Hechos y cifras
«Os matará… Os matará… Os matará, malnacidos».
Al día siguiente, las palabras seguían resonando en la cabeza de Bond mientras se sentaba en el balcón a tomar un delicioso desayuno y miraba en la lontananza el abigarramiento de jardines tropicales que se extendía hasta Kingston, cinco millas más allá.
Ahora estaba seguro de que Strangways y la muchacha habían sido asesinados. A alguien no le convenía que siguieran investigando su negocio y los había matado, destruyendo los informes de lo que estaban indagando. Esa misma persona sabía o sospechaba que el Servicio Secreto haría un seguimiento de la desaparición de Strangways. Fuera como fuese, consiguió descubrir que el caso le fue asignado a Bond. Quería una foto de Bond y se había preocupado por averiguar dónde se alojaba. Estaría vigilando a Bond por si retomaba alguna de las pistas que provocaron la muerte de Strangways. Si así lo hacía, Bond también sería eliminado. Habría un accidente de tráfico o una pelea callejera o alguna otra muerte inocente. ¿Y cómo, se preguntaba Bond, reaccionaría esa persona por el trato que le había brindado a la muchacha? Si era tan despiadado como Bond suponía, eso sería suficiente, pues ponía en evidencia que Bond estaba tras la pista de algo. Quizá Strangways había mandado un informe preliminar a Londres antes de morir. Tal vez alguien estuvo cantando. El enemigo sería estúpido si se arriesgaba. Si tenía algo de sensatez, después del incidente con Chung, se ocuparía sin demora de Bond y quizá también de Quarrel.
Bond encendió el primer cigarrillo del día, el primer Royal Blend que fumaba en cinco años, y dejó que el humo se deslizara entre los dientes con un siseo placentero. Aquella era su «Apreciación del Enemigo». Pero ¿quién era su enemigo?
Sólo existía un candidato, un candidato bastante insustancial: el Doctor No, el Doctor Julius No, el chino alemán dueño de Cayo Cangrejo que ganaba dinero con el guano. No había nada sobre aquel hombre en los Archivos y la transmisión con el FBI había sido negativa. El asunto de las espátulas rosadas y el problema de la Audubon Society se resumían, según M, a un montón de mujeres que se había alborotado por unas cigüeñas rosas. De todas formas, cuatro personas habían muerto por culpa de esas cigüeñas y, lo más significativo de todo para Bond, Quarrel tenía miedo del Doctor No y su isla. Eso era realmente muy extraño. Los habitantes de las islas Caimanes, y menos que nadie Quarrel, no se asustaban fácilmente. ¿Y por qué el Doctor No tenía esa manía por lo privado? ¿Por qué tantos gastos y esfuerzos por mantener a la gente lejos de su isla de guano?
Guano… excremento de ave. ¿Quién estaba interesado en ese excremento?
¿Hasta qué punto era valioso? Bond debía visitar al gobernador a las diez en punto. Después de que hubiera pasado ese trámite, localizaría al secretario colonial y trataría de informarse de todo cuanto pudiera sobre el dichoso guano, Cayo Cangrejo y, a ser posible, el Doctor No.
Llamaron con los nudillos dos veces a la puerta. Bond se levantó y abrió. Era Quarrel, con la mejilla izquierda decorada por una cruz pirata de tiritas.
—Bueno’ día’, capitán. Dijo usté a las ocho y media.
—Sí, entra, Quarrel. Nos espera un largo día. ¿Has desayunado?
—Sí, gracia’, capitán. Pescado salao y ackee[5] y un trago de ron.
—Buen Dios —dijo Bond—. Muy fuerte para empezar el día.
—De lo má’ refrescante —dijo Quarrel sin inmutarse.
Se sentaron fuera, en el balcón. Bond ofreció a Quarrel un cigarrillo y se encendió uno él mismo.
—Pasaré la mayor parte del día en King’s House —dijo— y tal vez en el Instituto de Jamaica. No te necesitaré hasta mañana temprano, pero hay unas cosas que has de hacer en la ciudad. ¿De acuerdo?
—Sí, capitán. Lo que usté diga.
—Primero de todo, el coche nos delata. Habrá que deshacerse de él. Ve a ver a Motta o a otro de los que alquilan coches y escoge el coche más nuevo sin chófer que encuentres, y con el menor kilometraje posible. Que sea un turismo. Alquílalo por un mes. Luego merodea por el puerto y encuentra dos hombres que se parezcan en lo posible a nosotros. Uno debe saber conducir un coche. Cómprales ropa, al menos de cintura para arriba, y sombreros como los que podríamos usar nosotros. Diles que queremos que lleven un coche a Montego mañana por la mañana pasando por Spanish Town y Ocho Ríos. Y que deben dejarlo en el garaje de Levy. Llama por teléfono a Levy y dile que los esté esperando y nos guarde el coche, ¿entendido?
Quarrel sonrió:
—¿Quié despistá a alguien, no e’ eso?
—Así es. Les darás diez libras a cada uno. Diles que soy un norteamericano rico y que quiero que el coche llegue a Bahía Montego conducido por una pareja de hombres respetables. Descríbeme como un tanto excéntrico. Deben estar aquí a las seis de la mañana. Tú estarás también con el otro coche. Cuida de que encajen bien en su papel y de que vayan con el Sunbeam con la capota bajada, ¿entendido?
—Sí, capitán.
—¿Qué ha sido de aquella casa que teníamos en la Costa Norte, en Beau Desert, junto al puerto de Morgan? ¿Sabes si está alquilada?
—No sabría decirle, capitán. Está bastante apartá de lo’ punto’ turístico’ y piden una renta mu’ alta por ella.
—Bien, ve a Graham Associates y mira si puedes alquilarla por un mes, y si no, otro bungaló en los alrededores. No me importa lo que cueste. Di que es para un norteamericano rico, el señor James. Que te den las llaves, paga el alquiler y di que les escribiré para confirmarlo. Les telefonearé si quieren más detalles. —Bond metió la mano en el bolsillo trasero y sacó un grueso fajo de billetes. Le pasó la mitad a Quarrel—. Aquí tienes doscientas libras. Debería bastar para cubrirlo todo. Ponte en contacto conmigo si necesitas más. Ya sabes dónde estaré.
—Gracia’, capitán —dijo Quarrel, pasmado por semejante suma. Se guardó el dinero en el interior de la camisa azul y se la abotonó hasta el cuello—. ¿Algo má?
—No, pero ten mucho cuidado de que no te sigan. Deja el coche en alguna parte de la ciudad y ve caminando a esos sitios. Y vigila sobre todo que no haya chinos cerca de ti. —Bond se levantó y fueron hacia la puerta—. Hasta mañana a las seis y cuarto; nos iremos a la Costa Norte. Por ahora aquella será nuestra base durante un tiempo.
Quarrel asintió. Su rostro era enigmático. Dijo:
—Sí, capitán —y se fue por el pasillo.
Media hora más tarde, Bond bajó al primer piso y cogió un taxi para ir a King’s House. No firmó en el libro del gobernador en el vestíbulo. Le hicieron pasar a una salita de espera, donde aguardó el cuarto de hora necesario para demostrarle que no era importante. Luego vino un edecán a buscarlo y lo condujo hasta el estudio del gobernador en el primer piso.
Era una habitación espaciosa y fresca que olía a humo de cigarro. El gobernador en funciones, vestido con un traje crema de seda salvaje y un cuello de puntas junto con una pajarita a topos, estaba sentado junto a una gran mesa de caoba sobre la cual no había más que un Daily Gleaner, el Times Weekly y un cuenco con flores de hibisco. Tenía las manos descansando sobre la mesa. Era un sesentón con la cara roja, más bien petulante, y los ojos de un azul amargo y brillante. No sonrió ni se levantó.
—Buenos días, señor… Bond —le dijo—. Por favor, tome asiento.
Bond cogió la silla frente a la mesa del gobernador y se sentó.
—Buenos días, señor —dijo Bond a su vez.
Esperó. Un amigo de la Oficina Colonial le había dicho que la recepción sería glacial. «Está casi en edad de jubilarse y este es un cargo interino. Tuvimos que conseguir un gobernador en funciones en poco tiempo cuando Sir Hugh Foot fue ascendido. Foot fue todo un éxito, y este hombre ni siquiera trata de emularlo; sabe que le han dado el cargo sólo por unos meses mientras hallamos a alguien para reemplazar a Foot. Este hombre llegó a través del gobernador de Rodesia. Lo único que quiere es jubilarse y obtener algún cargo de director en la City. Lo último que desearía es cualquier problema en Jamaica. Insiste en cerrar el caso de ese Strangways. No le gustará que vaya huroneando por ahí».
El gobernador se aclaró la garganta. Reconoció que Bond no era uno de esos tipos serviles.
—¿Deseaba verme?
—Sólo para cubrir el expediente, señor —dijo Bond con ecuanimidad—. Estoy aquí por el caso Strangways. Creo que usted recibió una transmisión del secretario de Estado.
Era una forma de recordarle que le respaldaba gente poderosa. A Bond no le gustaban los intentos de dar al traste con el cumplimiento de su deber.
—Recuerdo la transmisión. ¿Qué puedo hacer por usted? Por lo que aquí nos concierne, el caso está cerrado.
—¿En qué sentido «cerrado», señor?
El gobernador dijo con brusquedad:
—Es obvio que Strangways estaba liado con la chica. Era uno de esos tipos que andan desequilibrados la mayor parte del tiempo. Algunos de sus… colegas no son capaces de dejar a las mujeres en paz. —El gobernador, no cabía duda, estaba incluyendo a Bond—. Tuve que pagarle la fianza en varios escándalos antes de este. No le hace ningún bien a la colonia, señor… Bond. Espero que su gente envíe algún hombre más adecuado para ocupar su puesto. Y eso en el caso —añadió con frialdad— de que realmente necesitemos un hombre del Control Regional.
Personalmente, tengo mucha confianza en nuestra policía.
Bond sonrió con benevolencia.
—Informaré de su punto de vista, señor. Espero que mi jefe hable de ello con el ministro de Defensa y el secretario de Estado. Por supuesto, si usted estuviera dispuesto a hacerse cargo de este servicio adicional sería un ahorro de hombres por lo que al Servicio Secreto se refiere. Estoy seguro de que la policía jamaicana es muy eficaz.
El gobernador miró a Bond escamado. Tal vez fuera mejor que tratase a este hombre con un poco más de cuidado.
—Esta es una charla informal, señor Bond. Cuando haya decidido lo que pienso, se lo comunicaré personalmente al secretario de Estado. Mientras tanto, ¿hay alguien de mi personal al que quiera ver?
—Me gustaría tener unas palabras con el secretario colonial, señor.
—¿En serio? ¿Y por qué?, dígamelo.
—Ha habido problemas en Cayo Cangrejo. Algo relacionado con una reserva de pájaros. La Oficina Colonial nos asignó el caso y mi jefe me ha pedido que lo investigue mientras esté aquí.
El gobernador pareció aliviado.
—Faltaría más, faltaría más. Cuidaré de que el señor Pleydell-Smith lo reciba de inmediato. ¿Entiende que hay que dejar que el caso de Strangways se resuelva por sí solo? Ya aparecerán no dentro de mucho tiempo, no tema. —Alargó el brazo y tocó una campanilla. El edecán entró—. Este caballero querría ver al secretario colonial, edecán. ¿Haría el favor de llevarle hasta él? Llamaré al señor Pleydell-Smith y le pediré que esté disponible. —Se levantó, dio la vuelta a la mesa y le tendió la mano—. Adiós, señor Bond. Me alegro de que nos hayamos visto cara a cara. Cayo Cangrejo, ¿eh? Nunca he estado allí, pero estoy seguro de que vale la pena visitarlo.
Bond le tendió la mano.
—Eso creo yo. Adiós, señor.
—Adiós, adiós. —El gobernador vio la espalda de Bond desaparecer por la puerta y volvió satisfecho al despacho—. Mequetrefe —dijo a la habitación vacía.
Se sentó y transmitió por teléfono unas palabras perentorias al secretario colonial.
Luego cogió el Times Weekly y se enfrascó en los valores de la Bolsa.
El secretario colonial era un hombre de aspecto juvenil, con el cabello desgreñado y los ojos brillantes y aniñados. Era uno de esos fumadores de pipa nerviosos que están constantemente palpándose los bolsillos en busca de cerillas, que agitan la cajetilla para ver cuántas les quedan y que dan golpes a la cazoleta para sacar el tabaco de la pipa. Después de repetir la operación dos o tres veces en los primeros diez minutos con Bond, este se preguntó si le llegaba algo de humo a los pulmones.
Después de estrechar con efusión la mano de Bond y de señalarle vagamente una silla, Pleydell-Smith se paseó por la habitación arriba y abajo, rascándose una sien con la boquilla de la pipa.
—Bond, Bond, Bond. Me suena ese nombre. Déjeme ver. ¡Sí, por Júpiter!
»Usted fue el tipo que intervino aquí en aquel asunto del tesoro. ¡Por Júpiter, sí!
»Hace cuatro, cinco años. Vi el otro día el expediente por ahí. Magnífica exhibición.
»¡Menuda broma! Ojalá armara otro escándalo como aquel aquí para animar esto un poco. Hoy en día sólo piensan en la Federación y en su maldito orgullo.
»¡Autodeterminación, sí, sí! Ni siquiera saben dirigir el servicio de autobuses. ¡Y el problema racial! Mi querido amigo, hay muchos más problemas entre los jamaicanos de cabello liso y cabello rizado que entre mi cocinero negro y yo. Pero, en fin —Pleydell-Smith se detuvo junto a su mesa. Se sentó frente a Bond y dejó colgando una pierna sobre el brazo de la silla. Alcanzó un frasco de tabaco con el escudo de King’s College, Cambridge, se sirvió de él y comenzó a cebar la pipa—, no quiero aburrirle con todo esto. Hable usted y abúrrame. ¿Qué problema tiene?
»Estaré encantado de ayudarle. Apuesto a que es más interesante que esta porquería —señaló un montón de papeles en la bandeja de entrada.
Bond le sonrió. Esto le gustaba más. Había encontrado un aliado, y además, inteligente.
—Bien —dijo con seriedad—, estoy aquí por el caso Strangways. Pero primero de todo quiero preguntarle algo que tal vez le extrañe. Dígame exactamente dónde vio mi expediente. Usted dice que se lo encontró por ahí. ¿Cómo es eso?
»¿Lo había pedido alguien? No quiero ser indiscreto; no conteste si no quiere. Sólo soy inquisitivo.
Pleydell-Smith arqueó una ceja en un gesto lleno de intención.
—Supongo que es su trabajo —reflexionó mirando al techo—. Bien, ahora que lo pienso, lo vi sobre la mesa de mi secretaria. Es una muchacha nueva. Dijo que trataba de ponerse al día con los expedientes. Recuerdo —el secretario colonial se apresuró a disculpar a la joven— que había muchos otros expedientes sobre la mesa, pero este me llamó la atención.
—Ya veo —dijo Bond— que sólo era eso. —Sonrió disculpándose—. Lo siento, pero ciertas personas parecen estar muy interesadas por mi estancia aquí. De lo que realmente quiero hablarle es de Cayo Cangrejo. Dígame cualquier cosa que sepa del lugar y de ese chino, el Doctor No, que compró la isla. Y todo cuanto sepa sobre el negocio del guano. Ya sé que es mucho pedir, pero cualquier dato servirá.
Pleydell-Smith soltó una risa corta entre la boquilla de la pipa. Se sacó la pipa de la boca y habló mientras apelmazaba el tabaco con la caja de cerillas.
—Quien mucho abarca, poco guano aprieta. Podría hablarle durante horas de esto. Comencé en la Oficina Consular antes de ser trasladado a la Oficina Colonial.
»Mi primer trabajo fue en Perú. Tuve que tratar mucho con quienes administraban todo el comercio, con la Compañía Administradora del Guano. Buena gente. —La pipa tiraba al fin y Pleydell-Smith lanzó la caja de cerillas sobre la mesa—. Y respecto a lo demás, todo es cuestión de pedir el expediente. —Hizo sonar una campanilla. Al cabo de un minuto la puerta se abrió detrás de Bond—. Señorita Taro, el expediente sobre Cayo Cangrejo, por favor. Aquel sobre la venta de la isla y el otro sobre el guarda que apareció antes de Navidad. La señorita Longfellow sabrá encontrarlos.
—Sí, señor —dijo una voz dulce. Bond oyó la puerta cerrarse.
—Ahora, el guano. —Pleydell-Smith se echó hacia atrás con la silla. Bond se dispuso a aburrirse—. Como ya sabe, se trata de excremento de aves. Procede de la cloaca de dos aves, el piquero enmascarado y el guanay. Por lo que concierne a Cayo Cangrejo, se trata sólo del guanay, también conocido como cormorán verde, el mismo pájaro que se encuentra en Inglaterra. El guanay es una máquina convirtiendo el pescado en guano. La mayoría come anchoas. Sólo para que vea cuánto pescado comen, han llegado a encontrar setenta anchoas dentro de un solo pájaro. —Pleydell-Smith se sacó la pipa y apuntó impresionado con ella a Bond—. Mientras que la población de Perú come cuatro mil toneladas de pescado al año, las aves marinas del mismo país comen quinientas mil toneladas.
Bond frunció los labios para mostrar que estaba impresionado.
—¿En serio?
—Pues, bueno —continuó el secretario colonial—, todos los días cada uno de estos cientos de miles de guanay comen casi medio kilo de pescado y depositan treinta gramos de guano en la guanera, es decir, en la isla de guano.
Bond lo interrumpió:
—¿Por qué no lo hacen en el mar?
—No lo sé. —Pleydell-Smith se quedó pensativo, dándole vueltas a la pregunta—. Nunca se me había ocurrido; pero de cualquier forma, no lo hacen. Lo hacen en tierra y lo han hecho desde el Génesis, lo cual supone una burrada de estiércol, millones de toneladas en los Pescadores y en las otras guaneras. Hacia 1850 alguien descubrió que era el mejor fertilizante natural del mundo y que contenía nitratos, fosfatos… lo que quiera. Barcos y hombres llegaron a las guaneras y se dedicaron a saquearlas durante veinte años o más. Fue una época conocida como la «Saturnalia» en Perú. Fue como la fiebre del oro en Klondyke; la gente se peleaba por el fiemo, secuestraban los barcos, mataban a los trabajadores, vendían mapas falsos de islas de guano secretas, lo que fuera. Hubo gente que amasó verdaderas fortunas con el estiércol.
—¿Y dónde aparece Cayo Cangrejo? —Bond quería entrar en el tema de los casos.
—Es la única guanera que vale la pena tan al norte. También fue explotada, Dios sabe por quién. Pero el guano contenía poco nitrato, ya que las aguas no son tan ricas aquí como más abajo, en la Corriente de Humboldt. Por tanto, el contenido químico de los peces no es tan rico y lo mismo le ocurre al guano. Cayo Cangrejo fue explotado cuando el precio era suficientemente alto, pero toda la industria quebró, con Cayo Cangrejo y otros depósitos de baja calidad a la cabeza, cuando los alemanes inventaron el abono químico artificial. Por aquel entonces, Perú se había dado cuenta de que había despilfarrado un capital fantástico y se dispuso a organizar los restos de la industria y a proteger las guaneras. Nacionalizó la industria, protegió a las aves y, poco a poco, muy poco a poco, el material volvió a acumularse. Entonces la gente descubrió que el abono alemán presentaba desventajas, porque empobrecía el suelo, lo cual no hace el guano, y gradualmente el precio del guano subió y la tambaleante industria volvió a levantarse. Ahora va bien, aunque Perú se queda la mayor parte del guano para ellos, para su agricultura. Y aquí es donde vuelve a aparecer Cayo Cangrejo.
—Ah —dijo simplemente Bond.
—Sí —prosiguió Pleydell-Smith, quien se palpó los bolsillos en busca de las cerillas, las halló sobre la mesa, agitó la cajetilla junto al oído e inició el ritual de cebar la pipa—. Al comienzo de la guerra, ese chino, que debe de ser un diablo astuto, tuvo la idea de que podría hacer rentable la antigua guanera de Cayo Cangrejo. El precio estaba en torno a los cincuenta dólares la tonelada a este lado del Atlántico y él nos compró la isla por unas diez mil libras, si no recuerdo mal.
Trajo trabajadores y se puso manos a la obra. No ha dejado de trabajar desde entonces. Debe de haber hecho una fortuna. Transporta el guano por mar directamente a Europa, a Antwerp. Le envían un barco todos los meses. Ha instalado las mejores trituradoras y separadores. Yo diría que se gana a pulso el dinero, pues para sacar un beneficio decente no le quedará más remedio. Sobre todo ahora. El año pasado oí que sólo le daban entre treinta y ocho y cuarenta dólares la tonelada por coste, seguro y flete a Antwerp. Dios sabe lo que les paga a los trabajadores para sacar beneficios a ese precio. Nunca he podido averiguarlo. Dirige la isla como una fortaleza, como una especie de campo de trabajos forzados. Nadie sale nunca de allí. Han llegado a mis oídos rumores curiosos, pero nadie se ha quejado. Es su isla, por supuesto, y puede hacer en ella lo que quiera.
Bond trataba de dar con alguna clave.
—¿Es realmente tan valioso el lugar? ¿Cuánto cree que vale?
—El guanay es el pájaro más valioso del mundo —dijo Pleydell-Smith—. Una pareja produce unos dos dólares de guano al año sin ningún gasto para el dueño.
»Cada hembra pone una media de tres huevos y cría dos polluelos. Dos nidadas al año. Pongamos que valgan quince dólares la pareja, y digamos que hay cien mil pájaros en Cayo Cangrejo, lo cual es un cálculo razonable, según las últimas cifras que tenemos. Eso supone que las aves valen un millón y medio de dólares. Una propiedad muy valiosa. Súmele el valor de las instalaciones, digamos otro millón, y tendrá una pequeña fortuna en aquel horrible lugar. Lo cual me recuerda… —Pleydell-Smith hizo sonar la campanilla—. ¿Qué diablos pasa con esos expedientes? Encontrará toda la información que quiera en ellos.
La puerta se abrió detrás de Bond.
—Bueno, señorita Haro. ¿Qué pasa con esos expedientes? —inquirió Pleydell-Smith con irritación.
—Lo siento mucho, señor —dijo aquella dulce voz—. Pero no los encontramos por ninguna parte.
—¿Qué quiere decir con que no los encuentran? ¿Quién los cogió la última vez?
—El comandante Strangways.
—Me acuerdo perfectamente de que los devolvió. ¿Qué pasó luego con ellos?
—No sabría decirle, señor —la voz no revelaba ninguna emoción—. Las tapas están, pero no hay nada dentro.
Bond se dio la vuelta en la silla. Echó un vistazo a la muchacha y volvió a girarse. Esbozó una sonrisa para sí mismo. Sabía adonde habían ido los expedientes. También sabía por qué su antiguo expediente había estado sobre la mesa de la secretaria. Asimismo adivinaba la manera en que la llegada de «James Bond, comerciante de importaciones y exportaciones», se había filtrado desde King’s House, el único sitio donde su importancia era conocida.
Al igual que el Doctor No, al igual que Annabel Chung, aquella secretaria de baja estatura, aspecto grave y eficiente, y con gafas de montura de concha, era china.