir. Dejaron tierra y se adentraron en el mar.
El cometido de Bond se limitaba a seguir remando. Quarrel gobernaba la canoa. A la salida del arrecife había un vórtice de remolinos succionantes formado por las corrientes encontradas y pasaron por en medio de los afilados escollos coralinos, desnudos como colmillos entre las olas. Bond sentía la fuerza del poderoso paleo de Quarrel mientras la pesada nave chapaleaba y se zambullía.
Una y otra vez chocó el remo de Bond contra las rocas; tuvo que agarrarse cuando la canoa impactó contra una masa coralina y volvió a deslizarse por el agua.
Entonces dejaron atrás el arrecife y muy por delante del bote vieron manchas de color índigo formadas por la arena entre las oleosas aguas profundas.
—Ya está, capitán —dijo Quarrel en voz baja.
Bond dejó el remo, se apoyó sobre una rodilla y se sentó con la espalda contra la riostra. Oyó las uñas de Quarrel rozando la lona mientras desataba la vela; luego el zapatazo de esta al hincharse con la brisa. La canoa se enderezó y comenzó a moverse. Se escoró lentamente. Se oía un susurro suave bajo la proa.
Una salpicadura de espuma azotó el rostro de Bond. El viento creado por su avance era fresco y pronto sería frío. Bond encogió la piernas y se abrazó a ellas.
La madera comenzaba a clavársele en las nalgas y en la espalda. Se le pasó por la cabeza que iba a ser una noche incómoda y endiabladamente larga.
En la oscuridad que se extendía por delante sólo conseguía distinguir la línea del horizonte. Luego había una capa de calima negra, por encima de la cual comenzaron a asomar las estrellas, primero aquí y allá, para luego convertirse en una alfombra tupida y brillante. La Vía Láctea se cernía sobre sus cabezas.
¿Cuántas estrellas habría? Bond comenzó a contar en torno al radio de un dedo y pronto superó la centena. Las estrellas iluminaban el mar como si fuera una carretera gris pálida que se alejara arqueándose por encima del extremo del mástil hacia la silueta negra de Jamaica. Bond miró hacia atrás. Detrás de la figura encorvada de Quarrel se veía un racimo lejano de luces que debía de ser Port Maria. Ya se habían alejado un par de millas. Pronto tendrían recorrido la décima parte del camino, después una cuarta parte, y luego la mitad. Sería alrededor de medianoche cuando Bond habría de relevar a Quarrel. Bond suspiró, agachó la cabeza entre las rodillas y cerró los ojos.
Debía de haberse quedado dormido, porque le despertó el ruido sordo de un remo contra el bote. Levantó un brazo para indicar que lo había oído y echó un vistazo a la esfera luminosa del reloj. Las doce y cuarto. Extendió las piernas entumecidas, se giró y trepó por la riostra.
—Lo siento, Quarrel. —Le resultó extraño oír su propia voz—. Deberías haberme despertado antes.
—No importa, capitán —dijo Quarrel, dejando desnudos sus brillantes dientes—. Necesitaba dormir.
Con cuidado, cambiaron de sitio. Bond se acomodó en la proa y cogió el remo.
La vela estaba atada a un clavo doblado junto a él. Estaba ondeando. Bond puso la proa de cara al viento y avanzó de costado de forma que la Estrella Polar quedase justo sobre la cabeza agachada de Quarrel en la proa. Por un rato tendría algo de diversión. Tenía algo que hacer.
No había ningún cambio en la noche, salvo que todo estaba más oscuro y vacío. El oleaje era más distendido y los senos de las olas más profundos. El pulso del mar dormido parecía más sosegado. Navegaban por una mancha de fósforo que titilaba en la proa, y el remo goteaba gemas brillantes cuando Bond lo sacaba del agua. ¡Qué seguro parecía navegar de noche en aquel botecillo ridículo y vulnerable! Qué benigno y tranquilo podía ser el mar. Un grupo de peces rompió la superficie a toda velocidad delante de la proa y se desperdigó como metralla.
Algunos siguieron junto a la canoa durante un rato, volando más de veinte metros antes de hundirse en el vientre de las olas. ¿Los seguía algún pez más grande, creían que la canoa era un pez, o sólo estaban jugando? Bond pensó en lo que estaría ocurriendo con los grandes peces a cientos de brazas por debajo del bote, los tiburones, las barracudas, los tarpones, los peces vela deslizándose en silencio, las caballas y los bonitos y, más abajo, en el crepúsculo gris de las grandes profundidades, los animales gelatinosos y fosforescentes que jamás se veían, los calamares de quince metros, con ojos de treinta centímetros, que avanzaban como zepelines, los últimos monstruos reales del mar cuyo tamaño sólo era conocido por los restos que encontraban dentro de las ballenas. ¿Qué pasaría si una ola chocara de lado contra la canoa y volcasen? ¿Cuánto tiempo durarían?
Bond se concentró en el timón y desechó aquel pensamiento.
La una en punto, las dos, las tres, las cuatro. Quarrel despertó y se desperezó.
Llamó a Bond en voz baja:
—¡Ah, huele a tierra, capitán!
La oscuridad pronto se espesó delante de ellos. Aquella sombra menguada se fue perfilando con lentitud en forma de una enorme rata de agua. Detrás de ellos, salió lentamente una luna pálida. Ahora la isla se veía Con claridad a un par de millas, y se oía el rumor distante de las olas.
Cambiaron de sitio. Quarrel arrió la vela y cogieron los remos. Al menos durante otra milla, pensó Bond, serían invisibles entre los senos de las olas. Ni siquiera el radar podría distinguirlos de las crestas del oleaje. Durante la última milla tendrían que darse prisa porque el amanecer no estaba lejos.
Ahora también él podía oler la tierra. No era un olor concreto, sino algo nuevo que le llegaba a la nariz después de pasar horas en mar abierto. Distinguía la franja blanca de las olas. Las olas tendidas amainaban y la mar se volvía más picada. «Ahora, capitán», dijo Quarrel, y Bond, mientras el sudor le caía por el mentón, remó con más fuerza y mayor cadencia. ¡Dios, qué duro era aquello!
Apenas lograban mover ahora aquel corpulento tronco de árbol que tan veloz había navegado con la vela. El agua de la proa apenas se abría a su paso con unas cabrillas. Los hombros de Bond ardían. La rodilla sobre la que se apoyaba comenzó a magullarse. Tenía las manos agarrotadas de coger el mango de un remo de plomo.
Era increíble, pero estaban aproximándose al arrecife. Se veían manchas de arena bajo el bote, en el fondo del mar. Ahora se oía el fragor de las olas.
Bordearon el arrecife buscando una abertura; a cien metros en el interior del arrecife, rompiendo en la línea de costa, se veían los destellos del agua que se metía tierra adentro. ¡El río! Así que la recalada había sido correcta. La línea de olas se rompió de repente. Vieron una sección de olas de fondo oleosas que sobrepasaban las cabezas de coral ocultas. La punta de la canoa viró enfilando el paso y se metió en él. Hubo una zozobra de agua y una serie de golpes chirriantes; con un impulso repentino entraron en aguas tranquilas por las que la canoa se deslizó lentamente, como por un espejo pulido, hacia la costa.
Quarrel dirigió el bote hacia el abrigo de un promontorio rocoso en que terminaba la playa. Bond se preguntó por qué no brillaba la playa bajo aquella escuálida luna. Cuando tocaron tierra y Bond salió entumecido de la canoa supo el porqué. La playa era negra. La arena, blanda y maravillosa al tacto de los pies, debía de estar compuesta de roca volcánica, arrojada allí a lo largo de los siglos; los pies desnudos de Bond parecían cangrejos blancos sobre ella.
Se dieron prisa. Quarrel sacó del bote tres cañas gruesas de bambú y las dejó sobre la arena. Alzaron la punta de la canoa sobre la primera e hicieron que rodara sobre los rodillos. Tras un metro de avance, Bond cogía el último rodillo y lo ponía delante. Poco a poco la canoa remontó la playa hasta que al fin llegó a la línea de la costa trasera entre las rocas, plantas exóticas y los arbustos rechonchos de uvíferas. Empujaron la canoa tierra adentro otros veinte metros hasta el comienzo del manglar. Entonces la cubrieron con algas secas y pedazos de madera arrastrados por la marea. Quarrel cortó hojas de palmera y recorrió el sendero dejado por sus huellas, barriéndolas y disimulándolas.
Todavía era de noche, pero la franja gris que se adivinaba en el este se volvería pronto de color perla. Eran las cinco de la mañana y estaban muertos de cansancio. Intercambiaron unas cuantas palabras y Quarrel partió hacia el promontorio rocoso. Bond cavó una depresión en la arena fina y seca al pie de un espeso arbusto de uvíferas. Había unos cuantos cangrejos ermitaños junto a su lecho. Cogió todos los que encontró y los arrojó al manglar. Luego, sin importarle el resto de animales o insectos que pudieran acudir atraídos por su olor o calor, se tumbó cuan largo era en la arena y recostó la cabeza sobre un brazo.
Se durmió en seguida.