Elección de armas
Tres semanas más tarde, en Londres, marzo llegó anunciándose como una serpiente de cascabel.
Con las primeras luces del día uno del mes, el granizo y la aguanieve, impulsados por un viento de fuerza ocho, azotaron la ciudad y azotaron a la gente que desfilaba hacia el trabajo penosamente y sin interrupción, con las piernas flageladas por los faldones de los chubasqueros y las caras enrojecidas por el frío.
Era un día horrible y todo el mundo lo decía, hasta M, que raramente admitía la existencia del mal tiempo incluso durante sus manifestaciones más extremas.
Cuando el viejo Rolls-Royce Silver Wraith negro con matrícula ordinaria se detuvo junto al elevado edificio de Regent’s Park y M subió entumecido a la acera, el granizo le golpeó la cara como una descarga de perdigones. En vez de apresurarse a entrar en el edificio, dio la vuelta deliberadamente al coche hasta la ventanilla del chófer.
—Smith, no volveré a necesitar el coche hoy. Lléveselo y váyase a casa. Esta tarde cogeré el metro. No hace tiempo para conducir un coche; es peor que uno de aquellos convoyes de la provincia de Quebec.
El exfogonero jefe Smith sonrió francamente agradecido:
—Sí, señor. Y gracias.
Vio la erguida y vetusta figura dar la vuelta al capó del Rolls, cruzar la acera y meterse en el edificio. Nunca cambiaría aquel veterano. Siempre cuidaría por encima de todo de sus hombres. Smith puso la mano en el cambio de marchas, metió la primera y comenzó a rodar tratando de ver algo a través del parabrisas sobre el que diluviaba. Ya no había hombres como él.
M subió en el ascensor hasta el octavo piso y recorrió el pasillo de tupida moqueta hasta su oficina. Cerró la puerta tras él, se quitó el abrigo y la bufanda, y los colgó detrás de la puerta. Sacó un pañolón y se limpió el rostro con brusquedad. Era raro, pero no habría hecho esto delante de los porteros o del ascensorista. Fue hasta la mesa y se sentó delante del intercomunicador. Pulsó un botón:
—Estoy dentro, señorita Moneypenny. Las transmisiones, por favor, y todo lo que tenga. Luego póngame con Sir James Molony. Ahora estará haciendo la ronda en el hospital de Saint Mary. Dígale al jefe de personal que veré a 007 dentro de media hora. Y páseme el expediente de Strangways.
M esperó a oír la respuesta metálica «Sí, señor» y soltó el botón. Se recostó en el asiento, cogió la pipa y comenzó a cebarla pensativamente. No levantó la mirada cuando la secretaria entró con la pila de papeles e incluso ignoró la media docena de expedientes con la señal Muy Urgente en la parte superior. Si hubieran sido vitales, le habrían pedido que acudiese durante la noche.
Una luz amarilla parpadeó en el intercomunicador. M cogió el teléfono negro de los cuatro que tenía.
—Gracias. ¿Sir James? ¿Tiene cinco minutos?
—Seis para usted. —Al otro lado de la línea el famoso neurólogo se rio entre dientes—. ¿Quiere que certifique la locura de alguno de los ministros de Su Majestad?
—Hoy no. —M frunció el ceñó irritado. El viejo marino de la Armada nunca había cuestionado a ningún gobierno—. Se trata de uno de mis hombres que ha estado en sus manos. No mencionaremos el nombre, porque esta es una línea abierta. Creo que usted le dio de alta ayer. ¿Está listo para volver al servicio?
Hubo un silencio en el otro extremo de la línea. La voz era ahora profesional y prudente:
—Físicamente está fuerte como un roble. La pierna está completamente curada y no debería haber efectos secundarios. Sí, está bien. —Hubo otra pausa—. Sólo una cosa, M. Como ya sabe, ha soportado una gran tensión. Somete a esos hombres a pruebas muy duras.
»¿No podría darle algo fácil para empezar? Por lo que usted me ha dicho, lo ha pasado muy mal los últimos años.
—Para eso le pagan —dijo M con brusquedad—. Pronto se verá si no está a la altura del trabajo. No será el primero en derrumbarse. Por lo que usted dice, está en muy buena forma y no parece que haya sufrido heridas como alguno de los pacientes que le he enviado y que resultaron mutilados.
—No hay duda si lo mira desde ese punto de vista, pero el dolor es algo extraño. Sabemos muy poco sobre él. No se puede medir la diferencia entre el sufrimiento de una mujer de parto y el de un hombre con un cólico renal. Gracias a Dios, el cuerpo parece olvidar el dolor con bastante rapidez. Pero este hombre suyo ha sufrido mucho, M. No crea que porque no tuviera nada roto…
—Bueno, bueno. —Bond había cometido un error y había pagado por ello. En cualquier caso, a M no le gustaba recibir lecciones aunque fuese de uno de los médicos más famosos del mundo, ni que le aconsejaran cómo actuar con sus agentes. Había apreciado un tono crítico en la voz de Sir James Molony. M dijo con brusquedad—: ¿Conoce a un hombre llamado Steincrohn, doctor Peter Steincrohn?
—No, ¿quién es?
—Un médico norteamericano. Ha escrito un libro que los agentes de Washington han enviado a nuestra biblioteca. Este hombre habla del sufrimiento soportable por el cuerpo humano y da una lista de partes del cuerpo sin las que un hombre normal puede vivir. De hecho, la he copiado para que sirva de referencia en el futuro. ¿Le interesa oírla? —M rebuscó en el bolsillo del abrigo y depositó varias cartas y trozos de papel sobre la mesa ante sus ojos. Con la mano izquierda escogió un trozo de papel y lo desdobló. No le molestaba el silencio al otro extremo de la línea—. ¡Hola!, ¿Sir James? Bueno, escuche: Vesícula biliar, bazo, amígdalas, apéndice, uno de los dos riñones, uno de los dos pulmones, dos cuartas o quintas partes de la sangre, dos quintas partes del hígado, la mayor parte del estómago, un metro veinte de los siete metros de intestino y la mitad del cerebro. —M hizo un alto. Como el silencio se prolongaba al otro extremo, dijo—: ¿Algún comentario, Sir James?
Se oyó un gruñido entre dientes al otro lado del teléfono:
—Me pregunto por qué no añadió un brazo, una pierna o ambos a la vez. No sé lo que trata de demostrar.
M soltó una risa cortante.
—No trato de demostrar nada, Sir James. Me pareció una lista interesante. Lo que intento decirle es que mi hombre parece haber salido muy bien librado si lo comparamos con este tipo de mutilaciones. —M cedió un poco y dijo con voz más conciliadora—: Pero no discutamos por eso. De hecho, tenía en mente darle un respiro.
»Algo ha pasado en Jamaica. —M echó un vistazo a las ventanas azotadas por la lluvia—. Será más una cura que otra cosa. Dos agentes, un hombre y una chica, se han fugado juntos o así lo parece. Nuestro amigo pasará una temporada de agente investigador tostándose al sol. ¿Qué le parece?
—A pedir de boca. En un día como este no me importaría aceptar ese trabajo.
—Sin embargo, Sir James Molony estaba dispuesto a recalcar su mensaje.
—No piense que deseo interferir, M, pero el coraje humano tiene sus límites. Ya sé que debe tratar a esos hombres como si fueran prescindibles, pero presumiblemente usted no quiere que se derrumben en el momento menos propicio. Este hombre al que he curado es duro; yo diría que podrá sacar mucho más partido de él, pero ya sabe lo que Moran dice del valor en su libro.
—No me lo recuerde.
—Dice que el valor es una suma de capitales que se ve reducida por el gasto. Estoy de acuerdo con él. Lo que trato de decir es que este hombre en concreto parece haberlo pasado muy mal desde antes de la guerra. No diría que está en números rojos, aún no, pero existen ciertos límites.
—Precisamente. —M decidió que ya estaba bien. Hoy en día la gente era demasiado blanda—. Por esa razón lo envío a Jamaica a pasar unas vacaciones. No se preocupe, Sir James. Cuidaré de él. Por cierto, ¿descubrió qué fue lo que aquella mujer rusa le dio?
—Obtuve la respuesta ayer. —Sir James también agradeció que hubiera cambiado de tema. Aquel anciano era tan desapacible como el tiempo. ¿Había alguna posibilidad de que su mensaje hubiera penetrado en lo que él describía como cráneo granítico de M?—. Nos ha costado tres meses, y fue un brillante colega de la Escuela de Medicina Tropical quien dio con ello. Es un veneno llamado fugu que los japoneses emplean para suicidarse. Se obtiene de los órganos sexuales del pez globo japonés. Puede estar seguro de que los rusos siempre emplearán algo de lo que nunca hayamos oído hablar. También podrían haber usado curare. Tiene casi el mismo efecto: parálisis del sistema nervioso central. El nombre científico del fugu es tetrodotoxina. Es un veneno terrible y muy rápido.
»Una inyección como la que recibió su hombre y en cuestión de segundos los músculos motores y respiratorios se paralizan. Primeramente, el tipo ve doble; luego es incapaz de mantener los ojos abiertos. Después ni siquiera puede tragar saliva, hasta que el cuello deja de sostenerle la cabeza y no logra levantarla. Al final muere de parálisis respiratoria.
—Suerte tuvo de salir bien librado.
—Fue un milagro. Gracias al francés que estaba con él. Lo tumbó en el suelo y le hizo la respiración artificial como si fuera un ahogado. De algún modo consiguió que los pulmones siguieran funcionando hasta que llegó el médico. Por suerte, como el médico había trabajado en América del Sur, diagnosticó envenenamiento con curare y le aplicó un tratamiento acorde. Pero era una posibilidad entre un millón. Por cierto, ¿qué le pasó a la mujer rusa?
—Oh, murió —dijo M por todo comentario—. Bien, muchas gracias, Sir James. Y no se preocupe por su paciente, cuidaré de que pase una temporada tranquila.
»Adiós.
M colgó el teléfono. Su rostro era impertérrito y frío. Abrió el documento de las transmisiones y lo hojeó rápidamente. En algunas de las transmisiones garabateó comentarios. De vez en cuando hacía una llamada telefónica breve a una de las Secciones. Cuando acabó, metió el montón de papeles en la cesta de salida, y cogió la pipa y el frasco del tabaco hecho con la cápsula de un obús de catorce libras. Nada quedaba frente a él excepto un cartapacio de ante marcado con la estrella roja de Alto Secreto. En el centro del cartapacio estaba escrito en mayúsculas: ESTACIÓN DEL CARIBE y, debajo, en cursiva: Strangways y Trueblood.
Una luz parpadeó en el intercomunicador. M pulsó hacia abajo el botón.
—¿Sí?
—007 está aquí, señor.
—Hágalo pasar. Y dígale al armero que se presente dentro de cinco minutos.
M se recostó en el asiento. Se llevó la pipa a la boca y arrimó una cerilla. A través del humo observó la puerta de la oficina de la secretaria. Sus ojos estaban muy brillantes, expectantes.
James Bond entró por la puerta y la cerró tras él. Avanzó hasta la silla frente al despacho de M y se sentó.
—Buenos días, 007.
—Buenos días, señor.
Reinó el silencio en la habitación, exceptuando el tiro de la pipa de M. Parecía estar costándole muchas cerillas el encenderla. Al fondo, las uñas de la aguanieve tabaleaban sobre las dos amplias ventanas.
Era exactamente como Bond lo recordó durante los meses en que fue de hospital en hospital, durante las semanas de penosa convalecencia y durante el período de recuperación. Para él, esto suponía volver a la vida. Sentarse en esta habitación frente a M era el símbolo de la normalidad que tanto había deseado.
Miró los astutos ojos grises de M, que lo observaban a través de la nube de humo.
¿Qué se avecinaba? ¿Una autopsia del desastre de su último caso? ¿Una relegación tajante a una de las secciones internas, donde pasaría un período de trabajo en un despacho? ¿O una nueva y espléndida misión que M había pospuesto a la espera de que Bond se reincorporara al servicio?
M lanzó la caja de cerillas sobre la mesa de cuero rojo. Se recostó en el asiento y enlazó los dedos detrás de la cabeza.
—¿Cómo se siente? ¿Contento de estar de vuelta?
—Muy contento, señor. Y me siento bien.
—¿Alguna reflexión final sobre su último caso? No le he molestado hasta que estuviera bien. Ya sabe que ordené una investigación. Creo que el jefe de personal reunió algunas pruebas en su contra. ¿Algo que añadir?
La voz de M era impasible, fría. A Bond no le gustó. Algo desagradable se avecinaba. Dijo:
—No, señor. Fue un fallo. Fue culpa mía que esa mujer me ganara la partida. No tenía que haber ocurrido.
M desenlazó los dedos detrás de la nuca y lentamente se inclinó hacia delante, dejando las manos extendidas sobre la mesa. Sus ojos eran duros:
—Precisamente. —La voz era aterciopelada, peligrosa—. Si no recuerdo mal, su pistola se encasquilló. Su Beretta y el silenciador. Algo falla en ella, 007. No puedo permitirme este tipo de fallos si ha de llevar los números 00. ¿Preferiría perderlos y volver a los trabajos normales?
Bond se puso en tensión. Miró con resentimiento a M. La licencia para matar del Servicio Secreto, el doble prefijo 00, era un gran honor que le había costado mucho ganar. Le procuraba a Bond las únicas misiones con las que disfrutaba, las más peligrosas.
—No, no me gustaría, señor.
—Entonces tendremos que cambiar de armamento. Esa fue una de las conclusiones de la comisión de investigación. Y yo coincido con ellos, ¿me comprende?
Bond dijo con obstinación:
—Estoy acostumbrado a esa pistola, señor. Me gusta trabajar con ella. Lo que ocurrió podría pasarle a cualquiera y con cualquier tipo de arma.
—No estoy de acuerdo ni tampoco lo está la comisión de investigación. Y eso es definitivo. La única duda es qué arma empleará en su lugar. —M se incorporó y pulsó el intercomunicador—: ¿Ha llegado el armero? Hágale pasar.
M se volvió a recostar en el asiento.
—Tal vez no lo sepa, 007, pero el mayor Boothroyd es el mejor experto en armas cortas del mundo. No estaría aquí si no lo fuera. Oiremos lo que tenga que decir.
La puerta se abrió. Entró un hombre bajo y delgado con el pelo rubio rojizo, avanzó hasta la mesa y se quedó de pie junto a la silla de Bond. Bond alzó la vista y lo miró a la cara. No había visto a aquel hombre muchas veces, pero recordaba los ojos de color gris claro muy separados y que parecían no parpadear nunca.
Echó un vistazo evasivo a Bond, y se quedó mirando a M en actitud relajada. Le dijo:
—Buenos días, señor. —La voz era monótona, impasible.
—Buenos días, armero. Deseo hacerle varias preguntas. —La voz de M era informal—. Primero de todo, dígame qué piensa de la Beretta 25.
—Es una pistola para damas, señor.
M arqueó las cejas mirando irónicamente a Bond, que sonrió sin alegría.
—¿En serio? ¿Y por qué lo dice?
—No tiene potencia de detención, señor. Pero es de fácil manejo. Su aspecto también es un poco fantasioso, si sabe a lo que me refiero, y atrae a las damas.
—¿Qué resultado da con un silenciador?
—Aun menos potencia de detención, señor. Y no me gustan los silenciadores. Son pesados y se enganchan en la ropa cuando se tiene prisa. No le recomendaría a nadie que probara una combinación como esa, señor. No si estuviera en el negocio.
M dijo a Bond complacido:
—¿Algo que comentar, 007?
Bond se encogió de hombros.
—No estoy de acuerdo. He utilizado la Beretta 25 durante quince años. Nunca se encasquilló y nunca he fallado con ella hasta el momento. No es un mal porcentaje para una pistola. Estoy acostumbrado a ella y puedo apuntar sin mirar.
»He usado pistolas más grandes cuando he tenido que hacerlo, por ejemplo el Colt del 45, de cañón largo; pero para trabajar en distancias cortas y para ocultarla, prefiero la Beretta. —Bond hizo una pausa. Sintió que tenía que ceder en algo—. Estoy de acuerdo en lo del silenciador. Son un engorro, pero a veces no queda más remedio que usarlos.
—Ya hemos visto lo que sucede cuando los usa —dijo M secamente—. Y respecto a lo del cambio de pistola, sólo es cuestión de práctica. Pronto le cogerá el pulso a la nueva. —M permitió que su voz mostrara una pizca de comprensión—. Lo siento, 007, pero lo he decidido. Póngase de pie un momento; quiero que el armero estudie su constitución.
Bond se levantó y miró de frente al otro hombre. No había calor en los dos pares de ojos. Los de Bond expresaban irritación. Los del mayor Boothroyd se mostraban indiferentes y clínicos. Dio una vuelta en torno a Bond. Le dijo: «Permítame» y palpó los bíceps y antebrazos de Bond. Volvió a ponerse delante de él y dijo:
—¿Me permite ver su arma?
La mano de Bond se introdujo con lentitud en la chaqueta. Le pasó la Beretta con el cañón recortado. Boothroyd examinó el arma y la sopesó en la mano. La dejó sobre la mesa.
—¿Y la pistolera?
Bond se quitó la chaqueta, la pistolera de piel de gamuza y el arnés. Volvió a ponerse la chaqueta.
Tras echar un vistazo a los bordes de la pistolera, quizá para ver si mostraban algún enganchón, Boothroyd la puso junto a la pistola con un gesto de desprecio.
Miró a M.
—Creo que podemos mejorarlo, señor.
Era la misma voz que había puesto el primer sastre de lujo de Bond.
Bond se sentó. Se obligó a dejar de mirar maleducadamente al techo y, en vez de ello, se quedó mirando impasible a M.
—Bien, armero, ¿qué recomienda?
El mayor Boothroyd expuso su opinión con voz de experto:
—De hecho, señor —dijo con modestia—, acabo de probar la mayor parte de las pistolas automáticas cortas. Quinientos cartuchos con cada una a veinticinco metros. Entre todas he elegido la Walther PPK de 7,65 mm. Quedó en cuarto lugar tras la M-14 japonesa, la Tokarev soviética y la Sauer M-38; pero me gusta la ligereza del gatillo, y la capacidad del peine le proporciona un control que debería irle bien a 007. Es una pistola con verdadera potencia de detención. Por supuesto, es un calibre 32 frente a la Beretta 25, pero no le recomendaría nada más ligero. Se consigue munición para la Walther en cualquier parte del mundo, lo cual le da ventaja sobre las pistolas japonesas y soviéticas.
M se volvió hacia Bond:
—¿Algo que comentar?
—Es una buena pistola, señor —admitió Bond—, más voluminosa que la Beretta. ¿Cómo sugiere el armero que la lleve?
—En una pistolera Berns Martin —dijo sucintamente el mayor Boothroyd—. La mejor forma de llevarla es dentro de la cinturilla del pantalón y a la izquierda, pero también queda bien ubicada bajo el hombro. La pistolera es de cuero de silla de montar rígido y sujeta la pistola con un muelle, lo cual ayuda a sacarla con más rapidez que esta —hizo un gesto hacia la mesa—. No está mal un tercio de segundo para matar a un hombre a sesenta centímetros.
—Queda decidido entonces —la voz de M era tajante—. ¿Y qué tal algo más grande?
—Sólo hay una pistola para ese cometido, señor —dijo el mayor Boothroyd, inmutable—. Un Smith & Wesson Centennial Airweight. Un revólver del calibre 38, sin martillo para no engancharse con la ropa. Longitud general de diecisiete centímetros y un peso de sólo ciento tres gramos. Para que el peso no aumente, el tambor carga únicamente cinco cartuchos. Pero cuando se han disparado —el mayor Boothroyd se permitió esbozar una sonrisa invernal—, alguien ya ha muerto.
»Dispara cartuchos S & W Special del calibre 38, muy precisos. Con una carga normal, la velocidad del cañón es de doscientos sesenta y dos metros por segundo, y la potencia, de treinta y seis kilogramos por metro. Hay varias longitudes de cañón: de ochenta y nueve milímetros, de ciento veintisiete milímetros…
—Está bien, vale —la voz de M mostraba irritación—. No me queda la menor duda. Si usted dice que es la mejor, le creo. Así, pues, nos quedamos la Walther y el Smith & Wesson. Tráigale una de cada a 007 y el arnés. Y disponga lo necesario para que empiece a practicar desde hoy mismo. Tiene que ser un experto en una semana. ¿De acuerdo? Muchas gracias, armero. No lo retendré más.
—Gracias, señor —dijo el mayor Boothroyd. Se dio la vuelta y salió con aire marcial y muy tieso fuera de la habitación.
Hubo un momento de silencio. La aguanieve chocaba contra las ventanas. M giró la silla y contempló los cristales mojados.
Bond aprovechó la oportunidad para mirar el reloj. Las diez en punto. Sus ojos se deslizaron hacia la pistola y la funda sobre la mesa. Pensó en los quince años de matrimonio con aquel feo trozo de metal. Recordó las veces en que una sola palabra suya le había salvado la vida, y las veces en las que su sola amenaza había bastado. Pensó en los días en que se había vestido literalmente para matar, cuando desmontaba la pistola, la engrasaba y cargaba las balas cuidadosamente en el peine con sistema de muelle y lo probaba una o dos veces, haciendo caer los cartuchos sobre la cama del dormitorio de algún hotel del mundo. Finalmente, tras la última limpieza con un paño seco, enfundaba la pistola y, tras una pausa delante del espejo para ver que nada sobresaliese, salía por la puerta a una cita que iba a terminar con la oscuridad o la luz. ¿Cuántas veces le había salvado la vida? ¿Cuántas sentencias de muerte había firmado? Bond se sentía irrazonablemente triste. ¿Cómo podía haber establecido tales vínculos con un objeto inanimado y tan feo, y, había que admitirlo, con una pistola que no era de la misma categoría que las elegidas por el armero? Pero los vínculos existían y M iba a cortarlos.
M volvió a girar la silla hacia él.
—Lo siento. James —dijo M sin compasión en la voz—. Sé que le gusta ese trozo de hierro. Pero me temo que le llegó su hora. Nunca le dé a un arma una segunda oportunidad, ni una más que a un hombre. No me puedo permitir jugar con la sección del doble cero. Deben estar convenientemente equipados, ¿lo comprende? En su trabajo, una pistola es más importante que una mano o un pie.
Bond sonrió sin convicción.
—Lo sé, señor, y no se lo discutiré. Simplemente siento decirle adiós.
—Está bien. No diré nada más al respecto. Ahora tengo noticias para usted.
Hay un trabajo en Jamaica. Un problema personal, o así lo parece. Una investigación e informe rutinarios. El sol le sentará bien y podrá practicar con las nuevas pistolas disparando contra las tortugas o contra cualquier cosa que tengan allí. Usted necesita unas pequeñas vacaciones. ¿Quiere aceptarlo?
Bond pensó: «Me da esto por culpa de mi último trabajo. Piensa que le he defraudado, y como no se fía hasta el punto de confiarme algo importante, quiere ponerme a prueba. ¡Bien!». Y dijo:
—Me suena a vida regalada, señor. Ya he tenido mucho de eso últimamente. Pero si hay que hacerlo… Y si usted lo dice, señor…
—Sí —dijo M—. Yo lo digo.