Prueba asesina
El cuerpo de Bond rompió en mil pedazos el espejo del mar como una bomba.
Al precipitarse a toda velocidad por el túnel plateado hacia el disco cada vez mayor de luz, el instinto le dijo que se quitara el cuchillo de entre los dientes, que pusiera las manos delante para amortiguar la caída, y que mantuviera la cabeza gacha y el cuerpo rígido. Y, durante la última fracción de segundo en que alcanzó a ver el mar sobre el que se precipitaba, consiguió tomar una bocanada de aire.
Bond chocó con el agua casi como un buceador zambulléndose, con los puños cerrados y extendidos hendiendo la superficie para abrir un agujero para el cráneo y los hombros. Y aunque al llegar a los seis metros de profundidad ya había perdido el conocimiento, el impacto a sesenta kilómetros por hora contra el agua no llegó a hacerlo pedazos.
Con lentitud, el cuerpo ascendió a la superficie y flotó, la cabeza hacia abajo, meciéndose suavemente en las ondas de su propia zambullida. Los pulmones asfixiados por el agua lograron de alguna forma forzar el envío de un último mensaje al cerebro. Brazos y piernas se agitaron torpemente. La cabeza dio la vuelta, y el agua empezó a salir por la boca abierta. Se hundió. De nuevo las piernas patalearon, tratando instintivamente de mantener el cuerpo a flote. Esta vez, tosiendo con violencia, zarandeó la cabeza por encima de la superficie y permaneció allí. Brazos y piernas comenzaron a moverse débilmente, chapoteando como un perro; y a través de una cortina roja y negra los ojos inyectados en sangre vieron la cuerda de salvamento y le dijeron al apático cerebro que intentara llegar hasta allí.
La prueba mortal estaba circunscrita a una estrecha ensenada de aguas profundas al pie del descomunal acantilado. La cuerda de salvamento hacia la cual se afanaba por llegar Bond, estorbado por la tosca lanza dentro de la pernera del pantalón, era una valla de grueso alambre, que se extendía enjaulando las paredes rocosas de la cala y cerraba el paso al mar abierto. Los sesenta centímetros cuadrados de grueso alambre estaban suspendidos de un cable a casi dos metros de la superficie y desaparecían, cubiertos de algas, hacia el fondo.
Bond alcanzó la valla y se colgó de ella como un crucificado. Durante quince minutos se quedó así, con el cuerpo atormentado de vez en cuando por los vómitos, hasta que se sintió con fuerzas para volver la cabeza y ver dónde estaba.
Sus ojos nublados observaron los acantilados que sobresalían por encima de él y la estrecha uve de agua acariciada por la brisa. El lugar se hallaba sumido en sombras de un gris intenso, aislado del alba por la montaña, aunque en el mar abierto se veía la iridiscencia perlada de las primeras luces anunciando al resto del mundo que amanecía un nuevo día. En la cala todo estaba a oscuras, tenebroso y amenazador.
La mente de Bond reflexionó indolente sobre la valla de alambre. ¿Cuál era el propósito perseguido al cercar esa franja oscura del mar? ¿Era para mantener algo dentro o para que no entrara? Bond atisbo vagamente las profundidades negras que lo rodeaban. Las tiras de alambre se desvanecían en la nada más allá de sus pies suspendidos. Había pececillos en torno a sus piernas por debajo de la cintura.
¿Qué hacían? Parecía que se estuvieran alimentando, abalanzándose como flechas sobre él y retrocediendo, capturando hilillos negros. ¿Hilillos de qué? ¿De algodón de los jirones de su ropa? Bond sacudió la cabeza para despejarse. Volvió a mirar.
No, se alimentaban con su sangre.
Bond se estremeció. Sí, la sangre brotaba de su cuerpo por las heridas de los hombros, rodillas y pies, y se diluía en el agua. Por primera vez sintió el dolor producido por el agua salada en las heridas y quemaduras. El dolor lo reanimó, despejando su mente. Si a esos pececillos les gustaba, ¿qué no pasaría con las barracudas y los tiburones? ¿Para qué era la valla de alambre, para que no escaparan al mar peces devoradores de hombres? Entonces, ¿por qué no lo habían devorado ya? ¡Al infierno con todo! Lo primero era trepar por la valla y pasar al otro lado. Poner la valla entre él y cualquiera que fuese el ser que viviera en aquel acuario negro.
Débilmente, paso a paso, Bond trepó por el alambre, por encima de la valla y bajó por el otro lado hasta quedarse descansando por encima del agua. Se colgó del grueso cable pasando los brazos por encima de él, casi como una prenda puesta a secar, y con la mirada perdida vio a los peces que todavía se alimentaban de la sangre que goteaba por los pies.
Poco quedaba ya de Bond, pocas eran sus reservas. La caída por la tubería, el golpe contra el agua y el casi haber muerto ahogado habían agotado sus fuerzas.
Estaba a punto de rendirse, a punto de dar un último suspiro y hundirse en los suaves brazos del agua. ¡Qué hermoso sería ceder al fin y descansar, sentir que el mar se lo llevaba con cuidado a su lecho y apagaba la luz!
Fue la huida explosiva de los peces del círculo en que se alimentaban lo que sacó a Bond de su ensimismamiento en la muerte. Algo se había movido lejos de la superficie. Se veía un resplandor lejano. Algo ascendía lentamente por el lado más cercano a tierra de la valla.
El cuerpo de Bond se tensó. La mandíbula laxa se cerró poco a poco y la somnolencia dejó de nublar su vista. Con el shock eléctrico del peligro, la vida volvió a su cuerpo, sacándolo del letargo y bombeando por las venas el deseo de sobrevivir.
Bond extendió los dedos crispados que desde hacía mucho tiempo el cerebro había mantenido agarrando el cuchillo. Flexionó los dedos y agarró con nuevo brío el mango plateado. Bajó la mano y tocó el gancho de la lanza de alambre que todavía colgaba del interior de la pernera del pantalón. Sacudió la cabeza con fuerza y enfocó los ojos. ¿Ahora qué?
Por debajo de él el agua tembló. Algo se agitaba en las profundidades, algo enorme. Apareció una gran superficie de grisura luminiscente que se cernía muy abajo en la oscuridad. Algo reptó, un látigo tan grueso como el brazo de Bond. La punta de aquel rebenque estaba hinchada como un óvalo estrecho, con marcas parecidas a capullos. Serpenteó por el agua en que habían estado los peces y retrocedió. Ahora no había nada excepto la enorme sombra gris. ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba… estaba probando la sangre?
Como respuesta, dos ojos grandes como balones de fútbol ascendieron lentamente hasta quedar a la vista de Bond. Se detuvieron, a seis metros por debajo de él, y lo miraron fijamente a la cara a través de las aguas tranquilas.
A Bond se le puso la carne de gallina en la espalda. Lenta, cansinamente, pronunció una palabra de cinco letras todavía más fuerte. ¡Así que esta era la última sorpresa del Doctor No, el final de la carrera!
Bond seguía mirando, medio hipnotizado, los remansos ondulados de aquellos ojos. Así que era un calamar gigante, el mítico kraken capaz de hundir barcos, el monstruo de cinco metros que luchaba con las ballenas, que pesaba una tonelada o más. ¿Qué más sabía de ellos? Que tenían dos tentáculos largos y otros diez más cortos; que tenían un enorme pico romo bajo los ojos y que eran los únicos ojos marinos que funcionaban según el principio de la cámara, como los del hombre.
Que su cerebro era eficiente, que podían impulsarse hacia atrás por el agua a treinta nudos con propulsión a chorro. Que tenían arpones explosivos en su manto gelatinoso que no les hacían daño. Que… aquellos ojos protuberantes blancos y negros ascendían hacia él. La superficie del agua tembló. Ahora Bond veía el bosque de tentáculos que salían de la cabeza de aquel bicho. Se agitaban frente a los ojos como un manojo de serpientes gruesas. Bond distinguía los puntos de las ventosas en la cara inferior. Detrás de la cabeza, el enorme faldón del manto se abría y cerraba lentamente, y por detrás, el brillo gelatinoso del cuerpo desaparecía en las profundidades. ¡Jesús, aquella cosa era mayor que una locomotora!
Lentamente, con disimulo, Bond arrastró los pies y luego los brazos por los ojos de alambre, entrelazándose con ellos, anclándose a la valla para que los tentáculos tuvieran que arrancarlo a pedazos o arrastrar la barrera de alambre con él. Miró por el rabillo del ojo a derecha e izquierda. Por cualquier lado había veinte metros desde la barrera hasta la isla. Y el movimiento, incluso si fuera capaz de moverse, sería mortal. Debía quedarse como muerto y rezar para que aquella cosa perdiera interés. Si no fuese así… Los dedos de Bond apretaron aquel ridículo cuchillo.
Los ojos lo observaban, fríos, pacientes. Con cuidado, como la trompa inquisitiva de un elefante, uno de los tentáculos largos rompió la superficie y subió palpando por el alambre hacia su pierna. Tocó un pie. Bond notó el beso rígido de las ventosas. Bond no se movió; no se atrevía a perder el asidero de los brazos en la valla. Suavemente las ventosas tiraron de él para comprobar la resistencia. No era suficiente. Como una enorme oruga babosa, el tentáculo ascendió lentamente por la pierna. Llegó hasta la rodilla llena de ampollas y sangre y se detuvo allí, interesado. Los dientes de Bond crujieron de dolor. Se imaginaba el mensaje enviado por el tentáculo al cerebro: «¡Sí, es comestible!». Y el cerebro contestando: «¡Entonces aprésalo! ¡Tráemelo!».
Las ventosas treparon por el muslo. La punta del tentáculo era puntiaguda y se desplegó de forma que casi cubrió el muslo de Bond disminuyendo de tamaño hasta tener el grosor de una muñeca. Ese era el objetivo de Bond. Sólo tenía que soportar el dolor, controlar el miedo y esperar a que aquella muñeca se pusiera a su alcance.
Una brisa, la primera brisa de la mañana, susurró al rozar la superficie metálica de la ensenada. Levantaba pequeñas olas que lamían suavemente las paredes escarpadas del acantilado. Una bandada de cormoranes en formación de cuña levantó el vuelo en la guanera, a ciento cincuenta metros por encima de la cala, y, graznando suavemente, se encaminaron al mar. Al pasar por encima, el ruido que los había molestado llegó hasta Bond, el triple rugido de la sirena de un barco, la señal de que estaba listo para estibar la carga. Llegó el sonido por la izquierda. El muelle debía de estar a la vuelta de la esquina más allá del brazo norte de la ensenada. El carguero de Antwerp había llegado. ¡Antwerp! Formaba parte del mundo exterior, un mundo que quedaba a un millón de kilómetros, fuera del alcance de Bond, seguramente para siempre. Justo a la vuelta de aquella esquina, los hombres estarían en la cocina del barco desayunando. La radio estaría emitiendo música. Se oiría el chirrido del beicon y los huevos al freírse, el olor a café… el desayuno en marcha…
Las ventosas estaban en su cadera. Bond veía las campanas callosas. Un olor a agua de mar estancada le llegó cuando el tentáculo trepó lentamente, serpenteando. ¿Qué dureza tendría aquella gelatina de motas grises y pardas? ¿Podría clavar el cuchillo? No, tendría que ser una cuchillada rápida y cercenante, como si cortara una cuerda. No importaba si se dañaba él mismo.
¡Ahora! Bond echó un rápido vistazo a los dos ojos, pacientes, faltos de curiosidad. Al hacerlo, otro tentáculo rompió la superficie y se lanzó hacia su cara.
Bond se echó hacia atrás y el tentáculo se curvó formando un puño que se enroscó en el alambre a la altura de los ojos. En un segundo lo cogería por un brazo o por el hombro y todo habría acabado. ¡Ahora!
El primer tentáculo estaba sobre las costillas. Casi sin apuntar, la mano de Bond que empuñaba el cuchillo asestó cuchilladas hacia abajo y horizontalmente.
Sintió que la hoja entraba en la carne, de consistencia gelatinosa, hasta que el cuchillo casi se le escapó de la mano cuando el tentáculo herido se arqueó como un látigo y se hundió en el agua. Por un momento el agua hirvió en torno a él. El otro tentáculo soltó la valla y le azotó el estómago, pegándose como una sanguijuela y aplicando con furia toda la fuerza de las ventosas. Lo azotó enloquecido una y otra vez. ¡Dios, le iba a arrancar el estómago! La valla se estremecía con la lucha. Por debajo de él, el agua bullía y se llenaba de espuma.
Tendría que ceder. Otra cuchillada, esta vez en el reverso del tentáculo. ¡Funcionó! El tentáculo lo soltó y serpenteó alejándose y dejándole veinte círculos rojos, veinte cercos de sangre, en la piel.
Bond no tuvo tiempo de preocuparse por ellos. Ahora la cabeza del calamar había roto la superficie del agua y se agitaba formando espuma al moverse el gran manto. Los ojos lo contemplaban, enrojecidos, con malignidad, y el bosque de brazos se lanzó sobre pies y piernas, arrancando la tela de algodón y azotándolo.
Estaba arrastrando a Bond hacia abajo, centímetro a centímetro. El alambre se le clavaba en las axilas. Hasta sentía cómo se tensaba su columna. Si seguía aguantando, lo partiría en dos. Ahora los ojos y el enorme pico triangular estaban fuera del agua y el pico trataba de alcanzar sus pies. Sólo había una posibilidad. ¡Sólo una!
Bond se puso el cuchillo entre los dientes y con la mano agarró el gancho de la lanza de alambre. Lo arrancó, lo cogió entre las dos manos y soltó a la vez el alambre doble. Tendría que soltar un brazo y arquearse para tenerlo a tiro. Si fallaba, sería despedazado sobre la valla.
¡Ahora, antes de que lo matara el dolor! ¡Ahora, ahora!
Bond dejó que el cuerpo se deslizara hacia abajo por la escala de alambre y se lanzó con todas sus fuerzas.
Avistó la punta de la lanza clavándose en el centro del ojo y entonces el mar entero entró en erupción como una fuente negra mientras quedaba colgado boca abajo pendiendo de las rodillas y con la cabeza a una pulgada de la superficie del agua.
¿Qué había ocurrido? ¿Se había quedado ciego? No veía nada. Le escocían los ojos y tenía un gusto horrible a pescado en la boca. Pero también sentía que el alambre se le clavaba en los tendones de las corvas. ¡Luego estaba vivo! Atontado, Bond soltó la lanza y se incorporó buscando la línea de alambre más próxima. Asió un alambre y alargó la otra mano; lenta y dolorosamente, se puso boca arriba quedándose sentado en la valla. Rayos de luz le hirieron los ojos. Se pasó una mano por la cara. Ahora veía. Miró atentamente su mano. Era negra y pegajosa.
Se miró el cuerpo. Estaba cubierto de una baba negra, y también había una mancha negra en el mar de dos metros de diámetro. Entonces Bond comprendió.
El calamar herido había vaciado su saco de tinta sobre él.
Pero ¿dónde estaba el calamar? ¿Iba a volver? Bond buscó en el mar. Nada, nada excepto aquella mancha de tinta. Ni un movimiento. Ni una onda. «Entonces ¡no esperes! ¡Lárgate de ahí! ¡Huye pronto!». Bond miró frenético a derecha e izquierda. Hacia la izquierda estaba el barco, pero también el Doctor No. Hacia la derecha no había nada. Para levantar la valla de alambre, los trabajadores debieron de venir por la izquierda, desde el muelle. Debía de haber un sendero.
Bond se cogió del cable superior y desesperado comenzó a reptar lateralmente por la valla, que se balanceaba, hasta la punta rocosa a veinte metros de distancia.
El espantapájaros pestilente, negro y sangrante movía brazos y piernas casi maquinalmente. El sistema del tacto y el pensamiento de Bond ya no formaban parte de su cuerpo. Se movían junto a este, o flotaban por encima de él, manteniendo contacto suficiente para mover los hilos que accionaban la marioneta. Bond era como un gusano cortado en dos, las dos mitades continuaban estremeciéndose y avanzando aunque la vida hubiese escapado y fuera sustituida por una parodia de vida de impulsos nerviosos. Sólo que en el caso de Bond, las dos mitades no estaban muertas aún. La vida sólo estaba en suspenso en ellas. Todo lo que necesitaba era una brizna de esperanza, una brizna de seguridad de que todavía valía la pena intentar permanecer vivo.
Bond llegó hasta la pared de piedra. Lentamente se dejó caer hasta el último peldaño de alambre. Miró con intensidad la masa de agua brillante y en movimiento. Era negra, impenetrable, tan profunda como el resto. ¿Se atrevería?
¡Debía hacerlo! Nada podría hacer hasta que se hubiera desembarazado de la sangre y la baba que se iba secando y del olor a pescado podrido. Melancólico y fatalista, se quitó los jirones de la camisa y los pantalones, y los colgó en la valla.
Se miró el cuerpo moreno y blanco, desnudo y lleno de marcas rojas. Por instinto se tomó el pulso. Era lento pero regular. Aquellos latidos lo animaron. ¿De qué diablos se preocupaba? Estaba vivo. Las heridas y magulladuras del cuerpo no eran nada, absolutamente nada. Su aspecto era feo, pero no había nada roto. Dentro del envoltorio roto, el tic-tac de la maquinaria era sólido y sereno. Cortes y abrasiones superficiales, recuerdos horribles, un agotamiento mortal, heridas de las que se reirían en la sala de un hospital. «¡Sigue, malnacido! ¡Sigue moviéndote! Lávate y espabílate. Confórmate con lo que te queda. Piensa en la muchacha. Piensa en el hombre que de alguna forma has de encontrar y matar.
»Aférrate a la vida como te has aferrado al cuchillo que llevas entre los dientes. Deja de autocompadecerte. Al infierno con todo cuanto ha ocurrido. ¡Métete en el agua y lávate!».
Diez minutos más tarde, Bond, con sus jirones húmedos colgados de un cuerpo escocido y restregado, con el pelo alisado hacia atrás, remontó la cumbre de la punta.
Sí, era como había conjeturado. Un sendero estrecho y rocoso, trillado por los pies de los trabajadores, descendía por el otro lado y rodeaba la mole del acantilado.
Muy cerca se oyeron distintos sonidos y ecos. Una grúa estaba en funcionamiento. Oía el ritmo cambiante del motor. Se oían ruidos de un barco de metal y el sonido del agua cayendo en el mar achicada por la bomba de la sentina.
Bond alzó la mirada al cielo, era de un color azul claro. Nubes teñidas de rosa dorado se perdían en el horizonte. Muy por encima de él, los cormoranes daban vueltas en torno a la guanera. Pronto partirían a pescar. Tal vez incluso ahora vigilaban a los grupos de exploradores que mar adentro localizaban los peces.
Serían cerca de las seis, el amanecer de un hermoso día.
Bond, dejando gotas de sangre tras él, emprendió con cuidado el camino de descenso por el sendero que recorría el pie sombrío del acantilado. Al doblar la curva, el sendero serpenteaba entre un laberinto de rocas gigantescas caídas. Los ruidos eran cada vez más fuertes. Bond se deslizó silenciosamente, vigilando los agarres por si hubiera piedras sueltas. Se oyó cerca una voz que gritaba: «¿Listos?». Se oyó una respuesta lejana: «Sí». El motor de la grúa aumentó de revoluciones. Unos cuantos metros más. Otra roca. Otra. ¡Ahora!
Bond se aplastó contra el peñasco y lentamente asomó la cabeza por la esquina.