CAPÍTULO 16

Horizontes de agonía

Una voz surgió detrás de Bond y dijo en voz baja:

—La cena está servida.

Bond se dio la vuelta. Era el guardaespaldas. Junto a él estaba otro hombre que podría haber sido su hermano gemelo. Estaban de pie, dos fornidas montañas de músculos con las manos ocultas bajo las mangas de los quimonos y mirando al Doctor No por encima de la cabeza de Bond.

—Ah, ya son las nueve. —El Doctor No se puso en pie lentamente—. Vengan.

Continuaremos la conversación en un ambiente de mayor intimidad. Son muy amables por haberme escuchado con paciencia ejemplar. Espero que la modestia de mi cocina y mi bodega no supongan un nuevo abuso.

Una puerta de doble hoja se abría en la pared situada detrás de los dos hombres con chaquetas blancas. Bond y la chica siguieron al Doctor No hasta una habitación pequeña y octogonal, panelada con caoba e iluminada con una araña de plata con tubos de cristal en torno a las velas. Debajo de esta había una mesa redonda de caoba dispuesta para tres personas. La plata y el cristal despedían cálidos destellos. La alfombra lisa azul oscura era de lujoso espesor. El Doctor No escogió la silla central de alto respaldo y le señaló con una inclinación a la joven la silla a su derecha. Se sentaron y desdoblaron las servilletas de seda blanca.

La falsa ceremonia y la coqueta habitación enloquecieron a Bond. Deseaba destrozarlo con sus propias manos, enrollar la servilleta de seda alrededor de la garganta del Doctor No y apretar hasta que las lentes de contacto le saltaran de sus condenados ojos negros.

Los dos guardianes llevaban guantes de algodón blancos. Sirvieron la comida con delicada eficiencia que era interrumpida ocasionalmente por alguna palabra en chino del Doctor No.

Al principio, el Doctor No parecía preocupado. Comía con parsimonia de tres cuencos con sopas distintas, alimentándose con una cuchara de un asa corta que encajaba a la perfección entre las pinzas. Bond se concentró en ocultar sus temores a la chica. Se sentó relajado y comió y bebió forzándose a mostrar buen apetito. Habló animadamente con la chica sobre Jamaica, sobre los pájaros, la fauna y la flora, que era un tema de conversación fácil para ella. Ocasionalmente sus pies se encontraron con los de ella bajo la mesa. Ella estaba casi alegre. Bond pensó que estaban representando una excelente parodia de una pareja prometida en matrimonio invitada a cenar por un tío odioso.

Bond no tenía idea de si su estratagema había funcionado. No apostaba mucho porque así fuera. El Doctor No y su historia exudaban invulnerabilidad. La increíble biografía parecía cierta. Ni un solo dato era imposible. Quizá hubiera otras personas en el mundo con reinos privados, lejos de los caminos trillados, en donde no hubiera testigos y pudiesen hacer lo que quisieran. ¿Y qué planeaba hacer el Doctor No después de aplastar las moscas que habían ido a molestarlo?

¿Y si cuando matase a Bond y a la chica, Londres siguiera el hilo que Bond había recogido? Probablemente lo harían. Quedaría Pleydell-Smith. La prueba de la fruta envenenada. Pero ¿cómo lo relacionaría el sustituto de Bond con el Doctor No?

Este se desentendería de la desaparición de Bond y Quarrel. Nunca había sabido de ellos. Y no habría relación alguna con la joven. En el puerto de Morgan creerían que se había ahogado en una de sus expediciones. Costaba ver que algo pudiera interferir en el segundo capítulo de la vida del Doctor No fuera cual fuese.

Mientras charlaba con la joven, Bond se preparaba para lo peor. Había numerosas armas junto al plato. Cuando llegaron las costillas, cocinadas a la perfección, Bond jugueteó indeciso con los cuchillos y escogió el cuchillo del pan.

Mientras comía y hablaba, deslizó el gran cuchillo de acero para la carne hacia él.

Con un gesto grandilocuente de la mano derecha volcó la copa de champán y durante la décima de segundo del accidente, la mano izquierda introdujo como un rayo el cuchillo en la ancha manga de su quimono. En medio de las disculpas de Bond y la confusión, mientras el guardaespaldas enjugaba el champán derramado, Bond levantó el brazo izquierdo y notó cómo el cuchillo se deslizaba bajo la axila y caía dentro del quimono contra sus costillas. Al terminar con el cordero, se ciñó el cinturón de seda a la cintura de forma que el cuchillo quedó pegado al estómago.

El cuchillo estaba cómodamente recostado contra la piel y el acero se fue calentando de forma gradual.

Llegó el café y la comida concluyó. Los dos guardianes se quedaron de pie detrás de las sillas de Bond y la joven, ambos con los brazos cruzados sobre el pecho, impasibles, inmóviles como verdugos.

El Doctor No dejó la taza con suavidad sobre el platillo. Descansó las dos tenazas de acero debajo de la mesa. Se sentó una fracción más erguido. Giró una pulgada el cuerpo en dirección a Bond. Ya no había preocupación en su rostro. Sus ojos eran duros y directos. La línea de su boca se arrugó y abrió:

—¿Ha disfrutado de la cena, señor Bond?

Bond cogió un cigarrillo de la pitillera de plata que tenía delante y lo encendió. Jugó con el encendedor de plata. Se olía las malas noticias.

Debía hacerse como pudiera con el encendedor. Tal vez el fuego fuera otra arma.

Dijo sencillamente:

—Sí. Ha sido excelente.

Miró a la muchacha. Se incorporó hacia adelante y posó los antebrazos en la mesa cruzándolos y cubriendo el encendedor. Le sonrió a ella:

—Espero que te haya gustado lo que te pedí.

—Oh sí, estaba riquísimo.

Para ella la fiesta aún seguía.

Bond fumaba con ansia, agitando las manos y antebrazos para crear una atmósfera de movimiento. Se volvió hacia el Doctor No. Apagó el cigarrillo y se reclinó en la silla. Cruzó los brazos sobre el pecho. El encendedor estaba en su axila izquierda. Sonrió alegremente.

—¿Y ahora qué, Doctor No?

—Seguiremos con nuestra representación de sobremesa, señor Bond. —La leve sonrisa se heló y esfumó—. He considerado su proposición desde todos los ángulos. No la acepto.

Bond se encogió de hombros.

—No es muy juicioso.

—No, señor Bond. Sospecho que su proposición es una engañifa. La gente de su ramo no se comporta como sugiere. Hacen informes rutinarios para la oficina central. Mantienen a su jefe enterado del progreso de las investigaciones. Sé estas cosas. Los agentes secretos no hacen lo que usted dice haber hecho. Usted ha leído demasiadas novelas de suspense. Su discursito me huele a maquillaje y cartón. No, señor Bond. No me creo su historia. Si es cierta, estoy preparado para afrontar las consecuencias. Es mucho lo que hay en juego como para que me desvíen de mi camino. Por tanto, que venga la policía, que venga el ejército.

»¿Dónde están el hombre y la chica? ¿Qué hombre y qué chica? No sé nada. Por favor, váyanse. Están interfiriendo en mi guanera. ¿Dónde están las pruebas? ¿Y la orden de registro? Las leyes inglesas son muy estrictas, caballeros. Vuelvan a casa y déjenme en paz con mis amados cormoranes. ¿Lo ve, señor Bond? Pongamos que resulta lo peor de lo peor; que uno de mis agentes habla, lo cual es muy improbable (Bond recordó la entereza de la señorita Chung). ¿Qué puedo perder?

»Dos muertes más en la hoja de cargos. Pero, señor Bond, sólo se puede colgar a un hombre una vez. —La larga cabeza piriforme se movió suavemente de un lado a otro—. ¿No tiene nada más que decir? ¿Algo que preguntar? Ambos tienen por delante una noche ocupada. Su tiempo se está agotando y yo debo irme a dormir.

»El barco atracará mañana y habré de supervisar la carga. Tendré que pasarme todo el día en el muelle. ¿Y bien, señor Bond?

Bond miró a la joven. Estaba blanca como el papel. Lo miraba fijamente, esperando el milagro que obrara efecto. Él se miró las manos y estudió las uñas cuidadosamente. Dijo para ganar tiempo:

—¿Y luego, qué? Después de un día de duro trabajo con el excremento de los pájaros, ¿qué es lo siguiente en su programa? ¿Cuál es el próximo capítulo que piensa escribir?

Bond no levantó la vista. La tranquila y autoritaria voz le llegó como si descendiera del cielo nocturno.

—Ah, sí. Se lo habrá estado preguntando, señor Bond. Usted tiene la costumbre de preguntar y persiste incluso hasta el final, incluso en la sombra. Admiro tales cualidades en un hombre al que sólo le quedan unas horas de vida.

»Por tanto, se lo diré. Pasaré a la siguiente página. Lo consolaré. Hay algo más en este lugar que excremento de aves. Su instinto no lo ha traicionado. —El Doctor No hizo una pausa para dar mayor énfasis—. Esta isla, señor Bond, está a punto de convertirse en el más valioso centro de espionaje técnico del mundo.

—¿En serio? —Bond mantuvo la vista posada en las manos.

—Sin duda usted sabe que las islas Turks, a unas trescientas millas de aquí por el Windward Passage, son el centro de pruebas de misiles guiados más importante de Estados Unidos.

—Es un centro importante, sí.

—¿Tal vez haya leído lo de los cohetes que se han perdido recientemente? Por ejemplo, el SNARK de varios pisos, que acabó su vuelo en la selva brasileña en vez de en las profundidades del Atlántico sur.

—Sí.

—¿Recuerda que se negó a obedecer las instrucciones telemetradas para cambiar su curso, o incluso para autodestruirse, y que desarrolló voluntad propia?

—Lo recuerdo.

—Ha habido otros fallos, fallos decisivos, con una larga lista de prototipos: ZUÑÍ, MATADOR, PETREL, REGULUS, BOMARC… tantos nombres y tantos cambios. No me acuerdo de todos. Bueno, señor Bond —el Doctor No no pudo evitar que se escapara una nota de orgullo en su voz—, tal vez le interese saber que la gran mayoría de esos fallos tuvieron su origen en Cayo Cangrejo.

—¿En serio?

—¿No me cree? No importa. Otros sí me creen. Otros que han visto la renuncia total a una serie, el MASTODON, debido a los recurrentes errores de navegación y a su negativa a obedecer las direcciones radiadas desde las islas Turks. Esos otros son los rusos. Los rusos son mis compañeros de aventura.

»Entrenaron a seis de mis hombres, señor Bond. Dos de esos hombres están de guardia en este momento, vigilando las frecuencias de radio, los haces de radiofaro que dirigen este armamento. Hay equipo por valor de un millón de dólares en un nivel por encima del nuestro en las galerías excavadas en la roca, señor Bond; equipo que envía rayos espía a la capa ionosférica, espera las señales para interferirlas, y contrarresta los haces de radiofaro con otros.

»Y de cuando en cuando un cohete asciende vertiginosamente ciento cuarenta, setecientos kilómetros por encima del Atlántico. Y nosotros lo seguimos, con la misma precisión con la que lo hacen desde las islas Turks. Entonces, de repente, nuestras frecuencias interceptan el cohete, su cerebro se confunde, se vuelve loco y se precipita en el mar o se autodestruye o deja de funcionar en una tangente. Otra prueba fallida.

»Se culpa a los operadores, a los ingenieros, a los fabricantes. Cunde el pánico en el Pentágono. Algo nuevo habrá que probar, distintas frecuencias, distintos metales, un radio cerebro distinto. Por supuesto —El Doctor No fue ecuánime—, también hemos tenido problemas. Seguimos muchos despegues de prácticas sin conseguir interferir el cerebro del nuevo cohete. Pero entonces nos ponemos en comunicación urgente con Moscú. Sí, incluso nos proporcionan una máquina de códigos con nuestras propias frecuencias y pruebas. Los rusos se ponen a pensar, nos hacen sugerencias. Las probamos. Y entonces, un día, señor Bond, es como captar la atención de un hombre entre la multitud. Arriba, en la estratosfera, el cohete reconoce nuestra señal, nos comunicamos con él y cambiamos su mente. —El Doctor No hizo un alto—. ¿No le parece interesante, señor Bond, esta línea suplementaria de mi negocio de guano? Le aseguro que es muy provechosa.

»Incluso puede llegar a serlo más. Quizá la China comunista pague más. ¿Quién sabe? De hecho, ya estoy tanteando el terreno.

Bond alzó los ojos. Miró pensativamente al Doctor No. Así que tenía razón.

Había algo más de lo que se veía a simple vista. Era un asunto muy gordo, un asunto que lo explicaba todo, un asunto que —no cabía duda— en el mercado de espionaje internacional bien valía su precio. ¡Vaya, vaya! Ahora las piezas del rompecabezas encajaban de una vez. Por este motivo valía la pena espantar a unos pocos pájaros y borrar del mapa a unas cuantas personas. ¿Secreto? Claro está que el Doctor No tendría que matarlos. ¿Poder? Eso era. El Doctor No se había metido de lleno en el negocio.

Bond miró aquellos dos agujeros negros con un nuevo respeto. Y dijo:

—Tendrá usted que matar a mucha más gente para que no se le escape esto de las manos, Doctor No. Vale un montón de dinero. Ha conseguido usted una buena propiedad aquí, mejor de lo que yo pensaba. Otras personas querrán cortarse un pedazo del pastel. Me pregunto quién será el primero en matarle. ¿Los hombres que tiene allá arriba —Hizo un gesto en dirección al techo— y fueron adiestrados en Moscú? Ellos son los técnicos. Me pregunto qué les estará ordenando Moscú que hagan. Usted no lo sabría, ¿no es cierto?

—Persiste usted en infravalorarme, señor Bond —dijo el Doctor No—. Es usted un hombre obstinado y más estúpido de lo que había pensado. Soy consciente de esas posibilidades.

»He cogido a uno de esos hombres y lo he puesto al frente de un monitor privado. Posee duplicados tanto de nuestros códigos como de los de la otra máquina. Vive en otra parte de la montaña y los demás creen que ha muerto. Vigila todas las tareas rutinarias. Me da una segunda copia de todo cuanto pasa.

»Hasta el momento, las consignas de Moscú están libres de todo signo de conspiración. Pienso en esas cosas constantemente, señor Bond. Tomo precauciones y tomaré muchas más. Como ya he dicho, usted me infravalora.

—No lo infravaloro, Doctor No. Es usted un hombre de lo más cauto, pero tiene muchos expedientes abiertos. En mi negocio, me ocurre lo mismo. Conozco la sensación, pero en su caso tiene algunos realmente malos. Los chinos, por ejemplo, no me gustaría tener nada que ver con ellos. El FBI sería el menos doloroso: robo y falsificación de identidad. Pero ¿Conoce usted a los rusos tan bien como yo? Por el momento, usted es su «mejor amigo». Pero los rusos no tienen amigos. Querrán asumir el mando, pero pegándole un tiro a usted.

»Además, está el expediente abierto en el Servicio Secreto. ¿Acaso quiere que aumente de espesor? Yo en su lugar no lo haría, Doctor No. Hay un montón de gente muy tenaz en el Servicio. Si algo me sucede a mí o a la chica, descubrirá que Cayo Cangrejo es una isla muy pequeña y desprotegida.

—No se pueden hacer grandes apuestas sin correr riesgos, señor Bond. Asumo los riesgos y, en la medida de mis posibilidades, me he preparado para afrontarlos.

»Ya ve, señor Bond. —Su voz profunda mostraba un atisbo de ambición—. Estoy a punto de conseguir cosas aun mayores. El segundo capítulo al cual me refería promete tal recompensa que sólo un estúpido renunciaría a ella por tener miedo.

»Ya le he dicho que puedo manipular los haces de radiofaro con los que dirigen estos cohetes, señor Bond. Puedo hacer que cambien su curso y que ignoren el control por radio. ¿Qué diría, señor Bond, si lograra ir más allá? Si pudiera hacerlos caer en el mar cerca de esta isla y apoderarme de los secretos de su fabricación.

»En la actualidad, los destructores norteamericanos en el Atlántico Sur se ocupan del salvamento de estos misiles cuando agotan el combustible y caen al mar en paracaídas. A veces, los paracaídas no se abren. A veces los dispositivos de autodestrucción fallan. Nadie en las islas Turks se sorprendería si de vez en cuando el prototipo de una nueva serie interrumpiera su vuelo y cayera cerca de Cayo Cangrejo. Para empezar, por lo menos, supondrían que había sido un fallo mecánico. Más tarde, tal vez descubrirían que otras señales de radio además de las suyas estaban guiando sus cohetes. Estallaría una guerra de interferencias.

»Tratarían de localizar la fuente de las señales interceptoras. Descubriría que me estaban buscando. Haría un último intento. Sus cohetes se volverían locos. Acabarían en la Habana, en Kingston. Darían la vuelta en dirección a Miami.

Incluso sin cabezas nucleares, señor Bond, cinco toneladas de metal a más de mil kilómetros por hora pueden hacer mucho daño en una ciudad poblada. ¿Y entonces qué? Cundiría el pánico y se extendería la indignación entre el público.

»Los experimentos tendrían que ser suspendidos. La base de las islas Turks sería desmantelada. ¿Y cuánto pagaría Rusia para que eso sucediera, señor Bond? ¿Y cuánto pagaría por cada uno de los prototipos que capturase para ellos? ¿Digamos diez millones de dólares por toda la operación? ¿Veinte millones? Sería una victoria incalculable en la carrera armamentística. Podría fijar el precio. ¿No está de acuerdo, señor Bond? ¿No cree que estas consideraciones vuelven patéticos sus argumentos y amenazas?

Bond no dijo nada. No había nada que decir. De pronto, estaba de vuelta en la tranquila habitación en lo alto de Regent’s Park. Oía la lluvia azotar con suavidad la ventana y la voz impaciente y sarcástica del señor M que decía: «Oh, un maldito asunto sobre pájaros… unas vacaciones al sol le sentarán bien… una investigación rutinaria». Y él, Bond, con una canoa, un pescador y una comida de picnic había marchado, cuántos días o cuántas semanas hacía ya, a «echar un vistazo». Pues bien, le había echado un vistazo a la caja de Pandora. Había hallado las respuestas y descubierto los secretos. ¿Y ahora qué? Ahora le iban a enseñar educadamente el camino de su tumba llevándose consigo los secretos y a la muchacha que había encontrado y arrastrado tras él en su lunática aventura. La amargura que Bond sentía en su interior le vino a la boca y por un momento pensó que iba a vomitar.

Cogió el champán y vació la copa. Dijo con dureza:

—Está bien, Doctor No. Sigamos con la función. ¿Cuál es el programa: un cuchillo, un tiro, veneno, una cuerda? Pero que sea rápido. Ya he tenido más que suficiente de usted.

Los labios del Doctor No se comprimieron en una tenue línea morada. Los ojos eran duros como el ónice bajo su frente y cráneo pulidos como bolas de billar. La máscara de amabilidad había desaparecido. El inquisidor general se sentó en la silla de respaldo alto. Había llegado la hora de la peine forte et dure[8].

El Doctor No pronunció una palabra, los dos guardianes dieron un paso hacia delante y cogieron a las dos víctimas por encima de los codos, forzando los brazos contra los costados de las sillas. No hubo resistencia. Bond se concentró en mantener el encendedor apretado contra la axila. Las manos enguantadas se cerraban sobre sus bíceps como bandas de acero. Sonrió a la chica:

—Lo siento, Honey. Después de todo, me temo que no voy a poder jugar contigo.

Los ojos de la joven mostraban el miedo en un rostro desvaído. Los labios le temblaban, y dijo:

—¿Dolerá?

—¡Silencio! —La voz del Doctor No sonó como el restallido de un látigo—. Basta de tonterías. Claro que dolerá. Me interesa el dolor y también me interesa descubrir la resistencia del cuerpo humano. De vez en cuando hago experimentos con gente de mi personal cuando se merece un castigo, y con intrusos como vosotros. Ambos me habéis causado muchos problemas. A cambio tengo intención de que sintáis mucho dolor. Contabilizaré la duración de vuestra resistencia. Los hechos serán anotados y un día mostraré mis hallazgos al mundo. Vuestras muertes habrán servido a los propósitos de la ciencia. Nunca desperdicio el material humano.

»Los experimentos de los alemanes durante la guerra fueron un gran beneficio para la ciencia. Hace ya un año que sometí a una chica a la muerte que he escogido para ti, mujer. Era negra y aguantó tres horas hasta morir de terror. Quería una chica blanca para comparar. No me sorprendió que me informaran de tu llegada, pues siempre consigo lo que quiero.

El Doctor No se reclinó en la silla. Había clavado los ojos en la joven y observaba sus reacciones. Ella le devolvió la mirada, medio hipnotizada, como un ratón de campo ante una serpiente de cascabel.

Bond apretó los dientes.

—Como eres jamaicana, sabrás de lo que hablo. Esta isla se llama Cayo Cangrejo y recibe este nombre, porque está infestada de cangrejos, cangrejos terrestres, que en Jamaica llaman «cangrejos negros». Ya los conoces. Pesan en torno al medio kilo y son tan grandes como platos de postre. En esta época del año acuden a millares; salen de sus agujeros junto a la costa y ascienden por la montaña. Allí, en las tierras altas coralinas se vuelven a meter en agujeros en las rocas y desovan sus crías. Marchan formando ejércitos de cientos de ejemplares.

»Marchan a través y por encima de cualquier cosa. En Jamaica atraviesan las casas que encuentran en su camino. Son como los lemmings de Noruega. Es una migración compulsiva. —El Doctor No hizo una pausa y prosiguió en voz baja—. Pero hay una diferencia. Los cangrejos devoran cuanto encuentran a su paso, y en este momento avanzan apremiados. Están subiendo ahora mismo por la montaña a millares, en grandes oleadas rojas, naranjas y negras, que corretean y se apresuran arañando las rocas a nuestro alrededor. Y esta noche, en medio del camino, se encontrarán el cuerpo desnudo de una mujer tumbada, un banquete para ellos, y tantearán ese cuerpo caliente con sus pinzas; uno hará la primera incisión con sus pinzas de combate y entonces… y entonces…

La muchacha lanzó un gemido, y la cabeza cayó hacia adelante desmadejada sobre el pecho. Se había desmayado. El cuerpo de Bond se agitó violentamente en la silla. Masculló una sarta de obscenidades entre los dientes apretados. Las enormes manos del guardián quemaban en torno a sus brazos. Ni siquiera conseguía mover las patas de la silla. Tras un momento, dudó. Esperó a que su voz se serenara y entonces dijo:

—Malnacido. Arderá en el infierno por esto.

El Doctor No desplegó una tenue sonrisa.

—Señor Bond, no admito la existencia del infierno. Consuélese. Tal vez empiecen por la garganta o el corazón. El movimiento del pulso los atraerá. Siendo así, no durará mucho.

Dijo algo en chino y el guardián de la muchacha se inclinó hacia delante, levantó su cuerpo de la silla como si fuera el de una niña y se echó el cuerpo inerte sobre el hombro. El cabello caía en una lluvia dorada entre los brazos oscilantes. El guardián fue hasta la puerta, la abrió y salió, cerrándola sin ruido tras él.

Durante un momento reinó el silencio en la habitación. Bond sólo pensaba en el cuchillo pegado a la piel y en el encendedor bajo la axila. ¿Cuánto daño podría infligir con esos pedazos de metal? ¿Llegaría a tener al Doctor No a su alcance?

El Doctor No dijo serenamente:

—Usted dijo que el poder era una ilusión, señor Bond. ¿Ha cambiado de idea?

»No me cabe duda de que el poder de elegir esta muerte para la muchacha no es una ilusión. Sin embargo, sigamos con el método elegido. También tiene aspectos novedosos. Ya ve, señor Bond. Me interesa la anatomía del valor, el poder de resistencia del cuerpo humano. Pero ¿Cómo medir la resistencia humana? ¿Cómo registrar gráficamente la voluntad de vivir, la tolerancia al dolor, la victoria sobre el miedo? He dado muchas vueltas al problema y creo que lo he resuelto. Por supuesto, es un método sencillo y básico, pero iré adquiriendo experiencia a medida que más y más personas se sometan a la prueba.

»Usted ha sido preparado para el experimento lo mejor que he podido. Le di un sedante para que su cuerpo descansara y lo he alimentado bien para que tenga las fuerzas intactas. Los futuros pacientes —como yo los llamo— gozarán de las mismas ventajas. Todos comenzarán en ese sentido en igualdad de condiciones; después será cuestión de valor individual y capacidad de resistencia. —El Doctor No hizo una pausa y observó el rostro de Bond—. Ya ve, señor Bond, acabo de terminar la construcción de una carrera de obstáculos, una pista americana contra la muerte. No le diré más porque el elemento sorpresa es uno de los ingredientes del miedo. Los peligros desconocidos son los peores y los que más desgastan las reservas de valor. Me felicito de que los peligros que correrá contengan una rica variedad de sorpresas. Será especialmente provechoso, señor Bond, que un hombre de sus cualidades físicas sea mi primer participante. Resultará muy interesante saber hasta dónde llega en el itinerario que he concebido. Usted debería dejar el listón bien alto para los futuros corredores. Tengo muchas esperanzas depositadas en usted. Debería llegar lejos, pero cuando no supere uno de los obstáculos, lo cual es inevitable, recuperaremos su cuerpo y examinaré meticulosamente el estado físico de los restos. Registraré los datos obtenidos. Usted será el primer punto de la gráfica. Todo un honor, ¿no le parece, señor Bond?

Bond no dijo nada. ¿Qué diablos significaba todo esto? ¿En qué consistía esa prueba? ¿Sería posible sobrevivir? ¿Había alguna probabilidad de escapar y llegar hasta la joven antes de que fuera demasiado tarde, aunque sólo fuera para rematarla y librarla de la tortura? Bond hizo acopio en silencio de sus reservas de valor, controlando el miedo a lo desconocido que ya le atenazaba la garganta y concentrándose en la voluntad de supervivencia. De alguna forma y por encima de todo lo demás, debía aferrarse a las armas.

El Doctor No se levantó y se alejó de la silla. Caminó lentamente hacia la puerta y se dio la vuelta. Los agujeros negros amenazadores devolvieron la mirada a Bond justo debajo del dintel de la puerta. La cabeza se inclinó una fracción. Los labios morados se tensaron.

—Haga una buena carrera por mí, señor Bond. Como se suele decir, estará usted en mis pensamientos.

El Doctor No se dio la vuelta y se fue; la puerta se cerró con suavidad detrás de aquella espalda alta y delgada de color metálico.