El dragón
El apretón en el hombro de Bond era urgente. Al instante estaba de pie.
Quarrel susurró con fiereza:
—Algo viene po el agua, capitán. ¡E’ el dragón, seguro!
La chica se despertó y dijo con ansiedad:
—¿Qué pasa?
—Quédate aquí, Honey —dijo Bond—. No te muevas. Volveré.
Se abrió pasó entre la maleza por el lado contrario a la montaña y corrió por la arena con Quarrel a su lado.
Llegaron al extremo del arenal a veinte metros del claro. Se pusieron a cubierto entre los arbustos y Bond los apartó para mirar.
¿Qué era eso? A media milla de distancia, aproximándose por el lago, había algo informe con dos ojos naranja con pupilas negras. Entre los ojos, donde podría estar la boca, temblaba una llama azul de un metro. La luminiscencia gris de las estrellas dejaba ver una especie de cabeza en forma de cúpula por encima de dos alas cortas de murciélago. Aquella cosa emitía un rugido grave que ahogaba otro ruido sordo, profundo y rítmico. Se aproximaba hacia ellos a una velocidad de diez millas por hora, dejando a su paso una estela cremosa.
—¡Eh, capitán! ¿Qué es esa horrible cosa? —susurró Quarrel.
Bond se puso de pie y dijo con brevedad:
—No lo sé a ciencia cierta. Algún tipo de tractor disfrazado para asustar. Funciona con un motor diesel, así que ya puedes olvidarte de los dragones. Vamos a ver —dijo Bond medio para sí mismo—. No vale la pena huir corriendo. Ese bicho es demasiado rápido para nosotros y sabemos que puede atravesar manglares y marismas. Tendremos que hacerle frente aquí. ¿Cuáles son sus puntos débiles? Los conductores, pero es seguro que contarán con protección, aunque no sabemos cuánta.
Quarrel, tú disparas a la torreta cuando esté a doscientos metros. Apunta bien y no dejes de disparar. Yo tiraré a los faros cuando se acerque a cincuenta metros. No se mueve sobre orugas, por lo que debe llevar una especie de neumáticos gigantes, es probable que lleve neumáticos de aeroplano. También les dispararé. Quédate aquí. Me aproximaré diez metros. Tal vez nos disparen, pero hay que hacer que las balas no se acerquen a la chica. ¿De acuerdo? —Bond apretó con calor aquel hombro poderoso—. Y no te preocupes mucho. Olvídate de los dragones. Es otro truco del Doctor No. Mataremos a los conductores, capturaremos ese maldito vehículo y nos iremos con él a la costa. Nos ahorrará suelas de zapato, ¿vale?
Quarrel soltó una risa corta:
—D’acuerdo, capitán. Si usté lo dice. Y espero qu’el Altísimo también sepa que no e’ un dragón.
Bond corrió por la arena. Se abrió paso entre los arbustos hasta tener un campo de tiro despejado. Y dijo en voz baja:
—¡Honey!
—Sí, James. —La voz mostraba alivio.
—Excava un agujero en la arena como el que hicimos en la playa, detrás de las raíces más gruesas. No te preocupes por los dragones; se trata sólo de un vehículo de motor disfrazado y con alguno de los hombres del Doctor No en su interior. No te asustes. Estoy cerca de ti.
—Está bien, James. Ten cuidado. —El tono de la voz era agudo por el miedo.
Bond se agachó poniendo una rodilla en tierra, entre la vegetación y la arena, y escudriñó.
Ahora el bicho estaba a unos trescientos metros y sus faros amarillos iluminaban el arenal. Las llamas azules seguían serpeando por la boca. Surgían del largo hocico falso de fauces entreabiertas hechas con pintura color oro para que pareciera la boca de un dragón. ¡Un lanzallamas! Eso explicaría la maleza quemada y la historia del guarda. El aparato estaba ahora en punto muerto. ¿Qué alcance tendría cuando abrieran el compresor?
Bond tuvo que admitir que el avance entre rugidos y a través del lago de aquella cosa era impresionante. No cabía duda de que había sido creado para aterrorizar. Lo hubiera asustado si no fuera por el ruido del motor diesel. Su efecto ante intrusos nativos sería devastador. ¿Pero hasta qué punto era vulnerable frente a personas armadas que no tenían miedo?
Supo la respuesta en seguida. Se oyó una detonación de la Remington de Quarrel. Salió una chispa de la torreta y se oyó un sonido metálico sordo. Quarrel hizo otro disparo y luego soltó una ráfaga. Las balas rebotaron inofensivas contra la cabina. No demoró ni un ápice su velocidad. El monstruo siguió su avance, variando el curso en busca del origen de los disparos. Bond apoyó el Smith & Wesson sobre el antebrazo y apuntó con cuidado. La tos profunda de la pistola dominó por encima del fuego de la Remington. Uno de los faros se hizo añicos y se apagó. Disparó cuatro tiros más al otro y le acertó con la quinta y última bala del tambor. El monstruo ni se inmutó. Avanzó en línea recta hacia el lugar en que se escondía Quarrel. Bond recargó la pistola y comenzó a disparar al enorme bulto de los neumáticos bajo las falsas alas negras y doradas. Estaba a sólo treinta metros y hubiera podido jurar que le había dado una y otra vez a la rueda más próxima sin ningún efecto. ¿Goma maciza? El primer atisbo de miedo erizó la piel de Bond.
Volvió a cargar el revólver. ¿Sería vulnerable aquel maldito monstruo por detrás? ¿Debería aventurarse en el lago para tratar de abordarlo? Dio un paso adelante entre la maleza. Entonces se quedó helado, incapaz de moverse.
Del hocico goteante había salido un chorro de fuego azul con la punta amarilla sobre el escondite de Quarrel. Brotó una llamarada roja y naranja de entre los arbustos a mano derecha de Bond y se oyó un grito espeluznante que fue ahogado al instante. Satisfecha, la lengua menguante de fuego se retrajo en el hocico. El monstruo giró sobre su propio eje y se quedó completamente quieto.
Ahora el agujero azul de su boca apuntaba directamente a Bond.
Bond se quedó de pie y aguardó su final atroz. Miró hacia las fauces azules de la muerte y vio el filamento incandescente de fuego dentro del tubo del lanzallamas. Pensó en el cuerpo de Quarrel —no había tiempo para pensar en Quarrel— y se imaginó su cuerpo carbonizado y humeante sobre la arena derretida. Pronto también él ardería como una antorcha. Soltaría un grito ahogado y sus miembros adoptarían la pose de baile de los cuerpos quemados.
Luego sería el turno de Honey. ¡Dios, en qué la había metido! ¿Por qué tuvo que ser tan loco como para aceptar el desafío de este hombre y de su arsenal devastador? ¿Por qué no se había dado por avisado cuando su largo dedo lo tenía apuntado en Jamaica? Bond apretó los dientes. «Venga, daos prisa, malnacidos. Acabad el trabajo».
Entonces se oyó el chirrido de un megáfono. Aulló una voz con sonido metálico:
—Sal, inglés. Y la muñeca también. Rápido, o arderéis en el infierno como vuestro amigo.
Para reforzar la orden, el monstruo escupió un chorro de llamas hacia él. Bond retrocedió ante el fuego y sintió el cuerpo de la muchacha contra su espalda. Ella le dijo, presa del histerismo:
—Tuve que salir. Tuve que salir.
—Está bien, Honey —dijo Bond—. Mantente detrás de mí.
Había tomado una decisión. No tenía otra alternativa. Incluso si la muerte los esperaba al final, nada podría ser peor que esta. Bond cogió la mano de la joven y la arrastró a su lado hasta la arena.
La voz aulló:
—Quédate ahí. Buen chico. Y suelta la pipa. Nada de trucos o los cangrejos desayunarán caliente.
Bond soltó el revólver. De nada le habría servido el Smith & Wesson. La Beretta hubiera sido igual de buena contra ese monstruo. La muchacha gimoteó y Bond le apretó la mano.
—Aguanta, Honey —le dijo—. Saldremos de esta de alguna forma. —Bond hizo una mueca burlona ante esa mentira.
Se oyó el sonido metálico de una puerta de hierro al abrirse. De la parte trasera de la torreta un hombre saltó al agua y avanzó hacia ellos. Llevaba un revólver en la mano. Se mantuvo lejos de la línea de fuego del lanzallamas. La oscilante llama azul iluminaba su rostro sudoroso. Era un chino negro, corpulento, vestido únicamente con unos pantalones. Algo pendía de su mano izquierda.
Cuando se acercó, Bond vio que eran unas esposas.
El hombre se detuvo a unos metros de ellos y dijo:
—Alzad las manos con las muñecas juntas. Caminad hacia mí. Tú primero, inglés. Con cuidado o te abro un ombligo más.
Bond hizo lo que le pedía. Cuando estuvo tan cerca que pudo olerlo, el hombre se puso el revólver entre los dientes y cerró con rapidez las esposas sobre las muñecas de Bond. Bond lo miró a la cara, de color metálico a la luz de las llamas azules. Era un rostro brutal de ojos rasgados. Le sonreía burlón.
—Estúpido malnacido —dijo el hombre.
Bond le dio la espalda y comenzó a alejarse. Iba a ver el cuerpo de Quarrel.
Tenía que decirle adiós. Se oyó un disparo. Una bala levantó la arena cerca de sus pies. Bond se detuvo y se dio la vuelta con lentitud.
—No te pongas nervioso —dijo—. Voy a echar un vistazo al hombre que acabáis de asesinar. Volveré.
El hombre bajó el revólver y se rio con crueldad.
—Está bien. Que disfrutes. Siento que no tengamos una corona de flores. Vuelve pronto o asaremos a la muñeca. Dos minutos.
Bond caminó hacia los restos humeantes de la maleza. Llegó hasta allí y miró.
Su rostro se contrajo en un rictus de dolor. Sí, era como se lo había imaginado.
Peor. Dijo con suavidad: «Lo siento, Quarrel». Dio una patada en el suelo, recogió un puñado de arena fría con las manos esposadas y la fue dejando caer lentamente sobre los restos de lo que habían sido los ojos. Luego volvió despacio y se detuvo junto a la chica.
El hombre les hizo un gesto con la pistola para que avanzaran. Dieron la vuelta al vehículo. Había una portezuela cuadrada abierta. Un voz dijo desde el interior:
—Entrad y sentaos en el suelo. No toquéis nada u os romperemos los dedos.
Treparon dentro del recinto de hierro. Apestaba a gasolina y sudor. Tan sólo había espacio para que se sentaran con las rodillas flexionadas. El hombre del revólver entró tras ellos y cerró de golpe la puerta. Encendió una luz, se sentó en el asiento de hierro junto al conductor y dijo:
—Bueno, Sam, en marcha. Apaga el lanzallamas. Hay luz suficiente para conducir.
Había una hilera de esferas e interruptores en el panel de instrumentos. El conductor apretó hacia abajo un par de ellos. Metió una marcha y escudriñó por una estrecha rendija en la pared de hierro que tenía delante. Bond sintió que el vehículo giraba. Se oyó un latido más rápido del motor y se pusieron en marcha.
El hombro de la muchacha entró en contacto con el suyo.
—¿Adónde nos llevan? —dijo en un susurro tembloroso.
Bond volvió la cabeza y la miró. Era la primera vez que la veía con el cabello seco. Lo llevaba desordenado por el sueño, pero no era más largo que un puñado de colas de rata. Colgaba pesadamente hasta los hombros, donde se rizaba un poco hacia dentro. Era de un color rubio ceniza y despedía un brillo casi plateado bajo la luz eléctrica. Ella lo miró. La piel de los ojos y las comisuras de la boca estaban blancas de miedo.
Bond se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía. Le susurró:
—Oh, supongo que vamos a ver al Doctor No. No te preocupes demasiado, Honey. Estos hombres sólo son unos gángsters de poca monta. Todo será distinto con él. Cuando estemos en su presencia no digas nada; hablaré por los dos. —Le apretó el hombro cariñosamente—. Me gusta la forma en que te arreglas el cabello. Me alegro de que no te lo dejes muy corto.
Desapareció algo de tensión de su rostro.
—¿Cómo puedes pensar en cosas así? —Lo miró con una media sonrisa—. Me alegro de que te guste. Me lo lavo con aceite de coco una vez a la semana. —Con el recuerdo de su otra vida, los ojos brillaron al llenarse de lágrimas. Ocultó la cabeza entre las manos esposadas para esconder las lágrimas. Susurró casi para ella—: Intentaré ser valiente. Todo irá bien mientras estés conmigo.
Bond se inclinó de forma que quedó contra ella. Se llevó las manos esposadas a los ojos y las examinó. Eran el modelo de la policía norteamericana. Contrajo la mano izquierda, la más delgada de las dos, y trató de hacerla pasar por el enjuto anillo de acero. Ni el sudor de la piel sirvió de nada. No había esperanza.
Los dos hombres estaban sentados en los asientos de hierro dándoles la espalda con indiferencia. Sabían que tenían el control total de la situación. No quedaba espacio para que Bond les causara ningún problema. Bond no podía ponerse de pie ni coger impulso suficiente para herirles en la cabeza con las esposas. Si Bond se las arreglaba para abrir la escotilla y se tiraba al agua, ¿de qué le serviría? En seguida notarían el aire fresco en la espalda y pararían el motor, bien para achicharrarlo en el agua, bien para recogerlo. Le irritaba que no se preocuparan de él y supieran que estaban completamente en su poder. Tampoco le gustaba la idea de que estos hombres tuvieran inteligencia suficiente para saber que no representaba una amenaza. Unos hombres más estúpidos habrían estado pendientes de él apuntándole con una pistola, los atarían con precauciones de inexperto o los habrían dejado sin sentido de un golpe. Esos dos hombres sabían lo que hacían. Eran profesionales o estaban preparados para ser profesionales.
Los dos hombres no hablaban entre sí. No había charloteo nervioso alguno sobre lo inteligentes que eran, sobre el lugar al que iban o sobre lo cansados que estaban. Se limitaban a conducir el vehículo en silencio, dando fin a su trabajo con eficiencia.
Bond seguía sin tener idea del tipo de vehículo que era aquel. Bajo la pintura negra y dorada y el resto del decorado había una especie de tractor de una clase que nunca había visto u oído. Las ruedas, con aquellos neumáticos de goma lisa, casi le doblaban en altura. No había visto el nombre de ninguna marca en ellos, estaba demasiado oscuro, pero no cabía duda de que eran macizos o estaban rellenos de goma porosa. En la cola llevaba una rueda trasera pequeña para darle estabilidad. Le habían añadido una aleta de hierro pintada de negro y oro para que pareciera un dragón. Tenía alargados los guardabarros hacia atrás para formar unas alas cortas; llevaba añadida una larga cabeza metálica de dragón a la parte delantera del radiador, y los faros tenían el centro negro para que parecieran «ojos». Eso era todo, excepto que habían cubierto la cabina con una torreta blindada, instalando en su interior un lanzallamas. Era, como Bond había pensado, un tractor disfrazado para asustar y quemar, aunque no se imaginaba por qué tenía un lanzallamas en vez de una ametralladora. No había duda de que era el único tipo de vehículo que podía recorrer la isla. Sus enorme ruedas anchas podían trepar por los manglares y atravesar la marisma y el lago poco profundo.
Podía avanzar por las tierras altas de accidentado coral y, como su amenaza se desplegaba por la noche, el calor de la cabina de hierro era soportable.
Bond estaba impresionado. Siempre le impresionó la profesionalidad. El Doctor No, era obvio, se tomaba muchas molestias. Pronto lo conocería. Y entonces, ¿qué? Bond sonrió sardónicamente para sí mismo. No le dejarían salir de allí con lo que sabía. No cabía duda de que lo matarían, a menos que escapara o los disuadiera. ¿Y qué pasaba con la chica? ¿Podría probar su inocencia y salvarla? Era probable, pero nunca la dejarían salir de la isla. Tendría que quedarse allí el resto de su vida como la amante o la esposa de uno de aquellos hombres o del Doctor No mismo si le resultaba atractiva.
El hilo de los pensamientos de Bond fue interrumpido por el movimiento ahora más tortuoso de las ruedas. Habían cruzado el lago y estaban en la pista que ascendía por la montaña hasta las cabañas. La cabina se inclinó y el vehículo comenzó a trepar. Llegarían en cinco minutos.
El copiloto miró a Bond y a la chica por encima del hombro. Bond le sonrió alegremente y dijo:
—Te darán una medalla por esto.
Los ojos pardos y amarillos lo miraron impasibles. Los labios gordezuelos y morados se abrieron en una sonrisa burlona con una punta de odio:
—Cierra tu jodida boca. —El hombre se dio la vuelta.
La muchacha tocó a Bond con el codo y le susurró:
—¿Por qué son tan maleducados? ¿Por qué nos odian tanto?
Bond le sonrió:
—Supongo que es porque los asustamos. Y tal vez sigan asustados al ver que parecemos no tenerles miedo. Tenemos que hacer que siga siendo así.
La chica se apretó contra él:
—Lo intentaré.
Ahora la ascensión era más empinada. Una luz gris entraba por las rendijas del blindaje. El amanecer se aproximaba. Comenzaba otro día de calor despiadado, de viento desagradable y olor a miasmas. Bond pensó en Quarrel, el valiente gigante que no vería amanecer, y con el cual deberían estar ahora poniéndose en marcha para la larga caminata por la marisma de manglares. Se acordó del seguro de vida.
Quarrel había barruntado su muerte, y aun así quiso seguir a Bond sin dudarlo. Su fe en Bond fue mayor que su miedo. Y Bond le había fallado. ¿Sería también el causante de la muerte de la joven?
El conductor alargó el brazo hacia el tablero. Por delante del vehículo se oyó el breve aullido de una sirena de policía que se extinguió con un gemido moribundo.
Un minuto después, el vehículo se detuvo ronroneando en punto muerto. El hombre apretó un botón y cogió un micrófono de un gancho. Habló por él y Bond oyó la voz ecoica del megáfono exterior.
—Bueno. Tenemos al inglés y a la chica. El otro hombre está muerto. Eso es todo. Abrid.
Bond oyó que la puerta rodaba hacia un costado sobre unos rodillos de hierro.
El conductor pisó el embrague, avanzaron lentamente unos pocos metros y pararon. El hombre apagó el motor. Se oyó el rechinar de la escotilla de hierro al abrirse desde fuera. Una ráfaga de aire fresco y un charco de luz inundó la cabina.
Unas manos cogieron a Bond y lo arrastraron sin miramientos fuera del vehículo hasta el suelo de cemento. Bond se puso de pie. Sintió la presión apremiante de un arma en el costado. Una voz dijo:
—Quédate donde estás. Nada de trucos.
Bond miró al hombre. Era un chino negro de la misma calaña que los otros. Los ojos amarillos lo examinaron con curiosidad.
Bond se dio la vuelta indiferente. Otro hombre empujó a la chica con su arma.
—Déjala en paz —dijo Bond con dureza.
Avanzó y se puso a su lado. Los dos hombres parecían sorprendidos. Se quedaron apuntándolos indecisamente con las armas.
Bond miró a su alrededor. Estaban en una de las cabañas prefabricadas que había visto desde el río. Era un garaje y un taller de maquinaria. El «dragón» estaba detenido sobre un foso de reparaciones que se abría en el cemento. Había un motor fuera borda desmontado en uno de los bancos. Tiras de sodio blanco iluminaban todo el techo. Olía a gasolina y humo de combustión. El conductor y su compañero estaban examinando el vehículo. Ahora se acercaban a ellos.
—He pasado el mensaje —dijo uno de los guardias—. La orden es que los dejemos entrar. ¿Ha ido todo bien?
El copiloto, que parecía ser el más mayor de los presentes, dijo:
—Sí, ha habido un poco de jaleo. Los faros rotos y tal vez unos cuantos agujeros en los neumáticos. Que se pongan a trabajar, revisión completa. Llevaré a estos dos dentro y echaré un sueñecito. —Se volvió hacia Bond—. Venga, muévete. —Hizo un gesto hacia el interior de aquella larga cabaña.
—Muévete tú —dijo Bond—, y cuida tus modales. Diles a esos monos que dejen de apuntarnos. Quizá se les disparen sin querer. Parecen ser lo suficientemente torpes.
El hombre se le acercó. Los otros tres estrecharon el círculo detrás del primero. El odio brillaba en sus ojos enrojecidos. El jefe levantó un puño tan grande como un martillo y se lo puso a Bond debajo de las narices. Se estaba controlando con esfuerzo. Dijo con la voz tensa:
—Escuche, señor. A veces a nosotros nos dejan unirnos a la fiesta al final. Estoy rezando porque este sea uno de esos casos. Una vez conseguimos que durara toda una semana. Y, Dios, si lo cojo… —No acabó la frase. Los ojos brillaban con crueldad. Miró a la chica por encima de Bond. Los ojos se convirtieron en bocas que se relamían los labios. Se secó las manos en las perneras del pantalón. La punta rosa de la lengua apareció entre los labios morados. Se volvió a los otros tres—: ¿Qué decís, chicos?
Los tres hombres también estaban mirando a la muchacha. Asintieron mudos, como niños frente a un árbol de Navidad.
Bond deseaba hacer estragos entre ellos y aporrear sus caras con las muñecas esposadas para recibir su sangrienta venganza. Lo habría hecho por la chica. Todo lo que consiguió con su bravata era asustarla.
—Bien, vale —dijo—. Sois cuatro, nosotros dos y tenemos las manos atadas. Venga. No os haremos daño. Simplemente no nos atosiguéis ni empujéis. Al Doctor No podría no gustarle.
Al oír su nombre, los rostros de los hombres quedaron demudados. Tres pares de ojos fueron de Bond a su cabecilla. Durante un minuto el cabecilla miró fijamente a Bond sospechando, preguntándose, tratando de adivinar si Bond tenía algún ascendiente sobre su jefe. Y dijo sin convicción:
—Bueno, bueno. Sólo bromeábamos. —Se dio la vuelta hacia sus hombres buscando una confirmación—. ¿No es cierto?
—Sí, sí. —Fue un murmullo desigual. Los hombres desviaron la mirada.
El cabecilla dijo a regañadientes:
—Por aquí, señor. —Y se adentró en la larga cabaña.
Bond cogió a la joven por la muñeca y lo siguió. Estaba impresionado por el peso del nombre del Doctor No. Era algo que recordaría por si tenían algún trato más con el personal.
El hombre llegó hasta una puerta de madera basta al final de la cabaña. Había un timbre al lado. Llamó dos veces y esperó. Se oyó un chasquido y la puerta se abrió dando paso a diez metros de pasillo rocoso cubierto de moqueta con otra puerta al final, más elegante y pintada en un color crema.
El hombre se hizo a un lado.
—Todo recto, señor. Llame con los nudillos. La recepcionista se hará cargo. —Su voz no era irónica y los ojos se mostraban impasibles.
Bond condujo a la muchacha dentro del pasillo. Oyó la puerta cerrarse tras ellos. Se paró, la miró y dijo:
—Y ahora, ¿qué?
Ella sonrió temblorosa:
—Es agradable sentir una moqueta bajo los pies.
Bond le apretó la muñeca para reconfortarla. Avanzó hacia la puerta pintada de color crema y llamó.
La puerta se abrió. Bond entró con la chica pisándole los talones. Cuando se quedó clavado en el suelo, ni siquiera sintió que la joven chocaba con él. Se quedó de pie mirando.