La caja de Pandora
James Bond levantó el vaso y bebió un sorbo pensativo. No tenía sentido seguir disimulando. Su historia del representante de la Audubon Society era de cualquier forma un embuste endeble que podría descubrir cualquiera que supiese algo sobre aves. Era obvio que su propia identidad había sido hecha trizas. Tenía que concentrarse en proteger a la chica. Para empezar debía tranquilizarla.
Bond sonrió al Doctor No y le dijo:
—Conozco su contacto en King’s House. La señorita Taro. Es una agente suya.
»He registrado el hecho y se divulgará bajo ciertas circunstancias junto con otros hechos. —La cara del Doctor No mostraba desinterés—. Pero si tenemos que hablar, hagámoslo sin más golpes de efecto. Usted es un hombre interesante, pero no es necesario que intente ser más interesante de lo que es. Ha sufrido la desgracia de perder las manos y lleva unas mecánicas. Muchos hombres heridos en la guerra las llevan. Usa lentes de contacto en vez de gafas. Tiene un walkie-talkie en vez de una campanilla para llamar a su sirviente. No dudo de que tenga otros trucos, pero, Doctor No, usted sigue siendo un hombre que duerme, come y defeca como el resto. Así que basta de juegos de prestidigitación, por favor. No soy uno de sus recolectores de guano y no me impresiona.
El Doctor No inclinó unos milímetros la cabeza.
—Muy bien dicho, señor Bond. Acepto el reproche. No dudo de que he adquirido unos amaneramientos enojosos por vivir demasiado tiempo en compañía de monos. Pero no confunda estos amaneramientos con una fanfarronada. Soy un científico. Adapto las herramientas al material. También poseo variedad de herramientas para trabajar con materiales refractarios. Sin embargo —el Doctor No alzó unos centímetros la mangas unidas y dejó que cayeran de nuevo sobre el regazo—, sigamos con nuestra conversación. Es un placer poco habitual tener a alguien inteligente escuchando y disfrutaré contándole la historia de uno de los hombres más interesantes del mundo. Usted es la primera persona que la oye. Nunca la había contado antes. Es usted la única persona que he conocido capaz de apreciarla y sé —El Doctor No se detuvo ante la importancia de las últimas palabras con el fin de que surtieran efecto— que se la guardará para sí mismo. La segunda de estas consideraciones también atañe a la joven.
Así era. Ninguna duda tenía ya Bond desde que las Spandau abrieran fuego sobre él, o incluso antes, en Jamaica, donde los intentos de asesinato no podía decirse que hubieran sido poco entusiastas. Bond asumió desde el principio que este hombre era un asesino y que iba a ser un duelo a muerte. Había actuado con la fe ciega habitual en él pensando que ganaría el duelo hasta el instante en que el lanzallamas lo apuntó. Entonces comenzó a dudar. Ahora lo sabía. Este hombre era demasiado poderoso y estaba demasiado bien equipado.
—No vale la pena que la chica lo oiga —dijo Bond—. Nada tiene ella que ver conmigo. La encontré ayer en la playa. Es jamaicana, del puerto de Morgan, y colecciona conchas. Sus hombres le destruyeron la canoa y tuve que llevarla conmigo. Déjela marchar ahora y que vuelva a su casa. No hablará. Jurará no hacerlo.
La muchacha le interrumpió con fiereza:
—¡Por supuesto que hablaré! Lo contaré todo. No me voy a mover de aquí, me quedaré contigo.
Bond la miró y le dijo en tono distante:
—No te quiero.
El Doctor No dijo apaciblemente:
—No malgaste saliva en estas heroicidades. Nadie que haya llegado a esta isla ha salido jamás. ¿Me comprende? Nadie, ni siquiera el pescador más insignificante. No es mi forma de actuar. No replique ni pruebe con una de sus patrañas. De nada serviría.
Bond estudió su cara. No había rabia ni terquedad, nada excepto suprema indiferencia. Se encogió de hombros. Miró a la chica y sonrió. Le dijo:
—Está bien, Honey. No quería decir lo que dije. Odiaría que te fueras. Permaneceremos juntos y escucharemos lo que este maníaco tenga que decir.
La joven asintió feliz. Era como si su amante la hubiera amenazado con echarla del cine y ahora cediese en su empeño.
El Doctor No continuó con el mismo tono de voz:
—Está en lo cierto, señor Bond. Eso es justamente lo que soy, un maníaco.
»Todos los grandes hombres son maníacos. Están poseídos por una manía que los hace avanzar hacia una meta. Los grandes científicos, los filósofos, los líderes religiosos, todos son maníacos. ¿Qué otra cosa sino la ciega individualidad de un propósito podría dar sentido a su genio y mantenerlos en el camino de su empeño? La manía, apreciado señor Bond, es tan valiosa como el genio. La disipación de la energía, la fragmentación de la visión, la pérdida del impulso, la falta de consecución, son todos vicios del rebaño. —El Doctor No se reclinó un poco en la silla—. Carezco de esos vicios. Soy, como usted dice correctamente, un maníaco; un maníaco, señor Bond, con la manía del poder. Ese es el sentido de mi vida. —La negrura de aquellos agujeros azabache se fijó en Bond brillando a través de las lentes de contacto—. Por eso estoy aquí. Por eso usted está aquí. Por eso esto existe.
Bond cogió el vaso y lo apuró. Lo llenó de nuevo con la coctelera y dijo:
—No me sorprende. Es la vieja historia de creerse el rey de Inglaterra, el presidente de los Estados Unidos o Dios. Los manicomios están llenos de estos casos. La única diferencia es que, en vez de estar encerrado, usted se ha construido su propio sanatorio para encerrarse en él. Pero ¿por qué lo hace? ¿Por qué permanecer sentado en esta celda le confiere la ilusión del poder?
La irritación asomó en la comisura de la línea formada por su boca.
—Señor Bond, el poder es soberanía. El primer principio de Clausewitz es contar con una base segura de la cual dimane la libertad de acción. Juntas constituyen la soberanía. Me he asegurado estas cosas y muchas otras. Nadie más en el mundo las posee en el mismo grado. No pueden tenerlas. El mundo es demasiado público. Estas cosas sólo pueden mantenerse en privado. Usted habla de reyes y presidentes. ¿Cuánto poder tienen? Tanto como la gente les permita.
»¿Quién tiene en el mundo poder de vida o muerte sobre su pueblo? Ahora que Stalin ha muerto, ¿puede usted nombrar a alguien excepto a mí? Gracias al secreto. Gracias al hecho de que nadie lo sabe. Gracias al hecho de que no tengo que rendir cuentas a nadie.
Bond se encogió de hombros.
—Eso es sólo la ilusión del poder, Doctor No. Todo hombre con un revólver cargado tiene poder de vida o muerte sobre sus vecinos. Otras personas además de usted han asesinado en secreto y escapado. Al final suelen tener su merecido.
»Un poder superior al que poseen es ejercido sobre ellos por parte de la comunidad. Eso le ocurrirá a usted, Doctor No. Se lo digo, su búsqueda de poder es una ilusión, porque el poder mismo es otra ilusión.
El Doctor No dijo con ecuanimidad:
—Lo mismo ocurre con la belleza, señor Bond. Y con el arte, el dinero o la muerte. Y probablemente, con la vida. Estos conceptos son relativos. Su plan apoyado en palabras no me da miedo. Sé más filosofía, ética y lógica que usted, me atrevería a decir. Pero dejemos a un lado este debate estéril. Volvamos al comienzo, a mi manía de poder o, si usted lo desea, a la ilusión de poder. Y por favor, señor Bond —Una arruga más se marcó en su sonrisa inamovible—, por favor, no piense que media hora de conversación con usted pueda alterar el curso de mi vida. Interésese mejor en la historia de mi búsqueda, digámoslo así, de una ilusión.
—Prosiga. —Bond echó un vistazo a la muchacha. Ella encontró sus ojos y se llevó la mano a la boca como para ocultar un bostezo. Bond le sonrió divertido. Se preguntó cuándo querría el Doctor No abandonar la pose de indiferencia.
El Doctor No dijo con benignidad:
—Procuraré no aburrirles. Los hechos son mucho más interesantes que las teorías, ¿no está de acuerdo? —El Doctor No no esperaba una respuesta. Centró su atención en el elegante tulipán de mar, que ya había recorrido en su ascenso la mitad de la oscura ventana. Unos pececillos plateados atravesaron como centellas la negrura. Una línea azulada de fosforescencia se desplazó sin rumbo fijo. Arriba, junto al techo, el brillo cada vez mayor de las estrellas entraba por el cristal.
La artificialidad de la escena de la habitación, las tres personas sentadas en sillas confortables, las bebidas en el aparador, la lujosa alfombra, las luces tenues, le parecieron de pronto absurdas a Bond. Incluso lo dramático de la situación y el peligro eran cosas insignificantes comparadas con el avance ascendente del tulipán de mar por el cristal, suponiendo que el cristal reventara, o que las tensiones hubieran sido calculadas erróneamente o su ejecución tuviera fallos, o suponiendo que el mar decidiera apoyarse con un poco más de fuerza sobre la ventana.
—Fui el hijo único de un misionero metodista alemán y de una joven china de buena familia —dijo el Doctor No—. Nací en Pekín, pero era un hijo ilegítimo y resultaba un estorbo. Pagaron a una tía de mi madre para que me criara. —El Doctor No hizo una pausa—. Nada de amor, ya ve, señor Bond. Falta de amor materno. —Prosiguió—. La semilla había sido sembrada. Me fui a trabajar a Shanghai y me involucré con la mafia china y sus procedimientos ilegales. Me encantaban las conspiraciones, los robos, los asesinatos, los incendios de las propiedades sin asegurar. Representaban la insubordinación contra la figura paterna que me había traicionado. Deseaba la muerte y destrucción de personas y cosas. Me convertí, por así decirlo, en un adepto a la técnicas criminales. Entonces surgieron problemas. Tuve que quitarme de en medio. Las bandas me consideraban demasiado valioso para matarme y me introdujeron ilegalmente en Estados Unidos. Me instalé en Nueva York. Llevaba una carta de presentación, codificada, para una de las dos bandas más poderosas de América del Norte: la Hip Sings. Nunca supe lo que decía la carta, pero me cogieron en seguida de secretario confidencial. A su debido tiempo, a la edad de treinta años, pasé a ser el equivalente al tesorero. El tesoro ascendía a más de un millón de dólares.
»Codiciaba ese dinero. Entonces comenzaron las grandes guerras entre bandas a finales de los años veinte. Las dos grandes bandas de Nueva York, la mía, Hip Sings, y la rival, On Lee Ongs, comenzaron a luchar. Con el paso de las semanas, cientos de ambos bandos fueron asesinados y sus casas y propiedades reducidas a cenizas. Fue una época de torturas, asesinatos e incendios a los que me sumé encantado. Entonces aparecieron las brigadas antidisturbios. Casi toda la policía de Nueva York fue movilizada. Los dos ejércitos clandestinos fueron desarticulados; los cuarteles de las dos bandas, asaltados, y los cabecillas, enviados a la cárcel. Yo recibí un soplo sobre la redada que iban a hacer con mi banda. Unas pocas horas antes de llevarse a cabo, abrí la caja fuerte, desvalijé el millón de dólares en oro, desaparecí en el Harlem y se me tragó la tierra. Fui estúpido.
»Debería haberme ido de América al rincón más lejano del planeta. Incluso desde las celdas de los condenados a muerte de Sing Sing, los jefes de mi banda dieron conmigo. Me encontraron. Los asesinos llegaron de noche y me torturaron. No les dije dónde estaba el oro. Me torturaron toda la noche y, como no pudieron doblegarme, me cortaron las manos para que se supiera que el cadáver era el de un ladrón, y me pegaron un tiro en el corazón antes de irse. Pero 110 sabían una cosa de mí. Soy el único hombre entre un millón que tiene el corazón en el costado derecho. Esas son las posibilidades, una entre un millón. Viví. Gracias a mi voluntad sobreviví a la operación y a los meses en el hospital. Y todo el tiempo planeaba y volvía a planear la forma de huir con el dinero, guardarlo y lo que hacer con él.
El Doctor No calló. Las sienes se le habían encendido un tanto. Su cuerpo se revolvía inquieto en el quimono. Los recuerdos lo habían enardecido. Durante un momento cerró los ojos para serenarse. Bond pensó: «¡Ahora! ¿Me abalanzo sobre él y lo mato? ¿Rompo el vaso y utilizo el pie mellado?».
Los ojos del Doctor No se abrieron de nuevo.
—¿No los estoy molestando? ¿Seguro? Por un momento me pareció que se distraían.
—No.
La ocasión había pasado. ¿Habría otras? Bond midió la distancia que los separaba; reparó en que la vena yugular sobresalía por encima del cuello del quimono.
Los finos labios morados se abrieron y la historia siguió su curso.
—Señor Bond, fue una época de resoluciones firmes y tajantes. Cuando me dejaron salir del hospital, me fui a ver a Silberstein, el mayor comerciante de sellos de Nueva York. Compré un sobre, sólo uno, lleno de los más raros sellos postales del mundo. Me costó semanas reunidos, pero no me importó el precio, fuera en Nueva York, Londres, París o Zurich. Quería que el oro se pudiera mover.
»Lo invertí todo en esos sellos. Presentía que estallaría la guerra mundial y que subiría la inflación. Sabía que lo mejor sería apreciado o que, por lo menos, mantendría su valor. Mientras tanto cambié de aspecto. Hice que me extirparan el cabello de raíz, y me redujeran la nariz de tamaño; me ensancharon la boca y adelgazaron los labios. Como no podía volverme más bajo, me hice más alto. Llevo zapatos de suelas gruesas. Sometí mi columna a semanas de tracción. Cambié de ademanes. Me quité las manos mecánicas y me puse manos de cera enguantadas.
»Me cambié el nombre por el de Julius No, Julius por mi padre y No por mi rechazo a él y a toda autoridad. Me quité las gafas y me puse lentes de contacto, uno de los primeros pares fabricados en el mundo. Entonces me fui a Milwaukee, porque no había chinos, y me matriculé en la facultad de medicina. Me oculté en el mundo académico, el mundo de las bibliotecas y los laboratorios, las aulas y los campus. Allí, señor Bond, me enfrasqué en el estudio del cuerpo humano y la mente. ¿Por qué? Porque quería saber de lo que es capaz este barro. Debía aprender primero cuáles eran mis herramientas antes de usarlas para mi meta siguiente: seguridad total frente a la debilidad física, frente a los peligros materiales y las contingencias de la vida. Entonces, señor Bond, con esa base segura, protegido contra los peligros ocasionales del mundo, podría adquirir poder, el poder para hacerles a otros lo que me hicieron a mí, poder de vida o muerte, poder de decisión para juzgar con total independencia de la autoridad exterior.
»Porque esa, señor Bond, tanto si le gusta como si no, es la esencia del poder temporal.
Bond alargó el brazo para coger la coctelera y se sirvió una tercera copa. Miró a Honeychile. Parecía serena e indiferente, como si tuviera la mente ocupada en otras cosas. Ella le sonrió.
El Doctor No dijo con benignidad:
—Supongo que tendrán hambre. Les ruego que tengan paciencia. Seré breve.
»Si lo recuerdan, estaba en Milwaukee. En su momento, terminé los estudios, dejé América del Norte y di la vuelta al mundo en etapas cortas. Me puse el nombre de “doctor”, porque los doctores son objeto de confidencias y pueden formular preguntas sin levantar sospechas. Estaba buscando mi residencia. Tenía que ser segura durante la guerra que se avecinaba y había de ser una isla, totalmente privada, capaz de ser objeto de un desarrollo industrial.
»Al final compré Cayo Cangrejo y aquí he permanecido durante catorce años. Han sido años provechosos y seguros, sin una nube en el horizonte. Me entretenía la idea de convertir el excremento de los pájaros en oro, y me aferré a la idea con pasión. Me parecía la industria ideal. Había una demanda constante del producto. Las aves no necesitaban mayor cuidado que el de dejarlas en paz. Cada ave es una fábrica que transforma el pescado en estiércol. La explotación del guano es sólo cuestión de no estropear la cosecha excavando demasiado. El único problema es el coste de la mano de obra.
»En el año 1942, los braceros cubanos y jamaicanos ganaban diez chelines a la semana cortando caña. Tenté a cien de ellos a venir a la isla ofreciéndoles el pago de doce chelines semanales. Con el guano a cincuenta dólares la tonelada, estaba bien situado, aunque con una condición, que los sueldos permanecieran estables. Me aseguré de ello aislando mi comunidad de la inflación mundial. De vez en cuando ha habido que utilizar métodos enérgicos, pero el resultado es que mis hombres están contentos con su sueldo, porque es el salario más alto que han conocido. Traje una docena de rechinos con sus familias para que trabajaran de capataces. Cada hombre recibe una libra semanal. Son duros y de fiar. En una ocasión tuve que ser despiadado con ellos, pero pronto aprendieron. Automáticamente mi población aumentó en número. Agregué algunos ingenieros y constructores. Nos pusimos a trabajar en la montaña. En ocasiones traje equipos de especialistas con elevados salarios. Los mantenía apartados del resto. Vivían dentro de la montaña hasta terminar el trabajo y se iban en barco. Instalaron la luz, la ventilación y el ascensor. Construyeron esta habitación. Las provisiones y el mobiliario llegaron procedentes de todo el mundo.
»Pude crear la tapadera del sanatorio para encubrir mis operaciones en el caso de que un día haya un naufragio o el gobernador de Jamaica decida hacerme una visita. —Los labios se abrieron en una sonrisa—. Debe admitir que soy capaz, si así lo deseo, de proveer a los visitantes la más fragante recepción. ¡Buena precaución para el futuro! Gradual y metódicamente fui construyendo esta fortaleza mientras las aves defecaban en su cumbre. Ha sido duro, señor Bond. —Los ojos negros no esperaban comprensión ni encomios—. Pero a finales del año pasado el trabajo concluyó. Había conseguido una base segura y bien camuflada. Estaba listo para dar el siguiente paso, una prolongación de mi poder en el mundo exterior.
El Doctor No guardó silencio. Levantó los brazos una pulgada y los dejó caer de nuevo resignadamente sobre el regazo.
—Señor Bond, afirmé que no había habido ni una nube en el cielo durante estos catorce años. Pero hubo una, todo el tiempo, cerniéndose en el horizonte.
»¿Sabe usted qué era? Un pájaro, un ridículo pájaro llamado espátula rosada. No lo aburriré con los detalles, señor Bond. Ya está al corriente de algunas de las circunstancias. Los dos guardas, a varios kilómetros de aquí y en el medio del lago, se aprovisionaban con una lancha que venía de Cuba. Enviaban sus informes por medio de la lancha. Ocasionalmente, ornitólogos de Estados Unidos llegaban en la lancha y pasaban varios días en el campamento. No me importaba. El área queda lejos de los límites impuestos a mis hombres. Los guardas no podían acercarse a mis recintos. No había contacto alguno. Desde el principio dejé claro a la Audubon Society que no recibiría a sus representantes. ¿Y qué ocurre entonces? Un día, más allá del cielo despejado, recibo una carta del barco que viene todos los meses.
»La espátula rosada se había convertido en una de las maravillas ornitológicas del mundo. La Sociedad me mandó una notificación formal de que tenían la intención de construir un hotel en el terreno arrendado, junto al río por el que usted vino. Los amantes de los pájaros de todo el mundo vendrían a observar a estas aves. Se harían películas. Cayo Cangrejo, me dijeron en su halagadora y persuasiva carta, sería famoso.
»Señor Bond. —Levantaba y dejaba caer los brazos. La ironía asomaba a su sonrisa forzada—. ¿Puede creerlo? ¡El secreto conseguido! ¡Los planes para el futuro! ¡Borrados por culpa de un puñado de viejas y unos cuantos pájaros! Estudié el arrendamiento. Escribí ofreciendo una enorme suma para comprarlo. La rechazaron. Por tanto, estudié a los pájaros y descubrí sus hábitos. Y, de pronto, hallé la solución. Era sencillo. El hombre siempre ha sido el máximo depredador de estas aves. Las espátulas son extremadamente tímidas y se asustan con facilidad. Encargué en Florida un vehículo anfibio, un vehículo que se emplea en las prospecciones petrolíferas, que pudiera desplazarse por todo tipo de terreno.
»Introduje unas adaptaciones para asustar y quemar no sólo a los pájaros sino también a personas, ya que los guardas también tendrían que irse. Una noche de diciembre, el vehículo anfibio atravesó el lago con sus bramidos. Destruyó el campamento y se dio por muertos a los dos guardas, aunque resultó que uno de ellos logró escapar y murió en Jamaica. El vehículo incendió los puntos de nidificación y sembró el terror entre las aves. ¡Fue un éxito completo! La histeria se extendió entre las espátulas y murieron a miles. Pero entonces me envían una solicitud para que un avión aterrice en mi pista. Iba a haber una investigación y decidí dar mi consentimiento. Era lo más aconsejable. Preparé el accidente. Un camión pierde el control en la pista de aterrizaje en el momento en que el avión se aproxima. El avión queda destruido y se elimina cualquier resto del camión. Los cadáveres se depositan respetuosamente en ataúdes e informo de la tragedia.
»Como esperaba, la investigación prosigue. Llega un destructor y recibo cortésmente a su capitán. Él y sus oficiales llegan a tierra por mar y se los conduce tierra adentro. Se les muestran los restos del campamento. Mis hombres apuntan la teoría de que los guardas se volvieron locos por culpa de la soledad y se pelearon. El superviviente prendió fuego al campamento y escapó en su canoa de pesca. Se examina la pista de aterrizaje. Mis hombres informan de que el avión se aproximó demasiado rápido. Las ruedas debieron explotar con el impacto. Se les entregan los cuerpos; todo resulta tristísimo. Los oficiales quedan satisfechos y la paz reina de nuevo.
El Doctor No tosió con delicadeza. Posó su mirada en Bond, en la muchacha y de nuevo en aquel.
—Y esta, amigos míos, es mi historia, o más bien, el primer capítulo del que estoy seguro de que será un relato más largo e interesante. La intimidad ha sido restablecida. No hay nuevos asentamientos de espátulas, por lo que no habrán más guardas. No hay duda de que la Audubon Society decidirá aceptar mi oferta por lo que quede de arrendamiento. No importa. Si comienzan de nuevo con sus patéticas operaciones, les sobrevendrán otras desgracias. Esto me ha servido de aviso. No habrá nuevas interferencias.
—Interesante —dijo Bond—. Una historia interesante. ¿Así que por eso hubo de quitar de en medio a Strangways? ¿Qué hizo con él y la chica?
—Están en el fondo de la presa Mona. Envié a tres de mis mejores hombres.
»Poseo una pequeña pero eficaz maquinaria en Jamaica. La necesito. He establecido vigilancia sobre los servicios de espionaje de Jamaica y Cuba. Es necesario para mis próximas operaciones. Su querido señor Strangways comenzó a sospechar y a husmear. Por suerte, en aquel momento conocía la rutina de este hombre. Su muerte y la de la chica sólo fue cuestión de hallar una oportunidad.
»Tenía la esperanza de desembarazarme de usted con la misma celeridad. Tuvo suerte, aunque sabía qué clase de hombre era usted por los archivos de King’s House. Supuse que la mosca vendría hasta la araña. Lo estaba esperando y cuando apareció la canoa en la pantalla del radar, supe que no escaparía.
—Su radar no es muy eficaz —dijo Bond—. Había dos canoas. La que usted vio fue la de la chica. Le repito que ella nada tiene que ver conmigo.
—Entonces tiene mala suerte. Resulta que necesito una mujer blanca para un pequeño experimento. Como acordamos antes, señor Bond, uno por lo general consigue lo que quiere.
Bond miró pensativamente al Doctor No. Se preguntó si valía la pena intentar hacer mella en aquel hombre impenetrable. ¿Valía la pena gastar saliva amenazándole o recurriendo a estratagemas? Bond no tenía más cartas que un dos de tréboles bajo la manga. La idea de jugar esa baza casi lo aburría. Con soberana indiferencia y como por casualidad puso las cartas sobre la mesa.
—Entonces tiene usted mala suerte, Doctor No. Usted es en este momento un expediente en Londres. Mis conclusiones sobre el caso, las pruebas de la fruta envenenada, de la escolopendra y del vehículo siniestrado están todas allí. Lo mismo sucede con los nombres de la señorita Chung y la señorita Taro. Dejé instrucciones a alguien en Jamaica para que el informe fuera abierto y se actuara en consecuencia si no volvía de Cayo Cangrejo en tres días.
Bond guardó silencio. La cara del Doctor No era impasible. Ni sus ojos ni su boca se habían alterado. La vena yugular latía apaciblemente. Bond se inclinó hacia adelante y dijo con delicadeza:
—Pero por la muchacha, y sólo por ella, Doctor No, le haré una oferta. A cambio de que vuelva sana a Jamaica, le daré una semana de ventaja. Coja su avión y sus sellos y trate de escapar.
Bond se reclinó en la silla:
—¿Le interesa, Doctor No?