El grito prolongado
Había un hombre en el ascensor. Las puertas estaban abiertas, a la espera. James Bond, con los brazos aún inmovilizados a los lados, fue obligado a ir al ascensor.
Ahora el comedor se quedaba vacío. ¿Cuánto tardarían los guardianes en volver, comenzar a despejar la mesa y echar en falta los objetos substraídos? Las puertas se cerraron con un susurro. El ascensorista estaba enfrente de los botones y Bond no pudo ver cuál había pulsado. Ascendían. Bond trató de calcular la distancia. El ascensor se detuvo con un gemido. Pensó que había tardado menos que cuando bajó con la chica. Las puertas se abrieron dando paso a un corredor sin moqueta y con las paredes de piedra pintadas de color gris. Se prolongaba unos veinte metros en línea recta.
—No cierres, Joe —dijo el guardián de Bond al ascensorista—. En un momento estoy contigo.
Bond recorrió el pasillo junto a puertas numeradas con letras del alfabeto. Se oía un zumbido distante de maquinaria y detrás de una puerta Bond creyó distinguir el chasquido de parásitos radiofónicos. Parecía como si estuviera en la sala de máquinas de la montaña. Llegaron a la última puerta, marcada con una Q de color negro. Estaba entreabierta y el guardián empujó a Bond contra ella de forma que se abrió del todo. Tras la puerta había una celda de piedra pintada de gris de unos cuatro metros cuadrados. Nada había en ella a excepción de una silla de madera en la cual descansaban, lavados y pulcramente doblados, los tejanos de lona negra de Bond y la camisa azul.
El guardián soltó los brazos de Bond, quien se dio la vuelta y miró el rostro ancho y amarillo bajo el cabello rizado. Había un destello de curiosidad y placer en aquellos ojos castaños líquidos. El hombre estaba de pie, con la mano en el picaporte, y dijo:
—Bueno, aquí es, amigo. Estás en la puerta de salida. Te puedes sentar y pudrirte o hallar la forma de iniciar la carrera. Feliz aterrizaje.
Bond pensó que valía la pena. De un vistazo vio más allá del guardián al ascensorista de pie junto a las puertas abiertas, que los observaba. Dijo en voz baja:
—¿Te gustaría ganar diez mil dólares, garantizados, y un billete para cualquier parte del mundo?
Prestó atención al rostro del hombre. La boca se ensanchó en una gran sonrisa que dejó al descubierto unos dientes sucios y gastados hasta ser puntos irregulares por haber mascado durante años caña de azúcar.
—Gracias, señor. Prefiero conservar la vida.
El hombre hizo ademán de cerrar la puerta. Bond susurró con urgencia:
—Podríamos salir de aquí juntos.
Sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa burlona. El hombre dijo:
—¡Adentro!
La puerta se cerró con un chasquido sólido.
Bond se encogió de hombros. Echó un rápido vistazo a la puerta. Estaba hecha de metal y no tenía picaporte interior. Bond no se molestó en probar con el hombro contra ella. Se fue a la silla, se sentó sobre la ropa y pasó la vista por la celda. Las paredes estaban completamente desnudas excepto por la rejilla de ventilación de alambre grueso situada en una esquina justo debajo del techo. Era más ancha que sus hombros. Era obviamente el punto de partida de la pista americana. El único vano en las paredes era una portilla de cristal grueso, no más grande que la cabeza de Bond, justo encima de la puerta. La luz del pasillo se filtraba por ella dentro de la celda. No había nada más. No valía la pena perder más tiempo. Serían cerca de las diez y media. En el exterior, en algún lugar de la loma de la montaña, la joven ya estaría tumbada esperando el chasquido de las patas sobre el coral gris. Bond apretó los dientes al pensar en el cuerpo pálido extendido bajo las estrellas. Se levantó bruscamente. ¿Qué diablos hacía sentado?
Fuera lo que hubiese al otro lado de la rejilla de alambre, era hora de verlo.
Bond sacó el cuchillo y el encendedor y se quitó el quimono. Se puso los pantalones, la camisa y metió el encendedor en el bolsillo trasero. Probó el filo del cuchillo con el pulgar. Estaba muy afilado. Aun sería mejor si tuviera punta. Se arrodilló en el suelo y empezó a reducir el extremo redondeado sobre la piedra.
Después de un precioso cuarto de hora, quedó satisfecho. No era un estilete, pero serviría tanto para clavar como para cortar. Bond se puso el cuchillo entre los dientes, colocó la silla bajo la rejilla y se subió en ella. ¡La rejilla! Suponiendo que pudiera arrancarla de sus goznes, el retículo de alambre de seis milímetros de grosor se podría alargar hasta convertirse en una lanza. Con ella tendría una tercera arma. Bond asió la rejilla con los dedos engarfiados.
A continuación sintió un dolor punzante en el brazo y el crujido de su cabeza al chocar contra el suelo de piedra. Quedó en el suelo, aturdido, con el recuerdo solitario de un resplandor azul y el estridor y el chasquido de la electricidad rememorándole lo que lo había golpeado.
Bond se puso de rodillas y se quedó así un rato. Dobló la cabeza y la movió con lentitud de un lado a otro como un animal herido. Notó el olor a carne quemada.
Levantó la mano derecha hasta la altura de los ojos. Tenía una mancha roja, una quemadura abierta que cruzaba la cara interior de los dedos. Su visión le causó dolor. Bond escupió una palabra de cinco letras. Se puso lentamente de pie. Miró la rejilla de alambre con los ojos entrecerrados como si pudiera atacarle otra vez, igual que una serpiente. Con resolución volvió a colocar derecha la silla contra la pared. Recogió el cuchillo y cortó una tira del quimono y se lo ató firmemente en torno a los dedos. Luego se subió de nuevo en la silla y miró la rejilla. Estaba decidido a pasar adelante. El shock tenía la intención de desmoralizarlo ante el dolor que lo esperaba. Seguramente había fundido el sistema de la maldita rejilla.
O quizá habrían quitado la corriente. La miró un momento y metió los dedos de la mano izquierda en aquella masa de alambre impersonal. Los dedos se aferraron al alambre.
¡Nada! Nada en absoluto, sólo alambre. Bond gruñó. Sintió que los nervios se relajaban. Dio un tirón a la rejilla. Cedió una pulgada. Tiró de nuevo y se le quedó en las manos, colgando de dos hilos de cobre que desaparecían en la pared. Bond arrancó la rejilla de los cables y bajó de la silla. Sí, había una juntura en el marco.
Se puso a trabajar desenmarañando aquel lío de alambre. Luego, usando la silla como martillo, alargó el pesado alambre.
Diez minutos después, Bond contaba con una lanza curva de un metro y veinte centímetros de largo. Un extremo, el que había sido cortado originalmente con unas tenazas, estaba mellado. No atravesaría la ropa de un hombre, pero no haría un mal trabajo con la cara y el cuello. Empleando toda su fuerza y la grieta en el fondo de la puerta metálica, Bond dobló el extremo romo hasta obtener un gancho rudimentario. Midió el alambre comparándolo con su pierna. Era demasiado largo. Lo dobló por la mitad y deslizó la lanza por la pernera del pantalón. Ahora pendía del cinturón hasta la altura de la rodilla. Fue de nuevo hasta la silla, se subió otra vez y se alzó nervioso para alcanzar el borde del hueco del conducto de ventilación. No sintió descarga alguna. Bond se alzó, se metió por la abertura y quedó echado sobre el estómago de cara al hueco de ventilación.
El hueco era unos diez centímetros más ancho que los hombros de Bond. Era circular y de metal pulido. Bond cogió el encendedor, dando gracias por la inspiración que le hizo cogerlo, y lo encendió. Sí, zinc resplandeciente que parecía nuevo. El hueco se extendía hacia adelante, sin más relieves que los bordes por donde se unían las secciones de la tubería. Bond se metió el encendedor de nuevo en el bolsillo y reptó.
Era tarea fácil. El aire fresco del sistema de ventilación azotaba con fuerza la cara de Bond. El aire no olía a mar, era ese aire de lata que sale de los aparatos de aire acondicionado. El Doctor No debía de haber adaptado uno de los conductos para este propósito. ¿Qué peligros había dispuesto para poner a prueba a sus víctimas? Serían ingeniosos, dolorosos, preparados para minar la resistencia de la víctima. En la meta, por llamarla de algún modo, les esperaría el golpe de gracia, si es que la víctima alguna vez llegaba tan lejos. Sería algo definitivo, sin escapatoria, sin otro premio que el olvido, un olvido, pensó Bond, que tal vez agradeciera. A menos, por supuesto, que el Doctor No se hubiera pasado de listo. A menos que hubiera infravalorado el deseo de sobrevivir. Esa, pensó Bond, era su única esperanza, tratar de sobrevivir a los peligros, llegar por lo menos hasta el último obstáculo.
Se veía una tenue luminosidad más adelante. Bond se aproximó con cuidado, los sentidos alerta como antenas. La luz era más brillante. Era el reflejo de la luz contra el extremo del hueco lateral. Siguió arrastrándose hasta que la cabeza tocó el metal. Se dio la vuelta sobre la espalda. Justo encima de él, tras cuarenta y cinco metros de tubería vertical se veía un resplandor uniforme. Era como alzar la mirada dentro del largo cañón de un arma. Bond se incorporó centímetro a centímetro hasta ponerse de pie. ¡Se suponía que debía trepar por ese tubo de metal resplandeciente sin huecos para apoyar los pies! ¿Era posible? Bond ensanchó los hombros. Sí. hacían presión sobre los lados. Los pies también podían encontrar agarres temporales, aunque se deslizarían excepto en los bordes de las junturas que le darían un gramo de impulso ascendente. Bond se encogió de hombros y se quitó los zapatos. No valía la pena discutir, tendría que intentarlo.
De quince en quince centímetros, el cuerpo de Bond comenzó a reptar como un gusano por el tubo. Ensanchaba los hombros para apoyarse en los costados del tubo, levantaba los pies, bloqueaba las rodillas, y apretaba los pies contra el metal; y cuando estos se deslizaban hacia abajo por el peso, contraía los hombros y los alzaba unos cuantos centímetros más. Una y otra vez, una y otra vez. Detenerse en cada protuberancia donde las secciones de la tubería se unen y emplear ese milímetro de apoyo adicional para recuperar el aliento y emprender el siguiente salto. Por otra parte, nada de mirar hacia arriba, y pensar sólo en los centímetros de metal que había que conquistar uno a uno. Sin preocuparse por el resplandor de luz que nunca aumentaba ni se veía más cerca. Sin preocuparse por perder el apoyo y caerse rompiéndose los tobillos contra el fondo de la tubería.
Sin preocuparse por los calambres. Sin preocuparse por los músculos quejosos o por las magulladuras hinchadas de los hombros y los costados de los pies. Sólo enfrentarse a los centímetros plateados a medida que fueran llegando, uno a uno, y conquistarlos.
Entonces los pies comenzaron a sudar y a resbalar. Dos veces perdió Bond terreno antes de que los hombros, escaldados por la fricción, actuaran de freno.
Finalmente, tuvo que parar del todo para dejar que el sudor se secara con la corriente de aire. Esperó diez largos minutos, contemplando su débil reflejo en el metal pulido, la cara partida por la mitad con el cuchillo entre los dientes. Aún entonces se negó a mirar hacia arriba y ver cuánto le quedaba. Sería demasiado para soportarlo. Con cuidado, Bond se secó un pie y luego el otro contra las perneras del pantalón. Volvió a ascender.
Ahora la mitad de la mente de Bond estaba ensimismada mientras la otra luchaba. Ni siquiera era consciente de la brisa reparadora ni de la luz cuyo brillo aumentaba morosamente. Se vio como una oruga herida que se arrastraba por un tubo de desagüe hacia el agujero de una bañera. ¿Qué vería cuando atravesara el agujero? ¿Una chica desnuda secándose? ¿Un hombre afeitándose? ¿La luz del sol filtrándose por la ventana abierta de un cuarto de baño vacío?
La cabeza de Bond chocó con algo. ¡El tapón estaba en el agujero! El desánimo de la decepción le hizo deslizarse unos centímetros antes de que los hombros volvieran a frenarle. Entonces se dio cuenta de que había llegado al final. Ahora podía apreciar la luz brillante y la fuerza del viento. Febrilmente pero con más cuidado se alzó de nuevo hasta tocar con la cabeza. El viento le acariciaba la oreja izquierda. Con cuidado giró la cabeza. Había otro conducto lateral. Por encima de él, la luz entraba por una portilla de cristal grueso. Todo cuanto tenía que hacer era volverse un poco y agarrarse al borde de ese nuevo conducto y, como pudiera, reunir fuerzas suficientes para impulsarse y meterse en él. Entonces podría descansar.
Con exquisito cuidado, nacido del pánico de que algo saliera mal, de que cometiera un error y cayera en picado por el tubo hasta romperse los huesos, Bond, cuyo aliento se condensaba en el metal, ejecutó la maniobra y, con el último gramo de fuerza, se proyectó como un resorte por la abertura y se cayó de bruces.
Más tarde —¿cuánto tiempo más tarde?— los ojos de Bond se abrieron y su cuerpo se movió. El frío lo había despertado al borde de la inconsciencia total en la que su cuerpo se había sumido. Rodó dolorido sobre la espalda, los pies y hombros quejándose, y se quedó tumbado recuperando fuerzas y ánimos. No sabía la hora que era o en qué parte de la montaña estaba. Levantó la cabeza y miró hacia la portilla por encima de la tubería entreabierta por la que había entrado. Salía una luz amarillenta y el cristal parecía grueso. Se acordó de la portilla de la habitación Q. Aquella era irrompible y supuso que esta también lo sería.
De repente, tras el cristal, apreció movimiento. Al mirar, se materializaron un par de ojos detrás de la bombilla eléctrica. Se detuvieron y lo miraron; la bombilla volvía de color amarillo la nariz que había entre ellos. Lo contemplaron sin interés y desaparecieron. Los labios de Bond se abrieron dejando ver los dientes al gruñir.
¡Así que sus avances eran observados y el Doctor No se mantenía informado!
Bond dijo en voz alta con mala intención:
—¡Que se joda! —Y se volvió, huraño, sobre el estómago. Alzó la cabeza y miró hacia adelante. El túnel brillaba hasta perderse en la oscuridad. ¡Adelante! De nada sirve perder el tiempo. Recogió el cuchillo y se lo volvió a poner entre los dientes, avanzando con un rictus de dolor en el rostro.
Pronto desapareció la luz. Bond se detenía de vez en cuando y recurría al encendedor, pero no veía nada más que oscuridad. El aire comenzaba a ser más cálido en el conducto y, tal vez unos cuarenta y cinco metros más allá, era, no cabía duda, caliente. El aire olía a calor, a calor metálico. Bond empezó a sudar.
Pronto su cuerpo estuvo empapado y tuvo que parar cada pocos minutos a enjugarse los ojos. El tubo giró hacia la derecha y el metal se mostraba caliente al contacto con la piel. El olor era muy fuerte. Llegó a otra curva en ángulo recto. En cuanto Bond dobló la esquina sacó deprisa el encendedor, lo encendió y retrocedió de un salto jadeando. Con amargura estudió el próximo peligro, tentándolo, maldiciéndolo. La llama brillaba descolorida, con un tono de color zinc y salmón. ¡El próximo peligro era el calor!
Bond gimió en voz alta. ¿Cómo podría aguantar su carne magullada esta prueba? ¿Cómo protegería la piel del contacto del metal? Sin embargo, nada podía hacer al respecto. No podía tomar otra decisión, ni había otro plan ni valía excusa alguna. Sólo había algo que lo consolaba. El calor no era para matarlo, sino lisiarlo.
Esta no era la prueba final, sólo una prueba más de lo que era capaz de aguantar.
Bond pensó en la muchacha y en cuánto resistiría. «Oh, vaya. Continuemos. Vamos a ver…».
Bond cogió el cuchillo y cortó la parte delantera de la camisa y la rasgó en tiras.
La única esperanza era proteger las partes del cuerpo que habrían de aguantar el peso, las manos y los pies. Las rodillas y los codos tendrían que pasar con la única protección de la tela de algodón. Se puso a trabajar con fatiga, maldiciendo en voz baja.
Estaba listo. Uno, dos y tres…
Bond dobló la esquina y se abrió paso entre aquel hedor caliente.
«¡Mantén el estómago desnudo lejos del suelo! ¡Contrae los hombros! Manos, rodillas, pies; manos, rodillas, pies. ¡Más rápido, más rápido! Sigue a este ritmo para que cada contacto con el suelo se alivie al instante con el siguiente».
Las rodillas llevaban la peor parte, pues aguantaban la mayor parte del peso de Bond. Las manos cubiertas comenzaban a arder. Saltó una chispa, y luego otra, y entonces brotó una pluma roja a medida que comenzaron a extenderse las chispas. El humo de la tela se metía en los ojos de Bond y le escocía. ¡Dios, no podía más! Le faltaba el aire, le estallaban los pulmones. Las manos echaban chispas con cada impulso hacia adelante. La tela casi se había consumido y entonces ardería la carne. Bond avanzó y el hombro magullado entró en contacto con el metal. Gritó. Siguió gritando, a intervalos regulares y con cada contacto de las manos, rodillas o pies. Estaba acabado, era el final. Se echaría cuan largo era y se cocería lentamente hasta morir. ¡No! Debía continuar, gritando, hasta que la carne ardiera hasta el hueso. La piel debía haberse consumido en las rodillas. En un momento la carne de las manos entraría en contacto con el metal. Sólo el sudor que le caía por los brazos mantenía la humedad de los pellejos de carne.
«¡Grita, grita, grita! Alivia el dolor. Te dice que estás vivo. ¡Sigue, sigue! No puede quedar mucho. No es aquí donde se supone que has de morir. Sigues vivo. ¡No te rindas! ¡No!».
La mano derecha de Bond tocó algo que cedió a su paso. Notó una corriente de aire helado. La otra mano y luego la cabeza chocaron con ello. Se oyó un pequeño ruido. Bond sintió que el extremo inferior de una pantalla de amianto le rozaba la espalda. Las manos tocaron una pared sólida y palparon a derecha e izquierda. Era una curva en ángulo recto. El cuerpo dobló a ciegas la esquina. El aire fresco se clavaba como dagas en sus pulmones. Con cuidado posó los dedos en el metal. ¡Estaba frío! Con un gemido Bond se dejó caer y se quedó inmóvil.
Un rato después el dolor lo revivió. Bond se dio la vuelta con dejadez sobre la espalda. Apenas reparó en la portilla iluminada encima de él. Entonces dejó que las ondas negras se lo volvieran a llevar lejos de allí.
Poco a poco, en la oscuridad, las ampollas de la piel formadas en los pies y hombros magullados se endurecieron. El sudor se secó en el cuerpo y luego en los jirones de ropa; el aire fresco humedeció los pulmones recalentados y comenzó su labor insidiosa. Pero el calor seguía latiendo, con fuerza y regularidad, dentro de aquella carcasa torturada, y la magia curativa del oxígeno y el descanso bombearon de nuevo la vida por arterias y venas, y recuperaron los nervios.
Tras lo que parecieron siglos, Bond despertó. Se desperezó. Al abrir los ojos y topar con otros ojos, tras el cristal, el dolor hizo presa en él y lo zamarreó como si fuera una rata. Esperó a que le sobreviniera el shock y muriese. Lo intentó de nuevo, otra vez, hasta que hubo medido la fuerza de su adversario. Entonces Bond, para ocultarse del testigo, se dio la vuelta sobre el estómago. De nuevo esperó, estudiando las reacciones de su cuerpo, probando la fuerza y resolución que quedaba en las baterías. ¿Cuánto más podría aguantar? Los labios de Bond se abrieron dejando ver los dientes y gruñó en la oscuridad. Era un sonido animal; había dado término a las reacciones humanas ante el dolor y la adversidad. El Doctor No había conseguido arrinconarlo. Pero quedaban reservas animales de desesperación intactas y en los animales robustos esas reservas son grandes.
De forma lenta, agónica, Bond reptó unos cuantos metros lejos de los ojos; buscó el mechero y lo encendió. Delante de él sólo había una luna llena negra, una boca circular entreabierta que conducía al estómago de la muerte. Bond guardó el encendedor. Respiró profundamente y se puso a cuatro patas. El dolor no era mayor, sólo distinto. Lenta y dificultosamente, siguió adelante con gesto de dolor.
La tela de algodón de las rodillas y codos de Bond se había consumido. La mente adormecida registró la humedad de las ampollas que reventaban contra el metal frío. Al moverse, flexionó los dedos de pies y manos, probando el grado de dolor. Con lentitud descubrió lo que podía hacer y lo que dolía más. El dolor era soportable, se dijo a sí mismo. Si hubiera estado en un accidente de avión, sólo le habrían diagnosticado contusiones y quemaduras superficiales. Estaría fuera del hospital en unos pocos días. «No me pasa nada malo. He sobrevivido a un accidente de avión. Duele, pero no es nada. Piensa en los restos y pedazos de los otros pasajeros. Da gracias por ello y quítatelo de la cabeza». Sin embargo, punzando más allá de estas reflexiones, sabía que aún no se había estrellado, que todavía estaba en camino hacia el desastre con su resistencia y eficacia reducidas.
¿Cuándo llegaría? ¿En forma de qué? ¿Cuánto más tendría que debilitarse para alcanzar la prueba mortal?
En la oscuridad, los puntitos rojos debieron ser una alucinación, chiribitas ante los ojos, producto del agotamiento. Bond se detuvo y clavó la mirada en la negrura. Sacudió la cabeza. No, seguían allí. Lentamente, se acercó reptando.
Ahora los puntitos se movían. Bond se paró de nuevo. Escuchó. Por encima de los latidos sordos del corazón se oía un rumor suave y delicado. Los puntitos habían aumentado en número. Ahora había veinte o treinta, moviéndose de un lado a otro, algunos rápidos, otros lentos, en torno al círculo de oscuridad que lo esperaba delante. Bond cogió el encendedor. Aguantó la respiración al encender la breve llama amarilla. Los puntitos rojos desaparecieron. En su lugar, a un metro de él, vio una malla fina de alambre, casi tan fina como la muselina, que bloqueaba la abertura.
Bond se arrastró centímetro a centímetro con el encendedor delante de él. Era una suerte de jaula con animalitos en su interior. Los oía retroceder correteando, lejos de la luz. Cerca de la malla apagó el mechero y esperó a que los ojos se acostumbraran a la oscuridad. Mientras esperaba, a la escucha, oyó un correteo casi inaudible en dirección a él, y gradualmente el bosque de puntitos rojos se agrupó de nuevo, mirándole fijamente a través de la malla.
¿Qué era eso? Bond escuchaba los latidos de su corazón. ¿Serpientes, escorpiones, escolopendras?
Con cuidado acercó la vista a aquel bosque luminiscente. Arrimó el encendedor junto a su cara y lo encendió. Alcanzó a atisbar unas garras diminutas enganchadas en la malla y una docena de pies muy peludos y cuerpos parecidos a sacos vellosos culminados por grandes cabezas de insectos que parecían cubiertas de ojos. Aquellas cosas se apartaron ruidosamente lejos del alambre escabullándose y agrupándose en una masa peluda y pardusca en un extremo de la jaula.
Bond aguzó la vista entre los ojos de la malla, haciendo oscilar el encendedor de atrás a adelante. Entonces apagó la luz, para ahorrar combustible, y dejó que el aliento saliera por entre los dientes en un suspiro silencioso.
Eran arañas, tarántulas gigantes, de siete a diez centímetros de largo. Había veinte en la jaula, y de alguna forma tenía que pasar entre ellas.
Bond se echó y descansó; pensó mientras los ojos rojos se agrupaban de nuevo junto a su rostro.
¿Cuán peligrosas eran esas cosas? ¿Cuánto de lo que se decía de ellas era mentira? Desde luego que podían matar animales, pero hasta qué punto eran mortales para los hombres esas arañas gigantes con el pelo suave de un galgo ruso. Bond se estremeció. Recordó la escolopendra. El tacto de las tarántulas sería mucho más suave. Sería como sentir contra la piel las zarpas de un osito de peluche diminuto, hasta que mordieran y vaciaran los sacos de veneno.
Pero de nuevo, ¿sería esta la prueba mortal del Doctor No? Una picadura o dos, para hacerle entrar en un delirio doloroso. El horror de tener que atravesar la malla en la oscuridad —el Doctor no había contado con el encendedor de Bond— y encogerse para pasar entre aquel bosque de ojos, aplastando algunos cuerpos blandos, pero sintiendo las mandíbulas de otros clavadas en la carne. Y luego nuevas picaduras de las arañas que se hubieran agarrado a la ropa. Y luego la creciente agonía del veneno. Esa era la forma en que la mente del Doctor No funcionaba, para que uno gritara. ¿Con qué fin? ¿Hasta el obstáculo final de la carrera?
Pero Bond tenía el encendedor, el cuchillo y la lanza de alambre. Todo cuanto necesitaba era valor y una precisión infinita.
Bond abrió con cuidado la boca del mechero y sacó un poco de mecha con el pulgar y la uña para que la llama fuera mayor. Lo entendió y, cuando las arañas corretearon retrocediendo, atravesó la malla de alambre fino con el cuchillo. Abrió un agujero cerca del marco y cortó hacia los lados y alrededor. Entonces cogió el faldón de alambre y lo arrancó del marco. Se rompió como calicó rígido, salió en una pieza. Se volvió a poner el cuchillo entre los dientes y reptó a través de la abertura. Las arañas se amedrentaron ante la llama del encendedor y se arremolinaron unas encima de otras. Bond sacó la espada de alambre fuera de los pantalones y clavó la punta en medio de ellas. Clavó una y otra vez, reduciendo a pulpa los cuerpos. Cuando algunas arañas trataron de huir en su dirección, hizo oscilar la llama ante ellas y aplastó a las fugitivas una a una. Las arañas vivas atacaban a las muertas y heridas y Bond sólo tenía que golpear una y otra vez aquella repugnante masa de sangre y vello que se retorcía.
Poco a poco el movimiento se redujo hasta cesar. ¿Estaban todas muertas? ¿Estaría alguna disimulando? La llama del encendedor comenzaba a apagarse.
Tendría que correr el riesgo. Bond avanzó y apartó a un lado aquel revoltijo muerto. Entonces se sacó el cuchillo de entre los dientes y abrió un agujero en la segunda cortina de alambre, doblando la malla sobre aquel montón de cuerpos reducidos a pulpa. La luz tembló y se convirtió en un rescoldo rojo. Bond se encogió y pasó por encima de la masa sangrienta de cadáveres a través del marco mellado.
No sabía dónde había tocado el metal o si había puesto la rodilla o el pie entre las arañas. Sólo sabía que tenía que pasar. Se impulsó varios metros a lo largo de la tubería y se detuvo a recuperar el aliento y calmar los nervios.
Encima de él se encendió una luz tenue. Bond miró con los ojos entrecerrados a los lados y hacia arriba, sabedor de lo que vería. Los ojos rasgados y amarillos tras el cristal grueso lo miraron con intensidad. Lentamente, detrás de la bombilla, la cabeza se movió de un lado a otro. Los ojos comenzaron a parpadear y cerrarse imitando un gesto burlón de piedad. Un puño cerrado, con el pulgar mirando hacia abajo a modo de despedida y adiós, se inmiscuyó entre la bombilla y el cristal. Entonces se retiró. La luz se apagó. Bond volvió el rostro hacia el suelo de la tubería y descansó la frente sobre el metal frío. Aquel gesto le decía que se acercaba a la última prueba, que los observadores habían terminado el trabajo hasta que fueran a por sus restos. Hirió un tanto su orgullo el saber que no existía un gesto de alabanza, aunque fuera pequeño, después de haber conseguido llegar tan lejos vivo. Aquellos chinos negros lo odiaban. Sólo deseaban su muerte y tan horrible como fuera posible.
Los dientes de Bond rechinaron en silencio. Pensó en la chica y aquel pensamiento le dio fuerzas. Todavía no estaba muerto.
¡Maldita sea, no moriría! No hasta que le arrancaran el corazón del cuerpo.
Bond tensó los músculos. Era hora de seguir. Con extremo cuidado colocó las armas de nuevo en su sitio y dolorido comenzó a arrastrarse en aquella oscuridad.
El túnel comenzaba a inclinarse un tanto hacia abajo. Facilitaba el avance.
Pronto la cuesta se hizo más empinada y Bond casi podía deslizarse con el impulso de su peso. Era una bendición y un alivio no tener que hacer aquel esfuerzo con los músculos. Se veía un destello de luz gris al fondo, nada más que una disminución de la oscuridad, pero era un cambio. La calidad del aire parecía distinta. Tenía un olor nuevo, fresco. ¿Qué era? ¿El mar?
De repente Bond se dio cuenta de que estaba resbalando por el túnel.
Ensanchó los hombros y abrió las piernas para reducir la velocidad. Dolía y el efecto de frenado era mínimo. El túnel se ensanchaba. ¡Ya no tenía ningún asidero! Cada vez bajaba más rápido. Una curva se distinguía un poco más allá. ¡Y era una curva descendente!
El cuerpo de Bond chocó contra la curva y dio la vuelta. ¡Dios, estaba cayendo de cabeza! Desesperado, Bond extendió pies y manos. El metal le despellejaba la piel. Iba fuera de control, deslizándose por el cañón de un arma. Más abajo se veía un círculo de luz gris. ¿El vacío? ¿El mar? La luz se aproximaba a toda velocidad. Se afanó por respirar. «¡Mantente vivo, estúpido! ¡Mantente vivo!».
Con la cabeza por delante, el cuerpo de Bond salió disparado del túnel y descendió por el aire, lenta, lentamente hacia el mar metálico que lo esperaba abajo a treinta metros.