CAPÍTULO 19

Una ducha mortal

Bond observó la escena y se ocultó. Se apoyó contra la roca fría y esperó a que su respiración volviera a ser normal. Se acercó el cuchillo a los ojos y estudió atentamente la hoja. Satisfecho, deslizó el cuchillo por la cinturilla del pantalón contra la espalda. Allí estaría a mano y protegido de cualquier golpe. Pensó en el encendedor. Lo sacó del bolsillo. Como bloque de metal tal vez fuera útil, pero no se volvería a encender y podría hacer ruido contra la roca. Lo dejó en el suelo lejos de los pies.

Bond se sentó y repasó meticulosamente la fotografía que tenía en el cerebro.

A la vuelta de la esquina, a no más de noventa metros, se hallaba la grúa. La cabina no tenía parte trasera. Dentro había un hombre sentado junto a los mandos. Era el jefe de los chinos negros, el conductor del vehículo anfibio. Delante de él, el muelle se adentraba veinte metros en el mar y terminaba formando una T. Un carguero viejo de unas diez mil toneladas de lastre estaba atracado junto al travesaño de la T. Sobresalía mucho del agua, con la cubierta a unos cuatro metros sobre el embarcadero. El carguero se llamaba Blanche, y el comienzo de la palabra Antwerp se leía en la popa. No había señales de vida a bordo excepto una figura junto al timón del puente. El resto de la tripulación estaría abajo, protegidos del polvo del guano. Justo a la derecha de la grúa, una cinta transportadora elevada y con una cubierta de planchas de hierro ondulado surgía de la pared del acantilado.

Se sustentaba sobre altos puntales por encima del muelle y se detenía justo un poco antes de la bodega del carguero. Su boca terminaba en un enorme calcetín de lona, más o menos de un metro ochenta de diámetro. El trabajo de la grúa consistía en levantar la boca con cerco de alambre del calcetín para que cayera directamente sobre la bodega del carguero, así como moverla a derecha o izquierda para estibar equilibradamente la carga. De la boca del calcetín, en forma de chorro sólido, caía el guano del color de huevos revueltos dentro de la bodega del carguero a un ritmo de varias toneladas por minuto.

Abajo, a la izquierda del muelle, a sotavento de la nube de polvo de guano que se levantaba, se hallaba la figura alta y vigilante del Doctor No.

Eso era todo. La brisa matutina rilaba sobre las aguas profundas del fondeadero, todavía medio a la sombra bajo los descomunales acantilados; la cinta transportadora traqueteaba sordamente sobre los rodillos, el motor de la grúa carraspeaba rítmicamente. No había más ruidos ni movimientos, ningún signo de vida salvo el timonel del barco, el operario en la grúa y el Doctor No, que supervisaba que todo fuera bien. Al otro lado de la montaña los hombres estarían trabajando, alimentando con guano la cinta transportadora que retumbaba al atravesar las entrañas de la roca, si bien en este lado no se permitía que hubiera nadie y tampoco hacía falta. Aparte de enfilar la boca de lona de la cinta transportadora, no había nada más que se pudiera hacer.

Bond se sentó a pensar, midiendo las distancias, conjeturando sobre los ángulos, recordando con exactitud el lugar en que estaban las manos y pies del conductor sobre las palancas y pedales. Lentamente, una sonrisa tenue y dura se dibujó en el rostro ojeroso y tostado por el sol. ¡Sí! ¡Eso era! Podía hacerse, pero en silencio, con cuidado y lentitud. El premio era casi irresistiblemente dulce.

Bond comprobó el estado de las plantas de los pies y las palmas de las manos.

Servirían, tenían que servir. Dobló el brazo tras la espalda y cogió el mango del cuchillo. Lo alzó una pulgada. Se levantó y respiró profunda y sosegadamente varias veces; se pasó las manos por el cabello sudoroso y lleno de sal, y se frotó con fuerza la cara y los costados hechos jirones de los tejanos negros. Finalmente flexionó los dedos. Estaba dispuesto.

Bond se alzó sobre la roca y echó un vistazo. Nada había cambiado. Sus cálculos de las distancias habían sido correctos. El operario de la grúa estaba absorto en su trabajo. El cuello sobresalía por la camiseta caqui, desnudo, ofrecido, esperándolo. Veinte metros más allá, el Doctor No, también de espaldas a Bond, montaba guardia ante la espesa y rica catarata de polvo amarillento. En el puente, el timonel había encendido un cigarrillo.

Bond estudió los diez metros de sendero que llegaban hasta la parte trasera de la grúa. Escogió los puntos en los que pondría cada pie. Entonces salió de detrás de la roca y echó a correr.

Bond corrió hacia la parte derecha de la grúa, hasta un punto que había elegido donde el lateral de la cabina lo ocultaría del conductor y del muelle. Al llegar allí, se detuvo, agazapado y a la escucha. El motor aceleraba, la cinta transportadora retumbaba monótonamente al salir de la montaña por encima y detrás de él. No había ningún cambio.

Los dos peldaños de hierro en la parte trasera de la cabina, a unos centímetros del rostro de Bond, parecían sólidos. De cualquier forma, el estruendo del motor ahogaría el ruido. Pero debía actuar con rapidez al sacar el cuerpo del hombre fuera del asiento y hacerse con el control con pies y manos. El golpe del cuchillo tenía que ser mortal. Bond se tocó la clavícula, halló el triángulo blando de piel bajo el cual latía la yugular, y recordó el ángulo de aproximación por detrás de la espalda del hombre, apremiándose a clavar con fuerza la hoja y a mantenerla allí.

Durante un último segundo escuchó, luego sacó el cuchillo que llevaba a la espalda, subió por los escalones de hierro y entró en la cabina con la agilidad y rapidez de una pantera.

En el último momento no hubo necesidad de apresurarse. Bond estaba de pie, tras la espalda del hombre y le llegaba su olor. Tuvo tiempo de levantar el cuchillo casi hasta el techo de la cabina, tiempo para reunir todas sus fuerzas, antes de clavar la hoja en el triángulo de suave piel amarillenta y bronceada.

Las manos y piernas del hombre se estremecieron soltando los mandos y estiró el cuello hacia atrás mirando a Bond. Le pareció que había un destello de reconocimiento en sus ojos desorbitados antes de que los globos oculares rodaran hacia arriba. Un gemido ahogado salió de la boca abierta y el cuerpo rodó a un lado, cayó del asiento de hierro y chocó contra el suelo.

Los ojos de Bond ni siquiera siguieron su caída hasta el suelo. Ya estaba en el asiento al mando de los pedales y palancas. Todo estaba fuera de control. El motor estaba en punto muerto, el calabrote de alambre estaba rasgando el tambor, el extremo de la grúa se inclinaba lentamente hacia adelante como el cuello de una jirafa, la boca de lona de la cinta transportadora vomitaba menos guano y vertía la columna de polvo entre el muelle y el barco. El Doctor No estaba mirando hacia arriba, con la boca abierta. Tal vez estuviera gritando alguna cosa.

Con frialdad Bond recuperó el control de la máquina, moviendo con suavidad las palancas y pedales hasta recuperar el ángulo en que el operario los mantenía.

El motor aceleró, las marchas funcionaron y comenzaron a trabajar una vez más.

El calabrote perdió velocidad sobre el tambor giratorio y dio marcha atrás, situando la boca de lona por encima del barco. El extremo de la grúa se alzó y se detuvo. La escena era como antes. ¡Ahora!

Bond se inclinó hacia adelante y cogió el volante de hierro que el operario había estado manejando cuando Bond le echó el primer vistazo. ¿Hacia qué lado girar? Bond probó hacia la izquierda. El extremo de la grúa viró hacia la derecha.

Así era. Bond giró rápidamente el volante hacia la derecha. Sí, respondía y se movía por el cielo arrastrando la boca de la cinta transportadora con él.

Los ojos de Bond se volvieron rápidamente hacia el muelle. El Doctor No se había movido. Se había acercado unos pasos a un puntal que Bond no había visto.

Tenía un teléfono en la mano. Se estaba poniendo en contacto con el otro lado de la montaña. Bond veía su mano moviendo agitadamente el receptor, tratando de atraer la atención.

Bond rotó con rapidez el volante. ¡Jesús! ¿No podía girar más rápido? Dentro de unos segundos el Doctor No hablaría por teléfono y sería demasiado tarde.

Poco a poco el extremo de la grúa trazó un arco en el cielo. Ahora la boca de la cinta transportadora vomitaba una columna de polvo sobre el costado del barco.

La montaña amarilla se desplazaba en silencio por el muelle. «¡Cinco metros, cuatro, tres, dos! ¡No vuelvas la cabeza, malnacido! ¡Ja, ya te tengo! ¡Detén el volante! ¡Ahí va eso. Doctor No!».

Al oír el cambio de dirección de la columna de polvo pestilente, el Doctor No se había dado la vuelta. Bond vio que alzaba los brazos como si abrazase aquella masa runruneante. Levantó una rodilla para echar a correr. Abrió la boca y salió un leve grito que llegó a Bond por encima del ruido del motor. Por un instante se vio el bailoteo de un muñeco de nieve, y luego sólo un montón de excremento amarillo de pájaro que crecía y crecía en altura.

«¡Dios!». La voz de Bond rebotó con un eco metálico en las paredes de la cabina. Pensó en los pulmones llenándose de aquel polvo repugnante, el cuerpo doblándose y cayendo bajo el peso, el último estremecimiento de las piernas, el último fogonazo del pensamiento… ¿de rabia, de horror, de derrota?, y luego el silencio de la tumba pestilente.

Ahora la montaña amarilla tenía seis metros de altura. El guano se derramaba en el mar por los costados del embarcadero. Bond echó un vistazo al barco. En ese momento, oyó tres bramidos de la sirena. El ruido se estrelló contra los acantilados. Se oyó un cuarto bramido que no paró. Bond vio que el timonel sostenía el acollador al asomarse por la ventana del puente para mirar hacia abajo. Bond soltó los mandos y dejó que se desbocaran. Era hora de irse.

Se deslizó del asiento y se inclinó sobre el cadáver. Sacó el revólver de la pistolera y lo miró. Esbozó una sonrisa sardónica: un Smith & Wesson calibre 38, el modelo habitual. Lo introdujo dentro de la cinturilla del pantalón. ¡Qué placer sentir de nuevo el metal frío y pesado contra la piel! Abrió la puerta de la cabina y se dejó caer al suelo.

Una escalera de hierro subía por el acantilado detrás de la grúa hasta donde sobresalía la caseta de la cinta transportadora. Había una puertecilla en la pared de hierro ondulado de la caseta. Bond trepó por la escalera. La puerta se abrió sin resistencia, dejando salir una bocanada de polvo de guano, y se introdujo dentro.

En el interior, el rechinar metálico de la cinta transportadora sobre los rodillos era ensordecedor; había débiles luces de inspección en el techo de piedra del túnel y una estrecha pasarela que se perdía dentro de la montaña junto al río en movimiento de polvo. Bond avanzó con rapidez, respirando apenas debido al olor a pescado y amoníaco. A toda costa debía llegar al final antes de que el significado de la sirena del barco y de la llamada telefónica sin contestar superara el miedo de los guardianes.

Bond medio corría medio trastabillaba por aquel túnel pestilente lleno de ecos. ¿Qué longitud tendría? ¿Doscientos metros? ¿Y luego, qué? Nada podía hacer sino irrumpir por la boca del túnel y empezar a disparar, hacer que cundiera el pánico y esperar lo mejor. Cogería a uno de los hombres y le sacaría el paradero de la muchacha. ¿Luego qué? Cuando llegara al punto en cuestión de la montaña, ¿qué encontraría? ¿Qué quedaría de ella?

Bond corrió más rápido, con la cabeza gacha, mirando la estrecha lengua de metal, preguntándose qué ocurriría si perdiera el equilibrio y se precipitara sobre el torrente de polvo de guano. ¿Sería capaz de salir de la cinta o sería arrastrado hasta terminar sobre el túmulo funerario del Doctor No?

Cuando la cabeza de Bond chocó contra el blando estómago y sintió unas manos en su garganta, era demasiado tarde para pensar en el revólver. Su única reacción fue tirarse al suelo contra las piernas. Estas cedieron ante su hombro y se oyó un grito agudo cuando el cuerpo cayó hacia atrás sobre la espalda.

Bond había empezado a empujar a su atacante para arrojarlo a la cinta transportadora cuando el timbre del grito y la ligereza y blandura del impacto del cuerpo hizo que sus músculos se detuvieran.

¡No era posible!

Por respuesta, unos dientes afilados se hundieron profundamente en la pantorrilla de su pierna derecha y comenzaron a darle codazos intencionados, sabiamente dirigidos, en la ingle.

Bond chilló de dolor. Trató de volverse de lado para protegerse, pero, aunque gritó «¡Honey!», el codo siguió clavándose en él.

El aliento agónico silbaba al salir entre los dientes de Bond. Sólo había una forma de detenerla sin arrojarla a la cinta transportadora. La cogió con fuerza por un tobillo y se impulsó para ponerse de rodillas. Se puso de pie, echándosela sobre el hombro cogida por una pierna. El otro pie le golpeaba la cabeza, pero ahora sin mucha convicción, como si también se hubiera dado cuenta de que algo iba mal.

—Para, soy yo, Honey.

Por encima del ruido ensordecedor de la cinta transportadora, el grito de Bond le llegó a ella. La oyó gritar: «¡James!». Desde un punto en el suelo. Sintió sus manos sobre las piernas. «¡James, James!».

Bond la depositó en el suelo lentamente. Se dio la vuelta, se arrodilló y la cogió. La rodeó con los brazos y la atrajo con fuerza hacia él.

—Oh, Honey, Honey. ¿Estás bien?

Con desesperación e incredulidad la apretó contra él.

—¡Sí, James! ¡Sí! —Sintió las manos de ella en su espalda y cabello—. ¡Oh, James, querido! —Cayó en sus brazos sollozando.

—Ya pasó todo, Honey. —Bond le acarició el cabello—. El Doctor No está muerto, pero ahora tenemos que correr si queremos salir con vida. Tenemos que salir de aquí. ¡Vamos! ¿Cómo podemos salir del túnel? ¿Cómo entraste en él? ¡Hay que darse prisa!

Como si le respondiera, la cinta transportadora se detuvo con una sacudida.

Bond puso a la muchacha de pie. Llevaba un mono de trabajo azul sucio. Las mangas y las perneras estaban arremangadas. Era un mono demasiado grande para ella. Parecía una chica con el pijama de un hombre y estaba cubierta de polvo blanco de guano excepto donde las lágrimas habían dejado un rastro en las mejillas. Ella le dijo sin resuello:

—¡Ahí mismo! Hay un túnel lateral que lleva al taller de las máquinas y al garaje. ¿Nos perseguirán?

No había tiempo para hablar. Bond le dijo con urgencia «¡Sígueme!». Y echó a correr. El ruido de los pies de ella sonaba amortiguado detrás de él en aquel silencio hueco. Llegaron a la bifurcación donde el túnel lateral se adentraba en la roca. ¿Por dónde vendrían los hombres? ¿Por el túnel lateral o por la pasarela del túnel principal? El sonido de unas voces resonando a lo lejos en el túnel lateral le dio la respuesta. Bond arrastró a la chica hacia el túnel principal. La atrajo hacia él y susurró:

—Lo siento, Honey. Me temo que tendré que matarlos.

—Por supuesto —susurró.

El tono de la respuesta era afirmativo. Ella le apretó la mano y retrocedió para dejarle sitio. Se tapó los oídos con las manos.

Bond sacó el revólver de la cinturilla del pantalón. En silencio abrió el tambor y comprobó con el pulgar que las seis recámaras estaban cargadas. Bond sabía que no le iba a gustar matar a sangre fría, pero aquellos hombres eran los gángsters rechinos, los guardianes inmisericordes que hacían el trabajo sucio. No cabía duda de que tenían muchos asesinatos en su haber. Tal vez fueran los que habían matado a Strangways y a la chica. Pero de nada valía intentar acallar la conciencia.

Se trataba de matar o morir y debía hacerlo con eficacia.

Las voces se acercaban. Había tres hombres; hablaban en voz alta, con nerviosismo. Tal vez habían pasado muchos años desde que pensaron en atravesar el túnel. Bond se preguntó si echarían un vistazo alrededor al meterse en el túnel principal. ¿O tendría que matarlos por la espalda?

Estaban muy cerca. Oía el calzado arrastrándose por el suelo.

—Son diez pavos los que me debes, Sam.

—No será antes de esta noche. Mueve las tabas, chico. Mueve las tabas.

—Nada de dados para mí esta noche, tío. Me cortaré una tajada de la chica blanca.

—Ja, ja, ja.

El primero de los hombres apareció, luego el segundo, luego el tercero.

Llevaban los revólveres despreocupadamente en la mano derecha.

—No, no lo harás —dijo Bond de repente.

Los tres hombres se volvieron con rapidez. Los dientes blancos brillaron en las bocas abiertas. Bond disparó al hombre más alejado en la cabeza y al segundo en el estómago. La pistola del primero los estaba apuntando. Una bala pasó silbando junto a Bond y se perdió en el túnel principal. El revólver de Bond hizo fuego. El hombre se llevó la mano al cuello, giró lentamente sobre sí mismo y cayó sobre la cinta transportadora. El eco de los disparos retumbó por delante y detrás del túnel. Una nube de fino polvo se levantó y se volvió a posar. Dos de los cuerpos yacían inmóviles. El hombre del disparo en el estómago se retorcía y convulsionaba.

Bond metió el revólver por dentro de la cinturilla de los pantalones. Le dijo con prisas a la joven:

—¡Vamos! —Le cogió la mano y tiró de ella en dirección a la boca del túnel lateral. Dijo—: Siento lo de antes, Honey. —Y echó a correr, arrastrándola por la mano.

—No seas tonto —dijo ella.

No se oía otro ruido que el sonido amortiguado de los pies desnudos en el suelo de piedra.

El aire era limpio dentro del túnel y el avance más fácil, aunque, después de la tensión del tiroteo, el dolor comenzaba a resurgir y a tomar posesión del cuerpo de Bond. Corría maquinalmente. Apenas reparaba en la chica. Toda su mente se concentraba en soportar el dolor y en resolver los problemas que lo esperaban al final del túnel.

No sabía si habían oído los disparos ni qué oposición iba a encontrar. El único plan consistía en disparar a quien se le pusiera por delante, llegar al garaje y coger el vehículo anfibio. Era su única esperanza de huir de la montaña y descender a la costa.

Las débiles bombillas del techo parpadeaban sobre sus cabezas. El túnel se extendía por delante de ellos. Detrás de él, Honey avanzaba a tropezones. Bond se detuvo, maldiciéndose por no haber pensado en ella. Honey lo alcanzó y durante un momento se apoyó en él jadeando.

—Lo siento, James. Es que…

Bond la atrajo hacia él y le dijo ansioso:

—¿Estás herida, Honey?

—No, estoy bien. Es sólo que estoy agotada. Me hice unos cortes en los pies en la montaña. Me caí muchas veces en la oscuridad. Si pudiéramos caminar un poco… Ya casi hemos llegado. Hay una puerta de acceso al garaje antes de llegar al taller de las máquinas. ¿No podríamos meternos allí?

Bond la abrazó y le dijo:

—Eso es lo que estaba buscando, Honey. Es nuestra única esperanza de escapar. Si pudieras aguantar hasta llegar allí, tendríamos una oportunidad.

Bond le pasó el brazo por la cintura y aguantó el peso. No se atrevía a mirarle los pies. Sabía que estarían mal y no era conveniente que sintieran lástima el uno de la otra. No había tiempo para ello si querían permanecer con vida.

Comenzaron a moverse otra vez, el rostro de Bond contraído por el esfuerzo adicional. Los pies de la joven dejaban pisadas sangrientas en el suelo, y casi al momento ella le susurró con apremio que había una puerta de madera en la pared del túnel; estaba entreabierta y no se oía ruido alguno al otro lado.

Bond sacó el arma y empujó con cuidado la puerta abierta. El garaje estaba vacío. Bajo las luces de neón, el dragón negro y dorado sobre ruedas parecía una carroza de carnaval esperando la hora del desfile. Se hallaba frente a las puertas corredizas y la escotilla de la cabina blindada estaba abierta. Bond rezó para que el depósito estuviera lleno y porque el mecánico hubiese cumplido las órdenes de reparar los daños.

De repente, en alguna parte fuera del garaje, se oyeron varias voces, cada vez más cerca, que hablaban atropelladamente.

Bond cogió a la muchacha por la mano y corrió. Sólo había un sitio donde esconderse, en el vehículo anfibio. La chica trepó dentro. Bond la siguió, cerrando la puerta con suavidad tras él. Se agazaparon a la espera. Bond pensó; sólo le quedaban tres cartuchos en la pistola. Demasiado tarde se acordó de la armería apoyada contra la pared del garaje. Ahora las voces estaban más cerca. Se oyó el ruido metálico de la puerta al deslizarse sobre las ruedecillas y una algarabía de voces.

—¿Cómo sabe’ que estaban disparando?

—No púo ser otra cosa. Lo sabría.

—E’ mejó que cojamo’ lo’ rifle’. ¡Toma, Joe! ¡Coge este, Lemmy! Y una’ cuanta’ granada’. La caja está debajo de la mesa.

Se oyó el ruido metálico de los cerrojos al correrse y el chasquido de los seguros.

—Alguien s’ha debió volvé loco. Podría habé sío el inglé’. ¿Habéi’ visto alguna ves el gran calamar de la cala? ¡Dios! ¿Y el resto de lo’ truco’ que el Doctor puso en la tubería? Y esa chica blanca. No debe está en mu buena forma esta mañana. ¿Alguno de vosotro’ ha ido a echarle un vistazo?

—No, señor.

—No.

—No.

—Ja, ja. Os he cogío po sorpresa, amigo’. Hay un bonito culo ahí fuera en el camino de lo’ cangrejo’.

Más ruido de pies, y luego:

—¡Bueno, vamo’! En columna de a do’ hasta que lleguemo’ al túnel principal. Dispara a la’ pierna’. Quienquiera que esté causando problema’, seguro qu’el Doctor querrá mostrarle su ingenio.

—Ji, ji, ji.

Se oyó el eco de los pies sobre el cemento. Bond aguantó la respiración mientras salían. ¿Se darían cuenta de que la puerta del vehículo estaba cerrada?

No obstante, descendieron al garaje, se metieron en el túnel y el ruido se fue perdiendo en la lejanía.

Bond tocó el brazo de la muchacha y se llevó un dedo a los labios. En silencio abrió la puerta y volvió a escuchar. Nada. Saltó al suelo, dio la vuelta al vehículo y se fue a la entrada medio abierta. Con cuidado asomó la cabeza. No había nadie a la vista. Llegaba el olor de comida frita y a Bond se le hizo la boca agua. Se oía el estrépito de platos y cacerolas en el edificio más cercano, a unos veinte metros, y de una de las cabañas salía el rasgueo de una guitarra y la voz de un hombre cantando un calipso. Los perros comenzaron a ladrar con poco convencimiento y callaron. Eran los Doberman Pinschers.

Bond dio media vuelta y corrió al final de garaje. Ningún sonido salía del túnel.

En silencio Bond cerró la puerta del túnel con llave y corrió los cerrojos. Fue a la armería pegada a la pared y escogió otro Smith & Wesson y una carabina Remington. Se cercioró de que estuvieran cargadas, fue hasta la puerta del vehículo anfibio y se las pasó a la joven. Ahora la puerta de entrada. Bond empujó con el hombro y se abrió de par en par, suavemente, sin resistencia. El hierro ondulado chirrió con un sonido hueco. Bond volvió corriendo al vehículo, trepó por la escotilla abierta y se acomodó en el asiento del conductor.

—Ciérrala, Honey —le susurró con apremio mientras se inclinaba y encendía la llave de contacto.

La flecha del contador subió bruscamente hasta el nivel máximo. «Quiera Dios que este maldito bicho se encienda rápido». Algunos diésel eran lentos. Bond pisó a fondo el pedal del motor de arranque. El traqueteo carrasposo era ensordecedor. ¡Debía de oírse en todo el recinto!

Bond paró y volvió a intentarlo. El motor runruneó y calló. Una vez más. Esta vez el motor se encendió y su potente pulso metálico martilleó mientras Bond aceleraba. «Ahora, mete suavemente la marcha. ¿Cuál? Prueba esta. Sí, sí entra. ¡Quita el freno, maldito imbécil! Dios, por poco se cala». Sin embargo, ya habían salido y estaban en camino. Bond pisó el acelerador a fondo.

—¿Nos persigue alguien? —Bond tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor diésel.

—No. ¡Espera! ¡Sí, un hombre sale de las cabañas! ¡Y otro! Nos hacen señas y gritan. Ahora salen otros. Uno de ellos corre hacia la derecha. Otro ha vuelto a entrar en la cabaña. Sale con un rifle. Se ha echado al suelo y está disparando.

—¡Cierra la mirilla! ¡Échate al suelo!

Bond miró el cuentakilómetros. Veinte millas por hora yendo cuesta abajo. No se podía sacar más del vehículo. Bond se concentró en mantener las enormes ruedas en la pista. La cabina botaba y se balanceaba sobre los amortiguadores. No era nada fácil mantener manos y pies sobre los mandos. Un puño de hierro repiqueteó contra la cabina. Y otro. ¿Cuál era el alcance? ¿Cuatrocientos metros? ¡Buen disparo! Pero eso sería todo. Bond gritó:

—¡Echa un vistazo, Honey! Abre un resquicio en la mirilla.

—El hombre se ha levantado. Ha dejado de disparar. Todos nos persiguen, toda una multitud. Espera, hay algo más. ¡Vienen los perros! Nadie los acompaña y corren detrás de nosotros. ¿Nos alcanzarán?

—No importa si lo hacen. Ven y siéntate a mi lado, Honey. Sujétate y ten cuidado de no darte con la cabeza en el techo. —Bond redujo la marcha. Ella estaba junto a él. Le dedicó una sonrisa—. Diablos, Honey. Lo hemos conseguido. Cuando lleguemos al lago, pararé y mataré a los perros. Si conozco bien a esas fieras, sólo tengo que matar a una y toda la jauría se detendrá a comérsela.

Bond notó su mano en el cuello. Ella la mantuvo allí mientras el vehículo se balanceaba bajando como un rayo por la pista. Al llegar al lago, Bond se adentró cincuenta metros en el agua, dio la vuelta al vehículo y lo dejó en punto muerto.

Por la mirilla oblonga vio que la jauría desfilaba por la última curva. Se agachó a coger el rifle y lo introdujo por la rendija. Ahora los perros estaban en el agua y nadaban. Bond mantuvo el dedo en el gatillo y disparó una andanada de balas en medio de ellos. Uno se retorció pataleando. Luego otro y otro más. Oía sus aullidos y gruñidos por encima del traqueteo del motor. Había sangre en el agua.

Empezó una pelea. Vio que un perro saltaba sobre uno de los heridos y le clavaba los dientes en el pescuezo. Ahora todos parecían haber enloquecido. Daban vueltas unos en torno a los otros en el agua sangrienta y espumosa. Bond vació el cargador y dejó el arma en el suelo.

—Ya está, Honey —dijo. Metió una marcha, dio la vuelta al vehículo y comenzó a rodar a buena velocidad por el lago en dirección a la distante abertura que en el manglar formaba la boca del río.

Durante cinco minutos avanzaron en silencio. Entonces Bond puso una mano en la rodilla de la muchacha y le dijo:

—Deberíamos estar a salvo, Honey. Cuando descubran que su jefe ha muerto cundirá el pánico. Supongo que los más listos tratarán de huir a Cuba en el avión o en la lancha. Tendrán que preocuparse de su pellejo y no de nosotros. Da lo mismo; no cogeremos la canoa hasta que oscurezca. Supongo que ahora serán en torno a las diez. Llegaremos a la costa dentro de una hora. Entonces descansaremos y trataremos de prepararnos para el viaje. El tiempo parece estable y habrá un poco más de luna esta noche. ¿Crees que podrás hacerlo?

La mano de ella le apretó el cuello.

—Claro que puedo, James. Pero ¿Y tú? ¡Tu pobre cuerpo! No es más que quemaduras y moretones. ¿Y qué son esas marcas rojas del estómago?

—Te lo contaré luego. Se me pasará. Pero dime lo que te pasó anoche. ¿Cómo diablos conseguiste escapar de los cangrejos? ¿Qué falló en el plan de ese malnacido? Durante toda la noche sólo pude pensar que estabas allá fuera y que te devoraban lentamente hasta matarte. ¡Dios, como para haberlo soñado! ¿Qué ocurrió?

La joven se estaba riendo. Bond la miró por el rabillo del ojo. El cabello dorado estaba despeinado y tenía los ojos azules pesados por la falta de sueño, pero de todas formas alguien podría pensar que acababa de regresar a casa de una barbacoa a medianoche.

—Ese hombre pensaba que lo sabía todo. ¡Estúpido viejo tonto! —Cualquiera creería que estaba hablando de un profesor estúpido—. Estaba mucho más impresionado que yo por los cangrejos negros. Para empezar, no me importa que ningún animal me toque y, de todas formas, esos cangrejos no piensan en morder a nadie si uno se queda completamente quieto y no se tiene ninguna herida abierta o algo parecido.

»El hecho es que no les gusta la carne. Se alimentan principalmente de plantas y cosas. Si estaba en lo cierto y mató a una chica negra de esta forma, fue porque tenía una herida abierta o porque murió de miedo. Él debía querer cerciorarse de si lo aguantaría. Viejo asqueroso, sólo me desmayé durante la cena porque sabía que preparaba algo mucho peor para ti.

—Bueno, que me aspen. Ojalá hubiera sabido eso. Me imaginé que te estaban haciendo pedazos.

La muchacha resopló:

—Por supuesto, no fue muy divertido que me quitaran la ropa y me ataran con ganchos al suelo. Pero aquellos negros no se atrevieron a tocarme. Se limitaron a hacer unos cuantos chistes y se fueron. No era muy cómodo estar allí fuera sobre las rocas, pero pensaba en ti y en cómo llegar hasta el Doctor No y matarlo. Entonces oí a los cangrejos que comenzaban a correr, así se dice en Jamaica, y pronto llegaron correteando y entrechocando las pinzas, cientos de ellos. Me quedé quieta y pensé en ti. Pasaron a mi alrededor y por encima de mí como si hubiera sido una roca por lo que les concernía. Me hacían cosquillas. Me enfadé con uno que trataba de arrancarme un poco de pelo, pero no huelen ni nada y esperé a que amaneciera, que es cuando se meten en sus agujeros a dormir. Les cogí cariño porque me hacían compañía.

»Cada vez eran menos hasta que dejaron de llegar y pude moverme. Tiré de todos los ganchos uno a uno y luego me concentré en el de la mano derecha. Al fin conseguí sacarlo de la rendija en la roca y el resto fue fácil. Volví a los edificios y comencé a explorar. Entré en el taller de la maquinaria cerca del garaje y encontré este mono viejo y asqueroso. Entonces la cinta transportadora se puso en marcha no muy lejos y me di cuenta de que debía estar acarreando el guano a través de la montaña. Presentía que estabas muerto —el tono de su voz serena era desapasionado—, por lo que pensé en llegar como fuera hasta la cinta para atravesar la montaña y matar al Doctor No.

»Cogí un destornillador para ello. —Se rio como una niña—. Cuando chocamos, te lo hubiera clavado de no haber estado en el bolsillo y no poder cogerlo. Encontré la puerta en la parte trasera del taller de las máquinas, me metí por ella y luego por el túnel principal. Eso es todo. —Le acarició la nuca—. Corrí mirando dónde pisaba y lo primero que supe fue que tu cabeza me golpeaba en el estómago. —Se volvió a reír—. Cielo, espero no haberte hecho mucho daño cuando luchamos. Nanny me dijo que siempre pegara a los hombres ahí.

Bond se echó a reír.

—¿Así que te enseñó ella?

Alargó la mano, la cogió por el cabello y atrajo su cara hacia la suya. La boca de ella recorrió su mejilla hasta pegarse a la de él.

El vehículo dio un bandazo hacia un lado. El beso se interrumpió. Habían chocado contra las primeras raíces del manglar a la entrada del río.