CAPÍTULO 10

El rastro del dragón

La partida de búsqueda avanzaba rápido río abajo. Los dos hombres en bañador y con botas de pescador tenían que correr para seguir a los perros. Eran fornidos chinos negros que llevaban pistoleras cruzándoles el pecho desnudo y sudoroso.

De vez en cuando intercambiaban gritos que en su mayoría eran palabrotas. Por delante de ellos la jauría de enormes Doberman Pinschers nadaban y forcejeaban en el agua, ladrando con excitación. Tenían un rastro y tiraban enloquecidos, con las orejas en forma de rombo erectas sobre aquellas cabezas lisas de serpiente.

—¡Tal ves sea un jodido cocodrilo! —chilló el hombre en cabeza por encima de la algarabía. Llevaba un látigo corto como un montero en un coto de caza.

El otro hombre se le acercó y gritó con excitación:

—Te apuesto lo que quiera’ a que e’ el jodido inglé. Seguro que está agasapao en lo’ manglare’. Cuida que no no’ tienda una jodida emboscada. —El hombre sacó el arma de la pistolera y se la puso bajo la axila con la mano asiendo la culata.

Se acercaban al final del río abierto y entraban en el túnel de manglares. El primero de ellos tenía un silbato. Sobresalía en aquella cara ancha como la colilla de un cigarro. Cuando los perros quisieron seguir, descargó el látigo a uno y otro lado. Los perros se contuvieron, gimiendo, mientras la plácida corriente los forzaba a desobedecer las órdenes. Los dos hombres sacaron las pistolas y avanzaron lentamente por el agua río abajo a través de las patas caóticas de los manglares.

El hombre en cabeza llegó hasta la estrecha abertura que Bond había hallado.

Agarró un perro por el collar y lo hizo entrar en el canal. El perro resopló de impaciencia y pataleó hacia adelante. Los ojos del hombre escudriñaron las raíces de los manglares a ambos lados del canal por si estaban arañados. El perro y el hombre se adentraron en la poza cerrada al extremo del canal. El hombre miró a su alrededor con disgusto. Cogió al perro por el collar y tiró de él hacia atrás. El perro se mostraba reacio a salir de allí. El hombre restalló el látigo en el agua.

El segundo hombre había estado esperando a la entrada del canalillo. El primero salió. Negó con la cabeza y siguieron corriente abajo; los perros, ahora menos nerviosos, abrían la marcha.

Lentamente, el ruido de la partida disminuyó y se desvaneció.

Durante cinco minutos nada se movió en la poza de los manglares, hasta que, en una esquina, entre las raíces, fue saliendo poco a poco del agua un delgado periscopio de bambú. Emergió la cabeza de Bond, la frente cubierta de pelo mojado, como la cara de un cadáver saliendo a la superficie. Bajo el agua, en la mano derecha, tenía el revólver listo. Escuchó con atención. Reinaba un silencio sepulcral, ni un solo sonido. ¿O sí? ¿Qué era ese susurro que llegaba de la corriente principal? ¿Era alguien que avanzaba por el agua en silencio absoluto siguiendo a la partida? Bond extendió los brazos a ambos lados y toco con suavidad los otros dos cuerpos sumergidos entre las raíces en el borde de la poza.

Cuando emergieron las dos cabezas, se llevó un dedo a los labios. Era demasiado tarde. Quarrel había tosido y escupido. Bond hizo un gesto de contrariedad y les señaló con urgencia la corriente principal. Todos escucharon. El silencio era absoluto.

Entonces prosiguió el suave susurro. Quienquiera que fuese estaba entrando en el canal lateral. Los tubos de bambú volvieron a las tres bocas y las cabezas se volvieron a sumergir sin ruido.

Bajo el agua, Bond descansó la cabeza en el cieno, se pinzó la nariz con la mano izquierda y cerró los labios sobre el tubo. Sabía que la poza ya había sido inspeccionada una vez. Había sentido la alteración del perro nadando. Aquella vez no habían dado con ellos. Si este explorador se fijaba en la mancha pardusca más oscura, ¿dispararía o clavaría algo allí? ¿Y con qué armas contaba? Bond decidió no correr riesgos. Al primer movimiento en el agua a su alrededor, se pondría de pie, dispararía y ojalá que todo saliera bien.

Bond se tumbó y puso sus sentidos alerta. ¡Qué infernal era la respiración controlada y qué enloquecedor resultaba el mordisqueo de los camarones! Era una suerte que ninguno tuviera una herida, porque aquellos malditos bichos se habrían cebado en ella. Fue una brillante idea la de la muchacha. De otra forma, los perros habrían dado con ellos dondequiera que estuviesen escondidos.

De pronto, Bond se encogió. Una bota de goma le había pisado el tobillo y había resbalado. ¿Creería el hombre que se trataba de una rama? Bond no podía arriesgarse. Cogiendo impulso, se proyectó hacia arriba y escupió la caña de bambú.

Bond se hizo cargo rápidamente de que tenía un cuerpo enorme casi encima de él y vio el movimiento de la culata de un rifle. Levantó el brazo izquierdo para proteger la cabeza y sintió el golpe sobre el antebrazo. Al mismo tiempo le apuntó con la mano derecha y, cuando el cañón del revólver tocó el reluciente pectoral derecho bajo la aureola sin vello, apretó el gatillo.

El retroceso de la explosión, estorbado por el cuerpo del hombre, casi le rompió la muñeca, pero el hombre salió despedido hacia atrás como un árbol tronchado en el agua. Bond llegó a atisbar el desgarro en el costado mientras el hombre se hundía. Las botas de pescador de goma se agitaron en el agua y la cabeza, la cabeza de un chino negro, salió a la superficie con los ojos hacia arriba y el agua brotando del grito silencioso de aquella boca. Luego, la cabeza volvió a hundirse y no hubo nada más que el turbión de cieno y una mancha de sangre que aumentaba de tamaño lentamente y que comenzaba a ser arrastrada por la corriente.

Bond se estremeció. Se dio la vuelta. Quarrel y la chica estaban de pie detrás de él, chorreando agua. Quarrel sonreía de oreja a oreja, pero la joven se había llevado los dedos a la boca y los ojos contemplaban, helados por el horror, el agua enrojecida.

—Lo siento, Honey —dijo Bond con sequedad—. Tuve que hacerlo. Nos había descubierto. Vamos, en marcha.

La cogió sin miramientos por el brazo y tiró de ella lejos de allí hacia la corriente principal; sólo paró cuando llegaron al río abierto a la entrada del túnel de manglares.

El paisaje volvía a estar despejado. Bond miró el reloj. Se había parado a las tres. Miró el sol en el oeste. Debían de ser las cuatro. ¿Cuánto les quedaba por recorrer? Bond se sintió súbitamente cansado. Ahora lo había echado todo a perder. Aunque no oyeran el disparo, aunque lo hubiera silenciado el cuerpo del hombre y los manglares, lo echarían en falta cuando los otros lo esperaran, si es que Quarrel había adivinado bien, en la boca del río para ser conducidos a la lancha. ¿Volverían a subir río arriba a buscar al desaparecido? Probablemente no.

Oscurecería antes de que supieran con certeza que faltaba. Enviarían una partida de búsqueda por la mañana, los perros encontrarían pronto el cuerpo, y luego ¿qué?

La muchacha le tiró de la manga y le dijo enfadada:

—Es hora de que me digas de qué va todo esto. ¿Por qué todo el mundo intenta matarse? ¿Quién eres tú? No me creo toda esa historia de los pájaros. No se trae un revólver para estudiar a los pájaros.

Bond miró aquellos ojos abiertos y enfadados.

—Lo siento, Honey. Me temo que te he metido en un buen follón. Te lo contaré todo esta noche cuando lleguemos al campamento. Es sólo mala suerte que te hayas visto mezclada en todo esto. Tengo montada una especie de guerra con esta gente. Parece ser que quieren matarme. En este momento, sólo me interesa que salgamos de la isla sin que nadie más resulte herido. Ya sé lo suficiente para irme y volver la próxima vez por la puerta principal.

—¿Qué quieres decir? ¿Eres una especie de policía? ¿Acaso intentas enviar a ese chino a la cárcel?

—Algo así. —Bond le sonrió—. Al menos estás en el bando de los buenos. Y ahora dime. ¿Cuánto queda para el campamento?

—Ah, más o menos una hora.

—¿Es un buen sitio para esconderse? ¿Podrían encontrarnos con facilidad?

—Tendrían que cruzar el lago y remontar el río. No pasará nada mientras no envíen el dragón a por nosotros. Puede ir por el agua. Le he visto hacerlo.

—Bueno —dijo Bond con diplomacia—, esperemos que tenga una herida en la cola o algo así.

—Muy bien, señor sabelotodo —resopló la joven—. Espera y verás —le dijo enfadada.

Quarrel salió aplastando los manglares. Llevaba un rifle consigo y dijo a modo de disculpa:

—No no’ hará ningún daño tené otra arma, capitán. Me huelo que podremo’ necesitarla.

Bond la cogió. Era una carabina Remington calibre 7,62 mm del Ejército de Estados Unidos. Esa gente, no había duda, contaba con el equipo adecuado. Se la devolvió.

Quarrel se hizo eco de sus pensamientos.

—Esa gente e’ astuta, capitán. Ese hombre debía ir detrá de lo’ otro’ moviéndose sigilosamente para pillarno’ saliendo cuando lo’ perro’ hubieran pasao. Ese Docto e’ una mangosta taimada.

—Debe de ser todo un personaje —dijo Bond, pensativo y desechando aquellos pensamientos con un gesto—. Ahora, sigamos. Honey dice que queda otra hora hasta el campamento. Será mejor que vayamos por la orilla izquierda para tener toda la protección que nos brinde la montaña. Por lo que sabemos, tienen los ojos vueltos hacia aquí.

Bond le dio el revólver a Quarrel, quien lo guardó en la mochila empapada. Se pusieron en marcha de nuevo con Quarrel a la cabeza y Bond y la chica caminando juntos.

El bambú y los arbustos de la costa oeste les daban algo de sombra, pero tenían que enfrentarse a la fuerza de aquel viento tórrido. Se mojaron los brazos y la cara para refrescar las quemaduras. Los ojos de Bond estaban inyectados en sangre por el resplandor y el brazo le dolía lo indecible en el punto en que lo había golpeado la culata del rifle. Tampoco es que tuviera muchas ganas de cenar pan, queso y jamón mojados. ¿Cuánto tiempo podrían dormir? No había dormido mucho la última noche. El panorama no se presentaba muy halagüeño. ¿Y la muchacha? No había dormido nada. Quarrel y él tendrían que montar guardia y vigilar. Y al día siguiente, vuelta a los manglares para avanzar lentamente de vuelta a la canoa atravesando la parte este de la isla. Y a navegar toda la noche siguiente, Bond pensó en la perspectiva de abrirse paso a machetazos durante siete kilómetros a través de manglares sólidos. ¡Menuda perspectiva! Bond siguió avanzando penosamente, pensando en «las vacaciones al sol» de M. No le cabía duda de que daría algo porque M estuviera ahora compartiendo aquello con él.

El río se estrechó hasta ser sólo un arroyo entre los macizos de bambú.

Entonces se abrió en un estuario liso de marismas, más allá de las cuales los siete kilómetros cuadrados de un lago somero se alejaban hacia el otro lado de la isla formando un espejo azul grisáceo ondulado. Aún más lejos, se veía brillar la pista de aterrizaje y los destellos del sol sobre un hangar solitario. La joven le dijo que siguiera hacia el este y se abrieron camino con lentitud entre los arbustos.

De pronto, Quarrel se detuvo con la cara apuntando hacia adelante, como la de un perro de caza, y se quedó mirando el terreno pantanoso delante de él. Dos profundos surcos paralelos se abrían en el barro, con otro surco más liviano en el centro. Eran las huellas de algo que había descendido de las colinas y había atravesado la marisma hacia el lago.

—Aquí ha estado el dragón —dijo la joven con indiferencia.

Quarrel se volvió hacia ella poniendo los ojos en blanco.

Bond siguió con detenimiento las huellas. Las exteriores eran muy lisas con una curva indentada. Podrían haber sido dejadas por ruedas, pero eran enormes, de al menos sesenta centímetros de ancho. La huella central era del mismo tipo, pero sólo de unos nueve centímetros, del ancho de un neumático de coche. Entre las huellas no había rastro de pisadas y eran bastante frescas. Avanzaban en una línea recta continua y los arbustos a su paso estaban aplastados contra el suelo como si un tanque hubiera pasado por encima.

Bond no podía imaginarse qué clase de vehículo, si es que era un vehículo, había dejado esas huellas. Cuando la muchacha le dio un codazo y le susurró con fiereza «Te lo dije», el sólo dijo pensativo:

—Bueno, Honey, si no es un dragón, es otra cosa que jamás he visto.

Más adelante, ella le tiró con urgencia de la manga.

—Mira —susurró. Señaló hacia adelante un gran macizo de arbustos junto al cual corrían las huellas. Estaban sin hojas y ennegrecidos. En el centro se veían los restos carbonizados de nidos de pájaros—. Les echó el aliento —dijo ella con excitación.

Bond se acercó a los arbustos y los examinó.

—Desde luego —admitió. ¿Por qué habría sido quemado ese macizo en concreto? Todo era muy extraño.

Las huellas giraban bruscamente hacia el lago y desaparecían en el agua. A Bond le hubiera gustado seguirlas, pero era impensable dejar aquella protección.

Siguieron andando, sumido cada uno en sus pensamientos.

Lentamente, el día comenzó a morir detrás del pan de azúcar; por fin la chica señaló delante, entre los arbustos, un largo banco de arena que se adentraba en el lago. Había arbustos espesos de uvíferas a lo largo de aquella columna de arena y, a medio camino, tal vez a cien metros de la orilla, estaban los restos de una cabaña con techo de paja. El aspecto del lugar era lo suficientemente acogedor como para pasar la noche y estaba bien protegido por el agua por ambos lados. El viento había amainado y el agua era serena y acogedora. ¡Cuán celestial iba a ser quitarse las camisas sucias y lavarse en el lago y, después de pasar horas chapoteando entre el barro y el hedor del río y la marisma, poder tumbarse sobre aquella arena seca y dura!

El sol brillaba con tonos amarillos y se hundió detrás de la montaña. El día se mantenía vivo en la punta este de la isla, pero la sombra negra del pan de azúcar fue extendiéndose con lentitud por el lago y pronto llegaría hasta allí matando la luz. Las ranas comenzaron a croar, más alto que en Jamaica, hasta que el denso crepúsculo se llenó de sus gritos estridentes. En el lago un gigantesco sapo toro comenzó a llamar a la hembra. El siniestro sonido estaba a medio camino entre un tam-tam y el chillido de un mono. Enviaba mensajes cortos que quedaban estrangulados repentinamente. Al poco rato, guardó silencio. Había encontrado lo que quería.

Alcanzaron el cuello del arenal y avanzaron en fila india por aquel camino angosto. Llegaron al claro con los restos aplastados de la cabaña de sebe. Las misteriosas huellas salían de ambas márgenes y atravesaban el claro hasta los arbustos cercanos como si aquella cosa, fuera lo que fuese, hubiera arramblado con el lugar. Muchos arbustos estaban quemados o chamuscados. Quedaban los restos de una hoguera hecha con trozos de coral y unas cuantas cacerolas desperdigadas y latas vacías. Buscaron entre los restos y Quarrel desenterró dos latas sin abrir de judías con jamón Heinz. La chica encontró un saco de dormir arrugado, y Bond, un monedero de piel que contenía cinco billetes de un dólar, tres libras jamaicanas y unas monedas. Los dos hombres, no cabía duda, se habían ido con prisas.

Dejaron aquel sitio y prosiguieron hasta un pequeño claro arenoso. Entre los arbustos vieron luces titilantes reflejadas en el agua, que procedían de la montaña, tal vez a unos tres kilómetros. Hacia el este no había nada más que el brillo negro y apagado del agua bajo el cielo oscurecido.

—Mientras no encendamos ningún fuego —dijo Bond—, estaremos bien aquí.

Lo primero es darse un buen baño. Honey, para ti el resto del arenal y para nosotros el extremo. Te veré en la cena dentro de media hora.

—¿Te vestirás para la ocasión? —se rio la joven.

—Por supuesto —dijo Bond—. Con pantalones.

—Capitán —dijo Quarrel—, mientra’ haya luz abriré esta’ lata’ y prepararé todo pá la noche. —Rebuscó en la mochila—. Tome lo’ pantalone’ y el revólver. El pan no sabe mu bien, pero sólo está mojao. Se puede comé y quizá esté seco po la mañana. Creo que será mejó comé la’ lata’ esta noche y dejá el queso y el jamón. La’ lata’ pesan y tenemo’ mucho que andá mañana.

—Está bien, Quarrel —dijo Bond—. Te dejo escoger el menú.

Cogió el revólver y los pantalones húmedos y fue hasta las aguas someras retrocediendo por el camino de ida. Halló un tramo de arena dura y seca, se quitó la camisa, se metió en el agua y se tumbó. El agua estaba buena, pero decepcionantemente caldosa. Cogió puñados de arena y se frotó con ella a modo de jabón. Entonces se tumbó y disfrutó del silencio y la soledad.

Las estrellas comenzaban a brillar con palidez, las estrellas que los habían llevado a la isla la noche anterior, hacía un siglo, las estrellas que los sacarían de allí la noche siguiente, un siglo después. ¡Menuda excursión! Pero al menos había valido la pena. Ahora tenía suficientes pruebas y testigos para ir a ver al gobernador y poner en marcha una investigación en toda regla sobre las actividades del Doctor No. No se disparan ametralladoras contra las personas aunque sean intrusos. Y, por la misma razón, ¿qué era eso que tenía el Doctor No que había traspasado el terreno arrendado por la Audubon Society, y que había destrozado su propiedad y posiblemente dado muerte a uno de los guardas? Eso se tendría que investigar también. ¿Qué encontraría cuando volviera a la isla por la puerta principal, tal vez en un destructor, y con un destacamento de marines?

¿Cuál sería la respuesta al acertijo del Doctor No?

¿Qué trataba de ocultar? ¿De qué tenía miedo? ¿Por qué el secreto era tan importante para él hasta el extremo de asesinar una y otra vez para salvaguardarlo? ¿Quién era el Doctor No?

Bond oyó lejos un chapoteo en el agua a su derecha. Pensó en la muchacha. ¿Y quién era, por otra parte, Honeychile Rider? Eso, decidió mientras salía a tierra firme, al menos era algo que descubriría antes de acabar la noche.

Bond se puso los pantalones húmedos, se sentó en la arena y desmontó la pistola. Lo hizo guiándose por el tacto, empleando la camisa para secar cada pieza y cada cartucho. Luego montó el revólver y apretó el gatillo sobre el tambor vacío.

El sonido era saludable. Tardaría días en oxidarse. Lo cargó y enfundó en la pistolera de la cinturilla del pantalón; se levantó y caminó de vuelta al claro.

La sombra de Honey se levantó y le hizo sentarse junto a ella.

—Vamos —dijo la joven—, estamos hambrientos. He limpiado una de las cacerolas y hemos echado el contenido de las latas dentro. Hay unos dos buenos puñados para cada uno y una pelota de criquet de pan. Y no siento remordimientos por comerme vuestra comida, dado que me habéis hecho trabajar más de lo que hubiera hecho de estar sola. Toma, pon la mano.

Bond sonrió ante la autoridad de su voz. Sólo llegaba a distinguir su silueta en el crepúsculo. Su cabeza parecía más lustrosa. Se preguntó qué aspecto tendría su cabello cuando estuviera peinado y seco. ¿Cómo sería cuando llevara ropa limpia sobre aquel precioso cuerpo dorado? Se la imaginaba entrando en una habitación o recorriendo el césped de Beau Desert. Sería un hermoso y cautivador patito feo.

¿Por qué no se había arreglado la nariz? Era una operación sencilla. Entonces sería la muchacha más hermosa de Jamaica.

El hombro de ella lo rozaba. Bond extendió la mano sobre su regazo, abierta.

Ella se la cogió y Bond sintió el engrudo frío de judías sobre la mano.

De repente le llegó su cálido olor animal. Era tan sensual que su cuerpo se apoyó en el de ella y por un momento sus ojos se cerraron.

Ella soltó una risita en la que se mezclaba la timidez, la satisfacción y la ternura. Le dijo en tono maternal «Toma», le apartó su mano y se la devolvió.