CAPÍTULO 1

«Os oigo alto y claro»

A las seis, con puntualidad, el sol se puso tras los Montes Azules con un último resplandor amarillo; una sombra violeta se derramó por Richmond Road, y los grillos y ranas de San Antón comenzaron a chirriar y croar en los distinguidos jardines.

Aparte del ruido de fondo de los insectos, la ancha calle vacía estaba tranquila.

Los ricos propietarios de aquellas casas enormes y apartadas —directores de bancos, jefes de compañías y altos funcionarios— llevaban en casa desde las cinco en punto y estarían comentando el día con sus esposas o dándose una ducha y cambiándose de ropa. Dentro de media hora, la calle volvería a cobrar vida con el tráfico para el cóctel; sin embargo, en este kilómetro más elevado de la «Calle Próspera», como la llamaban los repartidores de Kingston, ahora sólo había la tensa espera de un escenario vacío y el intenso aroma del perfume vespertino de los jazmines.

Richmond Road es la «mejor» calle de toda Jamaica y en ella se encuentran el Park Avenue, los jardines del Kensington Palace y la Avenue D’léna. La «mejor» gente vive en estas grandes casas anticuadas, cada una en el marco de un acre o dos de césped demasiado bien cuidado y con los árboles y flores más delicados de los Jardines Botánicos de Hope. La calle, larga y recta, es agradable, tranquila, apartada del caluroso y vulgar desbarajuste de Kingston, donde sus residentes se ganan el jornal. Al otro lado del cruce, en su cumbre, se hallan los jardines de King’s House, donde el gobernador y comandante en jefe de Jamaica vive con su familia. En Jamaica ninguna calle podría tener un final mejor.

En la esquina este de la parte alta del cruce se encuentra el N.º 1 de Richmond Road, una casa sólida de dos pisos con un balcón corrido blanco en ambas plantas.

Desde la carretera, un sendero de grava conduce hasta la entrada de pilares pasando por amplios campos de césped marcados por pistas de tenis en los que esta tarde, como todas las tardes, los aspersores están funcionando. Esta mansión es la Meca social de Kingston. Es el Club de la Reina, que durante cincuenta años se ha jactado de su poder y de la frecuencia con que ha denegado la entrada de nuevos socios.

Tan empecinado conservadurismo no sobrevivirá mucho en la moderna Jamaica. Algún día romperán a pedradas las ventanas del Club de la Reina y tal vez lo reduzcan a cenizas, pero por ahora es un lugar valioso en una isla subtropical, bien dirigido, con una buena plantilla y la mejor cocina y bodega del Caribe.

A esa hora del día y casi todas las tardes del año se veían los mismos cuatro coches aparcados en la calle del club. Eran los coches de los jugadores de la selecta partida de bridge, los cuales se reunían con puntualidad a las cinco y jugaban hasta cerca de la medianoche. Casi se podía poner el reloj en hora por estos coches. Pertenecían, por el orden en que estaban aparcados contra el bordillo, al general de brigada de las Fuerzas de Defensa del Caribe, al principal abogado criminalista de la isla y al catedrático de matemáticas de la Universidad de Kingston. Al final de la calle se hallaba el Sunbeam Alpine negro del comandante John Strangways, de la Royal Navy (jubilado), oficial del Control Regional del Caribe o, menos discretamente, representante local del Servicio Secreto británico.

Justo antes de las seis y cuarto, el silencio de Richmond Road se vio interrumpido. Tres mendigos ciegos doblaron la esquina del cruce y se encaminaron lentamente por la acera hacia los cuatro coches. Eran rechinos —chinos negros—, hombres robustos, pero que se encorvaban al andar y arrastraban los pies, tanteando el bordillo con los bastones blancos. Caminaban en fila. El primer hombre, que llevaba gafas azules y presumiblemente veía mejor que los otros, caminaba delante y sostenía en la mano izquierda una taza de latón junto con el puño del bastón. La mano derecha del segundo hombre reposaba sobre el hombro del primero, y la mano derecha del tercero, sobre el hombro del segundo. Los ojos del segundo y del tercero estaban cerrados. Los tres hombres vestían harapos y sucias gorras de béisbol hechas de jipijapa con largas viseras. No decían nada ni hacían ningún ruido, excepto el tanteo de los bastones al caminar por la sombría acera en dirección a los coches.

Los tres ciegos no habrían desentonado en Kingston, donde se ven muchos enfermos por las calles, pero en esta pudiente calle desierta producían una desagradable impresión. Y resultaba extraño que todos fueran chinos negros. No es una mezcla de sangres corriente.

En la sala de juego, la mano tostada por el sol se extendió sobre el tapete verde de la mesa central y recogió las cuatro cartas, que hicieron un chasquido sordo al unirse al resto.

—Cien honores —dijo Strangways— y noventa abajo. —Consultó su reloj y se levantó—. Vuelvo en veinte minutos. Tú repartes, Bill. Pedid bebidas; lo de siempre para mí. Y no juguéis una mano a mis espaldas mientras estoy fuera. Siempre os descubro.

Bill Templar, el general de brigada, soltó una risa corta. Tocó la campana que tenía a su lado y recogió los naipes diciéndole:

—Apresúrate, maldita sea. Siempre dejas que se enfríen las cartas cuando tu pareja va ganando.

Pero Strangways ya estaba saliendo por la puerta. Los tres hombres se recostaron en las sillas con resignación. El camarero de color acudió y pidieron bebidas para ellos y un whisky con agua para Strangways.

Se producía esta interrupción exasperante todas las tardes a las seis y cuarto, en torno a la mitad de la segunda tanda. En aquel momento exacto, aunque estuvieran en mitad de una mano, Strangways tenía que ir a la «oficina» a «hacer una llamada». Era un incordio, pero Strangways formaba parte vital del cuarteto y había que aguantarse. Nunca explicó en qué consistía la «llamada» ni nadie se lo había preguntado. El trabajo de Strangways era «secreto», nada más. Pocas veces se ausentaba más de veinte minutos y se daba por supuesto que compensaba la ausencia con una ronda.

Llegaron las bebidas y los tres hombres se pusieron a hablar de las carreras.

De hecho, era el momento más importante de la jornada de Strangways, la hora del contacto obligado por radio con el poderoso transmisor sito en el tejado del edificio de Regent’s Park, cuartel general del Servicio Secreto. Todos los días, a las seis y media hora local, a menos que hubiera dado aviso el día anterior de que no estaría en antena —por ejemplo, cuando tenía asuntos que tratar en una de las otras islas del territorio o sufría una enfermedad grave—, transmitía su informe diario y recibía órdenes. Si no conectaba exactamente a las seis y media, habría una segunda llamada a las siete y media. Si el transmisor seguía en silencio, se consideraba una emergencia y la Sección III, la autoridad controladora en Londres, se apresuraba a averiguar lo que había ocurrido.

Las llamadas «azules» suponen un baldón en el expediente de los agentes a menos que sus «justificaciones por escrito» sean incontestables. Los horarios de la radio de Londres en todo el mundo eran terriblemente estrictos y una mínima interrupción en el programa por una llamada adicional suponía un peligroso inconveniente. Strangways nunca había sufrido la ignominia de tener que hacer una llamada «azul», y menos una «roja», y estaba seguro de que nunca tendría que hacerla. Todas las tardes, justo a las seis y cuarto, salía del Club de la Reina, cogía el coche y conducía durante diez minutos por las estribaciones de los Montes Azules hasta su atildado bungaló con esa vista fabulosa del puerto de Kingston. A las seis y veinticinco cruzaba el recibidor de la oficina trasera. Abría con llave la puerta y la cerraba otra vez después de entrar. La señorita Trueblood, que pasaba por ser su secretaria y en realidad era la N.º 2 y antigua oficial jefe del servicio femenino de la Royal Navy, ya estaría sentada frente al instrumental estableciendo el primer contacto, telegrafiando la señal de llamada, WXB, en los 14 megaciclos. Tendría un bloc de taquigrafía sobre las elegantes rodillas.

Strangways se dejaría caer en la silla junto a ella, cogería el otro par de auriculares y, exactamente a las seis y veintiocho, tomaría el mando y esperaría a oír el repentino vacío en el aire que significaba que la WWW de Londres iba a contestar.

Era una rutina férrea. Strangways era un hombre de rutinas férreas. Por desgracia, la exactitud en los hábitos puede ser mortal cuando la conoce el enemigo.

Strangways, un hombre alto y delgado con un parche negro sobre el ojo derecho y un rostro aguileño que uno asociaría con el puente de un destructor, atravesó con rapidez el recibidor panelado del Club de la Reina, abrió las puertas con mosquitera y bajó los tres escalones.

Como no tenía muchas preocupaciones, experimentó el placer sensual del aire fresco de la tarde y el recuerdo del lance que le habían proporcionado las tres picas. Por supuesto, estaba ese caso en el que estaba trabajando, un asunto raro y complicado que M le había confiado restándole importancia hacía ya dos semanas. Pero la cosa iba bien. Una pista inesperada en la comunidad china había dado buenos resultados. Habían salido a la luz unas circunstancias extrañas —por el momento simples sospechas, nada concreto—, pero si cuajaban, pensó Strangways mientras avanzaba a trancos por el sendero de grava hacia Richmond Road, tal vez se viera envuelto en algo realmente raro.

Strangways se encogió de hombros. Por supuesto, no sería así. Lo fantasioso nunca se materializaba en este tipo de trabajo. Tendría una solución aburrida, enrevesada por las imaginaciones calenturientas y la histeria habitual de los chinos.

Automáticamente, otra parte de la mente de Strangways se percató de los tres ciegos. Avanzaban hacia él tanteando con lentitud la acera. Estaban a unos veinte metros y calculó que pasarían junto a él un segundo o dos antes de que llegara al coche. Avergonzado por su buena salud y en agradecimiento por ella, Strangways buscó una moneda en el bolsillo. Pasó la uña del pulgar por el canto para asegurarse de que era un florín y no un penique, y lo sacó. Estaba a la altura de los mendigos. ¡Qué raro, todos eran chinos negros! ¡Muy raro! Strangways alargó la mano y la moneda resonó en la taza de latón.

—Bendito sea, señor —dijo el primero de ellos—. Bendito sea —vocearon los otros dos.

Strangways tenía la llave del coche en la mano. Vagamente percibió el instante de silencio al cesar el tanteo de los bastones blancos. Era demasiado tarde.

Cuando Strangways adelantó al último hombre, los tres se dieron la vuelta con rapidez. Los dos últimos se abrieron en abanico para tener el campo de tiro despejado. Tres revólveres, desproporcionados por los silenciadores en forma de salchicha, volaron fuera de las fundas ocultas entre los harapos. Con precisión disciplinada, los tres hombres apuntaron a distintos puntos de la columna vertebral de Strangways: uno entre los hombros, otro en la región lumbar y otro en la pelvis.

Los tres zumbidos se oyeron casi al unísono. El cuerpo de Strangways se desplomó hacia adelante como si le hubieran dado una patada. Quedó completamente quieto sobre la acera, envuelto en una nube de polvo.

Eran las seis y diecisiete minutos. Con un chirrido de neumáticos, un deslucido coche funerario, con sus plumas negras flotando en las cuatro esquinas del techo, giró en el cruce de Richmond Road y aceleró hacia el grupo de la acera. Los tres hombres sólo habían tenido tiempo de levantar el cuerpo de Strangways cuando el coche funerario se detuvo a su altura. Las dos puertas traseras estaban abiertas lo mismo que el sencillo ataúd del interior. Los tres hombres metieron a pulso el cuerpo en el vehículo y luego en el ataúd. Entraron dentro del coche. Taparon el féretro y cerraron las puertas. Los tres negros se sentaron en tres de los cuatro asientos dispuestos junto a las esquinas del ataúd y apresuradamente dejaron los bastones blancos en el suelo. De los respaldos de los asientos colgaban unos amplios abrigos de alpaca negra. Se pusieron los abrigos sobre los harapos. Luego se quitaron las gorras de béisbol y, recogiendo del suelo unos sombreros de copa negros, se los calaron.

El conductor, que también era un chino negro, los miró con nerviosismo por encima del hombro.

—¡Venga, hombre, venga! —dijo el más corpulento de los asesinos. Echó un vistazo a la esfera luminosa del reloj. Eran las seis y veinte. Justo en tres minutos.

A la hora exacta.

El coche fúnebre dio una decorosa vuelta de ciento ochenta grados y avanzó a una velocidad moderada hacia el cruce. Allí giró a la derecha y, a cuarenta kilómetros por hora, recorrió sosegadamente la carretera de asfalto hacia las colinas, con las plumas negras anunciando el duelo de su carga y los tres acompañantes sentados muy erguidos con los brazos cruzados respetuosamente sobre el pecho.

—WXN llamando a WWW… WXN llamando a WWW… WXN… WXN… WXN…

El dedo corazón de la mano derecha de Mary Trueblood pulsaba con suavidad y elegancia el manipulador. Levantó la muñeca izquierda. Las seis y veintiocho. Un minuto de retraso. Mary Trueblood sonrió al imaginarse el Sunbeam descapotable a toda velocidad por la carretera. Dentro de un segundo, oiría sus pasos apresurados, la llave en la cerradura y se sentaría junto a ella. Le dedicaría una sonrisa de disculpa mientras cogía los auriculares. «Lo siento, Mary, el maldito coche no arrancaba» o «tú crees que la condenada policía no conocía mi número y me pararon en Halfway Tree». Mary Trueblood levantó el segundo par de auriculares del gancho y los puso sobre la silla para ahorrarle medio segundo.

—… WXN llamando a WWW… WXN llamando a WWW…

Movió el dial el grosor de un cabello y volvió a intentarlo. El reloj marcaba las seis y veintinueve. Empezó a preocuparse. En cuestión de segundos, Londres empezaría a transmitir. De repente pensó: Dios, ¿qué pasaría si Strangways no llegara a tiempo? Era inútil contactar con Londres y pretender que ella era él, inútil y peligroso, porque Seguridad estaría monitorizando la llamada como monitorizaba todas las llamadas de los agentes. Aquellos aparatos, que registraban las peculiaridades mínimas de la «escritura» del operador, detectarían en seguida que Strangways no pulsaba el manipulador. Mary Trueblood había visto la selva de esferas en la silenciosa habitación del último piso del cuartel general, y había sido testigo de que las manecillas registraban el peso de los pulsos, la velocidad de cada grupo de códigos, el tropiezo en una letra en particular. El controlador se lo había explicado cuando se enroló para la estación del Caribe hacía cinco años. Sonaría una chicharra y el contacto se interrumpiría automáticamente si el operador en antena no fuera el debido. Era un sistema de protección básico para los casos en que un transmisor del Servicio Secreto caía en manos enemigas. Y, si el agente había sido capturado y lo forzaban a contactar con Londres bajo tortura, sólo tenía que cambiar ciertas peculiaridades de su «escritura» habitual para transmitir la historia de su detención con la misma claridad que si lo hubiera anunciado abiertamente.

¡Ahí estaban! Oyó el vacío indicador de que Londres iba a transmitir. Mary Trueblood echó un vistazo al reloj. Las seis y media. ¡Horror! Pero… ¡Por fin! Oyó pasos en el recibidor. ¡Gracias a Dios! En un segundo entraría. ¡Debía cubrirlo! A la desesperada, decidió arriesgarse a mantener el circuito abierto.

—… WXN llamando a WWW… WXN llamando a WWW… ¿Me oyen?… ¿Me oyen?… —La transmisión de Londres era clara, a la búsqueda de la estación de Jamaica.

Los pasos llegaron hasta la puerta.

Tranquila y confiada, volvió a telegrafiar: «Os oigo alto y claro… os oigo alto y claro… Os oigo…».

Tras ella hubo una explosión. Algo le dio en el tobillo. Bajó la vista. Era la cerradura de la puerta.

Mary Trueblood se giró bruscamente en la silla. Había un hombre en el umbral que no era Strangways. Era un negro corpulento de piel amarilla y ojos rasgados.

Empuñaba una pistola rematada por un grueso cilindro negro.

Mary Trueblood abrió la boca y gritó.

El hombre esbozó una amplia sonrisa. Levantó la pistola lenta y amorosamente, y le disparó tres veces en el pecho izquierdo y a su alrededor.

La chica se desplomó por el costado de la silla. Los auriculares resbalaron hasta el suelo por su cabello dorado. Durante un segundo quizá, el piar casi inaudible de Londres se dejó oír en la habitación. Luego paró. La chicharra del despacho del controlador de Seguridad había detectado que algo iba mal en WXN.

El asesino salió por la puerta. Volvió llevando una caja con una etiqueta de colores en la que ponía FUEGO RÁPIDO, y un gran saco de azúcar con el nombre TATE & LYLE. Dejó la caja en el suelo, fue hasta el cuerpo y metió sin miramientos el saco por la cabeza hasta los tobillos. Como los pies sobresalían, los dobló y metió a presión en el saco. Arrastró el voluminoso saco hasta el recibidor y volvió. La caja fuerte estaba abierta en una esquina de la habitación, tal como le habían dicho que estaría, y el libro de códigos descansaba sobre el escritorio, listo para descifrar las transmisiones de Londres. El hombre arrojó estos y otros papeles al suelo en el centro de la habitación. Arrancó las cortinas y las añadió al montón, que culminó con un par de sillas. Abrió la caja de astillas para encender fuego, cogió un puñado, las echó al montón y las encendió. Salió al recibidor y encendió hogueras similares en sitios apropiados. El mobiliario reseco prendió con rapidez y las llamas comenzaron a lamer los paneles. El hombre fue hasta la puerta de la casa y la abrió. A través del seto de hibisco vio un destello del coche fúnebre. No se oía más ruido que los chirridos de las cigarras y el motor al ralentí del furgón.

No había otro signo de vida calle abajo o calle arriba. Las puertas traseras del coche fúnebre estaban abiertas. Les pasó el saco a los hombres y observó como lo metían en el ataúd encima del cuerpo de Strangways. Luego subió dentro, cerró las puertas, se sentó y se caló el sombrero de copa.

Cuando las primeras llamas asomaron por las ventanas del bungaló, el coche fúnebre ya se apartaba lentamente de la acera en dirección a la presa de Mona.

Allí, el pesado ataúd se sumergiría en su tumba a cincuenta brazas de profundidad y, en sólo cuarenta y cinco minutos, el personal y los documentos de la estación del Caribe del Servicio Secreto habrían quedado completamente destruidos.