Una misión de descanso
Oscurecía. En el exterior, el tiempo era borrascoso. M se alzó un poco y encendió la lámpara de tulipa verde del despacho. Sobre el centro de la habitación se vertió un chorro de luz amarilla cálida que hizo que la parte superior de la mesa brillara como la sangre.
M empujó sobre la mesa el grueso expediente hacia Bond, quien reparó por primera vez en él. Leyó las letras invertidas sin dificultad. ¿En qué se había metido Strangways? ¿Quién era Trueblood?
M apretó un botón en la mesa:
—Haré que venga el jefe de personal —dijo—. Conozco el meollo del caso, pero él podrá ponerle la carnadura. Mucho me temo que sea una historia un tanto gris.
El jefe de personal entró. Era coronel de zapadores y aparentaba más o menos la edad de Bond, pero tenía el cabello prematuramente encanecido en las sienes por el interminable trajín del trabajo y las responsabilidades. Se salvaba de las crisis nerviosas gracias a su constitución física y al sentido del humor. Era el mejor amigo de Bond en el cuartel general. Se sonrieron el uno al otro.
—Acérquese una silla, coronel. He asignado a 007 el caso de Strangways.
Tendrá que aclarar el embrollo antes de que asignemos nuevos cargos para Jamaica. 007 actuará de jefe de la estación mientras tanto. Quiero que parta dentro de una semana. ¿Dispondrá usted todo con el oficial de las Colonias y el gobernador? Bien. Ahora estudiemos el caso. —Se volvió hacia Bond—. 007, creo que usted conoce a Strangways y que trabajó con él en el asunto del tesoro hará unos cinco años. ¿Qué opina de él?
—Un buen hombre, señor, pero un poco pasado de rosca. Suponía que ya le habrían relevado. Cinco años son mucho tiempo en el trópico.
M hizo caso omiso del comentario.
—Y su número dos, esa chica llamada Trueblood. ¿Alguna vez se encontró con ella?
—No, señor.
—Veo que tiene un buen historial. Oficial jefe del servicio femenino de la Royal Navy. Nada en su contra en el informe confidencial. Una chica bonita a juzgar por las fotografías. Eso probablemente lo explique todo. ¿Diría usted que Strangways era en cierto modo un donjuán?
—Podría haberlo sido —dijo Bond con precaución, sin querer decir nada en contra de Strangways, aunque recordando su atractivo y distinción—. Pero ¿Qué les ha pasado, señor?
—Eso es lo que queremos averiguar —dijo M—. Han desaparecido, se los ha tragado la tierra. Se fueron la misma tarde hará unas tres semanas. Dejaron el bungaló de Strangways reducido a cenizas junto con la radio, los libros de códigos y los archivos. No quedaron más que unos cuantos papeles chamuscados. La chica dejó sus cosas intactas. Debió de irse sólo con lo que llevaba puesto. Hasta dejó el pasaporte en su habitación, aunque sería fácil para Strangways falsificar dos pasaportes. Tenía muchos formularios, pues era el oficial del control de pasaportes de la isla. Son muchos los aviones que pudieron haber cogido hacia Florida, América del Sur o alguna de las otras islas del área. La policía sigue revisando las listas de pasajeros. Nada se ha descubierto hasta el momento, pero podrían haberse quedado en tierra un día o dos y luego esfumarse. La chica se teñiría el pelo y ese tipo de cosas. La seguridad del aeropuerto no es muy buena en esa parte del mundo. ¿No es cierto, coronel?
—Sí, señor. —El tono de voz del jefe de personal era dubitativo—. Pero sigo sin entender el último contacto por radio. —Se volvió hacia Bond—. Comenzaron a establecer el contacto rutinario a las dieciocho treinta, hora de Jamaica. Alguien, Seguridad cree que fue la chica, sintonizó con WWW y desapareció de antena.
»Tratamos de recuperar el contacto, pero sin duda había algo sospechoso y lo interrumpimos. No hubo respuesta a la llamada azul ni a la roja. Al día siguiente la Sección III envió a 258 a Jamaica desde Washington. Por aquel entonces la policía ya se había hecho cargo del caso y el gobernador había decidido echarle tierra al asunto. Todo era muy evidente. Strangways había tenido problemas con chicas de tanto en tanto, y no lo culpo. Es una estación tranquila, sin muchas cosas en las que ocupar el tiempo. El gobernador sacó conclusiones obvias. Y, por supuesto, lo mismo hizo la policía local. El sexo y las peleas con machete son lo único que comprenden. 258 pasó una semana allí y no consiguió reunir ninguna prueba de lo contrario. Mandó un informe de acuerdo con esto y lo enviamos de vuelta a Washington. Desde entonces la policía ha estado fisgoneando sin sacar nada en claro ni llegar a ninguna conclusión. —El jefe de personal hizo una pausa. Miró a M disculpándose—. Señor, sé que usted se inclina a dar la razón al gobernador, pero aquel contacto por radio sigue dándome mala espina. Continúo sin ver dónde encaja en la historia de la fuga de la pareja. Los amigos que Strangways tenía en el club dicen que su comportamiento era normal. Se fue en mitad de una partida de bridge, como siempre hacía cuando se acercaba la hora. Dijo que volvería al cabo de veinte minutos. Pidió una ronda para todos, justo como siempre hacía, y se fue del club exactamente a las seis y cuarto, de acuerdo una vez más con el horario. Entonces se esfumó en el aire. Hasta dejó el coche en el club. ¿Por qué habría de dejar al resto del cuarteto de bridge esperándolo si quería fugarse con la chica? ¿Por qué no irse por la mañana, o mejor aún, a última hora de la noche, después de haber hecho la llamada por radio y haber dejado todo arreglado? Sencillamente, no me cuadra.
M gruñó en tono evasivo:
—Las personas… esto… enamoradas hacen cosas estúpidas —dijo con brusquedad— y actúan a veces como lunáticos. En cualquier caso, ¿qué otra explicación hay? Ningún trazo de juego sucio y ningún móvil que nadie haya descubierto. Aquella es una estación tranquila. La misma rutina todos los meses.
»Algún comunista de vez en cuando que trata de entrar en la isla desde Cuba, o ladrones ingleses que creen poder ocultarse sólo porque Jamaica está lejos de Londres. No creo que Strangways haya tenido un caso importante desde que 007 estuvo allí. —Se dio la vuelta hacia Bond—. ¿Qué opina de lo que ha oído, 007? No queda mucho más que contar.
Bond fue categórico:
—No me imagino a Strangways perdiendo la cabeza hasta ese punto, señor.
Me atrevería a asegurar que estaba liado con la chica, aunque jamás hubiera pensado que era el tipo de hombre que mezcla los negocios con el placer. El Servicio Secreto era su vida. Nunca hubiera desertado de ese modo. Me lo imagino renunciando al cargo, y a la chica haciendo lo mismo, para luego irse con ella una vez que usted hubiera enviado el relevo. Pero no creo que estuviera en sus planes dejarnos a dos velas de este modo. Y por lo que usted cuenta de la chica, diría lo mismo de ella. Las oficiales jefe del servicio femenino de la Royal Navy no pierden el juicio así como así.
—Gracias, 007 —M estaba controlando el tono de su voz—. También me han pasado por la cabeza estas consideraciones. Nadie ha llegado a conclusiones precipitadas sin haber sopesado antes todas las posibilidades. Tal vez usted sugiera alguna solución.
M se arrellanó en la silla y esperó. Cogió la pipa y comenzó a cebarla. El caso le aburría. No le gustaban los problemas de personal, y menos un embrollo como este. Existían muchos otros problemas esperando a ser resueltos en todo el mundo. Sólo con el fin de dar a Bond algo parecido a una misión, junto con un buen descanso, había decidido mandarle a Jamaica a que cerrara el caso. Se llevó la pipa a la boca y cogió las cerillas.
—¿Y bien?
Bond no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. Strangways le caía bien y estaba impresionado por los hechos que el jefe de personal había enumerado.
Dijo:
—Bien, señor. Por ejemplo, ¿cuál era el último caso en el que estaba trabajando Strangways? ¿Mandó algún informe o hay algo que la Sección 111 le pidiera que investigase? ¿Alguna cosa en los últimos meses?
—Nada. —M fue categórico. Se sacó la pipa de la boca y apuntó con ella al jefe de personal—. ¿No es así?
—Así es, señor —dijo el jefe de personal—. Sólo el maldito caso de los pájaros.
—Ah, ese —dijo M con desprecio—. Una bobada del zoo o algo parecido. La Oficina Colonial consiguió que lo aceptáramos. Fue hace unas seis semanas, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Pero no fue el zoo. Fue una asociación norteamericana llamada Audubon Society. Protegen de la extinción a especies de aves o algo parecido. Se pusieron en contacto con nuestro embajador en Washington, y el Ministerio de Asuntos Exteriores le echó el muerto a la Oficina Colonial, la cual, a su vez, nos endilgó el caso. Parece ser que esos ornitólogos son muy poderosos en Estados Unidos. Incluso lograron desviar el curso de las bombas atómicas de la Costa Este, porque interferían con la nidificación de unas aves.
M resopló:
—Aquel maldito asunto de Whooping Crane. Lo leí en los periódicos.
Bond persistió:
—¿Podría contármelo, señor? ¿Qué quería que hiciéramos la Audubon Society?
M agitó la pipa en el aire con impaciencia. Cogió el expediente de Strangways y lo dejó con un movimiento brusco delante del jefe de personal.
—Cuénteselo, coronel —dijo con hastío—. Está todo ahí.
El jefe de personal cogió el expediente y lo hojeó por el final. Halló lo que quería y dobló el expediente por la mitad. Reinó el silencio en la habitación mientras pasaba los ojos por tres páginas mecanografiadas que Bond vio encabezadas por el código blanquiazul de la Oficina Colonial. Bond permaneció callado, tratando de enajenarse de la impaciencia concentrada de M, que irradiaba por la mesa.
El jefe de personal cerró el expediente de golpe y dijo:
—Bien, esta es la historia tal y como se la enviamos a Strangways el día veinte de enero. Él acusó recibo, pero luego no volvimos a tener noticias suyas. —El jefe de personal se recostó en la silla y miró a Bond—. Parece ser que hay un ave llamada espátula rosada. Hay una fotografía en color aquí dentro. Su aspecto es el de una cigüeña rosa con un pico plano y feo que emplea para buscar comida en el fango. No hace muchos años, estos pájaros se estaban extinguiendo. Justo antes de la guerra sólo había unos pocos cientos en el mundo, la mayoría en Florida y en su entorno. Entonces alguien informó de la presencia de una colonia en una isla llamada Cayo Cangrejo entre Jamaica y Cuba. Forma parte del territorio británico, una isla de explotación de guano en posesión de Jamaica, pero cuya calidad era demasiado baja como para seguir amortizando el coste de la explotación. Cuando descubrieron los pájaros llevaba deshabitada unos cincuenta años. Cierto personal de esta Sociedad fue allí y terminó arrendando una parte de la isla con el fin de convertirla en una reserva para las espátulas rosadas. Pusieron dos guardas al cargo y persuadieron a las líneas aéreas para que dejaran de volar sobre la isla y no molestaran a las aves. Las aves se reprodujeron y en el último recuento había unas cinco mil en la isla. Entonces estalló la guerra, el precio del guano subió y un tipo listo tuvo la brillante idea de comprar la isla y comenzar otra vez a explotarla.
Negoció con el gobierno de Jamaica y compró la isla por diez mil libras, con la condición de no molestar a la reserva. Esto fue en 1943. Este hombre importó mucha mano de obra barata y pronto estuvo obteniendo beneficios que han continuado hasta hace poco. Luego el precio del guano se hundió y se piensa que debe haberlo pasado mal para llegar a fin de mes.
—¿Quién es ese hombre?
—Un chino, o mejor dicho medio chino medio alemán. Tiene un nombre estrafalario. Se llama a sí mismo Doctor No, Doctor Julius No.
—¿No? ¿Lo contrario de Sí?
—Efectivamente.
—¿Algún dato sobre él?
—Nada, excepto que es muy reservado. No se le ha visto desde que hizo aquel trato con el gobierno jamaicano. Y no existe tráfico alguno con la isla. Es suya y la mantiene apartada. Dice que no quiere que la gente moleste a los pájaros guanay que le proporcionan el guano, lo cual parece razonable. Pues bien, nada ocurrió hasta antes de las Navidades, cuando uno de los guardas de Audubon, un nativo de las islas Barbados y en apariencia un tipo sólido, llegó a las costas del norte de Jamaica en una canoa. Estaba muy malherido, con quemaduras terribles, y murió al cabo de unos pocos días. Antes de morir contó una historia extraña, según la cual su campamento había sido atacado por un dragón que escupía llamas por la boca. Según él, este dragón había matado a su compañero, quemado el campamento y atravesado la reserva de pájaros emitiendo gruñidos, vomitando fuego entre las aves y haciéndolas huir hacia Dios sabe dónde. Había sufrido quemaduras muy graves, pero escapó hacia la costa, robó una canoa y navegó toda la noche hasta Jamaica. El pobre tipo estaba, no cabe duda, mal de la azotea.
Y eso es todo, excepto que hubo que enviar un informe rutinario a la Audubon Society, con el cual no quedaron satisfechos. Enviaron a dos de sus jefazos en un avión Beechcraft desde Miami para investigar. Hay una pista de aterrizaje en la isla. Ese chino tiene un bimotor anfibio Grumman para traer provisiones…
M lanzó una interjección llena de amargura:
—Toda esa gente parece tener grandes sumas de dinero para malgastarlas en los malditos pájaros.
Bond y el jefe de personal intercambiaron una sonrisa. M había intentado durante años conseguir que el Tesoro le diera un Auster para la estación del Caribe.
El jefe de personal continuó:
—El Beechcraft se estrelló al aterrizar y los dos hombres de Audubon murieron. Esto despertó la furia de los ornitólogos. Consiguieron que una corbeta del Escuadrón de Instrucción de los Estados Unidos en el Caribe le hiciera una visita al Doctor No. Así de poderosa es esa gente. Parece ser que tienen mucha influencia en Washington. El capitán de la corbeta informó de que había sido recibido muy civilizadamente por el Doctor No, pero que lo había mantenido alejado de la explotación de guano. Le llevaron a la pista de aterrizaje y examinó los restos del avión. Todo hecho pedazos, pero nada sospechoso, tal vez aterrizara demasiado rápido. Los cuerpos de los dos hombres y el piloto habían sido embalsamados respetuosamente y metidos en hermosos ataúdes que fueron entregados con grandes ceremonias. El capitán estaba muy impresionado por la cortesía del Doctor No. Le pidió ver el campamento de los guardas, al cual lo condujeron y mostraron los restos. La teoría del Doctor No es que los dos hombres se habían vuelto locos por culpa del calor y la soledad, o que en cualquier caso uno de ellos había enloquecido e incendiado el campamento con el otro dentro. Al capitán le pareció factible al ver aquella marisma dejada de la mano de Dios en la que los dos hombres estuvieron viviendo diez años o más.
Nada más quedaba por ver, y se le condujo educadamente de vuelta al barco, tras lo cual se hizo a la mar. —El jefe de personal abrió las manos—. Y eso es todo, si exceptuamos que el capitán informó de que sólo había visto un puñado de espátulas rosadas. Cuando el informe llegó a la Audubon Society, en apariencia fue la pérdida de los pájaros lo que más enfureció a sus miembros, y desde entonces han estado importunándonos para que se abra una investigación de todo el asunto. Por supuesto, nadie en la Oficina Colonial o en Jamaica está interesado. Así que al final, todo el asunto nos lo han endosado a nosotros. —El jefe de personal se encogió de hombros a modo de conclusión—. Y así es como todo este papeleo —señaló el expediente—, o por lo menos sus restos, llegaron a Strangways.
M miró malhumorado a Bond:
—¿Ve lo que quiero decir, 007? Nada más que quimeras que las señoras ancianas de esas sociedades están siempre imaginándose. La gente empieza a proteger algo, iglesias, casas antiguas, cuadros en mal estado, pájaros, y siempre se termina armando algún escándalo. El problema es que esta gente se acalora por sus malditos pájaros o por lo que sea, y consiguen que los políticos se vean involucrados. Y no sé cómo, todos parecen estar forrados de dinero. Que me aspen si sé de dónde lo sacan. De otras ancianas, supongo.
Entonces llegan a un punto en que alguien tiene que hacer algo para mantenerlos tranquilos. Como en este caso. Desviaron el asunto hasta llegar a mis manos, porque la isla es territorio británico; y, sin embargo, es propiedad privada. Nadie quiere interferir oficialmente. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Enviar un submarino a la isla? ¿Y para qué? Para averiguar lo que le ocurrió a un grupo de cigüeñas rosas. —M lanzó un bufido—. Bueno, usted preguntó sobre el último caso de Strangways y eso es todo. —M se incorporó en actitud belicosa—. ¿Alguna pregunta? Me espera un largo día.
Bond sonrió. No podía evitarlo. Los ocasionales estallidos de rabia de M eran espléndidos. Y nada le enfurecía tanto como cualquier intento por malgastar el tiempo, las energías y los escasos fondos del Servicio Secreto. Bond se puso de pie.
—Quizá si me dejara el expediente —dijo aplacándolo—. Simplemente me llama la atención que cuatro personas murieran hasta cierto punto relacionadas con esos pájaros. Quizá dos más muriesen: Strangways y la chica Trueblood.
Admito que parece ridículo, pero no tenemos nada más a lo que agarrarnos.
—Cójalo, cójalo —dijo M con impaciencia—. Apresúrese y termine con sus vacaciones. Tal vez no se haya dado cuenta, pero el resto del mundo está un tanto embarullado.
Bond se estiró y cogió el expediente. También hizo ademán de coger la Beretta y la pistolera.
—No —dijo M con firmeza—. Déjela. Y preocúpese de tomarles el pulso a las otras dos pistolas para cuando vuelva a verle.
Bond miró directamente a los ojos de M. Por primera vez en su vida odió a aquel hombre. Sabía perfectamente por qué M estaba siendo duro y mezquino con él. Era un castigo diferido por casi haber resultado muerto en su último trabajo; se le asignaba con la excusa de alejarlo de aquel tiempo horrible para disfrutar del sol. M no soportaba que sus hombres lo pasaran bien. De todas formas, Bond estaba seguro de que lo mandaba a ese chollo de misión con el fin de humillarlo. Era un malnacido.
La sangre le hervía de rabia y dijo:
—Me aseguraré de ello, señor.
Se volvió y salió de la habitación.