CAPÍTULO 4

El comité de recepción

Las sesenta y ocho toneladas del Super Constellation sobrevolaron a gran altura el damero verde y pardo de Cuba y, a sólo otras cien millas de su destino, emprendió el lento vuelo de descenso hacia Jamaica.

Bond contempló cómo la isla, semejante a una gran tortuga verde, crecía en el horizonte y el agua cambiaba del azul oscuro del mar de las Antillas al azul celeste y lácteo de los bancos cercanos a la costa. Luego sobrevolaron la Costa Norte, sobre la erupción de hoteles millonarios, y cruzaron las altas montañas del interior. Los diminutos dados de las pequeñas haciendas aparecieron esparcidos sobre las colinas y en los claros de la selva, y el sol poniente tiñó de oro las lombrices brillantes de ríos y arroyos. «Jaimaca» la llamaban los indios arahuacos, «Tierra de Colinas y Ríos». El corazón de Bond se animó con la belleza de una de las islas más fértiles del mundo.

El otro lado de las montañas estaba sumido en una sombra violeta. Las luces titilaban en las estribaciones y llenaban de lentejuelas las calles de Kingston; sin embargo, al fondo, el lejano brazo del puerto y el aeródromo seguían iluminados por el sol, contra el cual el faro de Port Royal parpadeaba inútilmente. Ahora el avión inclinaba el morro para trazar una amplia curva más allá del puerto. Se sintió un golpe sordo cuando el tren de aterrizaje triciclo se abrió bajo el avión y se puso en movimiento. Se oyó un quejido hidráulico agudo cuando los aerofrenos externos sobresalieron del borde posterior de las alas. Lentamente, el gran aparato viró de nuevo hacia tierra y por un instante el sol poniente escanció oro líquido en la cabina. Luego, la nave se hundió por debajo del nivel de los Montes Azules y voló a ras de suelo hacia la única pista de aterrizaje, que se orientaba de norte a sur. Vio por un instante una carretera y unos cables de teléfono, luego el asfalto, marcado por las cicatrices negras de los patinazos, bajo el vientre del avión y la doble sacudida de un perfecto aterrizaje, así como el rugido de las hélices dando marcha atrás, mientras la nave rodaba por la pista hacia los blancos edificios bajos del aeropuerto.

Los dedos pringosos del trópico rozaron la cara de Bond cuando salió del avión y caminó hacia el control de Salud e Inmigración. Sabía que para cuando hubiera pasado la aduana estaría sudando. No le importaba. Después del frío áspero de Londres, aquel calor denso y aterciopelado era fácilmente soportable.

El pasaporte de Bond lo describía como un comerciante de importación y exportación.

—¿De qué compañía, señor?

—Universal Export.

—¿Es una visita de negocio o de placer, señor?

—De placer.

—Espero que disfrute de la estancia, señor. —El oficial negro de inmigración devolvió a Bond el pasaporte con indiferencia.

—Gracias.

Bond entró en la aduana. Al instante vio al hombre alto y de piel morena contra la barrera. Llevaba la misma vieja camisa azul descolorida y probablemente los mismos pantalones caqui de tela cruzada que había llevado cuando Bond lo conoció por primera vez hacía cinco años.

—¡Quarrel!

Desde el otro lado de la barrera, aquel habitante de las islas Caimán sonrió abiertamente. Levantó el antebrazo derecho a la altura de los ojos, según el viejo saludo de las Indias Occidentales.

—¿Cómo está, capitán? —contestó encantado.

—Bien —dijo Bond—. Espera a que pase la bolsa.

—Sí, capitán.

El oficial de la aduana, quien, como la mayoría de los hombres del puerto, conocía a Quarrel, marcó con tiza la bolsa de Bond sin abrirla; Bond la recogió y pasó al otro lado de la barrera. Quarrel cogió la bolsa y le tendió la mano derecha.

Bond estrechó aquella garra callosa de calor seco y miró aquellos ojos gris oscuro, prueba de que descendía de un soldado de Cromwell o de un pirata de los tiempos de Morgan.

—No has cambiado, Quarrel —le dijo afectuosamente—. ¿Cómo va la pesca de la tortuga?

—No mu mal, capitán, y no mu bien. Como siempre. —Estudió a Bond con mirada crítica—. Ha estao enfermo, ¿no?

Bond se sorprendió.

—Sí, así ha sido. Pero llevo bien varias semanas. ¿Qué te ha hecho pensarlo?

Quarrel estaba avergonzado:

—Lo siento, capitán —le dijo, creyendo haberlo ofendido—. Se l’han marcao alguna’ arruga’ de doló en la cara desde la última ves.

—¡Ah, vaya! —dijo Bond—. No fue grave, pero podría mejorar con un período de entrenamiento. No estoy tan en forma como debiera.

—Bien, capitán.

Se aproximaban a la salida cuando oyeron el áspero chasquido de una cámara de la prensa y el resplandor de un flash. Una atractiva china vestida a la jamaicana bajó la Speed Graphic y se acercó a ellos. Dijo con un encanto sintético:

—Gracias, caballeros. Soy del Daily Gleaner —echó un vistazo a la lista que llevaba en la mano—. Señor Bond, ¿no es así? ¿Cuánto tiempo estará con nosotros, señor Bond?

Bond estaba desconcertado. No era un buen comienzo.

—Estoy de paso —dijo brevemente—. Creo que encontrará gente mucho más interesante en el avión.

—Oh no, seguro que no, señor Bond. Usted parece muy importante. ¿Y en qué hotel se alojará?

«Maldición», pensó Bond. Y dijo:

—En el Myrtle Bank —y reanudó la marcha.

—Gracias, señor Bond —dijo la voz cantarina—. Espero que disfrute…

Ya habían salido fuera. Mientras caminaban hacia el aparcamiento, Bond dijo:

—¿Alguna vez habías visto a esa chica en el aeropuerto?

Quarrel reflexionó.

—Creo que no, capitán, pero el Gleaner tiene mucha’ fotógrafa’.

Bond estaba vagamente preocupado. No había una razón concreta por la que su fotografía fuera de valor para la prensa. Habían pasado cinco años desde sus últimas aventuras en la isla, y, de todas formas, su nombre se había mantenido fuera de los periódicos.

Llegaron al coche. Era un Sunbeam Alpine negro. Bond lo miró enfadado y reparó en el número de matrícula. Era el coche de Strangways.

—¿Qué demonios es esto? ¿De dónde lo has sacado, Quarrel?

—El edecán me dijo que lo cogiera, capitán. Dice que era el único libre que tenían. ¿Po qué, capitán? ¿No e’ bueno?

—Está bien, Quarrel —dijo Bond resignado—. Vamos, en marcha.

Bond se sentó en el asiento del pasajero. Era todo culpa suya. Debería haber adivinado las muchas posibilidades de que le dieran ese coche. Pero no había duda de que le iría señalando allá donde fuera y revelaría lo que estaba haciendo en Jamaica a cualquiera que estuviese interesado.

Descendieron por la carretera bordeada de grandes cactus en dirección a las lejanas luces de Kingston. En circunstancias normales, Bond se habría arrellanado en el asiento a disfrutar de aquella belleza, del chirrido monótono de las cigarras, del embate del aire cálido y perfumado, del techo de estrellas, del collar de luces amarillas que brillaba a lo largo del puerto; sin embargo, se maldecía por el descuido, sabedor de que no debiera haberlo cometido.

Lo que había hecho era enviar una transmisión a través de la Oficina Colonial al gobernador. En ella pedía que el edecán buscara a Quarrel en las islas Caimán y que lo contratara por un período indefinido con un salario de diez libras a la semana. Quarrel había estado con Bond durante su última aventura en Jamaica.

Era un tipo inestimable, con todas las buenas cualidades de un marino de las islas Caimán, así como un pasaporte para los estratos inferiores de la población negra que, de otro modo, estarían cerrados para Bond. Todo el mundo lo quería y era un compañero espléndido. Bond sabía que Quarrel era vital si esperaba llegar a alguna parte en el caso de Strangways, tanto si era realmente un caso como si se trataba de un escándalo. Bond había pedido una habitación individual con ducha en el hotel Blue Hills, el alquiler de un coche y que Quarrel lo esperase con el coche en el aeropuerto. La mayor parte de esta solicitud había sido un error. Bond debería haber cogido un taxi hasta el hotel y haber contactado con Quarrel más tarde. Entonces habría visto el coche teniendo la posibilidad de cambiarlo.

En este momento, reflexionó Bond. nada importaría que hubiera anunciado su visita y el propósito de esta al Gleaner. Suspiró. Los errores que se cometen al iniciar un caso eran los peores. Eran errores irremediables, errores que hacen empezar con el pie izquierdo, y que confieren ventaja al enemigo. Pero ¿Había un enemigo? ¿No estaría siendo demasiado cauto? Por un impulso, Bond se volvió en el asiento. A unos cien metros se veían dos luces de posición. La mayoría de los jamaicanos conducen con las luces largas. Bond se volvió de nuevo y dijo:

—Quarrel. Al final de las Palizadas, donde se bifurca la carretera hacia Kingston por la izquierda y hacia Morant por la derecha, quiero que tomes rápidamente la carretera de Morant, pares el coche y apagues las luces. ¿Vale? Y ahora, pisa a fondo.

D’acuerdo, capitán.

Quarrel parecía complacido. Pisó el acelerador hasta tocar el suelo. El coche dio un profundo bramido y bajó a toda velocidad por la carretera blanca.

Llegaron al final de una recta. El coche derrapó en la curva donde el extremo del puerto entraba en la tierra. Quinientos metros más y llegarían al cruce. Bond miró hacia atrás. No se veía rastro del otro coche. Ahí estaba el poste indicador.

Quarrel giró bruscamente y el coche viró a toda velocidad agarrándose a la curva.

Echó el coche a un lado y apagó las luces. Bond se volvió y esperó. En seguida oyó el rugido de un coche grande a toda velocidad. Las luces resplandecieron, en su busca. El coche pasó lanzado hacia Kingston. Bond tuvo tiempo de fijarse en que era un coche norteamericano tipo taxi y que sólo estaba ocupado por el conductor. Después desapareció.

El polvo se posó lentamente. Permanecieron allí diez minutos sin decir nada.

Entonces Bond dijo a Quarrel que diera la vuelta y tomara la carretera de Kingston.

—Creo que ese coche estaba interesado en nosotros, Quarrel. No se vuelve con el taxi vacío desde el aeropuerto. Es un trayecto caro. Mantente alerta. Tal vez descubra que lo hemos despistado y nos esté esperando.

—Bien, capitán —dijo Quarrel encantado. Ese era el tipo de vida que había esperado cuando recibió el mensaje de Bond.

Se metieron de lleno en el tráfico de Kingston: autobuses, coches, carros tirados por caballos, burros con alforjas que venían de las colinas, carritos empujados por hombres que vendían bebidas de colores chillones. Entre tanto gentío era imposible decir si los seguían. Giraron hacia la izquierda en dirección a las colinas. Había muchos coches detrás de ellos. Cualquiera podría ser el taxi norteamericano. Subieron durante un cuarto de hora por Halfway Tree y luego por Junction Road, la carretera principal que cruzaba la isla. Pronto vieron un cartel de neón con una palmera verde y, debajo, «Blue Hills. THE hotel». Entraron con el coche por el camino pulcramente bordeado de arbustos y buganvillas.

A unos cien metros más arriba, en la carretera, el chófer del taxi negro hizo una señal con la mano a los otros conductores para que le adelantaran y paró. Dio una vuelta de ciento ochenta grados aprovechando un claro en el tráfico y volvió a descender colina abajo hacia Kingston.

El Blue Hills era un hotel viejo aunque confortable y con decoración moderna.

Bond fue recibido con deferencia, porque su reserva la habían solicitado desde King’s House. Le hicieron pasar a una habitación en la esquina del edificio, con un balcón que caía sobre el lejano abanico formado por el puerto de Kingston. Agradecido, se quitó la ropa de Londres, ahora empapada de sudor, y se metió en la ducha con mampara de cristal, abrió del todo el grifo del agua fría y permaneció bajo ella cinco minutos, durante los cuales se lavó el cabello para quitarse la última mugre de la gran ciudad. Luego se puso unos pantalones cortos de algodón y, sintiendo el placer sensual del aire cálido sobre la piel desnuda, deshizo la maleta y llamó al camarero.

Bond pidió un gin-tonic doble y una lima. Cuando le trajeron la bebida, cortó la lima por la mitad y echó el líquido de las dos mitades estrujadas en el vaso largo; lo lleno casi hasta arriba de cubitos de hielo y entonces vertió el gin-tonic. Se llevó la bebida al balcón, se sentó y contempló aquella vista espectacular. Pensó en lo maravilloso que era estar lejos del cuartel general, de Londres y los hospitales, y estar ahí en ese momento, haciendo lo que estaba haciendo, sabedor, sus sentidos se lo decían, de que se hallaba de nuevo sobre la pista de un buen y difícil caso.

Se sentó un rato y con delectación dejó que el gin-tonic lo relajase. Pidió otro y se lo bebió. Eran las siete y cuarto. Había quedado en que Quarrel lo recogiera a las siete y media. Iban a cenar juntos. Bond le pidió a Quarrel que sugiriera un sitio. Tras un momento de apuro, Quarrel había dicho que siempre que quería divertirse en Kingston se iba a un club nocturno en el puerto llamado The Joy Boat[1].

«No e’ ná del otro mundo —le comentó a modo de disculpa—, pero la comía, la bebía y la música son buena’ y tengo un buen amigo allí. E’ el dueño del garito. Le llaman “Pus-Feller[2]”, po’ cómo luchó en una ocasión con un pulpo eno’me».

Bond sonrió al pensar en la forma en que Quarrel hablaba, como la mayoría de los antillanos. Entró en la habitación y se puso el viejo traje azul oscuro de estambre, una camisa de algodón blanco sin mangas, una corbata de punto, y se miró en el espejo para comprobar que la Walther no sobresalía. Bajó y salió fuera, donde lo esperaba el coche.

Descendieron tranquilamente hacia Kingston, bajo aquel crepúsculo suave y cantarín, y giraron a la izquierda recorriendo el puerto. Pasaron junto a uno o dos restaurantes y clubes nocturnos elegantes de los que salía el murmullo y guitarreo de los calipsos. Había una tanda de casas privadas que habían ido perdiendo categoría hasta terminar en una zona de tiendas de clase baja y, finalmente, en un área de chozas. Allí donde la carretera trazaba una curva alejándose del mar, brillaba el destello de un cartel de neón dorado en forma de galeón español, encima de unas letras verdes que decían The Joy Boat. Dejaron el coche en el aparcamiento y Bond siguió a Quarrel; pasaron una verja que daba a un jardincito de palmeras rodeadas de césped. Al final estaba la playa y el mar. Las mesas estaban desperdigadas aquí y allá bajo las palmeras y en el centro había una pista de baile de cemento vacía, a un lado de la cual se hallaba un trío de calipso vestido con camisas escarlatas con lentejuelas, que improvisaba en tono bajo Take her to Jamaica where the rum comes from[3].

Sólo la mitad de las mesas estaban ocupadas, en su mayoría por gente de color. Había algún que otro marinero británico o americano con sus chicas. Un negro inmensamente gordo, vestido con un elegante esmoquin blanco, dejó una de las mesas y salió a su encuentro.

—Hola, señó Q. Mucho tiempo sin verle. ¿Una mesa agradable pa’ do’?

—Así e’ Pus-Feller. Má cerca de la cocina que de la música.

El hombrón soltó una risita. Los guió hacia el mar y los dejó en una mesa tranquila bajo una palmera que crecía en la misma base del edificio del restaurante.

—¿Bebía’, caballero’?

Bond pidió un gin-tonic con lima, y Quarrel un cerveza Red Stripe. Hojearon la carta y ambos se decidieron por langosta hervida y un filete poco hecho con verduras del país.

Llegaron las bebidas. Los vasos goteaban por la condensación. Aquel detalle le recordó a Bond otras circunstancias en climas cálidos. Unos cuantos metros más allá, el mar ceceaba sobre la arena. La orquestina arrancó con Kitch. Encima de ellos la fronda de la palmera batía levemente bajo la brisa nocturna. Una salamandra siseó en algún lugar del jardín. Bond pensó en el Londres que había dejado el día anterior, y dijo:

—Me gusta este sitio, Quarrel.

Quarrel estaba complacido.

—E’ un buen amigo mío, ese Pus-Feller. Sabe casi tó lo que pasa en Kingston, si e’ que usté tiene alguna pregunta, capitán. Él e’ de la’ Caimane’. Una ves nosotro’ tuvimo’ un barco a media’. Un día salió a cogé huevo’ y aquel gran pulpo lo atrapó.

»Casi tós son pequeño’ po’ aquí, pero son má grande’ en Cayo Cangrejo poque está junto a la’ agua’ profunda’ de Cuba, la’ agua’ má profunda’ de po aquí. Pus-Feller lo pasó mu mal con ese animal. Se dañó un pulmón al librarse d’él. Aquello le asustó y me vendió la mitá del barco y se vino a Kingston. Eso fue ante’ de la guerra. Ahora él e’ rico mientra’ que yo sigo pescando. —Quarrel se rio entre dientes por los avalares del destino.

—¿Qué clase de lugar es Cayo Cangrejo? —dijo Bond.

Quarrel lo miró fijamente:

—Ahora e’ un lugá poco aconsejable, capitán —dijo por toda explicación—. Un caballero chino lo compró durante la guerra y llevó allí hombre’ pá explotá la porquería de lo’ pájaro’. No deja que nadie desembarque allí ni deja a nadie salí.

Ahora no’ mantenemo’ alejaos.

—¿Y eso por qué?

—Tié multitú de guardiane’. Y arma’, ametrallaora’. Y un radá y un aeroplano.

Hay amigo’ mío’ qu’han desembarcao allí y nunca lo’ he vuelto a vé. Ese chino cuida mu bien de su isla. Si quié que le diga la verdá, capitán —Quarrel dijo a modo de disculpa—, Cayo Cangrejo me da mucho miedo.

Bond dijo pensativamente:

—Bueno, bueno.

Llegó la comida. Pidieron otra ronda de bebidas. Mientras cenaban, Bond resumió a Quarrel el caso de Strangways. Quarrel lo escuchó con atención y en ocasiones hizo preguntas. Estaba sobre todo interesado por los pájaros de Cayo Cangrejo, por lo que los guardas comentaron, y por la forma en que se suponía que el avión se había estrellado. Finalmente, puso el plato aparte. Se limpió la boca con el dorso de la mano, sacó un cigarrillo, lo encendió y se incorporó hacia delante:

—Capitán —dijo en voz baja—. No importa si eran pájaro’, mariposa’ o abeja’.

»Si estaban en Cayo Cangrejo y el comandante estaba metiendo la nariz en ese asunto, pué apostá hasta el último dólar a que lo han apiolao. A él y a la chica. El chino lo’ apioló, seguro.

Bond miró inquisitivamente aquellos ojos grises y apremiantes.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó.

Quarrel extendió las manos. La respuesta le parecía sencilla.

—Ese chino e’ mu celoso de su’ secreto’. Quié que le dejen solo. Sé que mató a mi’ amigo’ y que ordena que mantengan a la gente alejá de Cayo Cangrejo. E’ un hombre mu poderoso que mata a quien se interfiera.

—¿Por qué?

—No lo sé, capitán —dijo Quarrel con indiferencia—. La gente quié cosa’ muy distinta’ en este mundo. Y aquello que quieren e’ suficiente.

Bond vio un destello de luz por el rabillo del ojo. Se volvió con rapidez. La china del aeropuerto estaba de pie, oculta en las sombras. Ahora iba vestida con un vestido ajustado de satén negro, abierto por un lado casi hasta la cadera. Llevaba una Leica con el flash en una mano. La otra cámara pendía de un costado en su funda de cuero. La mano salió de la oscuridad sosteniendo la bombilla del flash. La joven se metió la base en la boca para humedecerla y mejorar el contacto, y la enroscó dentro del reflector.

—Coge a la chica —dijo rápidamente Bond.

En dos zancadas, Quarrel llegó hasta la chica y le tendió la mano.

—Buena’ noche’, señoíta —le dijo amigablemente.

La muchacha sonrió. Dejó la cámara colgando de una correa delgada en torno al cuello y le dio la mano. Quarrel la hizo girar como si fuera una bailarina de ballet. Ahora la tenía agarrada con el brazo doblado detrás de la espalda y la retenía en el pliegue del codo.

Ella lo miró enfadada.

—Déjeme. Me hace daño.

Quarrel sonrió, mirando aquellos ojos oscuros que llameaban en su cara pálida y almendrada.

—El capitán desea que tome una copa con nosotro’ —le dijo en tono conciliador. Volvió a la mesa con la muchacha junto a él. Arrastró una silla con el pie y la hizo sentar a su lado, manteniéndola cogida por la muñeca detrás de la espalda. Ambos se sentaron muy erguidos, como amantes peleados.

Bond miró aquel rostro hermoso y enfadado.

—Buenas noches. ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué quiere otra foto mía?

—Estoy recorriendo los clubes nocturnos —su boca, aquel arco de Cupido, esbozó una sonrisa persuasiva—. La primera foto que le tomé no salió. Dígale a este hombre que me deje en paz.

—¿Así que trabaja para el Gleaner? ¿Cómo se llama?

—No se lo diré.

Bond guiñó un ojo a Quarrel.

Los ojos de Quarrel se estrecharon. La mano que tenía detrás de la espalda de la muchacha fue girando lentamente. La joven se revolvió como una anguila, mordiéndose el labio inferior. Quarrel siguió retorciéndole el brazo. De pronto, ella lanzó un «¡Aaah!», penetrante y dijo con voz entrecortada:

—Se lo diré. —Quarrel aflojó la tensión. La chica miró enfurecida a Bond—. Annabel Chung.

—Llama a Pus-Feller —dijo Bond a Quarrel.

Quarrel cogió un tenedor con la mano libre e hizo tintinear un vaso. El enorme negro se apresuró a acudir.

Bond levantó la vista:

—¿Alguna vez habías visto a esta chica?

—Sí, jefe. A vece’ viene aquí. ¿Le está molestando? ¿Quié que la eche de aquí?

—No, nos gusta —dijo Bond amablemente—, pero quiere sacar un retrato de estudio mío y no sé si vale la pena pagar el dinero. ¿Haría el favor de llamar al Gleaner y preguntar si tienen a una fotógrafa llamada Annabel Chung? Si es una de la plantilla es porque es suficientemente buena.

—Po’ supuesto, jefe. —El hombre marchó apresuradamente.

Bond sonrió a la chica.

—¿Por qué no le pidió a ese hombre que la rescatase? —le preguntó.

La muchacha lo miró ceñuda.

—Siento tener que presionarla —dijo Bond—, pero mi director de exportaciones en Londres me dijo que Kingston está lleno de personajes sombríos.

No estoy seguro de que usted no sea uno de ellos, pero sigo sin comprender por qué desea a toda costa una foto mía. Dígamelo.

—Ya se lo dije —dijo la joven, malhumorada—. Es mi trabajo.

Bond le hizo otras preguntas, pero ella no las contestó.

Pus-Feller se acercó.

—E’ cierto, jefe. Annabel Chung. E’ una de esa’ chica’ que trabajan po cuenta propia. Dicen que hace buena’ fotografía’. No tendrá problema’ con ella. —Le miró con benevolencia. «¡Foto de estudio! Más bien, cama de estudio».

—Gracias —dijo Bond. El negro se fue. Bond se volvió de nuevo hacia la joven—. Trabaja por cuenta propia —dijo en voz baja—. Eso sigue sin explicar quién quiere una foto mía. —Su rostro se volvió frío—. ¡Dímelo!

—No —dijo la muchacha con resentimiento.

—Está bien. Quarrel, adelante.

Bond se recostó en la silla. Su instinto le decía que esta era la pregunta de los sesenta y cuatro mil dólares. Si pudiera sacarle la respuesta a la chica, se ahorraría posiblemente varias semanas de averiguaciones.

El hombro derecho de Quarrel comenzó a hundirse. La joven se retorció hacia él para aliviar la presión, pero él la mantuvo apartada con la otra mano. La cara de la muchacha se tensó en un escorzo hacia Quarrel. De repente le escupió en los ojos. Quarrel sonrió y aumentó la presión. Los pies de la chica patalearon en todas direcciones por debajo de la mesa mientras mascullaba palabras en chino. El sudor perlaba su frente.

—Dímelo —dijo Bond en voz baja—. Dímelo y todo terminará y seremos amigos y tomaremos una copa. —Estaba cada vez más preocupado. El brazo de la joven debía de estar a punto de romperse.

—¡Qué te j…!

De pronto la mano izquierda de la muchacha arremetió contra la cara de Quarrel. Bond fue muy lento para detenerla. Vio el reflejo de un objeto y sonó una explosión seca. Bond le agarró el brazo y lo atrajo hacia él. La sangre manaba de la mejilla de Quarrel. Trozos de cristal y metal emitían destellos en la mesa. Había roto la bombilla del flash contra la cara de Quarrel. De haberle alcanzado el ojo, lo habría dejado tuerto.

Con la mano libre, Quarrel se palpó la mejilla. Se la puso delante de los ojos y vio la sangre.

—¡Ah! —No había en su voz sino admiración y un placer felino. Dijo a Bond con ecuanimidad—: No le sacaremo’ ná a esta chica, capitán. E’ mu dura, ¿quié que le rompa el brazo?

—Dios mío, no. —Bond soltó el brazo de la joven—. Suéltala.

Estaba enfadado consigo mismo por haber hecho daño a la muchacha sin conseguir nada. Pero algo había aprendido. Quienquiera que estuviese detrás de ella ataba corto a su gente y con una cadena de acero.

Quarrel desdobló el brazo de la muchacha tras su espalda, pero siguió cogiéndola por la muñeca. Abrió la mano de la joven y la miró a los ojos con crueldad.

—M’ ha señalao la cara, señoíta. Ahora la marcaré yo. —Alzó la otra mano y le pinzó el monte de Venus, aquel pellejo de carne suave de la palma, entre su índice y pulgar. Comenzó a apretar. Bond vio que los nudillos se ponían blancos por la presión ejercida. La joven soltó un chillido y comenzó a darle puñetazos en la mano y luego en la cara. Quarrel sonrió y apretó con más fuerza. De pronto, la soltó. La chica se puso de pie, se alejó de la mesa retrocediendo de espaldas y se llevó la mano amoratada a la boca. Soltó la mano y susurró con furia:

—¡Os matará, malnacidos!

Y se fue corriendo entre los árboles con la cámara Leica balanceándose.

Quarrel rio en voz baja. Cogió una servilleta, se limpió la mejilla, la tiró al suelo y cogió otra. Dijo a Bond:

—El monte de Venu’ le seguirá doliendo mucho despué’ de que me s’haya curao la cara. Buena pieza esa mujé. Cuando tién el monte de Venu’ así de grueso, son buena’ en la cama. ¿Lo sabía, capitán?

—No —dijo Bond—. Eso es nuevo para mí.

—Seguro. Esa parte de la mano e’ un gran indicado. No se preocupe po ella —añadió al notar la expresión dudosa pintada en el rostro de Bond—. No tié ná má que un gran moratón en el monte de Venu’. Iré a buscá a esa chica algún día y veré si mi teoría era cierta.

Muy apropiadamente, la banda comenzó a tocar Don’ touch me tomato[4] Bond dijo:

—Quarrel, es hora de que te cases y sientes la cabeza. Y deja a esa chica en paz o conseguirás que te claven un cuchillo entre las costillas. Ahora vamos.

Pagaremos la cuenta y nos iremos. En Londres, donde estaba ayer, son las tres de la mañana. Necesito dormir toda la noche. Tendrás que comenzar a ponerme en forma. Creo que lo voy a necesitar. Y es hora de que te cures la mejilla. Te ha escrito el nombre y la dirección en ella.

Quarrel gruñó al recordarlo y dijo con un placer sosegado:

—Esa era una chica dura.

Cogió un tenedor e hizo tintinear un vaso con él.