CAPÍTULO 13

Una prisión forrada de seda

Era el tipo de sala de recepción que en los rascacielos de Nueva York reservan las mayores compañías norteamericanas para el piso del presidente. Era de proporciones agradables, de unos seis metros cuadrados. El suelo estaba cubierto por una moqueta Wilton de color vino y las paredes y el techo estaban pintados de un color gris claro. Reproducciones en color de litografías de Degas con escenas de ballet colgaban en grupos de las paredes, y la iluminación constaba de estilizadas lámparas modernas con tulipas oscuras de seda verde y de un diseño cilíndrico elegante.

A la derecha de Bond había un amplio mostrador de recepción de caoba con la mesa forrada de cuero verde, unos hermosos muebles a juego con el mostrador y un intercomunicador de los más caros. Dos enormes sillas antiguas aguardaban a los visitantes. Al otro lado de la habitación había una mesa de refectorio con revistas sobadas y dos sillas más. Tanto el mostrador como la mesa contenían jarrones espigados con hibiscos recién cortados. El aire era fresco y puro, y se olía en el ambiente una ligera y cara fragancia.

Había dos mujeres en la habitación. Detrás del mostrador, con la pluma dispuesta sobre un impreso, se sentaba una joven china de aspecto eficiente con gafas de montura de concha bajo una mata de cabellos negros y cortos. Los ojos y la boca esbozaron la sonrisa habitual de bienvenida de las recepcionistas: una sonrisa alegre, amable e inquisitiva.

Aguantando la puerta por la que entraron y esperando a que pasaran dentro para poder cerrarla, se hallaba una mujer mayor, de unos cuarenta y cinco años, y con aspecto de matrona. También era china. Su aspecto general —pechugona y atenta— casi era excesivamente cortés. Sus quevedos cuadrados brillaban tanto como el deseo que mostraba la anfitriona de que se sintieran a gusto.

Ambas mujeres vestían de un blanco inmaculado, con medias blancas y zuecos anatómicos blancos, igual que las dependientas de los salones de belleza más caros de América del Norte. La piel era suave y pálida, como si apenas salieran al exterior.

Mientras Bond digería la escena, la mujer de la puerta cacareó frases de bienvenida convencionales como si les hubiera sorprendido una tormenta y llegaran tarde a una fiesta.

—Pobrecitos. No sabíamos cuándo llegarían; nos dijeron que estaban en camino. Primero, ayer a la hora del té, luego para la cena, y sólo hace media hora que nos dijeron que llegarían a tiempo de desayunar. Deben de estar famélicos.

Adelante, la hermana Rosa rellenará los impresos y los mandaré directamente a la cama. Deben de estar agotados.

Cloqueando mansamente, cerró la puerta y los condujo hasta la recepción. Los hizo sentarse en las sillas y siguió parloteando:

—Soy la hermana Azucena y esta es la hermana Rosa. Sólo les hará unas cuantas preguntas. Veamos, ¿un cigarrillo? —Cogió un cofre de cuero tafileteado, lo abrió y lo dejó en la mesa enfrente de ellos. Contenía tres compartimientos y ella los fue señalando con uno de sus deditos—. Estos son americanos, estos son John Player, y estos, turcos.

Cogió un valioso encendedor de mesa y esperó.

Bond extendió las manos esposadas para coger un cigarrillo turco.

La hermana Azucena emitió un grito de consternación:

—¡Oh!

Parecía realmente apesadumbrada.

—Hermana Rosa, la llave, rápido. He dicho una y otra vez que nunca traigan a los pacientes así. —Su voz denotaba impaciencia y disgusto—. ¡Vaya con el personal exterior! Ya es hora de que alguien les diga algo.

La hermana Rosa estaba igualmente enojada. Con precipitación rebuscó en una gaveta y le pasó una llave a la hermana Azucena, la cual, sin dejar de gorjear y hacer gestos de desaprobación, abrió los dos pares de esposas y, yendo a la parte trasera del mostrador, las arrojó a la papelera como si fueran vendas usadas.

—Gracias.

Bond no sabía cómo manejar la situación, sino adaptándose a lo que le deparase la escena. Alargó el brazo, cogió un cigarrillo y lo encendió. Echó un vistazo a Honeychile, quien, sentada y aturdida, manoseaba con nerviosismo los brazos de la silla. Bond le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Ahora, si son tan amables. —La hermana Rosa se inclinó sobre un impreso de lujoso papel—. Prometo ser lo más breve que pueda. Por favor, su nombre, señor…

—Bryce, John Bryce.

Lo escribió ajetreadamente.

—¿Dirección habitual?

—Real Sociedad Zoológica, Regent’s Park, Londres, Inglaterra.

—¿Profesión?

—Ornitólogo.

—Caramba —dijo haciendo un gesto—. ¿Podría deletrearlo?

Bond así lo hizo.

—Muchas gracias. Bien, déjeme ver… ¿Propósito de la visita?

—Aves —dijo Bond—. También represento a la Audubon Society de Nueva York. Tienen arrendada parte de la isla.

—¿En serio?

Bond observó que la pluma apuntaba al pie de la letra lo que decía. Tras la última palabra escribió un pulcro signo de interrogación entre paréntesis.

—Y… —La hermana Rosa sonrió educadamente en dirección a Honeychile— ¿su esposa? ¿También está interesada en los pájaros?

—Sí, por supuesto.

—¿Su nombre de pila?

—Honeychile.

La hermana Rosa estaba encantada.

—¡Qué nombre tan bonito! —Lo escribió ajetreadamente—. Y para terminar, el nombre de su familiar más cercano.

Bond le dio el nombre verdadero del señor M como el pariente más cercano de ambos. Lo definió como un «tío suyo» y le dio su dirección bajo el cargo de Director de administración, Universal Export, Regent’s Park, Londres.

La hermana Rosa terminó de escribir y dijo:

—Ya está. Muchas gracias, señor Bryce, deseo que disfruten de la estancia.

—Gracias, seguro que sí.

Bond se levantó. Honeychile Rider hizo lo mismo, con el rostro inexpresivo.

La hermana Azucena dijo:

—¡Pobrecitos! Ahora vengan conmigo. —Caminó hasta una puerta en la pared más alejada. Se detuvo con la mano sobre el pomo de cristal tallado—. ¡Vaya por Dios! Me he olvidado del número de sus habitaciones. Es la suite crema, ¿no, hermana?

—Sí, así es. Catorce y quince.

—Gracias, cielo. Y ahora —Abrió la puerta—, si hacen el favor de seguirme. Me temo que es un paseo muy largo. —Cerró la puerta tras ellos y abrió la marcha—. El Doctor ha hablado muchas veces de poner una de esas cintas sin fin, pero ya saben lo que ocurre con un hombre tan atareado —rio alegremente—. Tiene tantas cosas en qué pensar…

—Sí, supongo que sí —respondió Bond con urbanidad.

Bond cogió la mano de la muchacha y siguieron durante unos noventa metros a aquella mujer maternal y bulliciosa por un pasillo alto del mismo estilo que la sala de recepción, pero iluminado a intervalos frecuentes con unos apliques discretos y valiosos.

Bond respondía con monosílabos corteses al cacareo esporádico que la hermana Azucena emitía por encima del hombro. Su mente estaba concentrada en las extraordinarias circunstancias de la recepción. Estaba seguro de que las dos mujeres eran sinceras. Ni una sola mirada o palabra fuera de lugar. Estaba claro que era una fachada de algún tipo, pero sólida, sostenida meticulosamente por la decoración y el personal. La falta de resonancia de la habitación, y ahora del pasillo, sugería que habían pasado de la cabaña al interior de la montaña y que estaban recorriendo su base. Más o menos debían de ir hacia el oeste, hacia el acantilado en que concluía la isla. No se apreciaba humedad en las paredes y el aire era fresco y puro; una brisa recia les llegaba de cara. Se había invertido mucho dinero y habían participado buenos ingenieros en el trabajo. La palidez de las dos mujeres sugería que pasaban todo el tiempo dentro de la montaña. Por lo que la hermana Azucena había dicho, parecía como si formaran parte del personal interior y nada tuvieran que ver con la violenta brigada del exterior; quizá ni siquiera supiesen qué clase de hombres eran.

Era grotesco, concluyó Bond al acercarse a una puerta al final del pasillo, peligrosamente grotesco, pero nada ganaba dándole vueltas. Sólo podía seguir el libreto de aquel elegante guión. Al menos era mejor que lo que habían dejado entre bastidores en el exterior de la isla.

Al llegar a la puerta, la hermana Azucena pulsó un timbre. Los estaban esperando. La puerta se abrió en seguida. Una encantadora china vestida con un quimono de flores malvas y blancas les sonrió y se inclinó como se supone que las chinas hacen. Una vez más, no había sino amabilidad y bienvenida en la palidez floral de aquel rostro. La hermana Azucena dijo:

—¡Por fin están aquí, Mayo! El señor y la señora John Bryce. Sé que deben estar agotados, por lo que los llevaremos directamente a sus habitaciones para que desayunen y duerman. —Se volvió hacia Bond—. Esta es Mayo, es encantadora. Cuidará de los dos. Para cualquier cosa que quieran, llamen a Mayo. Es la favorita de todos los pacientes.

«Pacientes», pensó Bond. Era la segunda vez que empleaba esa palabra. Sonrió educadamente a la muchacha:

—¿Cómo está usted? Sí, no cabe duda de que a ambos nos gustaría ir a nuestras habitaciones.

Mayo los envolvió con una cálida sonrisa, y dijo con una voz dulce y atractiva:

—Espero que estén cómodos, señor Bryce. Me tomé la libertad de encargar el desayuno en cuanto oí que venían. ¿Vamos?

El pasillo se bifurcaba en otros a derecha e izquierda con puertas de ascensor dobles en la pared de enfrente. La chica abría la marcha hacia la derecha. Bond y Honeychile la seguían y la hermana Azucena iba a la zaga.

Puertas numeradas se abrían a ambos lados del pasillo. La decoración era ahora de color rosa pálido con la moqueta de color gris. Los números de las puertas iban por las docenas. El pasillo terminaba abruptamente en dos puertas una al lado de la otra, la 14 y la 15. Mayo abrió la puerta de la número 14 y entraron tras ella.

Era una habitación doble encantadora, decorada al estilo moderno de Miami con las paredes de color verde oscuro, el suelo de caoba pulido cubierto en algunas partes por alfombras espesas y blancas, y muebles de bambú de elegante diseño con cretona estampada de grandes rosas rojas sobre un fondo blanco.

Había una puerta de comunicación a un vestidor más masculino, y otra que daba paso a un moderno cuarto de baño extremadamente lujoso con una bañera sumida en el suelo y un bidé.

Era como si entraran en la más moderna suite del hotel Florida, excepto por detalles que Bond observó. No había ventanas ni picaportes por el interior de las puertas.

Mayo miraba con expectación a uno y otra. Bond se giró hacia Honeychile y le sonrió.

—Parece muy cómoda, ¿no crees, cielo?

La muchacha jugueteaba con el borde de la falda. Asintió sin mirarle.

Hubo una tímida llamada a la puerta y otra muchacha, tan bonita como Mayo, entró a paso ligero con una bandeja en equilibrio sobre una mano. La dejó en la mesa del centro y arrimó dos sillas. Quitó bruscamente un paño de lino impoluto que cubría los platos y salió a saltitos de la habitación. Se esparció un aroma delicioso a beicon y café.

Mayo y la hermana Azucena retrocedieron hacia la puerta. La mujer de más edad se detuvo en el umbral.

—Ahora dejaremos a esta pareja en paz. Si desean algo, llamen al timbre. Los timbres están junto a la cama. ¡Ah! Encontrarán abundante ropa limpia en los armarios, aunque mucho me temo que es indumentaria china. —Guiñó los ojos a modo de disculpa—. Espero que sea de la talla correcta. El guardarropa consiguió las medidas ayer por la tarde. El Doctor ha dado órdenes estrictas de que no los molesten. Estaría encantado de que lo acompañaran durante la cena. Quiere que tengan el resto del día para ustedes, para acostumbrarse, ya saben. —Dejó de hablar y miró a uno y otra con una sonrisa interrogante—. ¿Le digo que ustedes…?

—Sí, por favor —dijo Bond—. Dígale al Doctor que estaremos encantados de sumarnos a la cena.

—Oh, sé que le complacerá mucho.

Tras un último gorjeo, las dos mujeres se retiraron en silencio cerrando la puerta al salir.

Bond se giró hacia Honeychile; parecía avergonzada. Todavía evitaba sus ojos.

Se le ocurrió a Bond que nunca había sido objeto de un trato semejante o que no había visto tanto lujo en su vida. Para ella, todo esto debía ser mucho más extraño y terrorífico que lo que habían pasado fuera. Se quedó de pie jugueteando con el borde de la falda de salvaje Viernes. Tenía churretes de sudor seco, sal y polvo en la cara. Las piernas desnudas estaban mugrientas y Bond se dio cuenta de que los dedos de los pies se movían en silencio y se cerraban inquietos sobre la alfombra de extraordinario espesor.

Bond se echó a reír, rio con ganas al ver que su miedo se había reducido al apuro por la ropa y por el cómo comportarse, y se rio de la pinta que tenían: ella en harapos y él con una camisa azul y unos téjanos negros sucios y el calzado de lona lleno de barro.

Se acercó a ella y le cogió las manos. Estaban frías. Le dijo:

—Honey, parecemos un par de espantapájaros. Sólo hay un problema. ¿Tomamos primero el desayuno mientras está caliente, o nos deshacemos de estos harapos para tomar un baño y desayunamos cuando esté frío? No te preocupes de nada más. Estamos en esta casita maravillosa y eso es todo lo que importa. Luego ¿qué hacemos?

Ella sonrió indecisa. Sus ojos azules estudiaron la cara de Bond para tranquilizarse.

—¿No estás preocupado por lo que vaya a ocurrimos? —Le señaló la habitación con la cabeza—. ¿No crees que es una trampa?

—Si esto es una trampa, estamos dentro de ella. Nada podemos hacer excepto comernos el queso. La única duda es si nos lo comemos frío o caliente. —Le apretó las manos—. En serio, Honey. Déjame las preocupaciones a mí. Piensa en el lugar en que estábamos hace una hora. ¿No es esto mejor? Ahora vamos a decidir sobre las cosas importantes. ¿El baño o el desayuno?

Ella dijo a regañadientes:

—Bien, si piensas… Bueno, prefiero bañarme antes. —Y añadió con rapidez—: Pero tienes que ayudarme. —Señaló con la cabeza la puerta del cuarto de baño—. No sé cómo se utilizan estos lugares. ¿Qué hay que hacer?

Bond dijo con seriedad:

—Es muy fácil. Yo te lo prepararé. Mientras te bañas, me tomaré el desayuno y mantendré el tuyo caliente. —Bond fue a uno de los armarios empotrados y corrió la puerta trasera. Había media docena de quimonos, algunos de seda y otros de lino. Escogió uno de lino al azar—. Quítate la ropa y ponte esto mientras yo preparo el baño. Más tarde tendrás ocasión de escoger la ropa que quieras llevar para dormir y cenar.

Ella le dijo agradecida:

—Oh, sí, James. Si me enseñaras…

Comenzó a desabotonarse la camisa.

Bond deseaba abrazarla y besarla. En vez de esto, le dijo de repente:

—Está bien, Honey. —Fue al cuarto de baño a abrir los grifos.

Había de todo: esencia de baño Floris Lime para hombres y perlas de baño Guerlain para mujeres. Desmenuzó una perla en el agua y en seguida se esparció por la habitación un olor a invernadero de orquídeas. El jabón era Sapoceti de Guerlain, Fleurs des Alpes. En un botiquín, detrás del espejo que colgaba encima del lavabo, había cepillos de dientes y pasta dentífrica, palillos Steradent, enjuague bucal Rose, hilo dental, aspirinas y leche de magnesia. También contenía una maquinilla eléctrica, una loción para después del afeitado Lenthric y dos cepillos de nilón y peines. Todo era nuevo y estaba intacto.

Bond observó su rostro sucio y sin afeitar en el espejo y dirigió una sonrisa sardónica a sus ojos grises de náufrago tostado por el sol. La cobertura de la píldora era, no cabía duda, del mejor azúcar refinado. Sería prudente esperar que la medicina del interior fuera de las más amargas.

Se dio la vuelta hacia la bañera y probó el agua. Estaría demasiado caldeada para alguien que, presumiblemente, nunca se había dado un baño caliente. Dejó que cayera algo de agua fría. Al inclinarse, dos brazos le rodearon el cuello. Se incorporó. El cuerpo dorado de ella resplandecía sobre el fondo de azulejos blancos del cuarto de baño. La besó con fuerza y torpemente en los labios. La rodeó con los brazos y la apretó contra él, mientras su corazón latía con fuerza.

Ella le dijo al oído sin aliento:

—Me sentía rara con el vestido chino. De todas formas, le dijiste a esa mujer que estábamos casados.

La mano de Bond estaba sobre su pecho izquierdo. La punta estaba dura por la pasión. Su estómago se apretó contra el de él. «¿Por qué no, por qué no? No seas tonto. Es una locura en este momento. Estáis los dos en peligro mortal. Debes ser frío como el hielo y aprovechar cualquier oportunidad para salir de este embrollo. ¡Después, después! No muestres debilidad».

Bond retiró la mano del pecho y la puso en torno al cuello de ella. Rozó su cara contra la de ella, acercó la boca y le dio un largo beso.

Se apartó de ella y se quedó a un brazo de distancia. Durante un momento se miraron, los ojos brillantes de deseo. La respiración de ella era rápida, los labios estaban separados para que él viera el destello de sus dientes. Bond dijo sin firmeza:

—Honey, métete en el baño antes de que te zurre.

Ella sonrió. Sin decir nada se metió en la bañera y se echó cuan larga era. Lo miró. El pelo rubio de su cuerpo brillaba en el agua como soberanos de oro. Le dijo en tono provocativo:

—Tendrás que bañarme. No sé cómo se hace. Tendrás que enseñarme.

Bond dijo desesperado:

—Cállate, Honey. Y deja de coquetear. Coge el jabón y la esponja, y comienza a frotar. ¡Maldita sea! No es el momento de hacer el amor. Me voy a desayunar.

Asió el picaporte y abrió la puerta. Ella dijo melosamente: «¡James!». Él miró hacia atrás. Le estaba sacando la lengua. Bond esbozó una mueca salvaje y cerró la puerta dando un portazo.

Bond entró en el vestidor y se quedó en medio de la habitación esperando a que su corazón dejara de latir con violencia. Se frotó la cara con las manos y sacudió la cabeza para dejar de pensar en ella.

Para aclarar las ideas, revisó cuidadosamente ambas habitaciones buscando salidas, posibles armas, micrófonos, cualquier cosa que le llamara la atención.

Nada de esto había, sino un reloj eléctrico de pared que daba las ocho y media, y una hilera de campanas junto a la cama doble. Se leía: servicio de habitaciones, peluquera, manicura, doncella. No había teléfono. En lo alto de una esquina de ambas habitaciones se veía la rejilla de un conducto de ventilación. Era de unos sesenta centímetros cuadrados. Inservible. Las puertas parecían ser de un metal ligero pintado para hacer juego con las paredes. Bond lanzó todo el peso del cuerpo contra una de ellas. No cedió ni un milímetro. Bond se frotó el hombro. El lugar era una cárcel, una cárcel exquisita. No valía la pena planteárselo. La trampa se había cerrado tras ellos. Ahora, lo único que podían hacer los ratones era dar cuenta del queso.

Bond se sentó a la mesa del desayuno. Había un gran vaso de tubo con zumo de piña sobre un cuenco de plata con hielo picado. Apuró el vaso y levantó el calientaplatos del desayuno. Huevos revueltos sobre una tostada, cuatro lonchas de beicon, un riñón asado a la parrilla y lo que parecía una salchicha de cerdo al estilo inglés. También había dos tipos de tostadas calientes, panecillos cubiertos por una servilleta, mermelada de naranja, miel y mermelada de fresa. El café hervía en una gran jarra termo. La crema olía a recién hecha.

Del cuarto de baño salía la voz de la joven canturreando Marion. Bond cerró los oídos y atacó los huevos.

Diez minutos después, Bond oyó que la puerta del baño se abría. Dejó la tostada y la mermelada de naranja y se cubrió los ojos con las manos. Ella se rio y dijo:

—Es un cobarde. Se asusta de una pobre chica. —Bond la oyó rebuscar en los armarios mientras seguía diciendo para sí: «Me pregunto por qué se asusta. Por supuesto, si luchara con él lo vencería con facilidad. Tal vez tenga miedo de eso. Sus brazos y tórax parecen suficientemente fuertes. Todavía no he visto el resto.

»Quizás sea débil. Sí, eso debe de ser. Por eso no se atreve a quitarse la ropa delante de mí. Humm, veamos, ¿le gustaría verme con esto?». —Alzó el tono de la voz—. Querido James, ¿te gustaría que me vistiera de blanco con pájaros azules volando?

—Sí, maldita sea —dijo Bond a través de las manos—. Ahora deja de charlar contigo misma y ven a desayunar. Tengo sueño.

Ella dio un grito.

—Oh, si quieres decir que es hora de ir a la cama, de acuerdo. Me daré prisa.

Se oyó un rumor de pies y Bond la oyó sentarse en frente de él. Retiró las manos de la cara. Ella le estaba sonriendo. Estaba encantadora. El cabello acicalado, bien peinado y cepillado era para quitar el aliento; una parte caía sobre una mejilla y la otra estaba retirada detrás de la oreja. La piel relucía con frescura y los ojos azules brillaban de felicidad. Ahora Bond amaba su nariz rota. Formaba parte de su imagen y pensó que sería triste verla como una belleza inmaculada similar a la de otras chicas. Pero sabía que no valía la pena intentar persuadirla.

Ella se sentó con recato, las manos sobre el regazo, por debajo del término del escote que mostraba la mitad de sus pechos y una profunda uve de su estómago.

Bond le dijo con gravedad:

—Ahora, escucha, Honey. Estás preciosa, pero esta no es forma de llevar un quimono. Crúzalo sobre el cuerpo, átate el cinturón y deja de parecer una call-girl. No es de buena educación en el desayuno.

—Oh, eres un animal viejo y remilgado. —Se ciñó el quimono uno o dos centímetros más—. ¿Por qué no te gusta jugar? Quiero jugar a que estamos casados.

—No durante el desayuno —dijo Bond con firmeza—. Ahora cómetelo todo. Está delicioso. Y de todas formas estoy lleno de mugre. Me voy a afeitar y a dar un baño. —Se levantó, dio la vuelta a la mesa y la besó en la cabeza—. Y respecto a lo de jugar, como tú dices, me gustaría jugar contigo más que nadie en el mundo. Pero no ahora.

Sin esperar a que respondiera, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Bond se afeitó y se dio un baño y una ducha. Estaba muerto de sueño. El sueño lo invadía en oleadas de tal forma que de vez en cuando tenía que dejar lo que estaba haciendo y doblar la cabeza entre las rodillas. Cuando se puso a lavarse los dientes, apenas pudo hacerlo. Ahora reconocía los signos. Lo habían drogado. ¿El café o el zumo de piña? No importaba. Nada importaba. Todo cuanto quería hacer era tumbarse en el suelo embaldosado y cerrar los ojos. Bond avanzó hacia la puerta haciendo eses como un borracho. Se olvidó de que estaba desnudo.

Tampoco importaba. La chica había terminado el desayuno y estaba en la cama. Se tambaleó sobre ella, sosteniéndose con los muebles. El quimono yacía hecho un gurruño en el suelo. Ella estaba completamente dormida, desnuda bajo la sábana.

Bond contempló con ensoñación la almohada vacía junto a su cabeza. ¡No!

Encontró los interruptores y apagó las luces. Tuvo que gatear por el suelo hasta su habitación. Se metió en la cama y se tumbó sobre ella. Extendió un brazo de plomo y dio un puñetazo al interruptor. Marró el golpe y la lámpara se estrelló contra el suelo donde estalló la bombilla. Con un último esfuerzo, Bond se volvió de lado y dejó que las oleadas de sueño barrieran su conciencia.

Las cifras luminosas del reloj eléctrico de la habitación doble mostraban las nueve y media.

A las diez en punto la puerta de la habitación doble se abrió cuidadosamente.

Una figura muy alta y delgada se recortó contra la luz del pasillo. Era un hombre.

Debía medir un metro noventa y algo. Se quedó en el umbral con los brazos cruzados, a la escucha. Satisfecho, entró con lentitud en la habitación y fue hasta la cama. Sabía el camino con exactitud. Se inclinó y escuchó la respiración pausada de la chica. Tras un momento, se llevó la mano al pecho y apretó un interruptor.

Una linterna de foco muy amplio y difuso se encendió. Llevaba sujeta la linterna con una pretina por encima del esternón. Se inclinó hacia adelante para que la luz brillase sobre la cara de la joven.

El intruso examinó el rostro de la muchacha durante varios minutos. Con una mano cogió la sábana que le llegaba hasta la barbilla y la retiró con cuidado hasta los pies de la cama. La mano que retiró la sábana no era una mano. Era un par de pinzas de acero articuladas sobre una barra metálica que desaparecía dentro de una manga de seda negra. Era una mano mecánica.

El hombre contempló durante mucho tiempo el cuerpo desnudo, moviendo el pecho de un lado a otro para examinar a la luz cada centímetro de su cuerpo.

Volvió a mover la garra, cogió con delicadeza un extremo de la sábana y la echó sobre la joven. El hombre se quedó un instante más mirando su rostro dormido, apagó la linterna del pecho y se alejó en silencio hacia la puerta abierta donde Bond estaba durmiendo.

El hombre pasó más tiempo junto a la cama de Bond. Estudió cada arruga, cada sombra de su rostro sombrío y casi cruel, que yacía aturdido, casi extinto, sobre la almohada. Le tomó el pulso en el cuello y contó; cuando retiró la sábana, hizo lo mismo en la zona del corazón. Examinó la curva de los músculos de brazos y muslos y miró pensativo la fuerza escondida en su estómago liso. Se acercó a la mano lánguida y abierta que sobresalía de la cama y examinó las líneas de la vida y del destino.

Finalmente, con infinito cuidado, la garra de acero cubrió a Bond con la sábana hasta el cuello. Durante un minuto más su elevada figura se cernió sobre el hombre dormido, luego se deslizó por la habitación, salió al pasillo y la puerta se cerró con un chasquido.