Entre cañas ajenas
Debían de ser cerca de las ocho, pensó Bond. Aparte del croar de fondo de las ranas, todo estaba en silencio. En la esquina lejana del claro veía la oscura silueta de Quarrel. Se oyó un ruido metálico sordo cuando desmontó y secó la Remington.
Entre los arbustos, las luces amarillas distantes de la guanera trazaban sendas festivas sobre la superficie oscura del lago. El bochorno se había calmado y el espantoso escenario quedaba ahogado en la oscuridad. Estaba refrescando. La ropa de Bond se había secado sobre la piel. Los tres puñados de comida le habían calentado el estómago. Se sentía cómodo, adormilado, en paz. Mañana tenían mucho camino por delante sin más dificultades que el desgaste del ejercicio físico.
De repente la vida parecía sencilla y buena.
La muchacha estaba echada junto a él dentro del saco de dormir. Yacía sobre la espalda con la cabeza apoyada entre las manos, mirando el techo de estrellas.
Sólo distinguía el charco pálido de su rostro. Ella dijo:
—James, me prometiste contarme de qué iba todo esto. No me dormiré hasta que me lo digas.
Bond se echó a reír:
—Te lo contaré si tú también me lo cuentas. Quiero saber de qué va lo tuyo.
—No me importa. No tengo secretos, pero tú primero.
—Está bien. —Bond flexionó las rodillas hasta tocarse con ellas el mentón y rodeó los tobillos con los brazos—. Soy una especie de policía. Me envían desde Londres siempre que sucede algo raro en alguna parte del mundo que no es asunto de nadie. No hace mucho, un miembro del personal del gobernador de Kingston, un hombre llamado Strangways y amigo mío, desapareció. Su secretaria, una chica estupenda, también desapareció. Casi todo el mundo creyó que se habían fugado juntos, pero yo no…
Bond le contó la historia en términos sencillos, con buenos y malos, como una aventura sacada de un libro. Y concluyó:
—Ya ves, Honey, es sólo cuestión de que volvamos los tres en una canoa a Jamaica mañana por la noche, y luego el gobernador nos escuchará y mandará aquí muchos soldados para que este chino confiese. Espero que eso signifique su ingreso en prisión. Él también sabe esto y por eso intenta detenernos. Eso es todo.
Ahora te toca a ti.
—Tu vida parece muy interesante —dijo la joven—. A tu esposa no le gustará que estés lejos tanto tiempo. ¿No está preocupada porque puedas resultar herido?
—No estoy casado. La única que se preocupa por lo que pueda pasarme es mi compañía de seguros.
—Pero supongo que tendrás alguna chica —insistió ella.
—Ninguna permanente.
—¡Oh!
Hubo un silencio. Quarrel se acercó a ellos.
—Capitán. Yo haré la primera guardia si está d’acuerdo. Estaré en la punta del arenal. Vendré a despertarle hacia la medianoche. Usté hará la guardia hasta la’ cinco y entonce’ no’ iremo’. Hay que está bien lejo’ d’este lugá ante’ de qu’amanesca.
—Me parece bien —dijo Bond—. Despiértame si ves algo. ¿Funciona tu arma?
—Está bien —dijo Quarrel contento—. Que duerma bien, señoíta —dijo con cierta intención, y se desvaneció sin ruido entre las sombras.
—Me gusta Quarrel —dijo la muchacha; se quedó en silencio un momento—. ¿En serio quieres saber de mi vida? No es tan emocionante como tu historia.
—Por supuesto que sí. Y no te dejes nada en el tintero.
—No hay nada que dejarse. Podrías escribir toda mi vida en el reverso de una postal. Para empezar, nunca he salido de Jamaica. He vivido toda mi vida en un lugar llamado Beau Desert, en la Costa Norte, cerca del puerto de Morgan.
Bond se echó a reír.
—Qué curioso; yo también. Al menos por el momento. Pero no te he visto por allí. ¿Vives encima de un árbol?
—Oh, supongo que habrás alquilado la casa de la playa. Nunca me acerco a aquel lugar. Vivo en la Casa Grande.
—Pero si no queda nada de ella. Sólo hay unas ruinas en medio de los campos de caña.
—Vivo en las bodegas. He vivido allí desde que tenía cinco años. La casa se quemó hasta los cimientos y mis padres murieron.
No recuerdo nada de ellos por lo que no tienes que decir que lo sientes. Al principio viví allí con mi niñera negra. Ella murió cuando tenía quince años. Los últimos cinco años he vivido sola.
—¡Dios santo! —Bond estaba horrorizado—. Pero ¿no había nadie más que cuidara de ti? ¿No dejaron tus padres ningún dinero?
—Ni un penique. —No había amargura en la voz de la chica, orgullo si acaso—. Los Rider eran una de las familias linajudas de Jamaica. Cromwell les cedió las tierras de Beau Desert por haber sido una de las familias que firmó la orden de ajusticiar al rey Carlos. Construyó la Casa Grande y mi familia vivió en ella desde entonces. Pero luego el precio del azúcar se hundió y supongo que la plantación fue mal administrada; al llegar la época en que mi familia la heredó no quedaban más que deudas, hipotecas y cosas de esas. Así que, cuando mis padres murieron, la propiedad fue vendida. No me importó, era demasiado pequeña. Nanny debió portarse estupendamente. El párroco y los abogados querían que me adoptaran, pero Nanny cogió los muebles que no habían ardido y nos instalamos entre las ruinas; al cabo de un tiempo nadie volvió a molestarnos. Ella cosía y lavaba ropa en el pueblo, y cultivaba llantén y bananas y otras cosas, y había un gran árbol del pan junto a la vieja casa. Comíamos lo que comen los jamaicanos. También teníamos caña de azúcar por todas partes y ella cocinaba una olla de pescado de la que comíamos todos los días. Estaba bien. Teníamos suficiente para comer. Me enseñó como pudo a leer y escribir. Había un montón de libros salvados del fuego y también una enciclopedia. Empecé con la A cuando tenía ocho años; he llegado hasta la mitad de la T. —Y dijo a la defensiva—: Apuesto a que sé más que tú sobre un montón de cosas.
—Estoy seguro de ello. —Bond estaba absorto imaginándose a una niña de pelo pajizo correteando entre las ruinas con la vieja y obstinada negra cuidando de ella y llamándola para que estudiara sus lecciones, que debieron de ser todo un enigma para la anciana—. Tu niñera debió ser una persona extraordinaria.
—Era encantadora. —Fue una afirmación rotunda—. Pensé que me moriría cuando falleció. Ya no fue tan divertido después de aquello. Antes llevaba la vida de una niña, pero de repente tuve que crecer y hacerlo todo yo misma. Los hombres trataban de cogerme y hacerme daño. Me decían que querían hacer el amor conmigo. —Guardó silencio un momento—. Entonces era guapa.
—Eres una de las chicas más hermosas que he conocido —dijo Bond serio.
—¿Con esta nariz? No seas tonto.
—No lo entiendes. —Bond buscó palabras que ella pudiera creer—. Está claro que todos pueden ver que tienes la nariz rota. Pero desde esta mañana, apenas lo he notado. Cuando miras a una persona, la miras a los ojos o a la boca, que es donde se manifiestan las emociones. Una nariz rota no es más importante que una oreja torcida. La nariz y las orejas son una especie de muebles del rostro. Algunas son más bonitas que otras, pero no son tan importantes como el resto de la cara.
Forman parte del paisaje del rostro. Si tuvieras una nariz tan bonita como el resto de tu cara, serías la muchacha más guapa de Jamaica.
—¿Lo dices en serio? —Su voz era apremiante—. ¿Crees que podría ser guapa?
Sé que hay partes de mí que están bien, pero cuando me miro en el espejo apenas me fijo en otra cosa que en la nariz rota. Estoy segura de que ocurre lo mismo con otras personas que son, que son… deformes.
Bond dijo con impaciencia:
—Tú no eres deforme. No digas tonterías. Y, de todas formas, te la pueden dejar bien con una sencilla operación. Sólo tienes que viajar a Estados Unidos y te la arreglarán en una semana.
—¿Cómo quieres que lo haga? —le dijo enfadada—. Tengo unas quince libras bajo una piedra en la bodega. Tengo tres faldas y tres camisas, un cuchillo y una olla para el pescado. Lo sé todo sobre esas operaciones. El médico de Port Maria lo preguntó por mí. Es un buen hombre. Escribió a Estados Unidos. ¿Sabes que para que me la dejaran bien me costaría unas quinientas libras? Por no hablar de los gastos de ir a Nueva York, el hospital y todo lo demás. —Su voz se volvió desesperanzada—. ¿Cómo esperas que reúna todo ese dinero?
Bond ya había tomado una decisión sobre lo que hacer al respecto. Ahora simplemente le dijo con ternura:
—Supongo que hay medios de conseguirlo. De todas formas, prosigue con tu historia. Es muy interesante, mucho más interesante que la mía. Te quedaste en cuando murió Nanny. ¿Qué ocurrió luego?
La joven prosiguió sin mucho entusiasmo:
—Es culpa tuya por interrumpir. Y no debes hablar de cosas que no entiendes.
Supongo que la gente te dirá que eres atractivo y consigues cuantas chicas quieres. Pero no sería así si fueras bizco o tuvieras el labio leporino o algo parecido. De hecho —Bond notó la sonrisa en su voz—, creo que iré a ver al hechicero cuando volvamos y le pediré que con un encantamiento te produzca alguna deformidad. —Luego añadió sin convicción—: Así nos pareceríamos más.
Bond alargó la mano y la acarició.
—Tengo otros planes —le dijo—. Pero, vamos. Quiero oír el resto de la historia.
—Bueno —suspiró la muchacha—. Tendré que retroceder un poco. Toda la hacienda está dedicada a la caña y la vieja casa se halla en medio de la plantación.
Unas dos veces al año se corta la caña y se envía al ingenio de azúcar. Y cuando hacen esto, todos los animales e insectos que viven en los campos de caña huyen presa del pánico, porque les destruyen las casas; en su mayoría mueren. Siempre que llega la época de la recolección, algunos acuden a las ruinas de la casa a esconderse. Nanny tenía mucho miedo de las mangostas, serpientes y escorpiones, pero yo acondicioné dos de las habitaciones de la bodega para ellos.
No me asustaban y nunca me hicieron daño. Parecían comprender que cuidaba de ellos y debieron contárselo a sus compañeros o algo parecido, porque al cabo de un tiempo era normal que acudieran en tropa a las habitaciones y se acomodaran allí hasta que las cañas jóvenes hubieran comenzado a crecer. Entonces desfilaban todos fuera y volvían a vivir en los campos. Les daba cuanto alimento podía reservar mientras permanecían con nosotras, y se portaban muy bien, excepto porque olían un poco y a veces se peleaban entre ellos. Pero los tenía a todos domados y lo mismo sucedía con sus crías; podía hacer cuanto quisiera con ellos.
Por supuesto, los cortadores de caña lo descubrieron, me vieron pasear con serpientes en torno al cuello y cosas así, y se asustaron creyendo que era una hechicera. Así que nos dejaron totalmente solas. —Hizo una pausa—. De esta forma es como aprendí tanto de los animales e insectos. Pasaba mucho tiempo en el mar investigando sobre sus moradores y lo mismo sucedía con los pájaros. Si sabes lo que les gusta comer y de lo que tienen miedo, y pasas todo el tiempo con ellos, entonces se hacen tus amigos. —Ella alzó la vista y lo miró—. Te pierdes muchas cosas si no conoces a los animales.
—Mucho me temo que eso me pasa a mí —dijo Bond con sinceridad—. Espero que sean más agradables e interesantes que los humanos.
—Eso no lo sé —dijo la joven, pensativa—. No conozco a muchas personas. La mayoría de las que he conocido han resultado ser odiosas, pero supongo que también pueden ser interesantes. —Hizo una pausa—. Nunca había pensado en que pudieran gustarme como los animales. Exceptuando a Nanny, por supuesto.
Hasta que… —Guardó silencio y soltó una risita tímida—. Bueno, de cualquier forma todos vivimos juntos felices hasta que tuve quince años y Nanny murió y entonces las cosas se pusieron difíciles. Había un hombre llamado Mander, un hombre horrible. Era el capataz blanco de los dueños de la plantación. No dejaba de venir a verme. Quería que me fuera a vivir a su casa junto a Port Maria. Lo odiaba y me escondía cuando lo oía llegar a caballo a través de las cañas. Una noche acudió a pie y no lo oí. Estaba borracho. Entró en la bodega y forcejeó conmigo porque no quería hacer lo que él me pedía, ya sabes, las cosas que las personas enamoradas hacen.
—Sí, ya sé.
—Intenté matarlo con mi cuchillo, pero era muy fuerte; me pegó con todas sus fuerzas en la cara y me rompió la nariz. Me dejó inconsciente y entonces creo que me hizo cosas. Quiero decir que sé que las hizo. Al día siguiente quise quitarme la vida cuando me vi la cara y supe lo que me había hecho. Creí que tendría un niño.
De veras me hubiera matado si hubiera tenido un hijo de aquel hombre. De todas formas, no pasó nada. Fui al médico e hizo lo que pudo por mi nariz y no me cobró nada. No le conté nada del resto, estaba demasiado avergonzada. El hombre no volvió. Esperé sin hacer nada hasta la siguiente época de recolección. Tenía un plan. Esperaba a que llegaran las viudas negras a buscar refugio. Un día llegaron por fin. Cogí la más grande de las hembras y la encerré en una caja sin nada que comer. Las hembras son las malas. Luego esperé a que hubiera una noche oscura sin luna. Cogí la caja con la araña y caminé y caminé hasta llegar a la casa del hombre. Era una noche cerrada y tenía miedo de los extraños que pudiera encontrarme en la carretera, pero no vi a nadie. Esperé en su jardín, entre los arbustos, y vigilé hasta que se fue a la cama. Entonces trepé por un árbol y me deslicé por el balcón. Esperé allí hasta que lo oí roncar y me metí con cuidado por la ventana. Estaba desnudo en la cama bajo la mosquitera. Levanté un costado y abrí la caja agitándola hasta que la araña cayó sobre su estómago. Entonces me fui y volví a casa.
—¡Dios santísimo! —dijo Bond con reverencia—. ¿Qué le pasó?
—Tardó una semana en morir —dijo ella con alegría—. Le debió de doler muchísimo, pues la picadura duele mucho. El hechicero dice que no hay nada que se le parezca. —Hizo una pausa, y como Bond no comentaba nada, ella dijo con ansiedad—: Tú no crees que hice mal, ¿verdad?
—No es algo que debas convertir en hábito —dijo Bond suavemente—, pero no puedo decir que te culpe. ¿Y qué pasó entonces?
—Bueno, volví a la normalidad. —Su voz era expositiva—. Tuve que preocuparme por conseguir comida y, desde luego, todo cuanto quería era ahorrar dinero para que mi nariz volviera a ser igual de bonita que antes. —Ella dijo persuasivamente—: ¿Crees que los médicos podrán hacer que vuelva a ser como antes?
—Le darán la forma que quieras —dijo Bond con seguridad—. ¿Cómo consigues el dinero?
—Fue por la enciclopedia. Decía que la gente colecciona conchas marinas y que las más raras se venden. Hablé con el maestro de la escuela local, pero sin contarle mi secreto, claro está, y descubrió que había una revista norteamericana llamada Nautilus para los coleccionistas de conchas. Tenía el dinero suficiente para suscribirme y comencé a buscar las conchas que la gente de los anuncios decía querer. Escribí a un distribuidor de Miami y comenzó a comprarme género. Fue emocionante. Por supuesto, al principio cometí errores graves. Creía que a la gente le gustarían las conchas más bonitas, pero no fue así; normalmente son las más feas las que prefieren. Entonces, cuando encontraba ejemplares poco comunes, los limpiaba y pulía para que tuvieran mejor aspecto. Volví a meter la pata. Querían las conchas tal y como salían del mar, con animal y todo. Así que le compré formalina al médico y se la echaba a las conchas vivas para que no olieran, y se las enviaba al hombre de Miami. Sólo empezó a irme bien hará un año y ya he ahorrado quince libras. Descubrí que ya sabía cómo querían las conchas, y con suerte, podría ganar al menos cincuenta libras al año. Entonces, dentro de diez años podré ir a Estados Unidos a operarme. Y luego —se rio complacida—, tuve muchísima suerte. Fui a Cayo Cangrejo. Ya había estado aquí antes, pero esta vez fue justo antes de la Navidad, y hallé estas conchas púrpuras. No me llamaron mucho la atención, pero envié una o dos a Miami y el hombre me contestó diciéndome que me pagaría todas las que enviase con las dos valvas a cinco dólares la concha. Me dijo que debía mantener en secreto el paradero de las conchas, pues de lo contrario, dijo él, «estropearíamos el mercado» y el precio bajaría. Es como tener una mina de oro privada. Ahora podré ahorrar el dinero en cinco años. Por eso me mostré tan cauta contigo cuando te encontré en la playa.
Creí que habías venido a robarme las conchas.
—Tú sí que me sorprendiste. Creí que eras la novia del Doctor No.
—Muchas gracias.
—Pero dime: cuando te hayas operado, ¿qué harás entonces? No puedes pasarte toda la vida viviendo en una bodega.
—He pensado en convertirme en call-girl —dijo ella como pudiera haber dicho «enfermera» o «secretaria».
—¿Qué quieres decir? —Tal vez hubiera oído la palabra sin comprenderla realmente.
—Una de esas chicas que tienen un bonito piso y hermosos vestidos. Ya sabes a lo que me refiero —dijo con impaciencia—. La gente las llama por teléfono, acuden, hacen el amor y les pagan por hacerlo. En Nueva York ganan cien dólares por acostarse. Allí es donde comenzaría. Por supuesto —admitió ella—, tendría que hacerlo por menos dinero al principio, hasta que aprendiera a hacerlo muy bien. ¿Cuánto pagan por las inexpertas?
Bond se echó a reír.
—No me acuerdo. Hace mucho tiempo desde la última vez.
—Sí —suspiró ella—. Supongo que tendrás todas las mujeres que quieras por nada. Supongo que sólo los hombres feos pagan. Pero no puedo hacer nada.
Cualquier otro trabajo en las grandes ciudades debe de ser horrible. Al menos se puede ganar mucho más dinero como call-girl. Luego volveré a Jamaica y compraré Beau Desert. Seré lo bastante rica como para buscarme un buen marido y tener hijos. Ahora que he encontrado las conchas de Venus, he calculado que podría estar de vuelta en Jamaica antes de los treinta años. ¿No es estupendo?
—Me gusta la última parte del plan. Pero no estoy tan seguro de la primera. De todas formas, ¿dónde descubriste lo de las call-girls? ¿Estaban en la letra C de la enciclopedia?
—Claro que no. No seas tonto. Hubo un caso muy sonado en Nueva York hará unos tres años, con un playboy famoso llamado Jelke que tenía toda una cuadrilla de chicas. Salieron muchas noticias sobre el caso en el Gleaner. Aparecían los precios y todo lo demás. También en Kingston hay miles de esas chicas, pero, por supuesto, no tan buenas. Sólo sacan unos cinco chelines y no tienen otro sitio para hacerlo que en la selva. Nanny me habló de ellas. Dijo que no debía volverme como ellas o sería muy infeliz, lo cual es cierto si lo hacen por sólo cinco chelines, pero por cien dólares…
—No podrías quedarte con todo el dinero —dijo Bond—. Tendrías una especie de gerente que te conseguiría los hombres, y tendrías que sobornar a la policía para que te dejara en paz. Y es fácil que fueras a la cárcel si algo saliera mal. En serio, no creo que te gustara el trabajo. Y te diré otra cosa: con todo lo que sabes de animales, insectos y demás podrías conseguir un trabajo estupendo cuidando de ellos en uno de los zoos de Estados Unidos. ¿Y qué me dices del Instituto de Jamaica? Estoy seguro de que te gustaría más. Y tendrías más posibilidades de encontrar un buen marido. No debes pensar más en ser una call-girl. Tienes un cuerpo estupendo. Debes conservarlo para los hombres que quieras.
—Eso es lo que dicen los libros —dijo ella llena de dudas—. El problema es que no hay hombres a los que amar en Beau Desert. —Ella dijo con timidez—: Eres el primer inglés con el que he hablado. Me gustaste desde el principio. No me importa decirte estas cosas. Supongo que hay muchas otras personas que me gustarían si pudiera salir de aquí.
—Claro que sí. Cientos. Eres una chica preciosa. Lo pensé nada más verte.
—Querrás decir cuando me viste el trasero. —Su voz era cada vez más soñolienta, pero llena de placer.
Bond se echó a reír.
—Bueno, era un trasero estupendo. Y el otro lado también era maravilloso.
—El cuerpo de Bond comenzó a excitarse con los recuerdos. Y dijo bruscamente—■: Ahora, Honey, es hora de dormir. Ya tendremos tiempo de hablar cuando volvamos a Jamaica.
—¿Seguro? —dijo ella soñolienta—. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
La oyó moverse en el saco de dormir. La miró. Sólo atisbo a ver su pálido perfil vuelto hacia él. Ella emitió un profundo suspiro como el de una niña antes de dormirse.
Reinaba el silencio en el claro. Empezaba a hacer frío. Bond acostó la cabeza entre las piernas encogidas. Tenía el pensamiento lleno de los recuerdos del día y de aquella extraordinaria chica salvaje que había aparecido en su vida. Era como si un hermoso animal se le hubiera arrimado. No soltaría la correa hasta que hubiera resuelto sus problemas por ella. Lo sabía. Por supuesto, no tendría dificultad con la mayoría de esos problemas. Podría organizar la operación y, con la ayuda de amigos, le encontraría un buen trabajo y una casa. Tenía dinero. Le compraría vestidos, la llevaría a la peluquería y la iniciaría en el gran mundo. Sería divertido.
Pero ¿y qué pasaba con el otro aspecto? ¿Qué pasaba con el deseo físico que sentía por ella? No se le puede hacer el amor a una niña. Pero ¿era una niña? Su cuerpo no tenía nada de infantil ni tampoco su personalidad. Estaba totalmente desarrollada y era muy inteligente a su manera, y mucho más capaz de cuidar de sí misma que cualquier otra chica de veinte años que Bond hubiera conocido.
Los pensamientos de Bond fueron interrumpidos por un tirón en la manga.
Una voz dulce le dijo:
—¿Por qué no te duermes? ¿Tienes frío?
—No, estoy bien.
—Se está bien aquí, se está calentito en el saco de dormir. ¿Quieres meterte?
Hay mucho sitio.
—No, gracias, Honey. Estaré bien.
Hubo una pausa; luego, casi en un susurro, ella dijo:
—Si crees que… me refiero a que no tienes que hacerme el amor… Podemos dormir reverso con anverso, ya sabes, como dos cucharas.
—Honey, cielo, duérmete. Me gustaría estar así contigo, pero no esta noche.
Además, pronto tendré que relevar a Quarrel.
—Sí, ya veo. —La voz mostraba resentimiento—. Tal vez cuando volvamos a Jamaica.
—Tal vez.
—¿Prometido? No me dormiré hasta que lo hayas prometido.
—Vale, te lo prometo —dijo Bond desesperado—. Ahora, duérmete, Honeychile.
La voz susurro triunfal:
—Ahora me debes sumisión. Lo has prometido. Buenas noches, querido James.
—Buenas noches, querida Honey.