Pasen al salón
El reloj eléctrico de aquella habitación a oscuras en el corazón de la montaña marcaba las cuatro y media.
En el exterior, Cayo Cangrejo se ahogaba un día más con el calor y la pestilencia. En el extremo este de la isla, la masa de aves, garzas reales, pelícanos, avocetas, andarríos, garcetas, flamencos y unas pocas espátulas rosadas, continuaban construyendo sus nidos o pescaban en las aguas someras del lago. La mayoría de las aves habían sido molestadas con tanta frecuencia aquel año que habían renunciado a la idea de anidar. Durante los últimos meses habían sido atacadas a intervalos regulares por el monstruo que aparecía de noche y reducía a cenizas los puntos de nidificación y los nidos a medio hacer. Aquel año muchas no criarían. Existían inciertos ademanes de emigrar y muchas morirían por la histeria nerviosa que siembra el pánico en las colonias de aves cuando dejan de tener paz e intimidad.
En el otro extremo de la isla, en la guanera que daba a la montaña su apariencia nevada, la vasta extensión de cormoranes había pasado un día más atiborrándose de peces y rindiendo a cambio su tributo de treinta gramos de estiércol precioso para su dueño y protector. Nada había interferido en la época reproductora. Ahora se afanaban ruidosas con los montones desordenados de palitos con los que construirían sus nidos, cada montón exactamente a sesenta centímetros del siguiente, pues los cuervos marinos son aves tremendamente territoriales y peleonas y este círculo de sesenta centímetros constituye su cancha de pelea. Pronto las hembras pondrían tres huevos y la bandada aumentaría con una media de dos jóvenes cormoranes.
Por debajo de la cima, donde comenzaban las excavaciones, el centenar de negros y negras que constituían la mano de obra, se aproximaba al final del turno de trabajo. Habían excavado otros cuarenta y cinco metros cúbicos en la falda de la montaña y otros dieciocho metros de terraza se sumaron al nivel en que trabajaban. Más abajo, la falda de la montaña parecía un monte dividido en terrazas de viñas como en el norte de Italia, excepto que no existían viñedos, sino áridos promontorios excavados en el costado de la montaña. Y en vez del hedor de los miasmas del resto de la isla, había un fuerte olor a amoníaco y un bochorno desagradable que mantenía las excavaciones secas y metía el polvo fresco de color pardo y blanquecino en los ojos, oídos y narices de los excavadores. Sin embargo, los braceros estaban acostumbrados al olor y al polvo, y era un trabajo sencillo y saludable. No tenían quejas.
El último camión de acero del día partió en el ferrocarril Decauville que serpenteaba por la falda de la montaña hasta el molino triturador y el separador.
Sonó un silbato y los braceros se echaron al hombro los toscos picos y se encaminaron despreocupados hacia el grupo de cabañas prefabricadas y rodeadas de valla metálica que constituía su campamento. Al día siguiente, al otro lado de la montaña, atracaría como cada mes un barco en el profundo muelle que habían ayudado a construir diez años atrás, pero que, desde entonces, nunca habían vuelto a ver. Su llegada suponía la irrupción de mercancías frescas, alimentos frescos y bisutería barata en la cantina. Sería un día de fiesta. Correría el ron, habría bailes y unas cuantas peleas. La vida era buena.
La vida también era buena para el personal superior, para todos los chinos negros como los hombres que pudieron capturar a Bond. a Quarrel y a la chica.
También ellos dejaron de trabajar en el garaje, en el taller de maquinaria y en los puestos de guardia, y fueron volviendo a la residencia de «oficiales». Aparte de las guardias y los trabajos de descarga, también mañana sería un día de fiesta para la mayoría. De igual modo beberían y bailarían y habría una nueva hornada de chicas del «interior». Algunos «matrimonios» del último lote proseguirían unos cuantos meses o semanas, según el gusto de cada «marido», pero para el resto harían una nueva elección. Estarían algunas de las chicas más mayores que tuvieron sus hijos en la guardería y que volvían a pasar un nuevo período de trabajo en el «exterior», y habría un puñado de jóvenes con la mayoría de edad cumplida, y «saldrían» por primera vez. Se formarían peleas por ellas y se derramaría sangre, pero al final la residencia de oficiales se pacificaría para reiniciar otro mes de vida comunitaria, cada oficial con una mujer al cuidado de sus necesidades.
En lo profundo del corazón de la montaña, muy por debajo de esta vida disciplinada de la superficie, Bond se despertó en la cama. Aparte del dolor de cabeza por el Nembutal, se encontraba en forma y descansado. Las luces estaban encendidas en la habitación de la joven y la oía moverse por ella. Puso los pies en el suelo y, evitando los fragmentos de cristal de la lámpara rota, fue en silencio hasta el armario ropero y se puso el primer quimono que le vino a la mano. Fue hacia la puerta. La muchacha había dejado un montón de quimonos sobre la cama y se los estaba probando enfrente del espejo de la pared. Llevaba puesto uno muy elegante de seda azul celeste. Le sentaba maravillosamente y contrastaba con el color dorado de su piel.
—Ese está bien —dijo Bond.
Ella se dio la vuelta con celeridad, tapándose la boca con la mano. Al momento la bajó.
—Ah, eres tú. —Ella sonrió—. Pensaba que no despertarías nunca. He ido a verte varias veces. Decidí despertarte a las cinco. Son las cuatro y media y tengo hambre. ¿Puedes conseguirnos algo de comer?
—¿Por qué no? —Bond cruzó la habitación hasta la cama. Al pasar rodeó la cintura de ella con el brazo y la llevó con él. Examinó las campanillas. Apretó la que decía «Servicio de habitaciones». Y dijo—: ¿Y el resto? Llamemos a todo el servicio.
Ella soltó una sonrisita.
—Pero ¿qué es una manicura?
—Alguien que te acicala las uñas. Debemos tener un aspecto óptimo para el Doctor No.
Del fondo de la mente de Bond surgió la urgente necesidad de hacerse con algún tipo de arma; unas tijeras serían mejor que nada. Cualquier cosa serviría.
Tocó dos campanillas más. Soltó a la chica y paseó su mirada por la habitación.
Alguien había entrado mientras estaban dormidos y se había llevado los restos del desayuno. Había una bandeja con bebidas sobre un aparador arrimado a la pared.
Bond se acercó a examinarla. Tenía de todo. Apoyados entre las botellas destacaban dos menús de enormes páginas de a folio cubiertas de letra impresa.
Podrían haber pertenecido al Savoy Grill, al «21», o al Tour d’Argent. Bond les echó un vistazo. Comenzaban con Caviar double de Beluga y terminaban con Sorbet á la Champagne. Entre ambas posibilidades se encontraba cualquier plato cuyos ingredientes resistieran la congelación. Bond los dejó en su sitio. Desde luego no se podía uno quejar de la calidad del queso que servían en la trampa.
Llamaron con los nudillos a la puerta y la exquisita Mayo entró. Iba seguida por otras dos chinas gorjeantes. Bond ignoró su amabilidad y pidió té y tostadas con mantequilla para Honeychile y les dijo que se ocuparan del cabello y las uñas de la muchacha. A continuación se fue al cuarto de baño, se tomó un par de aspirinas y se dio una ducha fría. Se puso otra vez el quimono, reflexionó sobre su aspecto de idiota y volvió a la habitación. Una sonriente Mayo le preguntó si sería tan amable de escoger lo que él y la señora Bryce tomarían para cenar. Sin mostrar entusiasmo alguno, Bond pidió caviar, chuletas de cordero a la parrilla y, de postre, Angels on Horschack para él. Al negarse Honeychile a elegir su cena, escogió melón, pollo asado a la inglesa y helado de vainilla con chocolate caliente para ella.
Mayo sonrió entusiasmada con un gesto de aprobación.
—El Doctor desea saber si las ocho menos cuarto es buena hora.
Bond dijo secamente que sí.
—Muchas gracias, señor Bryce. Les llamaré a las ocho menos dieciséis minutos.
Bond se acercó al tocador donde estaban acicalando a Honeychile. Observó el trabajo de los delicados y diligentes dedos sobre su cabello y uñas. Ella le sonrió en el espejo encantada. Él dijo en tono brusco:
—No les dejes que te emperifollen demasiado.
Se fue hasta la bandeja de las bebidas. Se sirvió un bourbon con soda bien cargado y se lo llevó a su habitación. En buena hora tuvo la brillante idea de hacerse con una arma. Las tijeras y las limas de uñas estaban prendidas del cinto de la manicura con una cadena. Lo mismo sucedía con las tijeras de la peluquera.
Bond se sentó en la cama sin hacer y se sumió en sombrías reflexiones mientras bebía.
Las mujeres se fueron. La muchacha se asomó a mirarle. Al no levantar la cabeza, volvió a su habitación y lo dejó solo. En su momento Bond entró en la habitación de ella para servirse otra copa. Dijo con desgana:
—Honey, estás estupenda.
Miró el reloj de pared y volvió a su cuarto a beberse la copa y a ponerse otro de los estúpidos quimonos, uno liso de color negro.
A su debido tiempo, llamaron delicadamente a la puerta, salieron de la habitación en silencio y recorrieron el elegante pasillo vacío. Mayo se detuvo junto al ascensor. Mantenía abiertas las puertas otra china diligente. Entraron y las puertas se cerraron. Bond reparó en que el ascensor había sido fabricado por Waygood Otis. Todo cuanto había en la prisión era de lujo. Tuvo un estremecimiento de contrariedad. Se dio cuenta de la reacción y se volvió hacia la joven.
—Lo siento, Honey. Tengo un ligero dolor de cabeza.
No quería decirle que toda esa lujosa puesta en escena lo estaba deprimiendo y que no tenía la menor idea de qué iba todo aquello, que las noticias eran malas y que no tenía nada planeado para salir de la situación fuera esta la que fuese. Eso era lo peor de todo. No había nada que deprimiera tanto a Bond como la certeza de no tener una línea de defensa ni de ataque.
La muchacha se acercó más a él y dijo:
—Lo siento, James. Espero que se te pase. ¿No estarás enfadado conmigo por algo?
Bond se esforzó por sonreír y dijo:
—No, cielo. Sólo estoy enfadado conmigo. —Bajó el tono de voz—. Respecto a la cena, deja que sea yo quien hable. Compórtate con naturalidad y no te dejes intimidar por el Doctor No. Puede que esté un poco loco.
Ella asintió con solemnidad.
—Haré lo que pueda.
El ascensor paró con un quejido. Bond no tenía idea de cuánto habían bajado, ¿treinta metros, sesenta metros? Las puertas automáticas se hundieron con un susurro en la pared y Bond y la chica salieron a un gran salón.
Estaba vacío. Era una habitación de techo alto, de unos seis metros de largo, forrada por tres lados con libros hasta el techo. A primera vista, la última pared parecía hecha de cristal azul oscuro. La sala daba la impresión de ser un estudio y una biblioteca combinados. Había en una esquina una gran mesa llena de papeles y otra en el centro con revistas y periódicos. Cómodas sillas tapizadas de cuero rojo estaban esparcidas por la habitación. La alfombra era verdioscura y la iluminación, brindada por lámparas de pie, tenue. Lo único extraño era que la bandeja de las bebidas y el aparador se hallaban arrimados a la larga pared de cristal, y las sillas y mesas con ceniceros estaban dispuestas en un semicírculo de forma que la habitación se orientaba hacia aquella pared vacía.
Los ojos de Bond captaron un remolino tras el cristal oscuro. Cruzó la habitación. Una lluvia plateada de pececillos con otro mayor en su persecución huyó cruzando de lado a lado aquella masa azul oscura. Desaparecieron, por así decirlo, al final del extremo de la pantalla. ¿Qué era aquello? ¿Un acuario? Bond miró hacia arriba. A un metro por debajo del techo, pequeñas olas lamían el cristal. Por encima de las olas se distinguía una franja azul oscura grisácea y sembrada de destellos de luz. La constelación de Orión fue la clave. No era un acuario. Era el mar y el cielo nocturno. Todo un lado de la habitación era de cristal blindado. Se hallaban debajo del mar, justo en el corazón del océano, a seis metros de profundidad.
Bond y la joven se habían quedado clavados en el suelo. Vislumbraron dos grandes ojos saltones, y el destello dorado de una cabeza de ijadas profundas apareció y desapareció en un instante. ¿Un mero? Un cardumen plateado de anchoas se detuvo, suspendido en el agua, y desapareció aceleradamente. Los tentáculos colgantes de seis metros de largo de una carabela portuguesa se mecieron lentamente junto a la ventana, con un centelleo violeta al ser heridos por la luz. Por encima se veía la masa oscura de su vientre y el contorno de su cuerpo inflado, navegando a impulsos de la brisa.
Bond recorrió la pared fascinado por la idea de vivir con la imagen de esta película a cámara lenta y siempre cambiante. Un gran tulipán de mar remontaba lentamente la ventana desde el nivel del suelo; un grupo de damiselas y peces ángel y un pomatómido de color rubí se abrían paso y se rozaban contra una esquina del cristal mientras un cohombro de mar cruzaba la pared mordisqueando las algas diminutas que debían crecer a diario por la parte exterior de la ventana. Una gran sombra oscura se detuvo en el centro de la ventana y se alejó lentamente. ¡Si se pudiera ver más allá!
Obedientemente, dos grandes rayos de luz procedentes del exterior de la «pantalla» perforaron la oscuridad. Por un instante buscaron cada uno por su cuenta hasta coincidir sobre la sombra huidiza de un gran torpedo de color gris apagado que pertenecía a un tiburón de tres metros y medio de largo que quedó iluminado al detalle. Bond distinguió los rosados ojillos porcinos que se movían inquisitivamente hacia la luz y el pulso lento de las agallas diagonales. Al momento, el tiburón se movió en la dirección del rayo convergente y la boca de media luna apareció bajo la cabeza chata. Se quedó quieto un segundo y entonces, con una ondulación elegante y desdeñosa, la enorme cola caudal dio la vuelta con un repentino aletazo y el tiburón desapareció.
Las luces se apagaron. Bond se volvió con lentitud. Esperaba encontrarse al Doctor No, pero la habitación continuaba vacía. Su aspecto era estático e inerte comparado con los misterios pulsátiles más allá de la ventana. Bond volvió a mirar. ¿Cómo sería esto a la luz del día, cuando la vista alcanzase tal vez veinte metros o más? ¿Cómo sería durante una tormenta cuando las olas rompieran sin ruido contra el cristal, retirándose casi hasta el suelo y abalanzándose hacia arriba fuera del campo de visión? ¿Cómo sería al atardecer con los últimos rayos dorados del sol hiriendo la mitad superior de la habitación y las aguas plagadas de partículas bailando en suspensión y llenas de diminutos insectos marinos? ¡Qué hombre más sorprendente debe de ser quien haya concebido este fantástico y hernioso emplazamiento y qué proeza de ingeniería más extraordinaria la que se ha llevado a cabo! ¿Cómo lo había hecho? Sólo podía ser de una forma. Debía de haber empotrado el cristal en el acantilado para luego quitar capa tras capa de roca externa hasta que los buzos pudieran despejar la última túnica de coral. ¿Qué espesor tendría el cristal? ¿Quién lo había puesto allí por él? ¿Cómo había llegado este hombre a la isla? ¿Cuántos buzos tuvo que emplear? ¿Cuánto dinero podría haber costado?
—Un millón de dólares.
Era una voz cavernosa, con eco y un ligero deje americano.
Bond se dio la vuelta con lentitud, casi contra su voluntad, apartándose de la ventana.
El Doctor No había entrado por una puerta situada detrás de la mesa. Estaba de pie y los miraba con benignidad y una sonrisa tenue en los labios.
—Supuse que estaría haciéndose preguntas sobre su coste. Mis invitados suelen pensar en el aspecto crematístico al cabo de unos quince minutos. ¿Era ese su caso?
—Sí.
Aún sonriendo (Bond iba a acostumbrarse a aquella sonrisa tenue), el Doctor No se apartó lentamente de la mesa y avanzó hacia ellos. Parecía deslizarse más que andar a pasos. Las rodillas no se marcaban bajo el brillo metálico mate de su quimono, y no se veía el calzado bajo el rozagante dobladillo.
La primera impresión de Bond fue la delgadez, el andar erguido y la altura de aquel hombre. El Doctor No era al menos quince centímetros más alto que Bond, pero la rectitud estática de su cuerpo le hacía parecer aún más alto. La cabeza también era alargada y se estrechaba a partir de un cráneo redondo y totalmente calvo, terminando en una barbilla afilada, de tal forma que daba la impresión de ser una gota de agua invertida, o mejor dicho, una gota de aceite invertida, porque la piel era de un amarillo intenso casi translúcido.
Era imposible adivinar la edad del Doctor No; por lo que Bond podía ver, no tenía arrugas en el rostro. Era extraño ver una frente tan lisa como el cráneo pulido. Incluso las mejillas hundidas y cavernosas bajo los pómulos prominentes parecían bruñidas como el marfil. Las cejas recordaban un tanto a Dalí: finas, negras, arqueadas hacia arriba como si hubieran sido pintadas para el maquillaje de un prestidigitador. Debajo de ellas, unos ojos rasgados de color negro azabache surgían del cráneo y lo miraban fijamente. No tenía pestañas. Parecían bocas de revólveres de pequeño calibre, inertes, sin pestañear y totalmente desprovistas de expresividad. La nariz delgada y rosácea terminaba muy cerca de la herida amplia y tensa de su boca, la cual, pese a esbozar en todo momento una sonrisa, sólo mostraba crueldad y autoritarismo. El mentón se hundía hacia el cuello. Más tarde Bond se dio cuenta de que rara vez se desplazaba más que ligeramente de su centro, dando la impresión de que la cabeza y las vértebras constituían una sola pieza.
Su peregrina figura semejaba un gusano venenoso y gigantesco envuelto en papel de estaño gris, y no habría sorprendido a Bond verle dejar un rastro de baba en la alfombra.
El Doctor No se detuvo a tres pasos de ellos. La herida que cruzaba su rostro estilizado se abrió.
—Perdónenme si no les doy la mano —la voz era profunda, monocorde y serena—, pero me es imposible. —Lentamente, las mangas unidas por los brazos cruzados se abrieron—. No tengo manos.
Dos pares de pinzas de acero unidas a unas barras brillantes surgieron de las mangas y, para que las vieran, las mantuvo en alto como las navajas de una mantis religiosa. Las dos mangas volvieron a unirse de nuevo.
Bond notó que la muchacha se sobresaltaba a su lado.
Los cuévanos negros se volvieron hacia la joven y se posaron en la nariz de ella.
El Doctor No dijo sin mostrar emoción alguna:
—Es una desgracia. —Los ojos se volvieron hacia Bond—. Estaba usted admirando mi acuario. —Era una afirmación, no una pregunta—. Los hombres disfrutan de las bestias y de las aves. Yo decidí disfrutar también de los peces. Los encuentro mucho más variados e interesantes. Estoy seguro de que usted comparte mi entusiasmo.
—Le felicito —dijo Bond—. Nunca olvidaré esta habitación.
—No. —De nuevo otra afirmación, tal vez con una inflexión sardónica—. Pero tenemos mucho de que hablar y muy poco tiempo. Por favor, siéntense. ¿Tomarán algo de beber? Los cigarrillos están junto a las sillas.
El Doctor No se sentó en una corpulenta silla de cuero y se dobló sobre el asiento. Bond hizo lo mismo con la silla situada enfrente. La muchacha se sentó entre ellos, un poco más atrás.
Bond notó un movimiento detrás de él. Miró por encima del hombro. Un hombre bajo, un rechino, con la corpulencia de un luchador, estaba de pie junto a la bandeja de las bebidas. Vestía pantalones negros y una elegante chaqueta blanca. Unos ojos negros y almendrados en un rostro ancho como una luna se encontraron con los suyos y se desviaron indiferentes.
El Doctor No dijo:
—Es mi guardaespaldas. Es experto en muchas cosas. Su aparición repentina no es un misterio. Siempre llevo aquí lo que se conoce como un walkie-talkie —inclinó el mentón sobre la pechera del quimono—. Así puedo llamarlo cuando lo necesito. ¿Qué tomará la muchacha?
No dijo «su esposa». Bond se volvió a Honeychile. Tenía los ojos abiertos y fijos. Dijo con serenidad:
—Una Coca-Cola, por favor.
Bond se sintió aliviado. Por lo menos, no le había estropeado la representación.
—Querría medio vaso de vodka con Martini seco y una rodaja de limón. Agitado pero no revuelto, por favor. Mejor si el vodka es ruso o polaco —dijo Bond.
El Doctor No permitió que su tenue sonrisa se acentuara un poco más.
—Veo que también usted es un hombre que sabe lo que quiere. En esta ocasión, sus deseos serán satisfechos. ¿No ha reparado en que así sucede por lo general? ¿Cuando uno quiere algo lo consigue? Esa es mi experiencia.
—Las minucias.
—Si uno fracasa en las cosas importantes, es porque no tiene grandes ambiciones. La concentración, el interés; eso es lo que importa. Las aptitudes aparecen, las herramientas se forjan por sí solas. «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», pero sólo si existe el deseo de moverlo. —Los finos labios se curvaron hacia abajo en un gesto de desaprobación—. Esto no es más que cháchara. Estamos hablando por hablar. Conversemos en lugar de ello. Estoy seguro de que ambos preferimos conversar a charlar. ¿Está el Martini a su gusto? Tiene cigarrillos suficientes y de la clase adecuada para mimar su cáncer. Que así sea.
»Sam-Sam, deja la coctelera junto al señor y otra botella de Coca-Cola junto a la muchacha. Ahora deberían ser las ocho y diez. Cenaremos justo a las nueve en punto.
El Doctor No se sentó más erguido en la silla. Se inclinó hacia adelante, mirando fijamente a Bond. Hubo un momento de silencio en la habitación.
Entonces dijo el Doctor No:
—Y ahora, señor James Bond, del Servicio Secreto, contémonos nuestros secretos. Primero, para que vea que no le oculto nada, le contaré el mío. Luego me contará el suyo. —Los ojos del Doctor No resplandecían siniestramente—. Pero digamos la verdad. —Sacó una de sus garras de acero de la amplia manga y la levantó. Se detuvo—. Así lo haré yo, pero usted debe hacer lo mismo. Si no lo hace, estos —apuntó con la garra a sus ojos— sabrán que está mintiendo.
El Doctor No se llevó la garra de acero con delicadeza a cada ojo y rozó el centro de cada globo ocular.
Cada ojo emitió por turno un sonido metálico sordo.
—Estos —dijo el Doctor No— lo ven todo.